La Guerra, ese ruido eterno


La guerra llama a la puerta. ¿Hay una música para la guerra o solamente ruido? ¿Qué música será la del este siglo, una vez comprobado que lo que trae de nuevo es banal y lo que hereda del pasado es atroz? Ni siquiera la más provocadora y procaz composición de hip-hop se acerca a la necesidad estética de expresar las consecuencias de la real demencia de gobernantes como Putin; ni de expresar la trituración de la verdad o la monstruosidad de la guerra moderna, en la que los combatientes no mueren porque están ocupados en matar civiles. Creo que es urgente que el gran arte de este siglo abandone la frivolidad a toda orquesta y mire en el pasado para recuperar la seriedad que requiere tanto horror.

Las ciudades símbolo ya no son la sofisticada París o la histórica Roma, sino la perforada Alepo o la, desgraciadamente por perforar, Kiev. Quizá las voces desoladas de la soprano en la tercera sinfonía de Gorecky, coronando el crescendo de la orquesta desde los guturales bajos a los trinos del violín antes de que una nota de arpa le de entrada para que llore todas las muertes que han de venir, sean para que la historia muestre su tozudez en no abandonar la escena, como pretendía un naif Fukuyama. Quizá ha llegado el momento de renegar del lado oscuro de la filosofía de Nietzsche, respetando su lado luminoso. Su pretensión de ensalzar al superhombre es, tras el siglo XX su mayor error. Su odio a la democracia y su fascinación con el ejercicio del poder, aún sublimado, la guerra y la crueldad no puede ser enmascarado por ninguna interpretación benevolente, pues la realidad ruidosa de la maldad debe ser compensada por la melodía eterna de la compasión y el trabajo en común que construye y reconstruye lo que los superhombres destruyen. Curiosamente, le anticipó a Europa que la excitación de Rusia la uniría.

Alex Ross, crítico musical de la conocida revista New Yorker, es el autor de un libro muy celebrado. Su título irónico, “el ruido eterno”, se ocupa de establecer el territorio en el que se ha movido la música en el siglo XX. Ernst Gombrich lamentó en su biografía la trayectoria que tomó el arte en ese siglo, —lo ejemplifica en la desgracia de haber vivido una época en la que se consideró una obra de arte a La Fontaine de Duchamp, que sólo era un vulgar urinario sobre un pedestal—. Ese lamento se extendió también a la música del siglo que, rompiendo con el canon melódico, tomo una deriva en la que pretendía medir la calidad por la ausencia de interés del público en general. Imaginen un chef tanto más satisfecho cuanta menos gente acudiera a su restaurante.

Alex Ross escribió su libro para ayudar a comprender esta época de ruptura absoluta con la música que acabada en Mahler empezaba con Schöenberg una aventura que alejó a algunos melómanos de las salas de concierto. Una aventura que tuvo episodios tan cómicos como la obra 4’ 33” (cuatro minutos y 33 segundos) de John Cage, que pueden disfrutar en https://acortar.link/tFdZ7I. Ni siquiera el carácter sagrado del silencio justificaba esa farsa. Probablemente con el “blanco sobre blanco” de Malevich, La Fontaine ya mencionada, la “merde de artista” de Piero Manzoni y la “habitación vacía” de Martín Creed se estableció la frontera entre el arte genuino y la carcajada cínica que se burla de los incautos.

Para ayudar a desentrañar tanto enredo en el campo de la música, Ross corre el telón de su sala de conciertos y nos da la oportunidad de escuchar obras magistrales producto de ese mirar al vacío de artistas genuinos, geniales como Stravinski, Berg, Gorecky o Britten. Animo a quien no comprenda el arte del siglo XX a entrar en él por la música y la acompañe con el arte plástico epocal. Esa puerta es la que nos abre Alex Ross con su libro. De esta forma se vislumbrará que un siglo con dos guerras mundiales atroces y un holocausto monstruoso, el renacer de las religiones más supersticiosas, el atosigamiento de la publicidad, el ruido de las ciudades y la neurosis generalizada necesitaba una música que, como en la película Psicosis, helara la sangre en las venas. Un siglo que llegó exhausto al año 2000 para entregar su vida al relevo, el siglo XXI, que debía ser el de lo suave, lo digital, la comunicación universal y la prosperidad condicionada al planeta, y, de repente, en apenas veinte años, es ya el siglo de la codicia financiera irresponsable, de la expansión de una enfermedad vírica mortal y, de nuevo, del sufrimiento insoportable de la guerra irracional.

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