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Prólogo
Las tres gracias son la Verdad, el Bien y la Belleza. Tres aspiraciones del ser humano que enigmáticamente han resistido los cambios más profundos en la concepción de la cultura sin que hayan perdido su reputación como valores supremos del anhelo humano. Lo que no es de extrañar pues éste es el día en el que la Falsedad, el Mal y la Fealdad dominan amplias zonas de nuestra vida. De hecho, la Verdad sufre hoy como no lo hizo ni en tiempos de los sofistas, el Bien es zarandeado en las mismas trincheras de siempre y la Belleza ha sido desafiada por un arte que trasgrediendo lo pactado ha pretendido utilizar lo feo como parte de su misión, cuando siempre había sido la literatura, incluso la poesía (Baudelaire) las encargadas por su discreción plástica de mover nuestras emociones éticas.
Cada una de estas tres gracias mira de reojo a las otras dos cubriéndolas con su manto metafórico. Así no hay reflexión éticas ni estética sin pulsión de verdad. No hay investigación sobre la verdad del mundo o sobre la emoción de la belleza que no esté teñida de deseo, goce o culpa y no hay plenitud estética sin que intervenga nuestra inteligencia en pesquisas o nuestra moral recortando espacio a la creatividad.
En este libro se elucubra sobre estas tres escurridizas categorías y se trata de encontrarles sitio en una teoría sobre la realidad con fundamento en la naturaleza, en general, y la de nuestro cuerpo, en particular. No corren tiempos para buscar fundamentos trascendentes, después de todo un siglo XX sangriento y cruel. La teodicea ya tuvo su momento. Este no es el mejor de los mundos posibles. Este es el mundo y como en el dicho español: son lentejas. Pero hay formas y formas de cocinar las lentejas: aguadas o sabrosas. Por eso distingo entre el conocimiento que nos da la ciencia y el pensamiento que da sabor jugando con el sentido de la vida. ¿Por qué el pensamiento en una determinada fase de la especie humana ha de renunciar a pensar metafísicamente? La respuesta es que no ha de renunciar, pero no puede hacerlo sin saber que lo que aporte no es conocimiento, sino pensamiento en el sentido de la diferencia kantiana. Y no debe hacerlo de espaldas al conocimiento científico, sino partiendo de esa sólida pista de despegue.
Postulo que la realidad es energía que confinada se convierte en materia múltiple que asociada crea entes en sucesivos procesos de complicación estructural, en los que se combinan la pulsión interna de permanencia en el ser y las condiciones del entorno. Estos procesos culminan, hasta ahora, en el ser humano y sus instituciones, el ente que reúne en su ser a todos los estratos previos de la realidad: lo atómico, lo mineral, lo vivo, lo sensible y lo inteligente. La tendencia seguida ha alternado una pulsión de dominio sobre el entorno con otra de cooperación para formar estructuras más complejas. Esta tendencia parece indicarle a ser humano que la salida a sus aporías es crear estratos nuevos “sobre su cabeza” siguiendo la tendencia de complementar la libertad del individuo de un nivel de complejidad con la asociación en otro de mayor complejidad para afrontar los problemas que el dinamismo de la realidad genera. En este proceder de la realidad de modo incesante se forman y se destruyen entes que porfían por su conservación como especies mientras sus ejemplares quedan en el camino tras contribuir, en el más pobre de los casos, al menos con nuevos ejemplares. Esta metafísica banal[1]proporciona un marco en el que insertar la descripción de nuestro propio estrato. Sirva de ejemplo la secuencia de nuestra relación con el entorno:
- La primera experiencia de un cuerpo es estética. Una catarata de estímulos entra por sus terminaciones nerviosas y se dirigen al centro de transformación donde ondas electromagnéticas, mecánicas e impulsos eléctricos llegan al lado convexo de la membrana[2] y aparecen en el escenario de la conciencia como color, sonido, sabor, olor o presión.
- La reacción del cuerpo es valorativa. El cuerpo interpreta esta información como pacífica o peligrosa; agradable o desagradable y reacciona lanzando hormonas al torrente sanguíneo que modifican determinados parámetros fisiológicos como tensión arterial, temperatura, ritmo cardíaco, distribución del riego sanguíneo… que la conciencia interpreta como emociones. Cada emoción es una combinación diferente de los parámetros fisiológicos, lo que le proporciona un timbre especial.
- El cuerpo interpreta las emociones proporcionando estados generales de bienestar o malestar que llamo sentimientos. Son el balance de los dos procesos anteriores.
- El cuerpo puede responder al estímulo sin pasar por el cerebro mediante un acto reflejo. Son respuestas estereotipadas que no necesitan deliberación de la conciencia —por ejemplo, el contacto con una fuente de calor. La información va del receptor a la médula espinal donde entra por el axón aferente de la neurona afectada, que dialoga con otras enviando información a través del axón de la neurona eferente para la respuesta de un efector —por ejemplo, un músculo.
- Si no hay acto reflejo, la información llega a la médula espinal y de ahí al bulbo raquídeo que la envía a hemisferio opuesto al del receptor en la corteza cerebral y ahí, una vez transformado en la membrana, le espera la conciencia. La conciencia, todavía aturdida, se concentra en el suceso en el que todavía no ha intervenido y llama en su ayuda a la memoria y a la razón. La primera busca en su biblioteca de conceptos aquellos que le den sentido a lo que acaba de acontecer. La razón interviene induciendo y deduciendo, analizando y sintetizando los conceptos para emitir un juicio de alto nivel. Es el informe final para la conciencia. Este informe presenta ante la conciencia las opciones recomendadas:es la oportunidad para lo que llamamos libertad.
- La conciencia evalúa si ordenar una respuesta de reposo o de acción —ya sea esconderse o huir, acariciar o escribir.
- Si la decisión es actuar y el cuerpo no ha reaccionado con un acto reflejo, se activa el proceso inverso. La voluntad —que nadie sabe lo que es— activa las actas ventrales que transmiten la información a los efectores —en general, músculos— y se produce la respuesta visible.
- Pero también puede ser que la conciencia se quede en la deliberación y juegue con los recuerdos evocados por el acontecimiento —un viejo poema, una olvidada amistad—, que haga cálculos, razonamientos, previsiones o pronósticos; que componga música o un poema; que experimente un éxtasis amoroso o estético. Todos ellos procesos tan reales como disparar el brazo hacia el mentón de alguien o echar a correr.
Este complejo proceso es real, está sumergido en realidad y sería imposible sin un cuerpo, el más complejo de los sistemas conocidos que, sin embargo, muestra una capacidad de coordinación motora —que ya observamos en los animales— y cognitiva que es, al tiempo, asombrosa para nuestra capacidad de procesar complejidad y esperanzadora porque anuncia como nuestro futuro una aún mayor coordinación en forma de entes supraindividuales.
Esta carnalidad palpitante de los procesos más espirituales no le quita ni un ápice de sutileza ni de finura a los sentimientos asociados. Cierto es que la ausencia de vibración o ruido alguno en los procesos mentales han confundido hasta tal extremo a los pensadores del pasado que no dudaron en atribuirles entidad independiente del cuerpo. Lo que facilitaba la conclusión de que estaba al margen de la corrupción observada en derredor y, que, en consecuencia, era inmortal. La muerte es rechazada por el ser humano con toda la energía que le llega del principio de permanencia en el ser que atraviesa a todo ente. Y es que la naturaleza, siempre sobreabundante, no modula el deseo de vivir con lo que se garantiza la pervivencia de la especie, aunque a costa del sufrimiento psicológico del individuo.
Tradicionalmente, los llamados universales trascendentes —Verdad, Bien y Belleza—, atributos del ente en la jerga metafísica, se ofrecen en este orden. Sin embargo, aquí invertimos el orden pivotando sobre el Bien. De modo que hablaremos primero de la experiencia estética, después de las valoraciones y, finalmente de lo cognitivo.
Naturalmente, le quitamos las mayúsculas a estos atributos generales de los entes pues todos ellos han sufrido duros varapalos desde la anti metafísica positivista que rechaza la ingenuidad de pensar que el objeto de conocimiento son sustancias —entes existentes desde siempre—, esencias —rasgos inmutables de los entes— e identidades —entes siempre iguales a sí mismos o causas generadoras de cadenas de efectos que explican la realidad. También ha recibido duros golpes el concepto de belleza ante el provocador arte moderno. No poco ha sufrido el concepto de bien que, ahora se asocia a la supervivencia y al ejercicio del poder —lo bueno es lo que interesa al que puede imponerlo— y, desde luego, el concepto de verdad está pasando en estos momentos por su peor situación al asociarse con el interés de quien emite una proposición, además de minar su relación con los acontecimientos sucedidos. Una fisura por la que está entrando ciertas corrientes política que esperar réditos de los sesgos cognitivos y la falta general de formación científica para hacer creer las más delirantes interpretaciones de la realidad.
Un debilitamiento que tiene origen en una crítica obligada a las concepciones de la antigua metafísica que todo lo cristalizaba en esencias inmutables para mayor comodidad intelectual. Sin embargo, cabe aceptar la crítica a los llamados universales, para, a continuación, reconstruir la confianza en estos rasgos de la realidad una vez despojados de falsas certezas y considerados en su dinamismo esencial. La realidad es procesual, los entes son procesos y los acontecimientos encuentros entre procesos. Procesos de muy diferentes ritmos y duraciones relativas que componen una compleja sinfonía que hemos de ser capaces de entender, aunque exija de nosotros un cambio de paradigma mental.
Cualquiera que quiera, aunque sólo sea acariciar la realidad que lo constituye y en la que habita, sufre y disfruta, debe seguir los movimientos, aún superficialmente, de la ciencia y estar atento a propuestas de metafísicas dinámicas, bien pegadas a los conceptos científicos y, al tiempo, capaces de cerrar la cúpula de la necesidad de sentido para la existencia.
No parece difícil reconocer algunos hechos elementales: somos seres procesuales finitos, resultado de un lento proceso evolutivo, dotados de la capacidad de ser conscientes de nuestra realidad y de nuestros procesos conscientes, capaces de tejer una red conceptual, cuya eficacia tecnológica parece mostrar que está suficiente y crecientemente correlacionada con las estructuras de los procesos reales. Nada sabemos del origen de este proceso, por lo que se puede postular su eternidad, pero incluyendo ciclos que rompan los crecimientos infinitos, como propone Roger Penrose con su Cosmología Cíclica Conforme. Somos parte de una realidad en perpetuo cambio que sólo muestra una tendencia: el aumento de complejidad de las unidades procesuales que van paulatinamente apareciendo. Somos seres sensitivos y sentimentales. Experimentamos los estímulos exteriores y reaccionamos con felicidad o sufrimiento. Curiosamente, aún contando con la posibilidad de consuelo mutuo, hemos optado durante mucho tiempo por el conflicto cruento, confiando en entes espectrales que acabaran dando o quitando razones en un más allá improbable, si no imposible. El anhelo de inmortalidad plasmado en mitos religiosos de diversa factura es complementado con una maravillosa capacidad de pasar de, simplemente recibir los estímulos exteriores y reaccionar para la supervivencia, a tomar el control de esos mismos estímulos generándolos por nosotros mismos para provocar a voluntad la respuesta emocional agradable que hemos dado en llamar alta cultura. Además, ese mismo espíritu generador de emociones no naturales, ha utilizado el don de la razón como conocimiento heredado genéticamente de las estructuras más abstractas de la realidad, para crear ciencia, que es una descripción crecientemente fina de la realidad que contribuye a la resolución de problemas y al sentido que la metafísica busca.
Todo apunta a que la ciencia nos dice cómo funciona la realidad, pero no nos proporciona su sentido íntegro. Por eso, acabaremos aceptando la realidad en la forma sutil y compleja de la ciencia, que sustituye con ventaja a los atajos empleados por los místicos. Todo eso somos, y todo eso invita al recogimiento de la humanidad sobre sí misma para, confortada, seguir la tarea a la que, con finalidad o sin ella, no invita nuestra propia naturaleza.
A pesar de que los tres ámbitos que aquí tratamos pueden ser distinguidos y tratados en su especificidad, están unidos por un potente lazo: el principio de permanencia en el ser. La verdad, la bondad y la belleza y todos los procesos asociados —pensar, desear y gozar— están orientados fuertemente al cumplimiento de ese principio. Por eso, los descubrimientos empíricos cambian nuestras valoraciones y nuestras valoraciones influyen en nuestras creencias y gustos. Vivir consiste en encontrar la armonía entre estas tres formas interrelacionadas de existir. La siempre emocionante pretensión de emancipación de la humanidad pasa por el amor a la verdad, la realización de los deseos compatibles con la realidad y la capacidad de producir y disfrutar los estímulos sublimados de los sentidos en el marco de una actitud de religación inmanente con la vida.
Sin embargo, la conducta que puede conducir a la emancipación está lastrada por las diferencias ontológicas entre visiones orientadas a la individualidad o al colectivismo radical. Es decir, a las diferencias entre filautes y koinitas. La afirmación de que del ser no se deriva el deber ser. Un enfrentamiento que se expresa en la moral y en la política condicionado conflictivamente las relaciones. Una dimensión muy relevante que considerar para la solución de conflictos es el nexo ser/deber-ser, que no sólo existe, sino que se hace más evidente a medida que mejoramos nuestra percepción de la realidad. A lo que añadimos que ese deber ser depurado estará más cerca de ser útil al principio rector de permanencia en el ser. En efecto, una humanidad en la que los prejuicios no estorben ni al egoísmo imprescindible ni a la pulsión de cooperación fluirá mejor hacia formas complejas que preserven al conjunto del peligro de extinción. Si hay un deber ser natural en nuestra naturaleza, aunque esté permanentemente siendo desafiado por nuestra conducta, eludimos el riesgo de relativismo fuerte, aunque siempre estemos influidos por el relativismo débil de fundar la conducta en el interés exclusivo de la especie humana, no respetando al resto de la naturaleza afectada por nuestra civilización.
[1] Ver el libro Metafísica banal del mismo autor.
[2][2] Ver el libro Jorismós del mismo autor.