Heidegger y los populismos

Vivimos tiempos en los que, lo que hemos dado en llamar populismos se están extendiendo por Occidente de una forma peligrosa, tan peligrosa que se empieza a temer por la civilización. Pero ¿Qué es el populismo? 

Dice el sociólogo argentino Juan Carlos Torre: 

«La crisis de la representación política es una condición necesaria pero no una condición suficiente del populismo. Para completar el cuadro de situación es preciso introducir otro factor: una «crisis en las alturas» a través de la que emerge y gana protagonismo un liderazgo que se postula eficazmente como un liderazgo alternativo y ajeno a la clase política existente. Es él quien, en definitiva, explota las virtualidades de la crisis de representación y lo hace articulando las demandas insatisfechas, el resentimiento político, los sentimientos de marginación, con un discurso que los unifica y llama al rescate de la soberanía popular expropiada por el establecimiento partidario para movilizarla contra un enemigo cuyo perfil concreto si bien varía según el momento histórico ―«la oligarquía», «la plutocracia», «los extranjeros»― siempre remite a quienes son considerados como responsables del malestar social y político que experimenta «el pueblo». En su versión más completa, el populismo comporta entonces una operación de sutura de la crisis de representación por medio de un cambio en los términos del discurso, la constitución de nuevas identidades y el reordenamiento del espacio político con la introducción de una escisión extrainstitucional.» 

Como se ve, el populismo tiene origen en la insatisfacción de la gente por dos razones: una objetiva, que son las molestias o carencias que experimente en su vida cotidiana, y otras subjetiva, la que experimenta por considerar que quien tiene la obligación de cuidarlo, porque así se comprometió, no está cumpliendo esa promesa. Y aquí tiene hueco Heidegger. Como se sabe, este filósofo dejó dicho que la esencia del ser humano es su existencia y que, por tanto, cada ser humano no tiene otro motor vital que la permanente revisión de su proyecto de vida de acuerdo a cómo le va en la práctica a él y su entorno afectivo. Por eso, el ser ordinario es sentimental, tanto para entregarse al trabajo de forma automática, como para la rebelión cuando se siente traicionado. Pero también se entiende en relación con los otros, por lo que no tendrá una valoración absoluta de sí mismo, sino comparativa con lo que la media social exige y experimentará como pérdida cualquier desviación excesiva por abajo respecto de esa media.

Siendo esto así, ¿cómo responden las teorías políticas vigentes? Pues el liberalismo con una promesa de bienestar general, si se deja todo el capital en manos privadas, para que la riqueza emane desde las meritorias élites hacia las capas más bajas. La socialdemocracia con la promesa de los cambios estructurales que serán capaces de retener, mediante mecanismos fiscales, todo el capital necesario para que, sin que la riqueza vaya a los bolsillos particulares, el bienestar se obtenga a base de servicios públicos gestionados por burócratas bien entrenados para su gestión. Sin embargo, a pesar de que es constatable que, con mayor énfasis en las sociedades prósperas del mundo tanto oriental como occidental, las condiciones de vida en términos de esperanza de vida, mortalidad infantil, PIB por cabeza, servicios públicos de sanidad y educación tienen estándares incomparablemente mejores que en épocas anteriores, la percepción de incomodidad es patente debido al carácter relativo del estado de bienestar individual y familiar. Una sensación de carencia basada en el carácter ilimitado de los proyectos de vida que toman sus referencias de lo que hay a su alrededor. Y, téngase en cuenta, que toda la estructura que mantiene al sistema productivo capitalista está basada en la ilusión, transmitida por la publicidad, de un mundo siempre mejor. Recurso que no es interpretado como un medio ingenioso de venta, sino como la meta a alcanzar. Únase a ésta desviación del ser humano hacia el consumo fútil, la ausencia de metas y métodos comunes sobre cómo darle el sentido a una vida buena y pacífica en una época desacralizada y tendremos el cóctel del que se alimenta la irresponsabilidad populista. Además, el advenimiento de masas provenientes de países pobres atraídas por los mismos señuelos que empujan a los ciudadanos locales hacía la carencia subjetiva, han aumentado el estado de crispación porque ya no sólo se percibe la pobreza diferencial, sino una amenaza mucho mayor, la pérdida a manos de extraños.

Las élites liberales y socialdemócratas responden con el silencio altivo de quien piensa que las masas no entienden sus desvelos. Unos desvelos que ven (capitalistas y burócratas) como un mérito para ser titulares de la mayor parte de las rentas que se consiguen con el esfuerzo de todos, pues en estas élites no se incluye ni el talento científico, ni el esfuerzo profesional que ha constituido siempre el colchón sociológico de las clases medias.  Y ello, porque se ha decidido que el único modo de participar con provecho en la renta es adquiriendo la condición de empresario. Lo que se comprende para estimular el número de emprendedores por   la necesidad de poner a muchos a pensar soluciones para los problemas actuales de cantidad y complejidad creciente, pero que lleva al error de que todo aquel que no adquiere ese estatus debe ser arrumbado en la cuneta. Una situación peligrosísima en la que se nutren y engordan aventureros de toda clase que, por supuesto que no van a solucionar los problemas, sino que van a sustituir a las élites políticas actuales por otras que viene, no sólo con el autoritarismo como método, sino con sus extravagantes y reaccionarias propuestas de vida para todos. 

Volviendo a Heidegger, el ser humano necesita experimentar el sentido de su vida. Y el sentido de nutre de la afectividad, la comprensión y la reciprocidad en el cuidado. Si una sociedad no ofrece estos objetivos y los materializa explícitamente a sus componentes, no debe extrañarse de que sigan al primer flautista que toque esa melodía, aunque sea a ritmo de marcha militar. Por cierto, para mayor paradoja, el propio Heidegger creyó ver en Hitler al heraldo de una vida nueva en la que la vaciedad y la mediocridad sería sustituida por el brillo y esplendor de lo heróico cotidiano, traicionando su propio análisis genial del cómo somos. No es de extrañar su silencio de treinta años tras la derrota nazi, Nunca sabremos si por vergüenza o por rencor, pero sí sabemos, precisamente gracias a la tremenda desgracia que cayó sobre Europa por el régimen nazi, el más y mejor organizado populismo que jamás haya existido, que esa es una pista falsa. Por eso, nuestros líderes moderados deberían aprender de su enemigo qué atrae a las masas y procurar dárselo: respeto y cuidado mientras se las educa emocionalmente para que presten atención a los enormes atractivos de la existencia y sus posibilidades, sin miedo a los otros y sin desarrollar la impaciencia que hoy en día vemos surgir por todas partes en forma de reclamaciones sociales o de acardias identitarias, con riesgo de implosión estéril.

Filosofía naíf. PARTE PRIMERA. El marco general (2)

Capítulo segundo. El ser humano

Si en el primer capítulo hemos echado un vistazo general a una naturaleza que aparentemente es distinta de nosotros pero de la que, en realidad, somos la prolongación y superación, toca ahora ocuparnos de es «organismo pluricelular» cimero que es el ser humano. Cada pulso cósmico reinicia una experiencia completamente nueva, que cuando, llega a la madurez convierte la fuerza en voluntad, convierte el cambio en conocimiento y la autorregulación en norma ética. Lo que consigue por la capacidad de nuestro cerebro de generar continuamente patrones cognitivos que estén correlacionados con la realidad y que permiten afrontar la multiplicidad con capacidad de juicio, es decir comparando y advirtiendo las diferencias entre los patrones normativos (el deber ser) y ónticos (el ser). La integración de voluntad, conocimiento y capacidad de juzgar se convierten en el plano desde el que buscar un sentido para la existencia. El sentido que nos sostiene en tanto que organismos de alta complejidad necesitado de objetivos que orienten la energía hacia la acción orientada. Aquí sentido apunta a encontrar explicación que nos permita aceptar nuestro destino ineludible: la muerte. 

El ser humano es un acontecimiento que alardea de ser el más complejo de todos porque incluye en sí la mayoría de los tipos de estructuras biológicas, reacciones químicas y procesos físicos, pero organizados de tal forma y acontecidos en tal cuidadosa secuencia que de él emerge el admirable y admirado (por él mismo) acontecimiento que es la conciencia. Somos resultado de una complejidad creciente y tan sorprendente como esperada en la capacidad de combinatoria de elementos materiales ligeros y pesados de la naturaleza paciente. Este complejo acontecimiento deudor de una cierta repetición para mantenerse existente durante un ciclo vital y de la diferencia para distinguir poéticamente las voces de los ecos, está en continua interacción con el medio y consigo mismo, tanto en sus partes como en sus centros de coordinación. Esta comunicación se da tanto en el nivel consciente (un destello, un dolor) como inconsciente (síntesis del calcio con el sol).

Una de las partes del acontecimiento humano es el cerebro que, regulador y regulado por la lógica y afortunadamente perturbado por las emociones, transforma en cultura todo lo que es capaz de registrar. Entendiendo por cultura todo acontecimiento con efecto sobre la sensibilidad, entendimiento, razón, voluntad y capacidad de juicio para que sean activados con los propósitos de aliviar la incertidumbre (religión o superstición), disfrutar artificialmente (sensorial e intelectualmente), producir (tecnología e instituciones) o controlar la acción (ética, moral y legalmente) para la propia supervivencia como especie o la compulsiva prevalencia del individuo. La parte de la cultura con relato explícito es la forma de vivir todas las vidas en el corto espacio de la propia. Todas las experiencias posibles se producen entre dos extremos (opuestos) virtuales y propedéuticos de un espectro cuyo centro nos conviene encontrar en la mayoría de los casos. Extremos captados con claridad por el organismo humano y gozado con normalidad (frecuencia estadística) en la zona de la esperanza matemática y, en la versión perversa, en los extremos aberrantes. Estos intervalos en las emociones y las conductas son la medida de nuestra libertad ganada a base de complejidad y gestionada por la capacidad de juicio que hemos heredado de las necesidades evolutivas.

 El ser humano es un complejo que siente, piensa, produce y enjuicia por diferencia entre lo que se cree que debe ser por proyección teórica de la pervivencia y lo que es. Por cierto, que el llamado problema del ser y el deber ser planteado por Hume, según el cual es problemático que del ser se derive del deber ser, remite a la tautología del pensamiento humano que alcanza a construir reglas basadas en su experiencia lógica interior y trata de que fundamenten afirmaciones descriptivas de la realidad exterior. La mente pugna por imponer sus patrones a los rasgos de la realidad, porque ella misma es resultado del proceso natural (real) más complejo del que se tiene noticia.

§ 1. Sentir 

Las sensaciones proceden del exterior y del interior del cuerpo. Los canales que son los sentidos captan suficientes tipos de ondulaciones procedentes del mundo exterior e interior como para sostener nuestra mente activa y productiva. La relación con las sensaciones es ambivalente pues nos imponen su contenido, pero les imponemos nuestras condiciones abstractas como mostraron Kant y Hegel. El primero en la Crítica de la Razón Pura (11, p. 172)

«Consiste la sensación en el efecto de un objeto sobre nuestra facultad representativa, al ser afectado por él… Se llama empírica la intuición que se relaciona con un objeto por medio de la sensación. El objeto indeterminado de una intuición empírica se llama fenómeno… Llamo Materia del fenómeno aquello que en él corresponde a la sensación, y Forma del mismo, a lo que hace que lo que hay en él de diverso pueda ser ordenado en ciertas relaciones.  Como aquello mediante lo cual las sensaciones se ordenan y son susceptibles de adquirir cierta forma no puede ser a su vez sensación, la materia de los fenómenos sólo puede dársenos a posteriori y la forma de los mismos debe hallarse ya preparada a priori.»

Es decir recibimos del exterior la materia del fenómeno y nosotros  le imponemos, según el filósofo, la forma con nuestras intuiciones puras (a priori) de espacio y tiempo. Un espacio que  Kant concebía como un ámbito en el que estaban las cosas y un tiempo que pensaba como una intuición en la mente de la simultaneidad y la sucesión. Un espacio y un tiempo que podía concebirse sin fenómenos. Uno cierra los ojos y «ve» el espacio al tiempo que puede concebir un tiempo sin acontecimientos. Dice García Morente (La filosofía de Kant, pág. 68) :

«Cuando en la serie de los acontecimientos prescindo de los acontecimientos mismos, me queda solo la serie sucesiva. A esa sucesión llamamos tiempo».

Un espacio y un tiempo absolutos acorde con la ciencia de su época, aquella que le inspiró su obra para explicar cómo era posible emitir aquellos juicios con los que la física de Newton había revolucionado el mundo. Un método de trabajo, el de analizar los juicios que traspuso a los juicios morales y a los estéticos. En todos los caso encontraba en los juicios un componente material puesto por la experiencia y un componente formal puesto por la mente que era su condición de posibilidad, en la que él distinguía entre entendimiento, cuando de juicios físicos se trataba, y razón, cuando de juicios metafísicos era el caso (aquellos que no tenían por objeto fenómenos conocidos por la sensibilidad). Así pues, desde Kant queda transformado el pensamiento humano (inaugurando el idealismo como síntesis del empirismo y el racionalismo) al quedar establecido, a grandes rasgos que, en todo acto de conocimiento de la realidad, el mundo, con su espléndida emisión de ondas, electromagnéticas y mecánicas desde los objetos, llegan por el espacio a todos nuestros captadores, que las envían al cerebro que las recibe armado de patrones que dan forma a la avalancha. Patrones que, procedentes de nuestra historia como especie y grabados en el código genético, dan forma espacial y orden secuencial al objeto; que procedentes de nuestra historia social le dan forma utilitaria o se la niegan y que procedentes de nuestra historia personal dan forma afectiva (valor) al objeto. Desde ese momento queda clara la enorme tarea de desnudamiento que la ciencia lleva a cabo con sus objetos para que quede un residuo lo más libre posible de la formalización del observador. Una tarea objetivante que ya en nuestro siglo XX parece haber llegado a un límite expresado en el principio de incertidumbre de Heisenberg y la perturbación que introduce el observador en el nivel subatómico. Esta tarea de limpieza de la subjetividad también la intenta con menos éxito que la ciencia, la justicia y su ancila la política. Sin embargo, ya desde Kant en el ámbito de la estética se renuncia a la objetividad, no tanto por imposible como por indeseable para dejar a su aire el libre juego del entendimiento y la imaginación.

Hegel, por su parte,  en la Fenomenología del Espíritu (9, p. 63) afirma, primero, para negar después (muy propio de él):

«El contenido concreto de la certeza sensible hace que ésta se manifieste de un modo inmediato como el conocimiento más rico… el más verdadero, pues aún no ha dejado a un lado nada del objeto, sino que lo tiene ante sí en toda su plenitud,… pero… esta certeza se muestra ante sí misma como la verdad más abstracta y más pobre.» 

Hegel es, quizá, el filósofo que más atención ha puesto a la conciencia y sus estados. El objeto principal de su filosofía es la conciencia, desde la primera mirada ingenua a la sofisticada cumbre del espíritu absoluto. La mayoría de los filósofos, por el contrario, han usado su conciencia para reflexionar sobre otras cosas. En este caso, Hegel lo que aporta no es un confirmación de las formas espaciales y temporales que le imponemos a los objetos, sino del carácter abstracto de toda experiencia, de la imposibilidad de tener una auténtica experiencia directa, viva, plena de la realidad, pues en el mismo acto de tener la experiencia estamos llevando a cabo un ejercicio de abstracción en el que se pierde la experiencia única en un concepto de muchas experiencias tanto espaciales como temporales como consecuencia de los distintos puntos de vista y momentos de los que se compone una experiencia sensible. Muchos objetos y muchos yoes obligan a que el sujeto sea un abstracto yo que convierte a la experiencia directa en un universal, es decir, en otra abstracción inevitable. Para Hegel la riqueza de la experiencia directa se nos escapa atrapada en una malla de pronombres demostrativos que sustituyen a la realidad. Una realidad, por otra parte, esquiva, incluso cuando de una experiencia pretendidamente mística, directa, se trate, pues la riqueza de la experiencia sensible no lo es tanto del objeto como de los que éste rechaza, es decir, de las radiaciones que emite porque no puede retener. De esto modo estaríamos, en una pretendida mirada libre de toda abstracción teniendo noticia de lo que el objeto, precisamente, no es. En terminología de Hegel el observador se encontraría con que dentro de sí conviven el concepto que él tiene del objeto con el modo en que el objeto se presenta a la conciencia al final del viaje de las sensaciones por los aparatos sensitivos, lo que permite la comparación que resuelve el grado de saber que tenemos y estimula el viaje hacia un conocimiento superior si de la comparación se deduce una carencia. Cuando un investigador procede a realizar experimentos en un laboratorio está en esa penosa labor de colocar a su conciencia a trabajar para dirimir si debe seguir o no tratando de acoplar su concepto con el objeto tal y como se le presenta. Los experimentos equivalen a la observación de un objeto al que damos vueltas tratando de captar su geometría. También puede ocurrir que los cambios se produzcan en el objeto mismo, proporcionando otra perspectiva para el modo en que se presenta a la conciencia proporcionando nuevas oportunidades del acople cognitivo. Este vaivén de nuestro concepto sobre algo nos enseña humildad epistemológica para afrontar el conocimiento que nunca debe darse por acabado. Hegel, ya aquí, anuncia que la conciencia cree, antes de ver la contradicción en sí misma entre su concepto y el objeto tal y como se le presenta, que su experiencia es verdadera. Certeza que se conmueve si la honradez intelectual lo permite. Todo este vaivén muestra que el conocimiento es cambio, pues la conciencia no puede parar en la búsqueda del mejor acuerdo entre su concepto y el objeto que le interesa. Un acuerdo que siempre estará mediatizado por el hecho de que la conciencia, en su estructura real derivada de la realidad material y energética, siempre conoce de forma mediatizada. Sólo podrá afinar su conocimiento conociendo la mediación misma.

Añadamos que el único modo de acercarse a una experiencia limpia de abstracciones es bloqueando lo que de específico tiene el ser humano (la reflexión, la autoconciencia) para concentrarse en tener solamente activa la atención hacia el mundo interior, como en la meditación, o el mundo exterior, como haría un animal superior. Probablemente la conciencia surge en el momento que la atención animal tiene que compartirse con los acontecimientos que empezaban a darse con creciente tumulto en el cerebro de los homínidos. Un proceso en el que la capacidad de crear y recordad imágenes y códigos lingüísticos tuvo que ser decisiva. Hegel supera enseguida en su famoso libro es estado de la certeza sensible para ocuparse de la percepción, estado de conciencia en el que la conciencia reconoce al objeto como un universal directamente, distinguiendo lo que percibe del objeto que lo provoca, que queda algo más oscurecido detrás.

Antes de pasar a la versión moderna de la sensación y la percepción veamos el punto de vista de Hegel sobre lo que él llama también la percepción. Se trata de un estado de conciencia en la que se supera la débil certeza sensible para tener conciencia de que el objeto tiene propiedades, es decir, se muestra como múltiple y, al tiempo, lo percibimos como una unidad. Si se pone el énfasis en las propiedades se pierde lo que la unidad tenga y, si se pone el énfasis en la unidad, dejan de verse las propiedades. Para resolver el problema Hegel considera que las propiedades están en el sujeto y no el objeto. Por ejemplo el color cambia si ponemos el objeto en un cuarto oscuro, pues dejamos de ver el color, como decía el padre de Borges para hacerle comprender a su hijo el punto de vista de Schopenhauer. Pero si la unidad quedara retenida en el objeto y las propiedades en el sujeto tendríamos objetos indistinguibles. Si invertimos la situación la unidad sería puesta por el sujeto y el objeto no sería más que un haz de propiedades.  De nuevo de este vaivén sale la conciencia con una negación determinada, es decir, negando lo anterior pero llevándolo en su seno. Así, para Hegel la percepción no lo es de las propiedades en sí, sino de su relación con otras magnitudes. De este modo descubre la conciencia la unidad, no ya del objeto, sino de la totalidad de la realidad dentro de la cual los objetos se identifican por comparación. Refuerza este enfoque de Hegel el hecho de que, no sólo las propiedades secundarias (color, sabor, sonido…) dependen del sujeto u observador, sino que también las  propiedades primarias (peso, dimensiones, movimiento…), que los empiristas creían a salvo de la subjetividad, la física clásica y moderna las ha relativizado han sido relativizadas por la ciencia, pues el peso de un mismo objeto depende del campo gravitatorio en el que esté,  la masa y la duración de la velocidad, etc.

La psicología moderna tiene al respecto un esquema parecido al de nuestros filósofos pero sin ninguna carga distinta de la descripción del hecho. Así distingue entre sensación y percepción como Hegel, capacidades del ser humano que pueden darse por separado si hay lesiones, como muestra la experiencia del doctor Oliver Sacks informa con el profesor P.  que era capaz de sentir, es decir recibir en sus órganos la energía que le transmitían los objetos, pero no de percibir, es decir, de reconocerlo conforme a los patrones de su cerebro. Además ahora sabemos que la sensación tiene umbrales por debajo o por encima de los cuales el cerebro no recibe señal ninguna. Weber estableció que la diferencia mínima de un estímulo que puede ser percibida es una proporción de la magnitud de la característica que se mide en el objeto, por ejemplo peso. Las psicología moderna piensa que la sensación está influida por el proceso de percepción o de dotación de sentido a la sensación. Así dependerá, por ejemplo, de las consecuencias que tenga el detectar o no un señal el que pase desapercibida o, en el otro extremo, se produzca una falsa alarma, lo que, hoy en día es muy importante dada la multiplicación de instrumentos que proporcionan señales de fenómenos no detectables directamente. En cuanto a la percepción, la novedad moderna es el hecho de que haya sensaciones que no se detectan, pero que si son percibidas, dotadas de significado y que, finalmente, influyen sobre la conducta, aunque no se ha probado que lo haga de forma significativa.

La luz visible es una pequeña parte del espectro luminoso que no agota todas las longitudes de onda posibles, que han de ser percibidas por instrumentos artificiales que prolongan la capacidad sensitiva del ser humano convirtiendo lo invisible en un visible transformado. Así sólo percibimos directamente una pequeña parte de la realidad electromagnética.  Obviamente no es que haya ondas luminosas en sí mismas, sino que nuestra retina sólo «reconoce» las de longitud de onda entre 400 y 500 nm. Es decir vemos a través de un pequeño agujero del espectro y los mismo nos ocurre con la información que recibimos por los otros sentidos. Una consecuencia de esta limitación es la división de las propiedades de los cuerpos en primarias (supuestamente propias del objeto) y secundarias (supuestamente puestas por el observador). En mi opinión tanto unas como otras son resultado de la relación entre sujeto y objeto en la experiencia común, de modo que la onda que produce el efecto de color en nuestra conciencia no es menos del objeto que su masa. Pero su percepción requiere de nuestros sentidos, obviamente. Un objeto puede cambiar de color sin dejar de ser él mismo, pero, igualmente un objeto puede cambiar de masa, simplemente al moverse (sin dejar de ser él mismo para nosotros). Tanto una como otra cualidad pueden ser medidas por instrumentos bajo una compleja teoría tecnológico-matemática pero, en ambos casos, son en última instancia percibidas con la mediación de los sentidos produciendo efectos en el observador con su estructura fisiológica. Por otra parte, la «visión» parcial de la realidad que nos proporcionan nuestros sentidos (no necesitábamos más para sobrevivir como especie, como ha mostrado la evolución), y que incrementa la tecnología como «observador ampliado», está en la base de nuestra tendencia a dividir la realidad entre verdad y apariencia, entre cosa «en-sí» y fenómeno, pues si sospechamos que las cosas no son como las percibimos, qué decir de la existencia de cosas que no percibimos (ondas fuera del rango de nuestros sentidos). Lo que extrapolamos desde las propiedades físicas a los acontecimientos humanos de los que sospechamos que siempre «ocultan algo». En definitiva es el resultado de nuestra finitud en todos los sentidos. Sin embargo, subsiste la duda introducida por la certeza compartida de que, del mismo modo que hay un ayer transcurridas 24 horas, hubo una realidad física antes de la aparición de los observadores, tanto animales como humanos. A esa existencia pre-observacional se consideraría la prueba de la existencia de cosas en sí mismas, pero es un enfoque compatible con el hecho de que el ser humano conoce «a su modo» cuando tiene contacto directo con el objeto.

Antes de la aparición del ser humano había cosas, pero no eran más «en-sí» que tras la aparición del Gran Observador. Igualmente tenían masa o forma, pero igualmente emitían o reflejaban ondas que no eran interceptadas por un observador capaz de tener una experiencia subjetiva, lo que ocurre inmediatamente que éste aparece. Es decir, todas las propiedades de los objetos son primarias o secundarias, según se prefiera pues todas forman parte de la substancia observada y todas caracterizan a la cosa y todas son relativas a las circunstancias del entorno, ya sea este entorno un observador o las condiciones físico-químicas ambientales. Lo que ha confundido durante tiempo es la creencia en que algunas propiedades (masa, forma) eran «solamente» del objeto y por tanto inmutables y otras resultado de la intervención de los sentidos del observador humano y, por tanto, dependientes de él. Simétricamente se podría decir que las percepciones de color, frío o sonido son «solamente» del observador. Sin embargo, en ambos casos ese «solamente» es imposible porque sin el observador habrá cosas, pero no propiedades observadas (ni primarias ni secundarias) y sin las cosas, incluido el propio cuerpo, no es posible percepción alguna, lo que equivale a que no hay conciencia. Lo que es exclusivo de la cosa es un estructura emisora de señales y lo que es exclusivo de nosotros es el resultado de la transformación que nuestro cerebro hace a esas señales para facilitar la acción.

El ser humano ha aprendido a conocer, no sólo directamente, sino «mapeando» el mundo mediante la capacidad llamada matemáticas, con la que parece haber encontrado una forma de penetrar en la realidad muy eficaz. Es decir, la cosa tiene propiedades intrínsecas que sólo el modo racional de conocer de la conciencia puede «copiar» mediante el aparato físico-matemático, porque la propia conciencia tiene sus propiedades constitutivas y de forma iterativa ha conseguido describir el mundo lo tuviera o no a su alcance sensorial . Por tanto, si real es la cosa, real es nuestra conciencia, y del «contacto» de una y otra surge una determinada forma de conocer exclusiva del ser humano y suficientemente correlacionadas entre sí como para fundar un conocimiento capaz de describir la realidad sin tenerla nunca ante sí como si fuera una aparición mística despojada del velo que impone la no identidad de sujeto y objeto. Las ondas de energía que se presentan ante nuestros ojos a una velocidad muy grande pero finita y, por tanto, cuando miramos un árbol a 30 metros de distancia estamos viendo la información que salió de él 0,0001  milisegundos antes. El efecto obviamente es más evidente con el Sol que hasta 8 minutos después de que se apagara  (si eso ocurriese) no tendríamos noticia en la Tierra porque está a una distancia de 150 millones de kilómetros. Es decir, la realidad es mentirosa si nos confiamos a los sentidos y relativamente esquiva cuando la observamos con prótesis instrumentales, debido a la incertidumbre última de toda medida. Asombra la complejidad de un órgano como el ojo, pero su estructura tiene la lógica de encadenar componentes mostrando la gran capacidad de diseño de la evolución a quien atribuimos el mérito, conforme a mi posición epistemológica de partida. La sofisticada estructura del órgano de la visión (córnea, pupila, iris, cristalino, músculos de ajuste) dejan la información en la retina que ya es una extensión del cerebro en la que terminaciones nerviosas se alojan. Este órgano  surge de un estado de cosas que no permite la continuidad de aquello que nos dota de ventajas competitivas. Los ciegos sólo pueden reproducirse en una sociedad humana compasiva que traslada la competencia para la evolución al ámbito de las ideas. Son las ideas, los memes de Dawkins o las teorías de Popper las que en este punto deben someterse a la dura prueba de la competencia no las personas como proponen algunos.

Wayne Weiten (17, p. 134) dice que «la luz incide en el ojo, pero vemos con el cerebro» y que «Los estímulos visuales carecerán de significado mientras no sean procesados en el cerebro.» Desde la retina los estímulos viajan hasta el tálamo, donde ya hay conexiones sinápticas y de ahí a la corteza visual en la zona occipital (parte trasera del cerebro). La información es procesada por separado (color y brillantez) en canales distintos hacia la corteza visual que también está dotada de células especializadas que se ocupan de distintas características de la información que reciben del nervio óptico, hasta el punto que se han encontrado células que se ocupan de reconocer rostros, explicando, en su ausencia, la agnosia. Así, la capacidad de distinguir el color se asocia a la ventaja competitiva de discernir entre frutas salvajes.

Si hablamos del complejo mundo de las formas estamos hablando del interesante aspecto de la ambigüedad de las mismas que nos sirve como metáfora de la ambigüedad de las palabras. Son conocidas las imágenes que pueden ser interpretadas de forma distinta habiendo recibido el cerebro los mismos estímulos físicos. Son la prueba casi infantil de la profunda subjetividad del mundo en el que interactúan objeto y sujeto. Subjetividad que es el eco de la forma en que los objetos interaccionan entre sí. Es relevante el modo en que el sujeto maneja la atención, pues está generalizada la tendencia a fijarla sobre algún aspecto de la escena experimental dejando pasar otros tan evidentes como el cruce de parte a parte del escenario por parte de un gorila (Simons y Chabris, 1999. Citado por Weiten (17, p. 141). La percepción es una interpretación que está ligada a los patrones ideológicos y emocionales previos. Unos patrones necesarios para el reconocimiento de una forma que sólo cuando es integrada en ellos es reconocida. Todos habremos tenido la oportunidad de experimentar confusión cuando en un lugar muy alejado de nuestra vida cotidiana (un aeropuerto extranjero, por ejemplo) aparece alguien de nuestro entorno al que no esperábamos encontrar. La importancia del patrón previo se demuestra en la capacidad de ver figuras sin contorno simplemente insinuadas por algunas manchas «mordidas» por la figura. Nuestra capacidad de procesar imágenes se muestra con el cine en el que imágenes estáticas cambiando de lugar (fotograma a fotograma) generan en nosotros la ilusión del movimiento. El cerebro está continuamente construyendo un mundo coherente a partir de estímulos objetivamente servidos para su tratamiento determinado por nuestra historia previa.  Cuando se nos presentan imágenes incompletas, las completamos y cuando son ambiguas, oscilamos entre las alternativas sólo si nuestros patrones neuronales previos los permiten. Si no, sólo veremos una de ellas, la más evidente para nosotros. Los psicólogos llaman a esta acción teorización perceptual. Pruebas con observadores de distintas culturas muestran las diferentes interpretaciones de las mismas imágenes según que se tuviera noticia de la representación en perspectiva o no. También los mosquitos hembra desovan sobre superficies de aluminio confundiéndolas con agua o determinados insectos machos australianos se aparean con botellas de cervezas cuyo brillo y color se parece al de sus hembras. El cuarto de Ames nos hace creer que dos niños de igual altura son casi el doble uno que el otro. En fin, el maestro Escher es justamente célebre por haber hecho un arte de confundirnos. No menos matices semejantes encontramos en nuestro sentido del oído. Más allá Charles Peirce, el gran defensor del preguntar, consideraba a la percepción un tipo de inferencia inconsciente. Como dice Darín Mcnabb (12, Kindle p. 882)

 Aún cuando la percepción parezca ser algo dado de forma bruta, no mediado, en realidad es análoga a la inferencia hipotética.

La vista y el oído, han sido tradicionalmente considerados la fuente del disfrute intelectual y no sensual, porque en la tradición de repugnancia hipócrita por el contacto, los sentido que reciben estímulos producidos a distancia resultan más puros y espirituales que aquello que implican contacto con la fuente, como el tacto o el gusto. Pero esa es una interpretación cultural de la que hablaremos más adelante. En este punto hay que considerar que todos los sentidos tienen la misma función: proporcionar información al cerebro para la supervivencia del conjunto de organismo humano.

Estas consideraciones sobre los sentidos parecen presentarnos un mundo sensorial neutro, que nosotros coloreamos, deleitamos, saborizamos, perfumamos y sensualizamos por nuestra cuenta en la interpretación que nuestras historia biológica y cultural nos proporciona a partir de «fríos» paquetes de ondas o intercambios de energía. Si es así, parece abrirse un abismo de misterio por la cualitativa diferencia entre la naturaleza física, neutra de los estímulos y la «colorista», «rítmica», «cálida», «sabrosa» y «placentera» versión que nos damos a nosotros mismos. Desde la perspectiva naturalista, sin perjuicio de hallazgos científicos posteriores, podemos aventurar que la supervivencia de seres con mayor número y calidad de captadores del entorno era más probable, pero que esa captación fuera transformada en nuestras sofisticadas percepciones no tendría porque estar en el plan. Esta sorpresa parte de un enfoque equivocado, desde mi punto de vista: el de pensar que lo que nos ocurre es extraño cuando, probablemente, esta transformación de los sentido en los percibido sea, sino la única forma en que un cerebro puede hacerlo, sí la más eficaz. Este razonamiento puede sufrir el reproche de «panglosiano», como hacen Stephen Jay Gould y Richard Lewontin, citados por Daniel Dennett (5, Kindle p. 590) al referirse a la tentación de dar por buena cualquier solución de la acción evolutiva, como si, al modo del personaje del Cándido de Voltaire, estuviéramos en el Leibniziano «mejor de los mundos posibles». Pero ya hemos dicho reiteradamente que esta es, precisamente, la ventaja de la posición naturalista que puede esperar pacientemente a que una solución natural venga a esclarecer un enigma igualmente natural. Coloreamos el mundo porque esa es la forma en que un cerebro de nuestro linaje biológico traduce las sensaciones que recibe para que su mente pueda administrar su cuerpo en un mundo peligroso. La cualificación de los estímulos permite que los procesos y cálculos físico-químicos subyacentes no perturben la función cerebral consciente y hagan posible la toma de decisiones con suficiente agilidad.

Los distintos colores nos permiten diferenciar alimentos o peligros a distancia segura, los matices sonoros permiten advertir el peligro en la oscuridad. Igualmente hace la capacidad olfativa. El gusto permite identificar alimentos sanos o deletéreos. El tacto nos aleja de las altas temperaturas o nos invita a la protección ante el frío.  Un vértigo de vibraciones y reacciones químicas no podría ser gestionado por la mente con la agilidad que la supervivencia exigía a nuestros ancestros. Sin embargo ahora hemo sido capaces como especie de penetrar todo los espectros de estímulos, visibles o no, audibles o no, al alcance de nuestros glándulas olfativas o papilas gustativas o no, alcanzando también los ámbitos de placeres y dolores desconocidos. Y, sobre todo, los sentidos estuvieron, en sus distintos estadios, en el origen de nuestra mente, que no sólo es el resultado extraordinario de la actividad de nuestros cerebro, sino que se mantiene activa y productiva en la medida en que es estimulada. «El cerebro no es capaz de sentir, reaccionar y pensar normalmente si se encuentra en un vacío sensorial«, decía el doctor Rodríguez Delgado en 1978. Es decir, la conciencia no es una cosa, sino una actividad constantemente activada por la estimulación, que desaparece o se mitiga cuando tales estímulos llegan a desaparecer.

Es apasionante considerar el momento en el que el ser humano utiliza lo que llamaremos su «creación correlacionada» del mundo exterior en color, sonido, sabor, olor y dolor, placer, calor o frío; y del mundo interior en dolor o placer, para inventar una nueva esfera para su disfrute en forma de arte, música, perfumería, cocina y en sexo desligado de la procreación hasta que se relacionaron ambos fenómenos. Esta transformación que fue apareciendo de forma paulatina, trajo gran goce a las comunidades que las crearon o copiaron comenzando una extraordinaria aventura que hoy podemos seguir en las historias especializadas de estas actividades que llamamos culturales del ser humano. Al tiempo, la autoconciencia inició un proceso de búsqueda de explicaciones a su existencia que van del animismo a las sofisticadas teologías actuales. Un movimiento que buscaba, en su origen, calmar la ansiedad por la muerte temprana y la dureza de la vida y que, más tarde, construyó enormes estructuras teológicas sobre la arena de esa misma ansiedad ayudada por la credulidad no crítica. 100.000 años después, es curioso comprobar que el ser humano está quitando al menos un pié de creencias basadas en su vulnerabilidad para apoyarlo en su convicción de que es una autoconciencia solitaria que debe construirse su propio mundo en armonía con el universo que los sustenta. Pero esto requiere pensamiento lúcido y crítico y una voluntad firme que sepa transformar su emociones y, por tanto, no tema afrontar la propia realidad de ser natural nacido de la naturaleza y con la tremenda responsabilidad de crear nuevas formas de mantener la evolución en otras dimensiones no biológicas.

Tras este repaso a los sentidos podemos volver sobre las versiones de Kant y Hegel para reconocer su sabiduría y, al tiempo, constatar sus errores basados en el conocimiento de la época, en el caso de Kant y en la poderosa fe en el espíritu especulativo de Hegel. Kant abrió el pensamiento a la idea de la cooperación entre estímulos y mente para crear los objetos de nuestra experiencia. Tanto al proponer nuestra intervención en la creación del espacio y el tiempo como formas a priori (puras) de la sensibilidad que dotaban de necesidad y universalidad a los resultados posteriores de la física y las matemáticas. Una capacidad de conocer que al tiempo nos oculta, según Kant, el en-sí mismo de los objetos (11, p. 192)

El más perfecto conocimiento de los fenómenos, que es lo único que nos es dado alcanzar, jamás nos proporcionará el conocimiento de los objetos en sí mismos

Una situación en la que nuestra conocimiento primero se produce «a través» de la envoltura que creamos nosotros mismos con nuestra percepción. Una intuición genial la de Kant, sin duda a despecho de que su concepción del tiempo y del espacio fuera la de la ciencia de su tiempo, pero también la del sentido común. Es difícil negar sin la ayuda de la ciencia física actual, que si cerramos los ojos concebimos un espacio a despecho de la cosas y un transcurrir del tiempo a despecho de los acontecimientos (exteriores). Unas intuiciones poderosas que sólo es posible vencer con el andamiaje científico. Una genialidad la de Kant que derribó el edificio aún más basado en el sentido común, si cabe, del realismo crédulo  en su seguridad de estar experimentando los objetos tal cual son. Este punto de vista de Kant no implica ningún misterio a descifrar, sino la constatación humilde de que nuestro conocimiento está basado en una experiencia sensible inevitablemente condicionada por el hecho de que no somos observadores extraños, en nuestra constitución, a aquello que observamos. Este compartir naturaleza hace imposible que nuestra observación sea directa, pues se interpone el sustrato material de nuestro proceso biológico de «transporte» de las sensaciones hacia el cerebro. Precisamente las estructuras naturales más elementales e inertes están más cerca de esta visión de la cosa en-sí kantiana que nosotros, porque reciben pasivamente la influencia del mundo que les rodea, pero no pueden hacer nada con esta visión por carecer de estructuras que, por el mero hecho de serlo, ya condicionan su «observación» al transformar el estímulo en otra cosa.

Por su parte Hegel, en su elaborado a priori de universalidad, lo encuentra ya en la propia experiencia inmediata que él llama certeza sensible. Es decir, al igual que Kant, en lo esencial considera que ya la inmediata experiencia sensible está teñida por la conciencia. Algo así como si, en los actuales conceptos de sentir y percibir, el percibir, entendido como intervención del cerebro en el conocimiento de las cosas llegara hasta la misma recepción de los estímulos físicos. Desde el primer momento, como vimos más arriba, elimina toda esperanza de una visión directa, emotiva, segura, pues es una experiencia que se nos escapa continuamente y a la que retenemos con pronombres vacíos de concreción con la única salida de señalar mudamente un objeto. Es, de nuevo y como en Kant, la complicación de la más inmediata experiencia con la intervención del sujeto, de su conciencia, la que repliega al objeto en su interior. En su progreso del análisis de la certeza Hegel lleva el objeto del exterior al interior para negar ambas situaciones y afirmar la relación entre ambos (la totalidad) como lo realmente verdadero (9, p. 67)

La certeza sensible experimenta, pues, que su esencia no está en ni en el objeto ni en el yo y que la inmediatez no es la inmediatez del uno ni la del otro, pues en ambos  lo que supongo es más bien algo inesencial… Por donde llegamos al resultado de poner la totalidad de la certeza sensible misma como su esencia, y no ya sólo un momento de ella, como sucedía en los dos casos anteriores… sólo es la certeza sensible misma en su totalidad la que se mantiene en ella como inmediatez…»

Ya desde este inicio de su análisis, Hegel lleva a cabo la aplicación de la dialéctica que parte de una situación ingenua para negarla en lo que llama la negación determinada (que retienen parte de lo que niega) y llegar al momento final de conocimiento verdadero y transitorio hacia la percepción. La percepción destruye completamente la pretensión realista de que el objeto es uno y absolutamente independiente de su entorno. Es interesante su conclusión de que en la dialéctica de la percepción la conciencia advierte que las propiedades de las cosas también encuentran su verdad en las relaciones con otras propiedades. Así, rechaza la existencia de una unidad de la que se predican las propiedades y, también, unas propiedades si el sostén de la cosa particular. Una lucha de Hegel con la contradicción de que el objeto pueda ser percibido como uno y, al tiempo, como un conjunto múltiple de propiedades excluyentes entre sí.

Nuestra visión actual nos permite saber que las distintas propiedades nos lo parecen porque captamos el objeto desde distintos tipos de receptores. Así el objeto emite radiaciones que nuestro sentido de la vista construye como forma, brillo y color, nuestro sentido del tacto como frío o calor, rugosidad o lisura, nuestro sentido del olfato como olor y nuestro sentido del gusto como sabor, pero siendo, como intuye Hegel, propiedades cuyo valor es relativo a otras magnitudes del mismo espectro, distintos puntos de vista de una misma estructura constituida por moléculas en las que ni siquiera su estructura interna se refleja en la forma que observamos en el objeto. Hegel renunció en su batalla dialéctica a la solución de que la unidad estaba en la estructura atómica o molecular inalcanzable en su tiempo, mientras que las propiedades eran construidas por el observador.  Esa misma estructura molecular cuando se aproxima a la lengua produce un sabor, cuando a la nariz un olor y, por abreviar, cuando sus moléculas son acercadas a las de nuestra piel, nuestro cerebro convierte los choques cinéticos en sensación de frío o calor. Hegel no podía llegar tan lejos, pero todos los filósofos grandes «necesitan» partir de la primera experiencia, la sensible, para construir su sistema. Tuvo que llegar el antihegelianismo de Kierkegaard o de Marx (cada uno de una forma distinta) para que empezara la época en la que los estratos fisiológicos subyacentes de la experiencia humana se dejaban a la ciencia para ocuparse directamente de sistemas más complejos en su desempeño, tales como la psicología humana o la sociedad en su conjunto.

En el ámbito del sentir están también los estímulos internos, tanto de carácter propioceptivo como emotivo. Los primeros para proporcionar una base sentiente palpitante del yo mismo como indica Antonio Damasio (3, p. 284) que describe así lo que llama sentimientos primordiales:

Es la sensación de que existe mi propio cuerpo y que está presente, con independencia de cualquier objeto con el que interactúe, como una afirmación sin palabras y tan sólida como una roca de que estoy vivo

Sigue (3, p. 296)

… la interocepción constituye una fuente adecuada de la invarianza relativa que se requiere a fin de establecer cierto tipo de andamiaje estable para aquello que con el tiempo constituirá el sí mismo… el medio interno y muchos parámetros viscerales asociados a él proporcionan los aspectos más invariantes del organismo…

Y más adelante (3, p. 377):

No olvidemos que el tronco encefálico sigue suministrando aspectos fundamentales de la conciencia, porque todavía es el primer e indispensable proveedor de sentimientos primordiales.

Damasio considera que hay que distinguir entre «mapas», que son patrones neuronales, e «imágenes» que son la versión mental (íntima e inalcanzable desde el exterior) de los mapas. Una vez que se forma un sí mismo, cuando (3, 285):

… las imágenes del agregado que es el sí mismo se pliegan junto con las imágenes de los objetos que no son ese sí mismo, el resultado es una mente consciente.

Este cuerpo complejo que envía decisivas señales a su cerebro, lo que incluye señales de unas partes del cerebro a otras, es la base de nuestra conciencia (estado de vigilia) y de nuestra autoconciencia (estado reflexivo). Siempre que estemos despiertos un sentimiento de existencia constante es alimentado por estas señales basales. Pero, además, ésta comunicación es recíproca: en circunstancias especiales nuestro cuerpo reacciona a la información que le llega del cerebro alertado por el cuerpo o por el exterior y experimenta emociones y sentimientos. Las emociones son activadas desde una pequeña glándula por la que pasa muchísima información que comparada con determinados patrones heredados con ella provoca la activación de las glándulas que generan en el torrente sanguíneo o en la red nerviosa una respuesta percibida (de vuelta) al cerebro una respuesta motora o mental. Las emociones están adheridas a toda nuestra actividad, ya sea sensual, mental, productiva o judicial (de enjuiciamiento). Por eso, cada aleteo en nuestra mente tiene una emoción o sentimiento asociado. 

Hay discusión sobre las emociones que las fijan en seis o cuatro en función del criterio. El más reciente estudio relaciona la respuesta corporal de lo que llamamos sorpresa con el miedo y lo que llamamos ira con la repugnancia. De ahí saldría esta lista de emociones ecléctica miedo-sorpresa, ira-repugnancia, alegría y tristeza. No es una asociación intuitiva pues experimentamos distintas sensaciones con el miedo que con la sorpresa y con la ira que con la repugnancia, aunque los investigadores no encuentren respuestas faciales diferentes. Digamos que es una asociación conductista que elude la experiencia fenomenológica. Damasio añade una distinción entre emociones y sentimientos a los que define del siguiente modo (3, p. 175):

Las emociones (son) programas complejos de acciones, en amplia medida automáticos, confeccionados por la evolución.
… los sentimientos emocionales… son principalmente percepciones de lo que nuestro cuerpo hace mientras se manifiesta una emoción, junto con con las percepciones del estado de nuestra mente durante el mismo periodo de tiempo. 

Es decir, la emoción ocurre en el cuerpo y los sentimientos en la conciencia. La emoción se produce de forma automática, pero el sentimiento depende de nuestro carácter y se alarga en el tiempo al movilizar otras partes de nuestro cuerpo. Según las definiciones de Damasio habría cuatro emociones básicas relacionadas con los procesos de supervivencia evolutiva: miedo, ira, disgusto y tristeza y según Daniel Goleman (8, p. 26) habría siete emociones: miedo, ira, disgusto, tristeza, repugnancia, amor y sorpresa.  Ejemplos de sentimientos son el amor, los celos, el sufrimiento, el rencor, la felicidad y la compasión. Todos ellos estados mentales resultado de la vivencia de las emociones. En todo caso, echamos de menos a la culpa y a la vergüenza que son sentimientos que parecen transformaciones sofisticadas de algunas de las emociones o de su combinación resultado de experiencias que suponen violación de códigos internos o externos. Algo así, como si la mente que tiene un mapa de los mecanismos de activación de las emociones construyera «sabores» emocionales nuevos para asociarlos a experiencias que necesitan un «castigo» especial. 

No podemos olvidar tampoco la contribución del cuerpo y su actividad instintiva en la  conformación temprana de la psicología del individuo con sus pulsiones (alimentarse, sobrevivir…) y sus deseos (sexuales, consumistas…). Unos impulsos que han dado base a toda una rama de la psicología (el psicoanálisis) en versiones ortodoxas, como la del fundador Sigmund Freud, o versiones heterodoxas como la de Carl Jung o sorprendentes como la de Jacques Lacan. Un territorio en el que Hegel famosamente anduvo mostrando su sagacidad especulativa con la dialéctica del señor y el siervo, donde declara que el animal que el ser humano es desea, pero lo que le hace específicamente humano es desear el deseo de otro, que es la fuente inagotable de satisfacción. En palabras de Hegel (9, p. 112):

Por razón de la independencia del objeto, la autoconciencia sólo puede, por tanto, lograr la satisfacción en cuanto éste objeto mismo cumple en él la negación…  La autoconciencia sólo alcanza su satisfacción en otra autoconciencia.

Desear el deseo es desear que otra persona te desee, es decir, el amor o, al menos la amistad y la admiración. Una condición que no puede cumplir un objeto material explicando así que, cuando es consumido, el deseo despierte de nuevo.  De esta forma Hegel anticipa todo el desarrollo que el deseo, sus fuentes, su satisfacción y sus patologías tendrá en el siglo XX. En efecto, otra autoconciencia se puede auto negar en la entrega que hace al otro, una entrega que si es mutua negación llamamos amor. Se podría añadir que la mente animal parece anticipar confusamente esta necesidad de la mente humana, cuando busca el aprecio de un amo. 

Acabando este parágrafo del sentir estamos en tránsito hacia el parágrafo del pensar, pues la conciencia que piensa es construida y sostenida desde el cuerpo, sus captadores de estímulos externos e internos y los propios bucles del cerebro apoyados en la memoria.  Toda la experiencia que llamamos fenomenológica es la presentación ante una estructura del cerebro, que Damasio llama el sí mismo, con origen en el encéfalo, de los estímulos transformados en imágenes. ¡Qué extraordinaria aventura se presenta ante nosotros desde esta perspectiva natural!

§ 2. Pensar

El pensamiento en su silenciosos transcurrir por su carácter energético en contraste con la materialidad de su soporte cerebral, tiene la libertad de creerse inmortal por el mero hecho de pensarlo al descubrir verdades inmortales de carácter lógico. Es una hermosa metáfora (para nosotros) que Platón pensara que el alma era invisible porque tenía que captar verdades igualmente invisibles. También tiene la libertad de equivocarse al inducir de la kantiana cosa en-sí que existe un submundo de causas platónicas que explican las cosas aparentes. Se cree encerrado en el cráneo y le estorba el cuerpo, porque no sabe antes de reflexionar que es la estructura mejor comunicada del universo, la antena prodigiosa que capta el mundo para su transformación. La degradación del cuerpo es un hecho del que el amor por la verdad del pensamiento no puede renegar por ser verdadero y, hasta ahora, inevitable.

El pensamiento, además de ser atraído por el mundo exterior, no puede dejar de pensarse a sí mismo en un vacío de conceptos abstractos que lo llevan a no pocos desvaríos, como Kant mostró para detener a la ciencia en las puertas de la metafísica, donde se refugian los anhelos del ser humano. Unos anhelos de descansar en lo inmarcesible que no están nada más que en nuestros planes de conservadores impenitentes y que, por tanto, tendremos que construirnos porque no existe aún.

El pensamiento es una pulsión por adaptar las estructuras del cerebro y las estructuras del mundo garantizando a partir de la existencia de un sustrato común que une y separa al tiempo. Es un órgano capaz de procesar información, entendida en su sentido más general como conjunto de instrucciones con significado y, por tanto, traducible a acción biológicamente productiva. Una capacidad que ejercida por nuestro cerebro con rapidez y eficacia práctica llevó al ser humano al éxito frente a sus rivales biológicos.

El pensamiento es actividad intencional silenciosa y privada en su formato originario, pero ruidosa y pública en su formato social. Su contenido es, en gran medida, conformado por la  traducción al lenguaje codificado del cerebro y el simbólico e imaginario de la conciencia de la herencia genética, la actividad del cuerpo y los estímulos del exterior, tanto físicos como cognitivos, procedentes de su entorno social. Su más potente herramienta es el lenguaje tanto para la comunicación con otros individuos, como para la propia conversación interna en la que participa en intercambio productivo con imágenes y emociones. La mente inmadura de un niño o la de un chimpancé probablemente se nutre sólo de emociones e imágenes, pero la mente madura de un ser humano suma con enorme éxito al lenguaje como soporte de pensamiento y comunicación. Edelman y Tononi  (7, p. 247) hablan de una vida mental I basada en imágenes y emociones y una vida mental II basada en el lenguaje que interactúan continuamente en nuestros actos mentales y su correlato la acción.

Pensar es un tarea complicada, dos mil quinientos años después del primer registro de su empleo en una región de Asia Menor, cerca del río Meandros, Hannah Arendt (1, p. 49) nos dice que:

La creencia de que una causa debería ostentar un rango de realidad mayor  que el efecto (de modo que este último pueda ser degradado con facilidad remitiéndolo a su causa) puede figurar entre las más antiguas y tercas falacias metafísicas.

Así reivindica para el pensamiento la libertad que obtendrá librándose del mundo real que Parménides opone a las apariencias, del brillo a la boca de la caverna de Platón que opone a las sombras de su interior y de la divinidad medieval que elude la inmanencia de la naturaleza. Quizá sea el mito de la Caverna de Platón (15)  el mejor exprese ese punto de vista:

Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en todas su extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biombo, los muñecos… del otro lado del tabique pasan sombras que llevan todo tipo de utensilios y figurillas de hombres y otros animales, hechos en piedra y madera de diversas clases… ¿crees que han visto de sí mismos o unos de los otros, otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí?…

Con esta libertad elabora sofisticadas formas de fruición, placer, creencias y teorías constituyendo nuestro universo cultural. Si los placeres se consumen en sí mismos. las creencias perduran y se renuevan con dificultad, expresando una gran tendencia a la inercia, es decir, a conservar las primeras que se adquieren en detrimento de las que pueden presentarse más tarde porfiando con ellas. Una capacidad que resulta muy útil para operaciones de cooperación entre individuos. Una ventaja que es generada por el pensamiento conservador como expresión de que el cambio debe ser sobre una estructura previa a una velocidad no destructiva. Al tiempo, la capacidad creativa busca y rebusca explicaciones al mundo en el sentido de origen y destino. Expresión en este caso de la dinámica natural que empuja hacia nuevas formas más explicativas y más seguras al tiempo para la supervivencia de la especie y, dada nuestra posición privilegiada, también la supervivencia del mundo natural que nos soporta.

Para esta breve discusión diferenciamos entre cerebro y mente. Y en la mente entre conciencia y autoconciencia. Esta distinción es compatible con los nexos entre el órgano y sus función. La mente es una función del cerebro; la conciencia es una función de la mente, como lo es la memoria. La autoconciencia es un función derivada de la conciencia cuando se observa a sí misma reflejada.  Nuestros antecedentes biológicos tienen cerebro y mente y, ésta es consciente, pero no autoconsciente. El animal se siente vivo y está atento a su entorno y a sus aflicciones corporales, pero no está atento a su propia conciencia. La autoconciencia surge en el momento en que la función de atención de la mente es atraída hacia su propia acción mental debido a su nueva y compleja actividad que llega a neutralizar los estímulos externos, sostenida por la memoria y la capacidad de imaginar. Así, sabemos que la mente animal ya convierte el flujo de estímulos en experiencias cualitativas como el color o el sonido, aunque no sean los mismos colores, ni los mismos sonidos. Y que un animal tiene que prestar mucha atención consciente al exterior lleno de potenciales enemigos, pero que no recibe estímulos de su mente como para que se distraiga de la amenaza exterior. Por eso, quizá, el animal cuando no es acuciado por el peligro o el hambre, dormita.

Sin embargo, la mente humana  autoconsciente es resultado de una progresiva atención al «ruido» interno generado por la capacidad del cerebro de crear imágenes que conforman como dice Antonio Damasio «una biografía». En tanto que evolución de la mente animal, ya se heredó esa capacidad de atención de sus antecesores en la cadena biológica. La autoconciencia, en tanto que observadora de un mundo creado por su cerebro, pero suficientemente correlacionado con los estímulos y sus emisores, se encontró en condiciones de operar con ese mundo para, en una primera fase, ganar la batalla a otras especies para su supervivencia y, después, domesticar a aquellas que le podían servir para alimentarse sin el albur de la caza diaria. En una segunda fase, la conciencia pudo pasar a la extraordinaria experiencia de transformación de los estímulos externos en fuente de cultura. Al hacerlo el hombre le proporcionó un atractivo nuevo a su vida de animal acosado al que la mente sólo le servía en principio para aumentar su sufrimiento. Pero las habilidades cognitivas heredadas y desarrolladas en la resolución de los problemas de supervivencia, junto con las emociones nacidas para mejor reaccionar ante el peligro tenían unas posibilidades que pronto empezaron a dar sus frutos. El sentido de la vista y la capacidad creativa del cerebro le proporcionaba emociones inefables ante el espectáculo multicolor, por lo que pronto encontró atractiva su imitación burda, pero extraordinariamente expresiva en las paredes de las grutas. Había nacido el arte que ya era figurativo y abstracto al tiempo. La felicidad de la reproducción echó raíces y fue acompañada de la adecuación de la domesticación de los ritmos sonoros a los ritmos de su propio cuerpo.

La cultura, a la espera del hallazgo de la depuración del lenguaje y su codificación en la escritura ya estaba presente con  toda su carga de imitación de la naturaleza y ficción religiosa o épica para justificar y calmar la ansiedad de una vida azarosa y una muerte demasiado temprana. El olfato seguramente encontraba satisfacción en los olores saludables de algunos alimentos y el perfume de las flores a su alcance, pero también tuvo que saturarse para considerar normal lo hedores de la falta de higiene. El gusto, especialmente con los frutos y, una vez descubierto el fuego, con los alimentos cocinados, pronto encontró satisfacción para ser estimulado a crear los millares de platos que hoy conocemos. El tacto, tantas veces fuente de dolor por erosiones o heridas en el fragor de las batallas por la vida, fue el primer sentido en ser usado «culturalmente» debido al desconocimiento de su relación con la concepción. Si las cualidades del mundo, tal y como las percibimos, son recreaciones que lleva a cabo nuestro cerebro a partir de los estímulos físicos que recibimos, el ser humano pronto fue capaz de generar un mundo propio completo constituído por el arte en todas sus dimensiones: de la representación plástica a la ficción paliativa. Hoy en día, perdida la conexión con el amanecer de la cultura, aún seguimos practicando aquellos ritos de recreación de nuestros mundo original: la naturaleza. Así, la pintura y la escultura siguen buscando formas de excitar nuestra admiración o nuestra emoción; la música ha explorado todas las formas de que nuestras cuerdas vibren conforme a su múltiple naturaleza; la perfumería y la cocina se han elevado a cotas de refinamiento impensables en el origen de nuestra capacidad creativa y las formas de obtener placer a través de la piel no se han quedado atrás en su sofisticación a veces perversa. Pero explorados y explotadas las posibilidades de los sentidos, quedaba por desarrollar lo que de novedoso suponía la llegada del homo sapiens: el pensamiento y sus correlatos el lenguaje y la escritura.

Probablemente los seres humanos se comunicaban a gritos incluso para hablarse a sí mismos antes de advertir que ya estaba dotados para evitar el aire como transmisor de aquellas ideas que acudían a su cabeza, pues podían hablarse a sí mismos directamente en el silencio de la mente. Aprendieron así que su mente podía generar imágenes o situaciones que podía manejar directamente sin comunicarlas a otros. Que, en definitiva, podía pensar. Inaugurada esta fase estaban puestas las bases para el perfeccionamiento de las ideas, su pulido íntimo antes de comunicarlas. Con esta poderosa herramienta también había llegado la mentira y la hipocresía, pero esas son pequeñas sombras ante la poderosa luz de una capacidad que si primero fue usada para la estrategia de caza o bélica, encontró el momento para ser fuente de ficciones literarias o de explicaciones causales. La escritura surgió para la administración económica o política, pero pronto fue usada para generar cuentos y epopeyas preparando el camino para generar filosofía y ciencia. Con un cerebro tan capaz como el de cualquiera de nosotros, pronto los más atentos y dotados de talento inquisitivo empezaron a hacerse preguntas. Pero, ¿qué es preguntar? una estado de parálisis que quiere movilizarse. No saber produce enfado o inquietud, en todo caso incomodidad. La incertidumbre mueve a la investigación para volver al equilibrio. De ahí el éxito de las respuestas omniabarcantes de la religión que cubren todo el campo de las dudas inocentes y producen un profundo y duradero impacto sobre las esperanzas de la gente. Es una pena que este hambre de conocimiento, de neutralizar la «irritación de la duda» no converja en un interés generalizado no tanto por los resultados de la ciencia, cuanto por la ciencia misma. Charles Peirce consideraba que en todos los muros de la ciudad de la filosofía debía labrarse la sentencia:

Do not block the way of inquiry.

Que libremente podemos traducir por «no estorbe a la curiosidad«.

Kant diferenciaba entre entendimiento y razón. El primero, armado del concepto más abstracto (las categorías), se ocupa de construir juicios científicos con un armazón un tanto rígido, que la epistemología moderna cuestiona por las implicaciones de las microsociedades científicas, como muestra Thomas Khun,  o desarrollando nuevas categorías como hacer Charles Pierce . Y la segunda, la razón, se ocupa de preguntarse por las grandes emociones: el mundo y su realidad, el alma y su inmortalidad y Dios como garante de todo. Ya no pensamos así, tras dos siglos de fracasos de la teodicea y dos siglos de penetración constructivista en la realidad por parte de la ciencia. En el camino se nos ha quedado el alma y el mismísimo Dios. Muchas posiciones que reniegan de aceptar lo que no puede negarse. Durante el siglo XIX y XX se ha demolido cualquier pretensión de la existencia de un dios provisor. Con más lucidez que nunca, la humanidad afronta su absoluta soledad, por más que siga dejándose intoxicar por toda una industria de la estupefacción. En cuanto al mundo, si no hemos terminado de comprenderlo, sí estamos en el camino de su manipulación tecnológica. Un camino peligroso en el que hay que moverse a tientas pensando siempre en las consecuencias de determinados avances.

Con el entendimiento se memoriza, comprende, analiza, sintetiza y evalúa, tras complejas inferencias guiadas por la lógica y el experimento. Además, más a menudo de lo que se cree, el entendimiento es afectado por las emociones, aumentando, en síntesis poderosa, el cuerpo de teorías que transforman intensamente el mundo. Por otra parte, no tanto la razón, en el sentido kantiano, como las emociones y los intereses crean un universo propio con gran influencia sobre la acción lleno de teorías absurdas sobre la salvación del individuo en un transmundo que admiten prácticas sociales crueles con los diferentes y cuerpos de doctrina justificadores de la riqueza obscena como hacía cruelmente Townsend citado por Polanyi en su libro La Gran Transformación (pág. 211):

«El hambre domesticará a los animales más feroces, enseñará a los más perversos la decencia y la civilidad, la obediencia y la sujeción. En general, únicamente el hambre puede espolear y aguijonear a los pobres para obligarlos a trabajar…»

El pensamiento es una capacidad que puede ser utilizada de forma diletante con escasa influencia sobre nuestra vida colectiva o forjando rigurosamente cuerpos de doctrina en el marco de una comunidad de pensadores tratando de cambiar el mundo material o espiritual. Para lo segundo es fundamental que las raíces de ese pensamiento estén bien hundidas en una actitud expectante, antes que una dogmática. La gran virtud del pensamiento es la capacidad de preguntar. Desgraciadamente la incertidumbre va asociada al sufrimiento y es inevitable que el individuo que piensa tenga prisa por llegar a conclusiones o, peor aún, de tener las conclusiones antes de comenzar el doloroso camino de la indagación. Por eso es necesaria esa pureza asociada a la negación de toda ficción paliativa para vivir la emoción genuina de la soledad de seres contingentes impulsados por una corriente de mutación permanente de sus mentes para fundirse con la realidad previa, igualmente mutante, y reconstruir la unidad latente en la acción de ambos. El conocimiento es ese cambio permanente de nuestros patrones mentales buscando la mejor correlación con la realidad a sabiendas de que hay un vacío insalvable entre nuestras representaciones y el mundo, pero que, gracias a ese vacío es posible la convergencia que armonice la adaptación del mundo que nos precede y sostiene y, paralelamente, la construcción de un mundo genuinamente humano. Se trata de salir al frío intelectual abandonando el abrigo de promesas falsas para construirse un nuevo refugio con coraje, lucidez y compasión.

Tres son las tareas que el pensamiento se impone empujado por las tres categorías fundamentales de necesidad, libertad y compasión: 1) impelido por la necesidad, conoce la estructura de la naturaleza física y su correlato en nuestras naturaleza individual y social y 2) impelido por la libertad, aplicar ese conocimiento a impulsar la iniciativa individual y colectiva premiando los resultados y 3) impelido por la compasión, crear un mundo en el que todos tengan la oportunidad de contribuir y ninguno sufra las consecuencias de no poder hacerlo por azar o necesidad. La necesidad y la libertad son egoístas y la compasión altruista. Dos aspectos que desarrollaremos más extensamente en la parte segunda de este libro.

El pensamiento científico debe ocuparse de la necesidad, el pensamiento económico de la libertad y el pensamiento social de la compasión. Los tres tipos de pensamiento tiene que generar sus estructuras para ser capaces de producir sus efectos. Se sustituye la religión trascendente por una acción «religante» por sus connotaciones inmanentes, aunque comparte su sentido de atadura para aplicarse a ese ser humano siempre esperado que renuncie a la ficción paliativa para resistir el frío de la verdad en su cara y busque refugio en una relación lúcida con sus compañeros temporales en el viaje cósmico.

Tradicionalmente se ha pensado que el pensamiento y las emociones constituyen universos muy diferentes e incluso opuestos. Sin embargo, quién no ha sentido entusiasmo al resolver un problema matemático o sufrimiento con las dificultades para encontrar una solución a un problema. Las creencias son familiares menores de las teorías científicas por estar basadas fundamentalmente en el miedo, quizá la emoción más poderosa. Pero también el miedo debe estar en el origen del pensamiento, sin ser su única causa. Sólo una fuerza tan poderosa como el miedo pudo presionar sobre las posibilidades que el desarrollo cerebral permitía. La necesidad de resolver problemas vitales acuciado por el miedo o la mera preocupación tuvieron que ejercer una gran influencia en el proceso de generación y utilización del los símbolos en general y la lógica y el lenguaje en particular. Y qué herramienta tan poderosa la del lenguaje para empezar a crear las ficciones que trajeran algo de paz a un ser acosado por la necesidad recién estrenada de su enorme sensibilidad. Ficciones paliativas religiosas o humorísticas como relatos fundadores y justificadores, formas de aventar el miedo disolviéndolo en devoción o carcajadas. Las ficciones tejen la red de significados que reales o inventados permiten la salud mental y la comunicación afectiva y práctica.

El pensamiento no es observable para los demás, por lo que constituye nuestra experiencia íntima, esa que el ataque de los dispositivos electrónicos que registran nuestra actividad aspira a controlar para fines espurios como la comercialización de nuestros gustos. La gran batalla del futuro será la conservación de esa intimidad a efecto de no perder el interés por el gran argumento de la vida, frente a la disipación de la mente en placeres digitales. No podemos perder el deseo de encontrar sentido a la vida en el respeto a la vida misma. Por eso, la filosofía moderna se ha especializado en la reflexión sobre nuestros juicios éticos, morales y legales superponiéndose a la enorme capacidad de acción que la tecnología proporciona. Una acción mental sobre el cuerpo social que debe regir la política con mayor intensidad cada vez por la cuenta que nos trae.

De todo ese conocimiento millares de seres ingeniosos extrajeron el oro de la tecnología que hoy vemos brillar en la sanidad o en el transporte y envilecernos en las armas o las drogas; en la comodidad de nuestros hogares o en la incomodidad de algunos aspectos de nuestras ciudades. En toda caso unos avances tan evidentes  que han persuadido al común de que sólo la ciencia se mueve mientras el ser humano sigue estancado en el barro de sus conflictos. Sin embargo la ciencia social también tiene sus artefactos y no sólo son poderosos, sino que además han hecho posible la ciencia y su correlato la tecnología. Los avances científicos en general se producen en el marco de instituciones académicas o empresariales y hoy explícitamente de investigación sin las cuales no hubieran sido posible avances sustantivos. La investigación requiere financiación creciente y organización compleja. Sin lo uno y lo otro hace tiempo que se habría estancado la producción científica y tecnológica. En cuanto a la vida social se sostiene en las instituciones, permanentemente acosadas por los intereses, y permanentemente afinadas para un mejor desempeño.

La metafísica es el resultado de la aplicación del pensamiento, no a la resolución de problemas prácticos, sino a cuestiones que el ser humano se plantea como necesidades supra evolutivas, sin que, en principio parezcan estar relacionadas con la supervivencia. Estas cuestiones son del tipo «¿el mundo ha sido creado?; ¿si ha sido creado, quién lo hizo?; ¿qué es la existencia?; ¿hay vida tras la muerte? . Son las preguntas que han atormentado a la filosofía y que quien mejor responde son las religiones porque se limitan a satisfacer la necesidad de esperanza de los seres humanos sin más rigor. Los filósofos ha preferido afrontar las dificultades, mientras que los religiosos han preferido inventar un hecho prodigioso en el que una deidad toma contacto con un individuo privilegiado que deja escrita la verdad comunicada que miles de millones de personas deciden creer sin más crítica para dejar ese aspecto de las necesidades emocionales resuelto y pasar a la vida práctica. A los esfuerzos de los filósofos se le ha llamado metafísica y a las propuestas de las religiones teología, y cuando las incoherencias se acumulan, teodicea. 

La metafísica tiene un comienzo ateo con Parménides, origen que se confirma noventa años después con Platón y más tarde con Aristóteles en el que Dios es causa y no persona; es deificada por Tomás de Aquino, postura que es defendida con firmeza por Descartes, complicada por Spinoza y con dudas por parte de Kant; Hegel prescinde del Dios persona y enfatiza el Dios intelecto e infinitud que responde a su vals dialéctico. Finalmente Nietzsche certifica su muerte metafísica. Finalmente, tras años de positivismo, reaparece de nuevo atea con Heidegger y Sartre. Desde entonces silencio, salvo, si acaso, el Deleuze de Diferencia y Repetición. Seguiremos su rastro en los metafísicos surgidos a lo largo de la historia.  

La historia de la metafísica como sistema completo y complejo empieza con Parménides (n. 515 a.C), sigue con Platón que lo lee (n. 427 a.C) y culmina en la antigüedad con Aristóteles (n. 384 a.C) que los lee a ambos. Parmenides ha sido presentado esquemáticamente en el capítulo primero por asemejarse su filosofía a una cosmología. Es el primero en plantearse en toda su profundidad el problema del ser y sus atributos e identifica pensamiento y ser de forma radical. Platón identifica en Parménides el problema de confusión entre el ser y el pensamiento, lo que lleva a este a esperar la realidad de sus conclusiones sobre el ser. Conclusiones tan extremadas como la inmovilidad del ser y caracterización consecuente de la realidad múltiple y mutante como una total apariencia.  Pero Platón toma de Parmenides el instrumento de la razón como forma de penetrar en el conocimiento de la realidad no accesible a los sentidos,  en contraste con la del mundo ordinario percibido por estos. Esta asimilación de la existencia de dos mundos, uno inteligible y otro sensible es el fundamento de su teoría de las Ideas (auténtica realidad) y de sus copias que constituyen el mundo vivido. Hasta este decisivo momento la realidad que conocemos y construimos es pura apariencia frente a la solidez del Ser y la Ideas. Sócrates, por su parte, imita al geómetra que abstrae de la realidad de las figuras geométricas su logos, es decir, sus características esenciales e inventa los conceptos en agotadores diálogos con sus oyentes u oponentes llegando a  extraer su esencia.  Platón toma las esencias y las convierte en realidad máxima y las nombra como Ideas, son eternas y estarán siempre ahí a disposición de cualquier mente que sepa acceder a ellas. Curioso método que construye la idea «quitando» lo accesorio de muchos ejemplares de algo hasta convertirlos en fantasmas abstracto a los que confiere el máximo grado de realidad mientras convierte a lo que nosotros consideramos realidad en una multiplicidad de espectros. Entre las ideas también hay jerarquía y Platón considera que las de Verdad, Belleza y Bien son las más relevante. Todavía hoy en día el platonismo vive en aquellas doctrinas que creen en la universalidad y eternidad de las abstracciones lógicas, matemáticas o metafísicas, aunque es más raro en el ámbito de la ciencia. Pero es más habitual que se dote de realidad a las ideas de Dios y alma inmortal en los ámbito religiosos por razones obvias. Sin embargo, se puede postular que las ideas lógicas y matemáticas de este tipo son reales en la medida que la mente humana lo es y se muestra competente en descubrir dentro de sí misma la estructura más esencial del mundo y probarlas en experimentos que mostrarían su eficacia. Más dudoso es que sin posibilidad alguna de darle contenido real a determinadas ideas se decrete su realidad por el mero hecho de ser pensadas, que fue el error de Parménides. Cierto es que los griegos buscaban el ser utilizando el pensamiento y consideraban que el resultado de sus reflexiones era el ser real y no una ficción. Esto es tan verdad en Parménides, como en Platón o Aristóteles, sólo que éste señala como ser real aquello que los dos primeros consideraban espectros, apariencias. Se puede considerar que todos ellos eran realistas. Pero sí se puede decir que esta asignación de realidad es desde Kant más dudosa para los puntos de vista de Parménides y Platón porque le asignan existencia a los resultados de su actividad mental. En efecto Kant considera que la existencia, la realidad de algo no es un característica de ese algo, sino la condición de que ese algo pueda tener rasgos, propiedades, etc. Por tanto la existencia no puede ser anticipada, sino que debe ser comprobada. 

Como se puede apreciar, ya los filósofos griegos se planteaban en toda su profundidad el estatuto de la realidad y, al tiempo, del pensamiento. Unos daban prioridad al pensamiento como generador de realidad (el ser pensado en Parménides o las Ideas en Platón). Una posición que obligaba a considerar la realidad vivida como carente de verdadera realidad. Otros, como Aristóteles, le daban al pensamiento un carácter neutro que se limitaba a observar una realidad que quedaba inalterable al ser pensada. 

«Todos los hombres desean por naturaleza saber» dice Aristóteles en el comienza de su Metafísica (2, p. 980a). Lo que no dice el sabio griego es que lo que no está tan claro es que todos los hombres deseen el esfuerzo de adquirir ese saber. En la experiencia cotidiana es fácil advertir cuándo un interlocutor trata de salvar su reputación con prudentes asentimiento de cabeza a cuestiones que no está entendiendo.  Si por saber se entiende, en un enfoque naturalista, la necesidad de contar con todos los recursos cognitivos (mapas cerebrales e imágenes mentales) para sobrevivir en un mundo en el que la competencia se sitúa en el plano de la información y el  conocimiento, es natural que el individuo experimente el deseo de saber, tanto por prestigio, como por el poder que le otorga para situarse en la disputa social por las mejores posiciones. El prestigio puede parecer una cuestión banal, pero no lo es, puesto que forma parte del adorno con el que, en términos de Hegel, la autoconciencia se postula para ser deseado por otras autoconciencias. Haciendo una digresión, creo que este deseo del deseo, está en el origen de gran parte de la violencia que ciertos hombres ejercen sobre las mujeres, pues de la frustración de este deseo, surge un impulso homicida del que la dimensión sexual sólo es un componente secundario, salvo en los casos de dominación patológica asociada a las violaciones. 

Aristóteles considera que los presocráticos están equivocados porque no indagan la causa de los cambios y la corrupción de los seres que se observa por doquier. Él lo explica con sus conceptos de potencia y acto, además de su taxonomía de cuatro causas para los cambios. Parte de la materia que es potencia de cualquier cosa hasta que es conformada por la forma que especifica al ser concreto. Aristóteles, por tanto, rechaza el planteamiento de Platón que otorga el estatuto de real a las Ideas. Por eso funde las ideas con lo seres reales que nos rodean convirtiéndola en su esencia. Es decir, funde la esencia contenida en el concepto con el ser material. Al conjunto lo llama substancia. Una substancia soy yo o una mesa y nuestra esencia respectiva aquello que me hace un ser humano varón o un mueble. La esencia reúne las características que no puede dejar de poseer si debe seguir siendo tal substancia, pero ésta puede tener, también, características no imprescindibles que llama accidentes (ser calvo o una mesa azul).

Aristóteles considera (2, p. 982a.20) que  «el conocimiento más difícil para los hombres es el de las cosas más universales, pues son las más alejadas de los sentidos» y que (2, p. 982b.4) «… es preciso que ésta (la ciencia) sea especulativa de los primeros principios y causas». Por eso, Aristóteles, una vez que renuncia a mundos espectralmente reales, se centra en comprender la naturaleza de los cambios que observa en el mundo y su causa. Para ello concibe a los seres reales como compuestos de materia y forma, siendo la materia aquello de lo que esté hecho el ente al que se refiera, y la forma todo aquello que de una forma esencial lo hace tal cual es y diferente a todo los demás. Pero más allá busca la causa primera de todo, y aquí se vuelve realmente metafísico, pues cree en la contingencia de todo lo que conocemos (es decir su carencia de necesidad); dado el hecho de que todo tiene una causa y, dado el hecho, de que todo está en movimiento, concluye que debe haber un ser necesario, inmóvil y sin causa. Un ser, además que sólo piensa, pues es el origen de todo lo que de inteligible (su esencia o forma) hay en las cosas. Parece un salto demasiado grande, pero con él proporciona las bases para la cristianización de su metafísica a manos de Tomás de Aquino, que utiliza los mismos argumentos para «demostrar» la existencia de Dios, dando un salto adicional, desde la impersonal causa primera pensante, al muy persona y acogedor dios de los cristianos. 

Entre los que le precedieron (Platón aparte) le merece respeto Anaxágoras por proponer una inteligencia en la naturaleza como explicación general. Aristóteles, al que no le gustan las series infinitas, dice (2, p. 994a) que

«… es evidente que hay un principio, y que no son infinitas las causas de los entes… por ejemplo, la carne de la Tierra, y la Tierra del Aire, y el Aire del Fuego… (o que) el hombre sea puesto en movimiento por el Aire, y éste por el Sol, y el Sol por el Odio, y que de esto no haya nunca fin.»

Una serie, la última, realmente extravagante, señal de la confusión de la época sobre la que reflexiona Aristóteles.  Su aversión a las cadenas infinitas lo obliga a parar arbitrariamente en causas incausadas. La razón es que no acepta la eternidad del mundo, y no lo hace porque confunde eternidad con infinidad. Si sólo existe un permanente presente en mutación continua, no hay nada extraño en que las causas, una o muchas estén permanentemente actualizadas en ese presente continuo generando y manteniendo los entes en su continuo cambiar. Así dice (2, p. 994a.15) que «… si no hay ningún término primero, no hay en absoluto ninguna causa». 

Armado con todo esto, Aristóteles ataca el problema central de la metafísica que no es otro que qué cosas hay (ontología) y por qué existen, que en el argot de los metafísicos se reduce al problema del Ser.  Su respuesta es: hay una substancia primera que son los entes reales dotados de materia y forma; hay una substancia segunda que serían las formas o esencias que hacen a las cosas específicas y que permite el pensamiento abstracto en una peligrosa vuelta al mundo de las ideas de Platón. Las substancias llegan a ser en un proceso que va de la potencia (la posibilidad de ser) al acto (que es la plena realidad de su substancia). Por otra parte, la substancia, los entes concretos, tienen características que fundamentan su predicación en forma de juicios, sentencias, en las que la substancia es el sujeto y la característica es el predicado. Finalmente, lo que activa todo el proceso de acceso a la realidad de la substancia, son las causas, que para Aristóteles son cuatro: la causa material (qué es lo que se cambia), la causa formal (qué características esenciales ha de tener), la causa eficiente (con qué se lleva a cabo el cambio) y la causa final (qué objetivo tendrá el cambio aunque sea el medio para un fin posterior). Para Aristóteles, las substancias se pueden comprender porque son inteligibles gracias a su forma. Es decir, el ser es inteligible, se puede conocer, y ese conocimiento concluye que hay una causa primera incausada, inmóvil, que es puro pensamiento y que crea  todo lo demás. Todo los demás son substancias compuestas de materia y forma, que pasan de la potencia, de la posibilidad, al acto, es decir, su realidad mediante las cuatro causas. Es una especie de optimismo bien estructurado pues todo está en su sitio desde siempre y el conocimiento es poseer el concepto que acoge los rasgos que constituyen la esencia de las substancias. Unas substancias que constituyen una especie de catálogo bien ordenado creado por la causa primera y, en segunda instancia, por el propio ser humano como artífice. 

Tras Aristóteles hay vueltas y revueltas la platonismo (Plotino, San Agustín) hasta el siglo XIII en que Tomás de Aquino funde la metafísica de Aristóteles con el cristianismo básicamente adjudicándole al Dios cristiano las propiedades de la Causa Primera de Aristóteles.

Nada cambia sustancialmente hasta Descartes en el siglo XVII, que constituye la conciencia moderna y, desconfiando de todo, funda su certeza en sí misma y su duda, problematizando la realidad. Duda que surge cuando los descubrimientos geográficos confirman la esfericidad de la Tierra, los avances de la ciencia derriban el modelo cósmico ptolemaico y las tesis, precisamente de Aristóteles, sobre la gravedad y el movimiento. Pero no eran tiempos para dudar de Dios o la inmortalidad del alma, por eso en el prólogo se asegura de que su fe no es puesta en duda (6) 

… es absolutamente verdadero que hay que creer que hay un Dios, porque así lo enseña la Sagrada Escritura, y, por otra parte, hay que dar crédito a la Sagrada Escritura, porque viene de Dios (y la razón de esto es que, siendo la fe un don de Dios, el mismo que concede la gracia para creer en las otras cosas, puede concederla también para creer en su propia existencia),

Como se ve Descartes que lo había puesto todo en duda, no se atreve con lo que podía costarle caro, tan caro, que a pesar de su prudencia tuvo que irse a Suecia buscando la protección de la reina Cristina. Descartes tras volar el realismo imperante dando carta de naturaleza al idealismo, encuentra el modo de salvar las ideas medievales de Dios y alma. 

Para la existencia de Dios incurre en el error de Parménides de darle existencia a productos de la mente y su lógica. Así, Descarte argumenta que la idea de Dios se nos impone con sus rasgos de infinitud y necesidad con tal fuerza que sólo puede venir del exterior de nuestra conciencia, luego son objetivas. También reitera el argumento de Aristóteles del carácter no necesario de todos los seres, incluidos nosotros, concluyendo que seres contingentes necesitan que exista un ser, al meno, que sea necesario. Es decir Dios. Finalmente, acude al famoso argumento ontológico de San Anselmo en su meditación quinta, que formula así (6)

… cuando pienso en ello con más atención, encuentro manifiestamente que es tan imposible separar de la esencia de Dios su existencia, como de la esencia de un triángulo rectilíneo el que la magnitud de sus tres ángulos sea igual a dos rectos, o bien de la idea de una montaña la idea de un valle; de suerte que no hay menos repugnancia en concebir un Dios, esto es, un ser sumamente perfecto a quien faltare la existencia, esto es, a quien faltare una perfección, que en concebir una montaña sin valle.

Un argumento que un siglo después destruye Kant en su publicación The Only Possible Argument in Support of a Demonstration of the Existence of God al exponer que la existencia no es un predicado sino la condición para que existan entes que puedan tener esencia. Primero es la existencia y luego la esencia. Sin embargo él mismo no puede eludir la cuestión, pues siguen siendo tiempos complicados para exhibir dudas la respecto. 

Tras el intento autoprotector de Descartes, que se produce en Francia, el siguiente gran escalón metafísico se sube en Alemania, pues el Reino Unido (en esa época se une Escocia a Inglaterra), por la mano de sus filósofos más relevantes (Locke, Hume, Hobbes), abre la puerta a un enfoque analítico que culminó en un escepticismo y el pragmatismo del siglo XX y que dejó de lado la cuestión de Dios y el Alma para centrarse en la democracia, el lenguaje, la ciencia y la psicología.

Así pues, se puede decir que el hilo conductor de la metafísica es, como se suele decir, continental. Así pues, es, el entonces prusiano Immanuel Kant, el que renueva la cuestión de una forma completamente original. Kant se encuentra con siglos de realismo aristotélico y décadas de empirismo británico en contraste con el racionalismo de base cartesiana pasando por Leibniz. Es decir, de fe ingenua en que los que se percibe del mundo es tal cual ese mundo es; de creencia en que todo conocimiento viene de la experiencia o de creencia en que la fuente genuina de conocimiento es la razón humana. Con estos antecedentes Kant propone una síntesis genial: el conocimiento es alimentado por la experiencia, pero conformado por la razón. Un planteamiento que tiene una fisura por la que se cuela la metafísica idealista del siglo XIX: lo que él llama la «cosa en sí» y que es el objetivo de la metafísica. Es decir, lo que constituye la verdadera naturaleza de las cosas que quedaría oculta por el inevitable tratamiento de los datos de la experiencia que lleva a cabo nuestra mente. Él distingue entre el entendimiento, que genera la ciencia, y la razón, que sería aquella parte de nuestro pensamiento que se ocupa de dar respuesta a nuestros anhelos y esperanzas y que coincide con lo que estamos llamando metafísica. No es el sitio para entrar en detalles respecto del entendimiento, pero sí para tratar el modo en que Kant aborda, por última vez (hasta ahora) en un gran pensador, la justificación de Dios y la inmortalidad del Alma.

La Razón tiene una potencia especial que es la capacidad de sintetizar lo múltiple buscando la unidad. Es la capacidad que se ejemplifica en la creación de conceptos. Cuando pensamos en el animal doméstico que tenemos en casa, vemos su imagen concreta, pero si pensamos en los gatos en general, tendremos una imagen vaga de gato, algo así como su silueta, si seguimos generalizando y pensamos a los felino y, más allá, a pensar en los mamíferos, ya no nos queda imagen ninguna, nada más que los rasgos comunes a estos animales (sangre caliente, vivíparos, etc). En este viaje mental al pasar del animal concreto a la especie ya manejamos rasgos comunes a esa especie (los gatos), es decir conceptos. Pero los conceptos también pueden se agrupados en categorías más abstractas que son cada vez más vagas porque agrupan a más tipos. Así el concepto de animal, ser vivo, ser en general, que ya incluye tanto a un mineral como a un ser humana. Esta capacidad de síntesis que también se manifiesta en la capacidad de nuestra mente de unir sujetos y predicados, da como resultado una libertad de síntesis que, del mismo modo que sirve para la creatividad, conduce a desvaríos metafísicos como creer que esos productos de la creatividad son reales. Y esto es lo que Kant combate quitando legitimidad a los tres productos de los más altos vuelos de la capacidad de síntesis de la razón: Dios, el alma inmortal y el mundo como totalidad. Y lo hace porque son la respuesta a un anhelo y no la aplicación de la mente a los datos de la experiencia. Un anhelo de hallar lo que no depende de nada para poder descansar allí. Es, como dice George Steiner (16) la «Nostalgia del Absoluto«. 

Una vez deslegitimada la pretensión de la metafísica como ciencia, Kant la sitúa en otro nivel, nouménico, desde el que encuentra un lugar para la idea de Dios y el alma inmortal, condición necesaria, según él para alcanzar el Bien Supremo al que aspiramos. Ese lugar es el sentido moral, el sentido del bien y del mal que Kant constata en el ser humano como una constante estructural, ana apertura a un mundo distinto, según él, de la experiencia sensible que, por una parte, nos desliga de la espacialidad, temporalidad y causalidad y, de otra, nos pone en contacto con la realidad más profunda: la valorativa. Aquella en la que el ser humano comprende sin razonamientos porque está en su terreno y puede intuir directamente la verdad de lo que allí acontece. Es el ámbito de la libertad del alma que fundamenta su estado moral. Tenemos así dos dimensiones de la realidad de un mismo hecho en el que interviene un ser humano: de una parte, como hecho físico, una cadena de causas en el tiempo y en el espacio y, de otra parte, un acto de voluntad libre sometida sólo a la ley moral. En la diferencia entre esos dos mundos: el de la necesidad y el de la libertad que se traduce en un alma psicológica sometida a todo tipo de tentaciones y un alma moral atenta al deber, está el motor que propulsa al hombre a una tarea que sólo un alma inmortal puede culminar. En lo relativo a Dios, su necesidad se deriva de otro desideratum: el de que el ser y el deber ser se puedan conciliar siendo necesaria su fusión en un ser que reúna la máxima realidad con la máxima moralidad; y ese ser es Dios. 

Tras este enorme esfuerzo metafísico, a su vez, Kant salva para su época los dos tabúes fundamentales, al tiempo que saca a la metafísica del ámbito de la ciencia para ponerla en el ámbito de la voluntad dotándola de un «órgano» específico, la razón, para contemplar la verdad directamente. Un esfuerzo que da sus frutos «profesionales» en la filosofía idealista alemana con Fichte, Schelling y hace cumbre en Hegel, el último gran metafísicos sistemático y el primero que ya no usa a Dios como meta de su reflexión, sino al espíritu absoluto del propio ser humano, aunque es el último filósofo que se ve en la necesidad de salvar a Dios en sus formas intelectuales y en su expresión en el Estado como expresión máxima de la eticidad. Para Hegel Dios es el abstracto infinito, el aristotélico pensamiento puro, que la conciencia persigue en sus fases infelices. Pero, a pesar de ellos los vuelos metafísicos de Hegel no desmerecen de los de Aristóteles o los de Tomás de Aquino o Kant. En Hegel, tras la sublime historia de la conciencia hacia la comprensión de su estatuto de única realidad: «La razón es la certeza de la conciencia de ser toda la realidad», se da un violento conflicto entre el reconocimiento de la realidad como lo que debe aceptarse tal y como se da en el proceso de su devenir o si la conciencia debe influir en su modificación. La famosa frase de la Filosofía del Derecho «Lo que es racional es real, y lo que es real es racional» fue interpretada por unos como una invitación al conformismo con la realidad como se da y, por otros, como una invitación a la revolución. Creo que si Hegel aceptó el Estado prusiano como la expresión del espíritu absoluto encarnado en la acción política, es más justo pensar que Hegel se inclina por la aceptación de la realidad y con ella a la propia razón, no como actor protagonista del devenir, sino como espectador auto consciente que interpreta debidamente su posición. En este sentido la afirmación de que la conciencia es toda la realidad se puede referir antes a una realidad contemplativa que hace suya la realidad pero no la cambia nada más que en la medida en que sólo es real aquello que la conciencia domina. Al límite, cambios en la realidad no captados por la conciencia, por encontrarse en fases más primitivas, no existen.  Así lo afirma con sus propias palabras en la enciclopedia: «(la filosofía debe)… mantenerse en paz con la realidad«. Pero, a pesar de que a Hegel se le reconoce como el filósofo del devenir, no parece interesado, en tanto que conciencia, en ser actor de ese flujo. El devenir en Hegel es resultado de la articulación entre el ser y la nada. Por eso polemiza, de Parménides en adelante, con aquellos que afirman por separado a uno y otra sin comprender la relación dialéctica que las une. No cabe duda de que antes de que la física se plantee de dónde pudo surgir el universo, la razón ya porfiaba por entender esa paradójica situación más allá de la renuncia a pensar que supone aceptar una entidad creadora que de forma contingente interviene expresándose en forma de naturaleza. Pero Hegel es, sobre todo el gran cartógrafo de la conciencia. Cuenta su historia y sus etapas como figuras en las que la conciencia trata de comprender la realidad hasta el punto de hacerla suya y describe su estructura en su Lógica. Su dialéctica, que no es método, sino proceso de la propia realidad, que es el devenir de la conciencia. Pero la conciencia cambia la realidad al transformarse ella misma y al negar para superar, lo que es necesario para entender la Historia, dado que para Hegel la naturaleza, por el contrario, no evoluciona si no que es repetición. Y la conciencia reinterpreta el pasado y toma del futuro combustible para su movimiento desde sus proyectos. En ese devenir la conciencia llega a un estadio final en el que se armoniza con la realidad y la acepta sin conflicto. Hegel no cuestiona la realidad y considera al Estado la mejor expresión del espíritu absoluto que ha conseguido escapar de la individualidad hacia la universalidad. El papel de Dios es secundario y su carácter más lógico que emocional. Es un Dios preparado para el cierre de la metafísica que realizan en el siglo XIX Marx, Nietzsche y los positivistas y ser sustituido por la Ley. Las brasas de este incendio quedan en el relicario de Kierkegaard. 

Después, la metafísica ha tratado de quitar vuelo a sus pretensiones y se ha centrado en un contenido que dé cuenta de los problemas estructurales del hombre sin pretensión alguna de contar con una visión directa de la realidad última. Digamos que la metafísica se ha vuelto más prudente y queda a la expectativa de lo que las nuevas certezas o paradojas que la ciencia ponga ante la mirada codiciosa de la razón. La pretensión de Hegel de que la conciencia absorbiera a toda la naturaleza, no implica la espiritualización de ésta, sino su conformación a la lógica humana. Del alguna forma está su eco en la pretensión de la ciencia de racionalizar el comportamiento de toda la naturaleza para transformarla conforme a sus propias leyes y los intereses humanos. Pero la posición de Hegel produjo la reacción positivista que acercó Europa al pragmatismo anglosajón. Pero eso no satisface al espíritu metafísico y por eso aún echaremos un vistazo a los tres grandes metafísicos del siglo XX: Martin Heidegger, Jean-Paul Sartre y Gille Deleuze.

Heidegger publica su obra fundamental en 1927 y la título Ser y Tiempo. Una obra enigmática por su forma de expresarse, pero fascinante por su atrevimiento y logros metafísicos. No comentaremos aquí error de confundir el advenimiento del nazismo con la plenitud del ser, pues se mueve entre lo cómico y lo trágico. Es un error que Heidegger pagó con el ostracismo en tiempos de progreso real de la compasión humana más allá de cualquier análisis abstracto, por muy brillante que fuera. Pero no fue el primero en cometerlo, pues la historia está lleno de casos así: Platón en su República, Rousseau con su voluntad general, Hegel con el estado prusiano, Marx con el comunismo revolucionario  o Sartre con el estalinismo criminal. Heidegger produce una obra extraordinaria por su capacidad de penetración en las estructuras del ser humano. Parte de la identificación de una fallo en el desarrollo de la metafísica desde Platón: la limitación de las reflexiones sobre el ser a los entes concretos (cosas, animales, seres humano) que comparten el ser, pero que no hablan del ser mismo. Él se pregunta tanto por el ser como por su sentido. Advierte que el único ente al que puede preguntar por el ser es el ser humano y a él dirige sus preguntas. Lo hace armado del método fenomenológico por su poder de desvelar, tras el quehacer diario las estructuras esenciales del ser humano, aquellas que van a dar cuenta de su verdadera naturaleza. Una labor que es interpretativa (hermenéutica). Lo que busca es aquellos rasgos estructurales, que llama existenciales, y son comunes a todos los seres humanos de todos los tiempos, pasados o futuros. Rasgos que deben diferenciarse de los del resto de los entes, que llama categorías. Escoge a este ente porque, en sus palabras, le va su ser en el preguntar por el ser. Y encuentra que el ser humano existe, lo que no es trivial, pues significa que debe hacerse cargo de sí mismo y sus posibilidades. El ser humano no es un ente, una cosa, ya realizada para siempre, sino que vive proyectado hacia el futuro que puede ser. Hasta tal punto cuando realiza proyectos en un presente son el resultado de una llamada desde el futuro que ha imaginado. De esta manera, desde el principio no examina un ente pasivo, sino que pone al ser humano ante la responsabilidad de cuidar de sí mismo, pues entre sus posibilidades están aquellas que garantizan su autenticidad o las que lo dejan caer en la inautenticidad. Para ello se propone trascender el velo de lo cotidiano que oculta por su cotidianidad las estructuras profundas del ser humano. Por eso no rechaza buscar lo existenciales observando la vida cotidiana de los seres humanos. En ella encuentra como primer existencia que tenemos un mundo organizado con cosas «a la mano», cuya importancia sólo se desvela en su ausencia. Un «estar en el mundo» que el ser humano lleva consigo, pues no es primero y luego contingentemente acude al mundo, sino que existencialmente pertenece a un mundo. Ese estar en el mundo tiene como primer modo el del conocimiento. El conocimiento de los objetos forma parte intrínseca del estar  en el mundo. Se está conociendo. Heidegger también quiere encontrar lo que de común tienen los mundos de cada uno de nosotros para descansar en la estructura del mundo o mundaneidad. 

Sería extraño ya, fuera del ámbito de la teología, que en Occidente surgiera una metafísica con las mismas pretensiones que tuvieron las históricas contando con las únicas armas de las evoluciones parroquiales de la razón. Los frutos de síntesis y coherencia de la razón, en realidad, se han visto en la lógica, tanto formal como informal y en las teorías más atrevidas del ámbito matemático y cosmológico (qué diría Kant de la topología de Poincaré o de la Cosmología Cíclica Conforme de Penrose, en tanto que construcciones sin experiencia sensible sobre los objetos que estudian). Naturalmente nadie niega la capacidad valorativa del ser humano, especialmente en el ámbito moral, pues de ello dependerá nuestro futuro. Sólo unas reglas que tengan como fin el respeto de cada individuo tanto en lo físico como en lo psíquico salvarán a la especie de su autodestrucción por acumulación de poder sin fines morales. Pero no es necesario establecer, como hizo Kant, un mundo especial de intuiciones directas del ser. Basta con reconocer que dependemos de nosotros mismos y que toda metafísica heteroantrópica es una distracción innecesaria. El ser humano está solo y solo deberá afrontar su porvenir.

§ 3. Producir.

El pensamiento es también acción, pero no es observable. Sí lo son los resultados de la acción sobre el mundo que produce artefactos para la solución de problemas. Artefactos que cuando resultan de la organización premeditada de materia deviene en herramientas; cuando lo es de materia y órdenes en autómatas y cuando lo es de ambas cosas, más personas, en instituciones.

Es habitual el error de pensar que el pensamiento científico progresa y el pensamiento social no. Este error se basa en la fuerza de los resultados de la acción científica en forma de artefactos tecnológico cuya presencia en la vida cotidiana y en las epopeyas astrales es tan poderosa que se entiende el error. Pero ni la ciencia ni la tecnología serían posibles sin las instituciones que nos gobiernan en todos los órdenes de la vida: desde la familia al Estado.

La historia de la ciencia está llena de éxitos como consecuencia de la capacidad de algunos individuos de terminar de cerrar la discusión que muchos colegas llevan a cabo buscando la respuesta a un problema práctico o teórico. El pensamiento está tan cargado de inercia y prejuicio que es admirable la capacidad de estos talentos. La ciencia empezó por preguntar por el mundo físico antes que por el ser humano al que no prestó atención rigurosa hasta el siglo XIX, con excepciones muy pragmáticas como la filosofía ética de todos los tiempos  o muy cargadas de ideología como la pretensiones de salvación  transmundana. Una lista incompleta de la porfía científica estaría formada por Eratóstenes por atreverse a medir el diámetro de la Tierra cuando todos pensaban que era plana; a Ptolomeo que construyó un sistema coherente con el conocimiento de la época y las observaciones posibles; a Copérnico por sacar a la Tierra del centro del Mundo; a Kepler por dar la medida de las órbitas planetarias; a Galileo por el principio de inercia y la capacidad de ver la aceleración antes que la velocidad; a Newton por meter al universo en la cabeza humana y a Leibniz por inventar con él cálculo diferencial; a Volta por prestar atención al movimiento de una rana; a Lavoisier por desmitificar el fuego; a Oersted por sentar con Faraday las bases del motor eléctrico; a Maxwell por unas ecuaciones que daban cuenta de toda la complejidad electromagnética; a Michelson y Morley por matar el éter y dejar desnuda a la luz; a Einstein por  terminar el proceso de relativización de nuestra realidad que había comenzado Galileo, hasta el punto de inspirar con su concepto de tiempo a Dalí; a Planck por cortar el mundo a cachitos energéticos; a Borj por diseñar el universo atómico; a Heisenberg por matar toda esperanza de conocimiento absoluto; a Maria Salomea Skłodowska por abrir la puerta de los fuegos artificiales subatómicos; a Bessemer por abaratar el acero; a Aspdin por convertir la arcilla y la cal en ciudades; a Hubble por dar la pista para un universo cíclico; a Penrose por teorizar sobre ese universo cíclico; a Feynman por señalar el camino hacia la nanotecnología; a Mendel, Rosalind Franklin, Watson y Crick por dejarnos mirar en nuestras entretelas biológicas ; a Haeckel por llamar nuestra atención sobre la salud del planeta Tierra; a… pongan ustedes los nombres que hayan echado de menos.

La ciencia social también tiene sus héroes y, aunque la experimentación es más complicada, cuando no imposible por involucrar a grupos humanos, sus progresos han sido tan notables como muestra la democracia moderna, las empresas modernas, la instituciones educativas o las hospitalarias. Sin esos marcos institucionales nada sería posible: ni la convivencia, ni el comercio,  ni la ciencia. Sin embargo hay que conceder que la tecnología es celebrada en su aparición a pesar de que ya se ha instalado en la conciencia la idea de su obsolescencia acelerada. Pero la convicción de que tras una generación tecnológica vendrá otra superior está tan arraigada que será difícil convencer de que también las instituciones sociales tienen una historia de éxito. Una dificultad estriba en el hecho de que toda tecnología es una ayuda, mientras que en toda institución nosotros mismos somos las víctimas de sus fallos. Un artefacto tecnológico con sus prestaciones conocidas se conecta a su fuente de energía y ya está en su desempeño esperado. Una institución social se activa y los destinatarios de sus servicios sólo advertirán su valor cuando desaparezca. En su funcionamiento rutinario sólo advertiremos sus fallos. Fallos que muy habitualmente tienen origen en las desviaciones que las pasiones humanas introducen en su desempeño. Pero hay que recordar que la humanidad ha recorrido un largo y benéfico trayecto desde la horda al gobierno democrático moderno. La lista de teóricos de las instituciones sociales es tan larga como la de la ciencia y la tecnología. En esta dimensión, al contrario que en la tecnológica, valen los retrocesos, si suficiente gente cree que eso será bueno. Sería extraño ver a un empresa produciendo tecnología sobrepasada si no es para el goce estético (el pick-up) o el deporte (el tiro con arco). Sin embargo, en el ámbito social no es extraño encontrar a mucha gente dispuesta a volver a formas de gobierno retrógradas como las dictaduras. Las razones son complejas y las veremos con detalle en la segunda parte de este libro.

A pesar de todo, debemos estar agradecidos a Protágoras por mostrar los límite de la verdad; a Sócrates por inventar los conceptos que están en la base de la creación de las instituciones; a Platón por aventurar la ingeniería social permitiendo advertir sus peligros; a Aristóteles por su ética; a Pericles por creer en la democracia inter pares; a Hammurabi por codificar la conducta social; a Justiniano por compilar el derecho romano; a Maquiavelo por su brusco golpe a la ingenuidad; a Rousseau por teorizar el contrato social; a Locke por inventar la democracia moderna; a Kant por soñar la paz perpetua y teorizar el deber como algoritmo de convivencia; a Adams Smith por describir el egoísmo económico; a Montesquieu por advertir el peligro de la colusión entre poderes; a Jefferson y compañía por aplicar la democracia federal; a Hobbes por señalarnos con sus creencias el peligro de la cesión de la libertad; a la Asamblea Nacional (una institución) por la Declaración de los Derechos del Hombre; a Napoleón por su estado administrativo; a Taylor por teorizar la producción en cadena a la espera de la robótica;a Marx por teorizar sobre las implicaciones económicas del capitalismo; a Comte por inventar la sociología; a Keynes por teorizar sobre el estado como gestor económico; a Hayek por teorizar al individuo como gestor económico; a Louis Blanc por inventar la socialdemocracia; de forma torcida a todos los deletéreos y dementes autócratas que a lo largo de los siglos y, en especial, en el siglo XX nos han mostrado el horror que la persecución de una idea hasta su consumación conlleva y a… ponga el lector quien considere que le falta en la lista.

Este el día en que la humanidad debido a que no se ha desprendido de las ideas que lo distraen de su condición natural continúa en conflicto consigo misma. Pero ya podemos declarar el derecho del ser humano a reclamar sin complejos la legitimidad de imponer sus ideas de bienestar colectivo e individual, lo que supone el respeto a la naturaleza en la medida en que él mismo forma parte de ella. Todo sistema político tendrá que someterse a estos fines en conflicto con las imposiciones ineludibles de las leyes que gobiernan el plano físico de nuestra estructura. 

§ 4. Enjuiciar

Finalmente, el juicio, que es la disposición ineludible de la mente a contrastar el resultado de las acciones con patrones previos formados por creencias, ya sean sobre la naturaleza, sobre el propio pensamiento o sobre la acción. Incluso en cumplimiento de su carácter reflexivo la mente emite juicios sobre sus propios juicios. El juicio ya está presente en forma primitiva en la vida que busca en cada una de sus fases acciones que la benefician gracias a la memoria del fracaso en la elección. Una memoria que está presente en el código genético (memoria genética) y en su memoria individual de la que gozan ya algunos animales superiores y, por supuesto, el ser humano. El olfato y el gusto ya son sentidos que, antes del juicio mental, emiten un juicio en base a los patrones instintivos sobre los alimentos. El poder del juicio, como veremos en la parte tercera de este libro, llega hasta las decisiones estéticas.

Del contraste de las ideas sostenidas en un momento determinado con el patrón de referencia  surge, o un cambio de creencias, o un cambio en las acciones. El cambio de creencias puede tomar la forma de mitigación o silenciamiento hasta que se consigue racionalizar la acción como inevitable reduciendo o eliminando la culpa (sensación corporal de malestar que avisa del conflicto interno) o la vergüenza (sensación corporal de malestar que avisa del conflicto con la sociedad). El juicio es la cumbre de la acción humana como tal, puesto que supone afrontar el conflicto interior entre las enraizadas creencias, las propias tendencias hedonistas y la presión social con potenciales modelos de vida basados en el despojo o de los demás o en su ayuda. Naturalmente la coherencia íntima será benéfica socialmente si el patrón de referencia de la mayoría de la gente es benéfico con anterioridad. Originariamente venimos dispuestos para valores básicos como el no matar o el no robar como emanados de la coherencia de no desear a los demás lo que rechazamos para nosotros mismos, además del mandato biológico de preservación de la especie, pero siempre en conflicto con el egoísmo que surge de nuestras entrañas para conservar la vida. Nunca olvidaré la reacción que expresa el actor irlandés Nick Dunning en la obra cinematográfica Los Tudor cuando conoce al mismo tiempo que su hija en la ficción Ana Bolena va a ser decapitada y él no. La alegría salvaje de ese rostro por salvar la vida se mezcla de una forma magistral, con la pena por la condena de su hija.

Socialmente añadimos patrones de conducta que el tiempo cambia cuando se revisan los efectos según en qué época, como con el principio no desear la mujer del prójimo, que hoy en día está completamente obsoleto, tanto por el sexo mencionado, como por el hecho mismo del deseo. El juicio se ejerce primero  de forma creativa sobre el particular (es el privilegio del talento) y, si tiene éxito, se convierte en saber común y es ejercido aplicando la regla generalmente aceptada sin reflexión adicional (es la servidumbre del común). Naturalmente los seres con talento lo ejercen en su especialidad y se someten a los patrones convencionales en el resto de las cosas.  En la primera fase el juicio llama en su auxilio al ser integral que es el que juzga con su historia vital e intelectual para de forma confusa y dolorosa tomar una decisión sobre un particular que reclama ser valorado.

Gracias a la capacidad de juzgar tomamos decisiones basados en razones más o menos confusas. Vienen tiempos en los que la historia de la especie, que nos condiciona, y la de nuestra propia biografía van a ser utilizadas para guiarnos mediante algoritmos matemáticos que gestionarán una nueva forma de registro de la experiencia. Está en marcha todo un sistema de captación de tendencias individuales que permitirá la optimización de la producción, pero también nos dará la oportunidad de dirigirla, si somos capaces de sobreponernos a nuestras inclinaciones y ponemos como criterios para nuestras decisiones en planos cercanos al bien común.

§ 5. Final

 Conviene familiarizarnos con la idea de que los principios que actúan en el mundo exterior, actúan en nuestro interior, incluida nuestra mente. Somos naturaleza, de ella provenimos y ella nos constituye en nuestro especial modo de ser. Quizá si estuviésemos unidos a la  tierra por poderosas o livianas raíces lo entenderíamos mejor. De hecho esas raíces existen en la cómoda forma de extracción y consumo de minerales, vegetales y animales en cantidad que asusta en relación con la pervivencia del planeta Tierra. Esta condición natural del ser humano tiene poderosos efectos sobre sus reacciones cognitivas a los estímulos del mundo, que se toman como conocimiento de seres ajenos, cuando, en realidad, es reencuentro con nuestra naturaleza en una pirueta tautológica de gran alcance. Alcance que vemos en el buen ajuste de nuestras teorías matemáticas con las estructuras cuantitativas del mundo. Un ajuste que sorprende a los matemáticos cartesianos (en el buen sentido de la palabra), pero no a los kantianos. La búsqueda de Kant del juicio sintético (informativo) y, a la vez, a priori (antes de toda evidencia externa) es resultado de su obsesión por fundar la ciencia en lo universal (aceptado para todas las épocas) y necesario (de negación contradictoria). Esfuerzo que queda resuelto si aceptamos la condición histórica y evolutiva del todo, y que tan necesario es el color de la nieve para una determinada luz incidente como las suma de los ángulos de un triángulo. Siendo esto así, resulta fácil entender bastantes pliegues de nuestro comportamiento general en base a dos principios complementarios: la evolución empujada por la necesidad de supervivencia biológica y la transformación en cultura empujada por la  doble necesidad de supervivencia social y la de mitigar la conmoción de la muerte proyectándola hacia la vida. El tipo de vida cuyas posibilidades están latentes en el punto en que la evolución biológica dejó al homo para dejar paso a la evolución cultural que tomó el relevo por su potencia transformadora del mundo material y de sí misma.

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