Este relato fue premiado con la Mención Especial del Premio Galileo del Consejo Social de la Universidad Politécnica de Cartagena en 2008.
La doctora Milá gritó levantando los brazos: ¡ya está!, giró su sillón y dejó que el sol estimulara su piel en aquella mañana de otoño que nunca olvidaría. Acababa de encontrar la solución a uno de los grandes problemas científicos y soñó que su nombre quedaría asociado al de los grandes. Miró con deleite los gráficos en la pantalla y las tablas que mostraban la altísima correlación, casi la certeza, de las variables principales. Parecía imposible que aquella verdad la hubiera estado esperando a ella tanto tiempo. Abrió una rendija en sus párpados y el rielar del mar la deslumbró. Había tenido suerte con su despacho, una buhardilla en el edificio rehabilitado que daba personalidad a toda la parte este de la ciudad. Un despacho que había conseguido sin esa cansina lucha que a veces se hacía necesaria en la universidad para algunas cosas. Allí recostada, se permitió hacer balance de su vida. Sabía que la complacencia es peligrosa, pero ya se encargaba la realidad, en su combinatoria infinita de acontecimientos, de neutralizar los buenos momentos como para no aprovechar que, por fin, había llegado al final de su búsqueda. Se alegraba de haber vivido en una época que hacía posible que una niña curiosa de Los Barreros hubiera podido desarrollar un carrera científica tan completa como la suya. Había sido una bendición que su ciudad encontrara su oportunidad con la Politécnica y que ella tuviera un universo de conocimiento a tres paradas de autobús de su casa. Sospechaba que en cualquier otra circunstancia hubiera sido imposible para la hija de una quiosquera viuda estudiar al altísimo nivel que ella había alcanzado a golpe de beca. Su padre creía que su futuro merecía ser reconocido desde el nombre de pila y le puso Beatriz (la que bendice) como si esperase los logros de su dedicación profesional a la ciencia. Todo había sido posible por el avance que supuso la apertura de su universidad hacia las investigaciones relacionadas con la optimización del aprendizaje a partir del acuerdo con el IHCM estadounidense. Años atrás su amor por Andrés se había truncado en aquel estúpido accidente del AVE justo una semana después de que el tren llegara a la ciudad para pagar su deuda centenaria de incomunicación. Habían pasado sólo dos meses desde de la boda. Su ciudad y ella habían pagado un alto precio por su condición de fondo de saco geográfico e histórico.
El tren veloz la comunicó y la aisló con el mundo en un mismo acto. La muerte de Andrés la apartó de la actividad científica durante dos años al provocarle una depresión que le hizo creer que se volvería intelectualmente estéril. Fue como una araña negra que le mató los automatismos salvadores y le obligó a hacerse cargo conscientemente, cada día, del peso insoportable de afrontar la vida sin esperanza alguna. Pero el tiempo, esa dimensión de la realidad a medio camino entre el ser de la memoria y los sueños y la nada del instante, la sacó de su letargo y le ofreció otra vida, en la que ya, prácticamente, toda su energía la dedicó a la a ciencia. Entrega que no impidió la aventura cuya voluptuosidad dejó que le embargara en este momento de gloria epistémica. Quizá fue una locura, pero tras cinco años de renuncia, aquella noche en el hotel de Viena, cuando los congresistas visitaban el palacio de Belvedere, fue inolvidable. Reconocía que su curiosidad cultural la empujaba a contemplar los poderosos atlantes del palacio, que tantas veces había visto en fotografías de sus libros de arte. También se perdió El Beso de Klimt, un tapiz de sensualidad que se exhibe sobre los musculosos semidioses. Pero ella lo tuvo todo: músculos, semidioses y besos, abundantes y apasionados besos con aquel jovenzuelo francés que sabía la suficiente química para haberse quedado fascinado por ella y la suficiente física amatoria para compensarla de la sequedad de aquellos años. Hacía seis meses y aún lo recordaba. Aunque se había impuesto reprimir el recuerdo por la relación serena y esperaba que duradera que había iniciado con Ricardo Astiz, director de la Facultad y catedrático de economía dinámica. Pero hoy era fiesta y todo lo placentero, recuerdos pasados o las percepciones más inmediatas, debían contribuir a envolver su éxtasis intelectual. Decidió salir y buscar en su entorno el eco de su hallazgo. Estaba segura que su rostro transfigurado la delataría. Bajó alegre las escaleras de hormigón sin quitarse la bata. Se cruzó con el profesor Núñez y una decena de alumnos, atravesó la galería del patio oeste del edificio y casi cae a los pies del recientemente inaugurado panel de doctores honoris causa de la universidad. Arrebolada salió en frente de la poterna de la muralla y corrió hacia su borde para que la brisa benigna le agradeciera su aportación al mundo. Luego caminó hacia la pradera de levante donde los estudiantes, como la naturaleza, habían despreciado los caminos preestablecidos y habían abierto un surco en la yerba que era todo un mensaje de disconformidad. Le gustaba su universidad.
Miró hacía el edificio de Arqueo con orgullo por la transformación de un oscuro cuartel en una luminosa biblioteca (seguía llamándola biblioteca premeditadamente). Pasó bajo la pasarela de Fernández De Alba, que unía elegantemente la muralla con la estación de autobuses de Carballal. Dos arquitectos unidos a la universidad de forma muy diferente. El uno por su condición de doctor sobrevenido e inspirador del espléndido y originario campus del norte y, el otro, por haber unido la universidad con toda la región con su faro tierra adentro. Siempre le gustó ese edificio estacionario y su situación tan próxima. Había conocido a Carballal y sabía de su gusto por la pintura abstracta. Por eso disfrutaba con su ironía figurativa en aquel edificio para autobuses que parecía anticipar el cambio climático al tentar con su costado a un mar que brillaba treinta metros más abajo. Su piel estaba tan sensible que no estaba segura quien acariciaba a quién, si la brisa a ella o ella a la brisa. Su vocación científica no le había hecho olvidar su feminidad y procuraba que sus ojos verdes todavía conservaran el entorno de la piel nacarada de las pelirrojas. Estaba excitada con la idea de afianzar su autoría mediante un artículo a Science en el que se extendería en agradecimientos a todos aquellos compañeros que la había ayudado sin saberlo para que compartieran su gloria. Desde el departamento de matemáticas en el que un estadístico, cuyo nombre ya evocaba su destino, al de física con Matías, ese sabio humilde con poca suerte o, incluso, al profesor Evil que, desde que llegó con la beca ARISTOS se había ganado su confianza con sus inteligentes preguntas. Y, por supuesto, al profesor Cal que la inició en el uso de los mapas conceptuales de Novak, en cuyos meandros encontró la solución mientras luchaba por la coherencia conceptual. Tan feliz se encontraba que no advirtió el peligro. Se cruzó con dos becarias del servicio de gestión de la calidad que volvían de hacer encuestas e iban comentando algo de un profesor que no había querido dejar el aula. Reían divertidas por la anécdota. Cruzó hacía el edifico principal a través del túnel y aquel hombre le pareció un empleado de alguna empresa contratada de la unidad técnica, pues llevaba un mono gris. Su sorpresa fue grande cuando, a pesar de las dificultades que todos experimentamos para identificar los rostros fuera de su marco familiar, reconoció en el hombre del mono a su amante francés en la Viena congresual.
Sorpresa que se convirtió en incomprensión y amargura cuando recibió el primer golpe mientras esbozaba una sonrisa de bienvenida. El segundo golpe la derribó sobre las losas de piedra, frías y húmedas, del pavimento del túnel. Mientras se desvanecía recordó confusamente sus confidencias incautas. Beatriz estaba en peligro porque había confirmado su hipótesis sobre la última frontera de conocimiento: la mente humana. Hipótesis que resolvía todas las dificultades de carácter cognitivo y neurológico sobre el aprendizaje que la humanidad había arrastrado desde que un barbado maestro le mostrara unas pistas de animal a un aprendiz de cazador. Pero, ahora la violencia de nuevo trataba de imponerse a la inteligencia mostrando su cara oscura en aquel túnel. Un pasadizo corto que no tenía más pretensión que dejar testimonio de que la elegancia de la forma era capaz de llevar la luz más allá de los arquitrabes de los templos griegos. Beatriz, como símbolo de lo mejor, fue conducida al coche aparcado bajo las ventanas del departamento de mecánica por Pierre, el símbolo de lo peor.
Jorge Wenceslao Busho (Jorge Davaliú para sus camaradas del espionaje globalizado) llevaba años buscando el modo de hacer realidad el propósito de la llamada Era de la Información. Nada menos que el de optimizar el conocimiento de los empleados de las grandes corporaciones para alcanzar la perfección organizativa (la racionalidad absoluta pronosticada por Max Weber). La jaula de hierro corporativa del siglo XXI. Lo hacía al servicio de SHADOW (la organización secreta formada por delegados de gobiernos y corporaciones). Sus agentes rastreaban todas las publicaciones periódicas o episódicas, todos los congresos y jornadas que trataban sobre el aprendizaje. En los últimos dos años había recibido informe continuados sobre una doctora española cuyos avances eran tan prometedores que le organizó una celada muy especial y cuidadosa. Viena, desde el El tercer hombre era un lugar apropiado, aunque el Prater ya no era el lugar inquietante de la película de Wells. Los informes de los investigadores mostraban que era una mujer al alcance de un seductor en ese momento de su vida. Pierre nunca le había fallado en estas tareas desde que su ambición le empujó a dejar su carrera de química, a pesar de su inteligencia natural para la ciencia.
Pero su seducción fue inútil, Beatriz no había llegado al final de su búsqueda. En consecuencia fue necesario seguir pacientemente su progreso y para eso era necesaria la presencia de alguien de su confianza y tan cercano que resultara natural la confidencia. Pero tampoco eso había resultado y toda la habilidad de Evil había resultado inútil. De modo que, cuándo le llamaron desde la universidad esa mañana anunciándole que todo apuntaba a que la doctora Milá había encontrado la solución al problema que tantos quebraderos de cabeza le había producido con sus superiores, no tuvo paciencia y decidió actuar con una grosería que le honraba poco. No en vano Davaliú había estado detrás de los mejores y más sutiles golpes de mano de las cloacas gubernamentales. Todos recuerdan en su discreto mundo de la inteligencia cuando dirigió las operaciones de desestabilización del MIT, al comprobar que Chomsky como director había llegado demasiado lejos en su influencia intelectual sobre su orientación científica. No se podía consentir que la ciencia no sometiera sus juicios y conclusiones a la voluntad política. Y menos cuando, en los últimos años, el objeto se había desvanecido ante la mirada ingenua del hombre y la avisada del científico. El peligro llegaba, ahora, de la doctora Milá que habían reconstruido la confianza en las posibilidades de una ciencia capaz de ir más allá de sí misma para encontrar una nueva perspectiva desde la que contribuir a paliar los efectos de la estupidez humana.
Beatriz reconoció al despertar su propio despacho atormentada por las dificultades para recordar lo que le había pasado. Era de noche Intentó levantarse y experimentó una extraña náusea. Se dejó caer de nuevo suavemente y entonces reconoció sobresaltada –otro traidor a su confianza- la voz de Evil que estaba con Pierre escrutando su ordenador. Sus rostros mostraban una infinita curiosidad por entender lo que la pantalla les mostraba. Trató de no dejarse arrastrar por la desesperación que le producía que el mal se apoderase de su trabajo.
Al abrir el fichero <para Science> del programa MOT 15, la pareja de traidores quedó perpleja, pues en el primer párrafo encontraron la siguiente frase:
“Rdyr styóviñp `tp`tvopms rbofrmvosd fr wir ñs ,rmyr ji,sms rd vs`sx fr sñvsmxst rñ dir´p fr frñ SÑR`J p ñs YPTÇS ypfsd ñsd `sñsntsd s di sñvsmvr ,rfosmyr imsd rmvoññsd yçrvmovsd fr s`trmfoxskr u rñ si,rmyp rm ñs forys fr ñs vsmyofsf fr…”
Sorprendidos y desanimados echaron una hostil mirada a su prisionera que simulaba seguir inconsciente en el suelo. La conversación le indicaba a Beatriz que tenían dificultades para entender y no le extrañó. Esperó y poco después escuchó como Pierre le comunicaba a Davaliú sus dificultades. Las instrucciones que recibió hicieron palidecer a Pierre, incapaz de evitar que el rostro de Beatriz en la penumbra le evocara las tardes vienesas y su propia dignidad perdida de científico fracasado. Una dignidad recuperada falsamente en las conversaciones de la terraza de la habitación del hotel junto a la casa LOOS. Beatriz le hizo creer, con su bondad agradecida tras haberla recuperado para el amor físico, que él era quien ya no podría ser jamás. Se mordió el alma y contestó afirmativamente a las indicaciones que recibía por el satélite. Abrió el pequeño maletín de cuero, preparó los electrodos y enchufó el transformador a la red, extrajo la jeringuilla de algostide de 250 mg, le puso la fina aguja y se dirigió hacia Beatriz. Entre tanto, Evil enviaba el fichero a los servicios centrales en Europa.
Ricardo echó de menos a Beatriz cuando ésta no acudió a la cita diaria para cenar en su casa. No se extrañó porque su excitación había ido creciendo en la última semana debido a los progresos que sabía estaba haciendo en su atrevida teoría cognitiva. Se relajó escuchando La Pasión según San Mateo, esa obra de la que se decía que reflejaba el comportamiento del cerebro en sus notas ordenadas y que transportaba el alma al éxtasis profano si adoptabas la actitud adecuada. Y eso es lo que hizo. Se recostó y se dejo mecer por los vaivenes de la música. Se adormeció y una hora después la ausencia de Beatriz ya le pareció inquietante, de modo que se abrigó y salió de su estudio en el barrio universitario. Esa intervención urbanística que tan clara había dejado la relación entre la colina militar y la plaza lacustre. Subió por la rambla, pasó delante del edificio Arqueo, dejó la plaza de toros a su derecha, bajó hacia la muralla, rodeó el edificio principal; pasó debajo de ficus y se paró. Miró hacía la buhardilla del despacho de Beatriz y se tranquilizó al ver el ligero resplandor de su lámpara de trabajo. Se imaginó la escena con la luz cruda iluminando su cara como en un cuadro de Wright. La llamó con el móvil y no tuvo respuesta. Pensó en entrar y se dirigió a la puerta con la esperanza de que el guardia jurado lo viese y le permitiera abrir.
No logró verlo y pensó que estaría haciendo una ronda por el edificio. Esperó un cuarto de hora y se extrañó de no verlo aparecer. Pegó la cara al cristal que estaba empañado y la impresión le hizo retirarse asustado de la puerta. Volvió a mirar y la realidad tozuda le mostró al guardia caído y perdiendo sangre por una herida profunda en su cabeza.. Ricardo era un pacífico académico y aquella escena lo sobrepasaba, pero inmediatamente pensó en Beatriz y su seguridad. Ahora, su ausencia y la falta de respuesta al teléfono le produjeron una insoportable angustia. Eran las 11:30 de la noche. Beatriz vio la hora en el gran reloj de la pared que le había regalado Ricardo. Una esfera redonda llamativa como una luna llena. Pierre se acercó con la jeringuilla creyéndola desvanecida. Por eso no vio llegar la regla de acero que Beatriz balanceó con la fuerza que sólo una mujer pacífica puede mostrar cuando es sorprendida su confianza. La regla era un transformador de unidades tradicionales de longitud. Se la había regalado el profesor Cal cuando acabó el máster de restauración que la universidad había organizado con los colegios profesionales de arquitectos e ingenieros de edificación. Pierre recibió en su sien la regla aproximadamente a la altura de la décima de vara con una energía cinética suficiente para que perdiera el conocimiento instantáneamente. Cayó hacia la derecha ruidosamente llamando la atención de Evil que estaba enfrascado en el ordenador. Al ver a Beatriz armada con la regla de acero manchada de sangre y el rostro tan resuelto pensó que era el momento de volver a su universidad de origen, lo que no le quedó más remedio que intentar por la ventana de la buhardilla. Como no conocía la geometría del tejado perdió pié en las húmedas tejas y cayó pesadamente al vacío y a la noche. Curiosamente lo hizo en silencio. Era un hombre discreto. Beatriz salió al pasillo, bajó las escaleras y se encontró en la logia del tercer piso. El patio de poniente estaba iluminado por la luna y resultaba mágico. Su parte poética le pedía quedarse contemplando la escena y su parte práctica que huyera rápidamente por si había más extraños en el edificio. Se desorientó y tropezó en la puerta del paraninfo. Se recuperó y bajó precipitadamente las escaleras centrales hacia el hall. Se sorprendió al ver los reflejos azules de los coches de la policía y se tranquilizó al ver la figura de Ricardo junto al agente que estaba golpeando el cristal de la puerta con un mazo.
Las astillas saltaron y cruzaron el umbral casi estorbándose. Cayó desmadejada en los confortables brazos de su compañero mientras la regla caía al suelo y se quedaba vibrando unos segundos como lo hace una moneda. El policía se desvió hacía el guardia jurado para atenderlo. En la calle uno de los coches de la policía estaba abollado por el cuerpo de Evil que reposaba ya relajado sobre el vehículo. Las aspas de un helicóptero sonaron rítmicamente sobre el patio. El agente más próximo a Ricardo se sorprendió porque no tenía noticia de que se hubiera hecho una gestión de este tipo, pero el oficial de paisano no estaba sorprendido. Pierre se despidió mentalmente de Beatriz mientras el helicóptero se elevaba y él sujetaba una gasa en su herida. SHADOW había actuado con rapidez para recoger a su agente. Estaba dolido por la herida y por no haber sido capaz de descubrir el sistema de cifrado del texto de Beatriz. Aunque los servicios centrales tampoco lo habían descifrado, no estaba seguro de que pudiera ya hacer una carrera en la organización. Dos hora más tarde, en el sofá del estudio de Ricardo, Beatriz sonreía por la potencia que había mostrado su inocente sistema de cifrado. Desde pequeña se había acostumbrado a escribir en el teclado QWERTY corriendo los dedos una tecla. Así, una palabra como “ciencia” se convertía en “virnvis”. De este modo, logró proteger su descubrimiento para que fuera calificado como un avance esencial para la ciencia y la democracia. Su propuesta permitía asumir el reto de formar con rapidez técnicos, científicos y ciudadanos de forma significativa y no doctrinaria. Se consideró el mayor logro intelectual desde la Ilustración. Entre tanto, SHADOW se lamía las heridas y preparaba una nueva intriga para sus eternamente innobles propósitos.
La doctora Beatriz Milá recibió el premio Nobel en el año 2016. Fue la primera mujer rectora de su universidad. En Los Barreros se erigió una estatua en su honor y desde entonces el antiguo paseo Alfonso XIII pasó a llamarse Rectora Milá. De este modo, la puerta de Europa, que representaba el desembarco de la autopista en la ciudad, entroncaba con naturalidad con la avenida que la honraba.