La profunda cumbre


Este título no tiene intenciones poéticas. Si parece un oxímoron es, eso, una apariencia. En realidad es un sintagma descriptivo. ¿Qué objeto puede ser hondo y alto a la vez?. Pues, dado que tampoco es una adivinanza, es necesario sacar con rapidez al lector de su perplejidad o aburrimiento en esta cuarta línea. Se trata de un penal en la cumbre de una montaña. No cabe mayor crueldad que encerrar en la oscuridad a seres humanos en medio de la mayor luminosidad que puede ofrecer la costa del mediterráneo.

Hace unos días tuvimos el privilegio de conocer en el castillo de Galeras de la ciudad de Cartagena el esplendor de una cota que permitía gozar del rielar de un mar de azul inefable que ya contempló y surcó Virgilio para la preocupación de Horacio que reclamaba al mar que «cuidara de la mitad de su alma», y, al tiempo, caminar trémulos por oscuros y sórdidos espacios de desesperación. Lugares en los que el penado era sometido a la doble tortura de la pérdida de libertad y la pérdida de toda visión de la luz que todo lo envolvía a un espesor de muro de distancia. Todos los espacios estaban volcados hacia la oscuridad. Patios y celdas (la de castigo doblemente) se volvían sobre los penados negándoles el consuelo físico de la bienhechora luz. Hasta el patio de paseo era un hortus conclusus. Aunque quizá donde de forma más plástica se percibía los propósitos del diseñador de la prisión era la habitación donde era posible la comunicación con los visitantes. Doble reja y cámara de aislamiento de contactos elementalmente humanos. Seguramente sólo los ojos traspasaban el espacio haciendo posibles imaginarias caricias ópticas.

Los visitantes eran  dispares en sus intereses y, por tanto, en su capacidad de percibir las muchas realidades superpuestas. Unos miraban los espacios viendo exclusivamente sus posibilidades arquitectónicas para futuras rehabilitaciones. Otros simplemente disfrutaban de la vista o se estremecían divertidamente con las descripciones del régimen carcelario que daba nuestro guía militar. Incluso algunos usaban la visita para lucir erudición de café concierto en una cansina cháchara con anécdotas para olvidar sobre actos lunáticos de defecciones, afecciones, sangre y banderas. Pero, afortunadamente, se adivinaba en alguno la energía espiritual que permitía captar la desgracia de tantos hombres cuya extravagancia sexual (vagar por fuera de los coyunturalmente establecido) les hacía reos coyunturales del desprecio y la sepultura en vida. Al salir al terrado de la cárcel la vista cegaba y el espacio abierto a todas las dimensiones invitaba a volar y purificarse.

Tras la visita alguien se me acercó y me dijo, usando un término del argot arquitectónico, que aquel edificio aceptaba cualquier programa. En efecto, y el primero de ellos fue el de la ignominia.

Cartagena, 22 de noviembre de 2006

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