Suprema calamidad

Todo juez tiene derecho a su marco mental. Pero debería dejarlo en el perchero de los códigos obstantes. Aquellos que estorban más que ayudan. La decisión del Tribunal Supremo estadounidense de anteponer la libertad de culto, ejercida físicamente en el templo, a la salud pública está teñida de prejuicios un tanto preocupantes, casi de ayatolismo, signifique eso lo que signifique. Si ésta va a ser la tónica en Estados Unidos, con su reverberación en todo Occidente, lo de Polonia y Hungría  va a ser una inocentada. En la pandemia de 1918 los fieles acudían en masa a las iglesias católicas a pedir a Dios la remisión de la enfermedad, favoreciendo su expansión. Unos contagios sagrados, eso sí, que no sólo perjudicaban a los fieles, sino también a sus conocidos, fueran agnósticos o simplemente ateos. La juiciosa decisión del gobernador de Nueva York de limitar los aforos para el culto ha sido neutralizada por una decisión sectaria, con el apoyo de la jueza salida de la nada: Amy Coney Barrett. Es un anticipo de lo que espera en ese país a las demandas activadas o por activar relacionadas con la vida (aborto) o la muerte (pena de, eutanasia). El conservadurismo reaccionario es una posición en la vida que es tan recalcitrante como el espíritu revolucionario. Ambos se equivocan, pero ambos están presentes contumazmente en cada época de la historia de un país; aunque se vuelven más opresores cuando pretenden torcer el brazo social mediante herramientas concebidas para esta vida y no para la otra, ya sea la espectral o la utópica. Los contrapesos del sistema político y judicial estadounidense se convierte en una fuente de parálisis si no queda espacio para la deliberación. Una postura puede alisar a la otra simplemente sumando votos sumisos a criterios ajenos al marco constitucional. Aunque hay que reconocer que en ese país Dios está presente desde la primer línea de su Constitución. Lo que empieza a ser, incluso como concepto regulador, un lastre, una suprema calamidad.

Confianza en la razón emotiva

Cuando Spengler escribió su libro La Decadencia de Occidente no podía imaginar hasta qué punto iba a equivocarse “con tanto fundamento”. Sus dos tomos son una exhibición de erudición con conclusiones falsas. Quizá su éxito en su momento se debió a lo estremecedor del título y a la situación europea del momento (1918). Cualquier persona que se hubiera planteado en esa tesitura escribir un libro omniabarcador como ese habría experimentado la necesidad de una conclusión pesimista. Frente a aquella realidad perturbadora de la primera mitad del siglo XX, nuestras cuitas suenan un poco melodramáticas; téngase en cuenta el encadenamiento de los problemas asociados al final del liberalismo salvaje de la economía que relata Polanyi en su libro La Gran Transformación y las estremecedoras soluciones políticas propuestas, todas ellas de una crueldad a una escala nunca vista.

Pero, Occidente no decayó y, tras el fracaso de las soluciones autoritarias que, precisamente Spengler con otros, proponía — de algunos análisis sólo se deduce cirugía cruenta —,  llegó una época de capitalismo prudente generador de sistemas de protección social no conocidos que han conseguido llegar, más o menos exhaustos, hasta hoy. Son tantas las variables que influyen sobre el acontecer social que es difícil saber cuáles son decisivas. Pero, podemos comprobar que, tras una crisis de confianza en los activos financieros en 2008, y una pandemia mundial que ha puesto al ralentí a la economía global con parones de la producción medios de más del 10 %, la vida cotidiana en Occidente y la esperanza de solución sanitaria es mucho mejor que en los años anteriores a la II guerra mundial, en que se voló toda esperanza. A lo que se puede añadir que las conmociones sociales actuales se deben en gran medida al profundo cambio tecnológico que Internet ha introducido en las relaciones productivas de los servicios, cuyo equilibrio ha de llegar antes o después. Por eso, no se entiende que se expanda una sensación de acabamiento, fracaso o decadencia. Ya dijo Borges que “Nos han tocado, como a todos los hombres, malos tiempos que vivir”. Una lúcida e irónica forma de llamar quejicas a los pesimistas. No hay desabastecimiento, y sí una enorme capacidad productiva que fabricó billones de mascarillas y va a fabricar miles de millones de vacunas.

Pero claro que hay problemas, algunos clásicos como los desequilibrios en la distribución de la renta, que obligan a acciones públicas y privadas de corrección para paliar la situación de familias y personas concretas a las que los laberintos del reparto del dinero ha dejado en los márgenes. Y, para el conjunto social, es constatable un aumento de la deuda pública que estremece. Lo que nos coloca en una posición muy delicada ante cualquier perturbación que asuste a los prestamistas y dispare los intereses futuros. Pero el problema es universal y necesitará soluciones basadas en la confianza internacional, alterada hoy en términos globales por las formas políticas del egoísmo que consiguen gobernar apelando al miedo frente a los extraños. Una pretensión inútil pues la presión seguirá si no se industrializa África, lo que implica reparto de la renta, pero, en mi opinión, no reparto del bienestar, si somos capaces de controlar nuestra necesidad compulsiva de consumo. Desgraciadamente, todo esto no es una cuestión de voluntad benéfica, porque también existe la voluntad maléfica que exhibe los espectros del racismo, la homofobia o la superioridad del hombre blanco sacados de sus tumbas como eficaces formas de confusión del miedo en la población.

Estos espectros deben ser combatidos desde la razón. Pero no una razón gélida, instrumental y alejada del sentimiento, que se quiso neutralizar con el romanticismo y tuvo las consecuencias conocidas, sino una razón que sienta la vida en el mismo acto en que conoce y reflexiona. Que conoce la realidad y pone su capacidad de formalización a su servicio. Esta razón planifica, pero no se queda fascinada por su resultado proyectual, sino que trata de anticiparlos sobre la vida palpitante de la gente y corrige si no da en la diana. Cuando Spengler creía ver en la fractura de los rompientes de la física clásica y la llegada impetuosa de la física moderna una fuente de decadencia, estaba, por el contrario, siendo testigo, sin advertirlo, del despliegue de la potencia de la razón para penetrar la realidad en su labor de buscar la coherencia entre teoría y resultados de finos experimentos. Una capacidad tan prometedora como destructora que precisa de una fuerte conducción de la acción política para el logro de los fines humanos. De esta lección, que culminó dramáticamente con la bomba Enola Gay, la humanidad debe sacar consecuencias en todas las escalas: desde la geopolítica a los acuerdos para una política educativa a la altura de los tiempos. No es posible un futuro de masas ignorantes de lo que está en juego y de lo que la ciencia pone como instrumentos de corrección. Es necesaria una razón “sentiente”, extrapolando la propuesta de Zubiri más allá de su contexto noológico. Una razón social que vaya más allá de las posibilidades de la Ilustración porque incorpore la emotividad a la formalidad.

Desgraciadamente hoy estamos aún con las brasas del fuego que la codicia prendió en los años noventa del siglo pasado y que, dada la naturaleza cíclica de la aventura humana, tomó la forma de desequilibrio de los pactos sociales de la postguerra. De ahí la paradoja de que, en nuestros días, concurran, en medio de un éxito absoluto de la razón instrumental enunciada en Frankfurt, tres olas amenazadoras, aunque ninguna capaz de producir la decadencia de Occidente que algunos ya les gustaría proclamar: una es la puesta en cuestión de la verdad socialmente consensuada e incorporada en las instituciones del Estado, sacudiéndolas sin prudencia; otra es la infelicidad individual relativa, que tiene como consecuencia que las dirigencia mundial prefiere endeudarse que dar disgustos a los electores; y, la tercera, es el filón que algunos han creído encontrar en las reglas de Goebbels sobre la antes llamada propaganda, y que hoy se ha convertido en un monstruo perturbador de la razón en su función de buen juicio de cada uno y distorsionando la actividad natural de los partidos políticos. Obviamente, transversal a estos problemas palpitantes, está el problema medioambiental, que es la “sorpresa” que la realidad, tan querida por Zubiri, nos da ante nuestra tendencia al idealismo reforzada por la limpieza y casi espiritualidad de los juguetes digitales.

Todo ello considerado, late en nuestra sociedad un sentido de realidad, aún amortiguado pero potente, que debe emerger ante los desafíos. España tiene  extraordinarias energías culturales, políticas y económicas en transformación que deben fundar una nueva esperanza, pues las lacras sufridas no nos han desestabilizado. Nuestra estructura social e institucional ha resistido en muy poco tiempo todo tipo de vendavales — políticos, judiciales, económicos y sanitarios .  La razón se está imponiendo y nuestra sensibilidad va pareja en la respuesta a las necesidades sociales. No sumemos a los problemas reales un estado depresivo impostado. La confianza no brota de los campos yermos, sino del uso emotivo de la razón. 

Muerte en Washington

Como en Muerte en Venecia, los intentos de Trump por forzar la realidad han pasado ya del esperpento al espanto. Al igual que en aquella novela de Mann una pandemia asola la polis y el protagonista Gustav Von Aschenbach no lo sabe — en nuestro caso no quiere saberlo —. Gustav Von Trump está deprimido porque ha sido expulsado de la bolsa matricial del poder, no sabe — no quiere saber — nada de la pandemia, pero se ha enamorado de una idea bellísima, deslumbrante. Una idea salvadora, rubia, espigada, andrógina y perturbadora. Es la idea de que puede transfigurar la realidad hasta doblegar los hechos, el espacio y el tiempo a una voluntad tormentosa, telúrica de la que obtendrá la felicidad que cree merecer poseyéndola como Von Aschenbach quería poseer al efebo Tadzio. Esta historia literaria revivida en Washington necesitaba un relator a la altura. Y este está resultando ser Rudy Giuliani. Un sólido gobernante menor que por la cantidad simbólica de 20.000 dólares al día, se ha prestado a ser el biógrafo de tan desgraciada historia personal. Así sale antes las cámaras y cada día mejora el relato del día anterior sumando algún disparate aún no pensado por la prensa internacional, que asiste asombrada a un proceso de degradación democrática de tal envergadura que no hay forma de verle la gracia. Probablemente aún no hemos visto la última escena, que, como de una obra literaria se trata, vendrá cargada de dramatismo. Si a esta situación límite, para lo que entendíamos eran los modos democráticos en el Occidente liberal, le faltaba algo, lo tuvimos ayer. Rudy Giuliani perdía algo por la mejilla. No sabemos si masa cerebral — no creo que el color de la suya sea más claro —, o tinte del pelo, pero la escena, tan similar a la del auténticamente ficticio Gustav Von Aschenbach ha convertido el esperpento en espanto.

Rituales de iniciación

La noticia es del diario El País del viernes 20 de noviembre. En ella se cuenta el asesinato de 39 prisioneros de las fuerzas australianas en la guerra de Afganistán como rituales de iniciación de novatos para dotarlos de “energía” combativa. Unos “ejercicios” autorizados o alentados por los propios mandos de los ejecutantes. Esta noticia pasará desapercibida entre las conmociones internacionales sobre la sucesión en Estados Unidos, el bloqueo de Hungría y Polonia al reparto de los fondos mancomunados para afrontar la crisis de la Covid-19 o la pretensión del Reino Unido de ser de nuevo la mayor potencia naval de Europa y así dotar de contenido renovado al himno “Rule Britania”, que como saben sigue diciendo “Britania rules the waves”. Esta noticia se produjo lejos y se juzgará más lejos aún. De los australianos en conflictos bélicos los despistados sabemos por su intervención dolorosa en la batalla de Galípoli en 1915, pero siempre andan por ahí en misiones diversas. Hasta ahora, sabíamos de usos normalizados para dotar de espíritu combativo en forma de entrenamiento y de usos extravagantes como las novatadas para adultos de algunos destacamentos. También sabíamos de comportamientos dudosos como el de aquel destacamento de “cascos azules” holandeses al cargo de prisioneros en la guerra de los Balcanes, que permitieron el fusilamiento de varios miles de prisioneros en Srebrenica sin encontrar el valor para oponerse. Valor para el que los mandos australianos parecen haber encontrado el fulminante: el asesinato a sangre fría como si fueran sicarios del narco. Es sabido que el ser humano no se comporta igual cuando es vigilado que cuando cree que nadie mira. Los mandos australianos, probablemente pensaban que nadie lo miraba en medio de una guerra en la que morir es lo normal. También es sabido que, aparte de ese 3 % de psicópatas que cada sociedad soporta, en el ejército la mayoría de los soldados son objeto de un experimento que siempre sale mal. El experimento de sacar a jóvenes criados en unas reglas morales que han internalizado hasta incorporarlas a sus códigos éticos y, sin solución de continuidad, colocarlos ante la muerte propia o ajena en condiciones atroces; sobre todo desde que las batallas dejaron de librarse por ejércitos profesionales y las poblaciones civiles son parte del intercambio de sufrimiento. Pero lo de los mandos australianos es una especie de creatividad experimental que soluciona el problema. Se trata de convertir en asesinos a los jóvenes incautos e incautados para que después no vengan con esa milonga del stress postraumático.

Iglesias no es Clegg

Iglesias tiene un plan y lo está llevando a cabo sistemáticamente. Hoy una declaración suave allí, mañana una reunión vergonzante allá y pasado un tuit comprometedor acullá. Todas ellas acciones premeditadas para socavar la autoridad de su socio-rival. Hace años, en un congreso sobre madera en San Sebastián, se presento un sistema biológico de lucha contra las termitas. Se trataba de un organismo cuyos huevos eran comidos por el ingenuo insecto creciendo en su interior y devorándolo hasta dejarlo convertido en una cáscara. Hace menos tiempo, un gobernante británico, David Cameron, ideó una forma de servirse de los votos del Partido Liberal Demócrata británico para sacar del gobierno al laborista Gordon Brown y, al tiempo, neutralizar a su líder, Nick Clegg, como posible rival en futuras elecciones. Para ello lo nombró nada menos que Vice Primer Ministro, le dio un despacho y dejó que se consumiera en su éxito hasta conseguir la práctica desaparición de su partido en los siguientes comicios. Clegg perdió el liderazgo tras una derrota inapelable. Es algo así como si Pedro Sánchez hubiera nombrado a Pablo Iglesias Vicepresidente Único y hubiera esperado que durmiera la siesta política en un despacho del ala Oeste de la Moncloa. Pero Iglesias no es Clegg, es más ese organismo polífago devorador de presidentes que se come las partes blandas y deja la cutícula trasparente. No en vano a Sánchez le está saliendo ya un mechón blanco en su cuidado pelo. Es el síntoma de la acción de Iglesias, que no es que no lo deje dormir, es que lo está devorando y siente ya las punzadas de las mandíbulas del vicepresidente segundo —hubiera sido igual que fuera vicepresidente cuarto, pues está en su naturaleza no pasar desapercibido. Tiene un plan. Ya sabe que está en Wikipedia, pero no es suficiente y Sánchez debería, no ya despertar —hemos dicho que no duerme—, sino comprender en su vigilia que Iglesias no soltará su presa.

El ministerio de la anticipación

Desde el mítico Club de Roma el mundo ha convertido en costumbre hacer prospectivas con las que anticiparse a los males del futuro. Aquellos informes apuntaban alto, pues se enfocaban hacia problemas tan graves en su desarrollo e implicaciones como el crecimiento de la población. También el problema del medioambiente, la desigualdad y otros que obligan a cierta capacidad de anticipación para evitar los grandes golpes de la realidad cuando se la deja o se la invita a volverse incómoda para la vida humana. Esta crisis verdaderamente global del coronavirus ha resultado transversal, con matices, a diferencias económicas, sociales y étnicas de una forma que no tiene parangón. Obviamente hay que matizar que las proporciones no han sido las mismas según el poder económico de cada uno. Pero se ha echado de menos una capacidad de husmear el peligro futuro. La experiencia China con menos de cuatro mil fallecidos no les pareció suficiente plaga a los países europeos a principio de 2020 para prepararse y se dio lugar al espectáculo patético de países robándose los sistemas EPI unos a otros o expuestos a sufrir estafas a gran escala. Hace unos días en una conferencia virtual del filósofo Daniel Innerarity sobre la pandemia le pregunté si creía que debía haber una Ministerio de la Anticipación y respondió que “le gustaría ser su primer ministro”. Desde luego sería potente tener un equipo multidisciplinar que, ante un mundo cambiante que tritura toda expectativa descuidada, se ocupara de mirar las posibilidad del mundo presente, en la medida que incorpora al pasado, de gestar calamidades y el grado de probabilidad de que se dieran. Los expertos saben que el riesgo es un producto de la probabilidad de un suceso por el costo de las consecuencias. De modo que esa sería la tarea de ese ministerio: evaluar e informar del riesgo. Sus informe serían tranquilizadores o inquietantes según cada uno de los factores de la ecuación. Pero creo que falta motivación y la razón está en la propia definición de la motivación como producto de la expectativa por la capacidad. Si uno de los dos factores es cero la motivación es cero. Que cada uno se pregunte qué falta a las clases políticas actuales, si expectativas sobre los beneficios de anticiparse a los desastres que podría proporcionar tal ministerio, o la capacidad de los actuales gestores para que lo encuentren necesario. Como ha de llegar una tercera ola de la pandemia, se puede ir entrenando funcionarios en un ejercicio a escala. Pero es sabido que la vida es más compleja y que, a las propuesta racionales, se opone frontalmente la irracionalidad de las motivaciones de los seres humanos. Estas pasiones están tasadas y en los políticos están exacerbadas por intereses igualmente conocidos. Pero la ciudadanía debería saber distanciarse de ese torbellino y no seguir la mano “falsa” del prestidigitador perdiendo de vista la que esconde la carta. Desgraciadamente, una y otra vez, caemos en el error de emitir un juicio rápido, irreflexivo y, por tanto, sesgado haciendo el juego a los artista del escenario parlamentario. En nuestra mano está hacerlos mejores con nuestras posiciones y, sobre todo, con nuestro voto.

Exterminio imposible

Una de las constante universales es la división entre lo que podríamos llamar vagamente polo de izquierdas y polo de derechas. Hay ramas de la psicología que establecen fuertes relaciones entre este cisma y la naturaleza humana. Quizá, quien mejor ha teorizado sobre el asunto sea Thomas Sowell en su libro Conflicto de Visiones. La Visión Trágica no cree en los cambios sociales, ni siquiera para la compasión, y la Visión Utópica cree que cualquier cambio es posible, incluso el polémico de los géneros a partir de un sexo indiferenciado al nacer. Sea como sea, lo que la historia parece indicar es que la división es una constante universal y que su frontera está aproximadamente en la mitad de las poblaciones. Las escasas diferencias de las votaciones norteamericanas de estos días favorecen la pretensión de fraude electoral cuando el perdedor no soporta el resultado. Pero no se trata tanto del caso particular de los Estados Unidos, por más que es ejemplar al respecto, sino de la mentalidad de que el “otro” debe ser exterminado por métodos autoritarios o neutralizado mediante la mentira sistemática. De la primera opción han participado todos los grandes malvados de la historia. Dejando a un lado al maligno Hitler, muchos dictadores han considerado que era suficiente con campañas de represión que incluía la muerte de los adversarios políticos, por el mero hecho de pensar diferente. Así, tras nuestra guerra civil, se produjeron unas treinta mil muertes; una cifra parecida fue resultado de la represión de la Junta Militar argentina; Pinochet dejó unos cuarenta mil desaparecidos. Cifras tan parecidas que parecen sugerir una pauta criminal suficiente para amedrentar a un país. Pero qué decir de algunos regímenes populares en Rusia, China o Camboya que fueron directamente al exterminio. Estas versiones dramáticas tiene su pálido reflejo en las relaciones entre la izquierda y derecha políticas en época de paz cuando se usa el argumento de la ilegitimidad. Argumento con el que, no sólo socavan el suelo democrático de una victoria ajena, sino que vacían de fundamento las opiniones de millones de personas que votaron esas opciones. Precisamente el auténtico espíritu de la democracia consiste en convencerse de que las sociedades sólo pueden progresar con la alternancia de las dos visiones, del mismo modo que un velero navega contra el viento haciendo bordadas a babor y a estribor. En consecuencia, esperamos de los políticos profesionales que acepten esta situación y se dediquen, primero, a aceptar la victoria del contrario y, después, a cooperar en los asuntos de Estado, pues sus partidarios no son veletas caprichosas, sino posiciones fuertemente arraigadas en la naturaleza humana y no van a dejar de votarles porque tengan un comportamiento civilizado y racional.

Los últimos coletazos

El Washington Post denuncia estos días las prisas de la administración saliente para subastar autorizaciones que permitan realizar sondeos en el ártico. De este modo llama la atención sobre el hecho de que el ruido que provoca la resistencia de Trump a aceptar su sweet defeat está dejando en la penumbra el daño que todavía puede hacer en su agonía, poseyendo como posee todo el poder ejecutivo. Si quitamos de su gestión toda la hojarasca ideológicas y los eslóganes emotivos, queda la desvergüenza objetiva del que baja los impuestos a los ricos, destroza las relaciones internacionales, desequilibra Oriente Medio generando situaciones de peligro bélico y terrorismo, maltrata los consensos comerciales, desprecia cualquier respeto al medioambiente y mima a los movimientos parafascistas de su país. Todo ello ha estado guiando su acción en los cuatro años de gestión y, además, desde el mismo principio. Sus órdenes ejecutivas con esa firma fuera de escala con trazos puntiagudos de rey de los narcisos empezaron a hacer daño desde el primer día. Es especialmente dañina suactitud clara de “fe en la naturaleza” que le permite atacarla en base a su supuesta capacidad de soportar todos los daños que podamos infligirle. Muy probablemente le vaya a dejar a Biden todas las trampas que se le ocurran para dificultar su administración. ¿Dónde queda aquel inocente boicoteo de los teclado de la White House quitándoles la tecla “w”?. En este caso caben esperar órdenes de calado que aún no puedo imaginar. No es pequeña la de haberse saltado el fair play de no elegir miembros del Tribunal Supremo en período electoral. Pero aún vamos a tener sorpresas porque quedan asuntos que embarrar. Entre ellos su pretensión de que se finalice el muro con México; algún ataque preventivo al estudio por el Tribunal Supremo de las demandas sobre la Affordable Care Act (conocida como Obamacare), quizá uno de los asuntos pendientes que más lo irritan. Hay que recordar que una de las tres primeras órdenes ejecutivas que firmó era para minar la aplicación de este compasivo sistema de salud. Es de temer alguna decisión de calado en relación con la OTAN o algún otro organismo internacional. También puede establecer alguna medida extravagante relacionada con la posesión de armas – téngase en cuenta que eliminó la prohibición de vender armas a deficientes mentales diagnosticados – Y quedan los indultos de amigos y de sí mismo, lo que no se me ocurre cómo puede ser posible, cuando la II Sección de la Constitución los autoriza “tratándose de delitos contra los Estados Unidos, excepto en los casos de acusación por responsabilidades oficiales”. Pero cosas más raras hemos visto con este político advenedizo.

Vuelta a la finezza

Nunca he entendido el prestigio de la sinceridad inmoderada. Esta cualidad sólo tiene valor cuando se le pide a alguien que cuente la verdad, pero no cuando alguien desparrama sus creencias de forma incontinente sobre quien no le pide nada más que discreción. Y, como es sabido, lo discreto se opone a lo continuo. Por eso, la discreción va asociada a la alternancia entre la emisión y la recepción de mensajes, que equivale a saber escuchar. Añadamos a la discreción otra virtud: el tacto, esa capacidad de ser sutil, de tratar los asuntos con prudencia, la célebre frónesis de los griegos. Si además sumamos la templanza (sofrosine), compañera en la taxonomía de virtudes clásicas, esa suma de moderación, sobriedad y continencia habremos reunido así un conjunto de bellas palabras que componen la primera ley de la interlocución de un político ideal con la ciudadanía: discreción, sutileza, tacto, prudencia y templanza; esas virtudes que los italianos resumen en esa suave palabra de finezza. Hay otras virtudes para un político pero no vienen al caso. Porque el caso es Donald Trump. Un político indiscreto (habla mal de sus colaboradores), grosero (insulta a las mujeres), torpe (imita burlescamente a discapacitados), imprudente (acusa sin pruebas) e irascible (expulsa periodistas incómodos).

            Sentado esto tengo que confesar que hay muchas razones por la que deseo que este político insano abandone el trono del Mundo, pero la que más felicidad me va a proporcionar es dejar de escuchar su discurso chirriante, evocador de los peores males de la humanidad ya sufridos. No puedo dejar de compararlo con aquel soberbio y peligroso payaso con uniforme que hinchaba su pecho con gases tóxicos en los balcones de la casa del fascio. Creo que el mundo va a ser mejor sin alguien como él en un puesto del que depende el frágil equilibrio de la complejidad moderna. Su desaparición es un alivio para la ventaja que sus emuladores han tomado para hacer del mundo un lugar peligroso para los más débiles. Queda para los analistas desentrañar el arcano de porqué tantos millones de personas se han dejado seducir por éste narciso de sal gruesa. Quizá la explicación esté en la marcha sobre Roma o en las explanadas de Múnich. Quizá Trump no es un mal nuevo, sino el émulo caricaturesco de la triste historia de Europa en el siglo XX. Un siglo en el que millones de persona vieron, quizá, en la sinceridad incesante de unos egos hipertróficos la ocasión de vivir de forma vicaria el ejercicio del un poder en el que no media la reflexión entre el deseo y la acción. Un disfraz todo ello con el que un pobre hombre finge ser un gran gobernante como lo fue el Mago de Oz. De nuevo se ha probado que nadie escarmienta en cabeza ajena. En todo caso, hay que desear que del gris Joe Biden emerjan virtudes desconocidas gracias a la púrpura Pero, al cabo, hay que agradecerle el gran servicio que ha hecho a la humanidad nada más que por haberse prestado a liderar el esfuerzo para que vuelva la finezza al discurso político.

Ebriedad redentora

Hasta que Einstein puso límites físicos, el concepto de infinito era aceptado como sustantivo incluso más allá de las matemáticas. Antes, el universo podía ser infinito, el reposo absoluto y los viajes rectilíneos. Pero desde entonces sabemos que el universo está contenido por la gravedad aunque se expanda por la materia oscura. Algo así como el cuerpo humano que se mantiene en los límites de su piel aunque pueda engordar por exceso de grasa. En cuanto al reposo, qué duda cabe que no es otra cosa que el espejismo a que induce el movimiento compartido. Por eso, una masa de individuos puede creer que se mantiene en sus creencias siempre que la deriva hacia la demencia política, por ejemplo, se lleve a cabo por todo su grupo de correligionarios. Y qué decir de los viajes rectilíneos; la existencia de cuerpo por doquier lo hacen metafísicamente imposibles, pues la distribución uniforme de masas curva el espacio-tiempo de tal modo que si escapamos de caer por la pendiente de un sol caeremos por la pendiente de una galaxia. Por eso, las sondas necesitan el esfuerzo de sus cohetes para saltar de unas órbitas a otras para sus hiperbólicos viajes. Por eso, en cuestiones ideológicas la gravedad creciente de las masas programáticas atrapan nuestro curso hacia nuevas órbitas cognitivas requiriéndose un gran esfuerzo para escapar de ellas. No es posible una quimérica independencia de sus efectos sobre nosotros.

En el año 2016 en Estados Unidos ocurrió uno de esos fenómenos “cósmicos” que dejan huella por su magnitud más que por su valor. Millones de personas repitieron el acontecimiento de abandonarse al atractivo de lo chabacano, de lo directo, de lo contundente, que es la forma más potente de destrucción de las estructuras civilizadas. Y le dieron el poder al representante más genuino de estas “cualidades”. Es falso que el atractivo de Donald Trump sean sus promesas de atención económica a masas desfavorecidas por esta o aquella razón. Su atractivo es más vicioso, tiene que ver con la promesa lenitiva de ser un líder que no duda, que no exige el esfuerzo de sostener la propia vida, sino de dejarse guiar irreflexivamente en la misma órbita. En 2020 ha aumentado en ocho millones de votantes porque, en el ejercicio del poder, ha aumentado en muchas toneladas su masa “gravitatoria” a base de arbitrariedad, autoritarismo y zafiedad atrayendo con sus formas a millones de incautas partículas que orbitan su gigantismo populista; masas que  jalean su desafío a las fuentes ficticias de su desgracia. Y todo ello, desmintiendo la ideología oficial libertaria de que cada palo aguante su vela. Estas masas no quieren ser libres, quieren atarse al fálico palo mayor de un desvergonzado y triunfante acosador. Obviamente no faltan oportunistas que deambulan por estas órbitas por mero interés económico, pero son numéricamente irrelevantes. Trump ha arrasado al tiempo que perdía la presidencia porque es una promesa de euforia personal, maligna, ebria, pero redentora.