Si no ha visto este vídeo , se lo recomiendo. En él un despachado monologuista norteamericano llamado Padre Sarducci nos habla de la U5M (La universidad de los cinco minutos).

Como se ha visto, en esta universidad no hay que esforzarse en aprender complicados temas de distintas especialidades como economía, religión o idiomas, basta con estudiar «lo que un graduado medio recuerda después de cinco años  de haber acabado la carrera«. Recuerdos que según el ponente se pueden recitar en cinco minutos. Los cinco minutos incluyen los trámites administrativos y el acto de graduación. Todo por 20 dólares. También, alguna vez en su vida, alguien le habrá dicho algo así como que «cultura es aquello que uno recuerda y retiene tras muchos años de lecturas y estudio«. En base a esta idea escribo este artículo. En vez de redactar un texto artificialmente construido rodeado de libros y referencias, lo que voy a hacer es escribir sobre mis recuerdos, lo que queda de veinticinco años de visitas a Madrid y que podría recitar en cinco minutos cinco años después de haber obtenido mi título de Graduado en Madrid; minutos más o menos confusos sobre el Madrid de mi conciencia, el Madrid recordado, el Madrid subjetivo.

Mi primer viaje a Madrid se remonta a septiembre de 1966 cuando estuve en él unas horas entre mi llegada en tren desde Murcia y mi salida en autobús para Burgos desde la calle Alenza. Un autobús que tomé muchas veces en los tres años que pasé en Burgos estudiando la carrera. En esas horas, me fuí a la Plaza de España y me hice una foto delante del monumento a Cervantes y con el Edificio España de decorado. La foto la hizo un fotógrafo profesional con un trípode y blusa negra para meter la cabeza. En el trípode había un cartel que decía «tres veinticinco». Cuando acabamos me dió un sobre con las fotos y yo le dí cuatro pesetas para que se cobrara. Aún recuerdo su cara de indignación sospechando que aquel jovenzuelo de dieciséis años le estaba tomando el pelo. Sospecha bien fundada porque lo que aquella escueta frase quería decir para él era «tres fotos veinticinco pesetas». Pagué y me fui a dejarme impresionar por la Gran Vía y, sobre todo, con los enormes carteles de los cines. Cines en los que un tiempo después vi en riguroso estreno «2001 una odisea del espacio» y la primera «Guerra de las galaxias». En los siguientes años Madrid fue una ciudad de paso de Chamartín a Atocha para ir en un vagón de tercera a Murcia con maletas llenas de libros para preparar exámenes. En una ocasión hubo un ínterin con parada en la casa de una prima de mi Madre que vivía en la calle Bailén, de la que recuerdo el ruido del tráfico, muchos años antes del soterramiento actual. La rutina de viajes en tren o autobús fue rota dos veces. Una cuando murió mi madre que el viaje lo hice con otro primo materno en su Seat Ochocientos, con parada nocturna antes de proseguir a Burgos en el hotel Mayorazgo. Fue mi primera estancia en un hotel y primera cena en restaurante. Otro viaje digno de memoria a Burgos vía Madrid fue cuando acepté el ofrecimiento de una tía abuela para ir en un camión de su empresa de transportes. Como ya era obligatorio que viajaran el chófer y un sustituto, tuve que hacer prácticamente todo el viaje en la litera, salvo cuando el acompañante o el conductor se acostaban. El viaje duró unas 22 horas (hablamos de 1967) y, desde entonces, tengo un gran respeto a los camioneros, tanto que no les pienso molestar más.

Cuando acabé la carrera en 1969 me compré una insignia para dársela a una medio novia que tenía y que, casualmente, estaba pasando unos días en Madrid. No recuerdo la plaza en la que sufrí mi primera decepción sentimental al recibir, como agradecimiento a mi presente, la sinceridad de la chica que me confesó que acababa de reconciliarse con un ex (tenía 18 años) al que conocía desde la niñez. Me devolvió la insignia y me fui para Atocha y se la dí a mi abuela (que no la rechazó). Así pues, ese Madrid de mis años en Burgos se componía de la estación de Atocha, la plaza de España, la calle Alenza, el ruido de la calle Bailén, el hotel Mayorazgo y la estación de Chamartín.

En los años setenta al limitado cuadro de Madrid se sumó el aeropuerto de Barajas en el que comí por el asombroso precio de 500 pesetas de 1973. Casi me vuelvo a Murcia desplumado. Después incorporé a mi conocimiento de Madrid la M-30. Fue al regresar de un viaje a Burgos en mi reluciente Mini a recoger el título. El recuerdo es indeleble porque el cinturón viario no estaba terminado y me pase una hora viendo carteles que me indicaban que iba para el Sur que, de repente, se convertían en carteles que me indicaban que iba para el Norte. Una experiencia generadora de ansiedad, pero menos que la que experimenté años después cuando sumé al catálogo subjetivo de Madrid el conocimiento del carril bus hacia Villalba. Acaba de terminar cuatro horas de clase en un máster en la Escuela de Arquitectura de Madrid, eran las nueve y media de la noche y un poco aturdido pasé por Moncloa con la intención de bajar por Princesa camino de la A-3, cuando en medio del atasco de coches me vi bajando por una rampa hacia un subterráneo. Pronto me dí cuenta que era el intercambiador de Moncloa. Al llegar al final de la rampa de bajada dejé pasar a un autobús que salía bajo la mirada atónita del conductor y me colé detrás de él bajo la pitada indignada del conductor del autobús que venía a continuación. Y así salí del subterráneo con un autobús delante y otros detrás dándome luces, mientras entrábamos los tres en el carril bus entre medianas de hormigón camino de La Coruña. Me costó media hora encontrar una salida para cambiar en sentido, mientras desolado veía como pasaba el precioso tiempo que necesitaba para llegar a una hora razonable a mi casa.

Después Madrid fue un lugar de hoteles (especialmente el Meliá Castilla) con reuniones y reuniones en la zona de Azca y Rosario Pino durante años. Reuniones que empezaban (con el estudio de los papeles) en el tren o el avión y acababan con el repaso o la lectura en el tren o avión de regreso. Y así hasta que una serie de circunstancias profesionales me llevaron de regreso al Madrid austríaco. Fue una caída del caballo paulina, pues mi mirada había cambiado y de repente cobré un interés nuevo y fresco por saber de aquel otro Madrid del que tenía sospechas y sólo habías sido una decorado para mis idas y venidas en taxi.

Empecé por averiguar qué cosa era aquella torre (campanile) neo renacentista que asomaba por encima de los tejados cuando la llegada en el talgo a la estación de Atocha era inminente. Lo resolví andando hasta llegar la sitio y encontrarme con que la entrada era gratis, pero el viaje tenía premio, pues dentro estaba la sorpresa: con el rimbombante nombre de Panteón de los Hombres Ilustres se encuentra uno, en un edificio neo bizantino de 1899, con la única parte que se construyó de acuerdo al proyecto para Basílica de Nuestra Señora de Atocha del arquitecto Fernando Arbós. La propia basílica se construyó finalmente en 1951, pero ya si mirar ni de soslayo el proyecto del arquitecto y, por eso, es un edificio sin interés imitador del estilo del Escorial con los característicos chapiteles. Este proyecto de enterramiento de los hombres ilustres respondía a un intento de las Cortes de 1834 de enterrar allí desde Cervantes a Quevedo, desde Jovellanos a Goya, añadiendo cada cincuenta años a aquellos para los que se considerase que cumplían las condiciones para ser ilustres de la patria. Se desistió porque no archivamos bien ni los huesos ilustres. Primero se pensó en la Basílica de San Francisco el Grande, pero se desistió al no encontrar los restos del primer contingente aprobado. El pabellón actual es un claustro mágico en cuya galería hay una verdadera exhibición de escultura española de alto nivel. Desde la magnífica tumba de Mariano Benlliure para el malogrado Eduardo Dato, que muestra al presidente de la nación caído bajo los veinte disparos de los tres sicarios que lo mataron en 1921, a las magníficas alegorías de Agustín Querol en el monumento funerario de Cánovas del Castillo. Y digo tumbas y monumentos funerarios porque el Panteón están o estuvieron los restos del Marqués del Duero, Ríos Rosas, Cánovas del Castillo, Canalejas, Dato, Prim, Martínez de la Rosa, Sagasta, Palafox y otros nombres decisivos en la historia de España, como el tantas veces mencionado Mendizabal, por aquello de la amortización de los bienes de la iglesia de la que últimamente se está resarciendo inmatriculando hasta plazas de garaje. Es decir, fundamentalmente, los más relevantes políticos de la Restauración borbónica más algún otro como Palafox. No es fácil salir de esta atmósfera feérica sin experimentar la sensación de cosa inacabada. Tal parece que los españoles vamos por espasmos. A alguien se le ocurre que hay que rendir honores a los hombres claves de nuestra historia y el impulso dura unos pocos años. Se puede decir que estos hombres protagonizaron el período de transición desde las monarquías absolutas a la actual constitucional, pues en su tiempo la política burguesa se hizo hueco para dirigir la política nacional y arrumbar a los reyes a las mascaradas de los salones, los hipódromos y los desfiles; aunque no sin sufrir los embates de la reacción normalmente encabezada por un militar y del llamado entonces nihilismo anarquista. En todo caso historia viva, pues pocas diferencias formales han habido en la práctica entre el bipartidismo de la derecha e izquierdas moderadas y aquellos turnos entre liberales y conservadores de los años entre valses, mazurcas, polcas y el charlestón que dotaron a España de luz artificial, redes ferroviarias y ciudades espléndidas de las que todavía gozamos. También era una españa en la que la mayoría de la población era analfabeta y fuera de las ciudades el caciquismo era la forma de controlar la desolación.

La ciudad de Madrid refleja todo eso y más, pues reúne la acción política y la acción artística. Por eso, la ciudad de Madrid, con la excepción del modernismo (aunque no le falten algunos ejemplos), reúne los más interesantes edificios de los estilos que caracterizan a las grandes capitales europeas. Pero «pongamos que hablo de Madrid«, la ciudad polar por la que la historia ha pasado tantas veces como la hemos cruzado sus habitantes trazando diagonales por toda la península de un extremo a otro. Y la historia ha dejado su eco para quien quiera escucharlo (que es mi caso). Desde que descubrí el Pabellón de los Hombres Ilustres (ahora a los ilustres los dispersamos), me tracé mentalmente dos ejes a recorrer para entender el mensaje en la botella que sus edificios, como cristalización de los afanes, nos envían hasta el presente. Uno va desde la Puerta de Alcalá hasta el Palacio Real, incluyendo a la Gran Vía y el otro desde la estación de Atocha y su entorno hasta los nuevos ministerios, pero sumando el Instituto Eduardo Torroja por ser uno de los polos de atracción profesional y de amistad de mis años por Madrid, como lo fue el CEDEX. De otra parte, y de forma arbitraria, prolongo el eje a la avenida de América por la «pagoda» de Fisac. El resto es contemporaneidad rabiosa a la que juzgarán nuestros bisnietos como relación entre el espíritu (la mente si nos ponemos naturalistas) y esa construcción humanamente artificial que son la ciudades que nos acogen. Tras veinte años de visitarla prácticamente todas las semanas se hizo un lugar en mi memoria y en mi imaginación, pues una vez recuperada (para mí) con sus historias me ha ayudado a comprender mejor mi propia profesión y mi propio país y, si me apuran, a mí mismo como parte de ese flujo complejo inextricable que componemos sin advertirlo los humanos en nuestra lucha diaria. En todo caso, sólo voy a mencionar los edificios que están frescos en mi memoria, no tanto por la reiteración de su vista, siempre en escorzo y dinámica por mis pasos o por ir en coche, como por el impacto que me produjeron desde el principio.

El primer eje empieza en Atocha porque era mi punto tradicional de llegada. Conocí la nave primaria como estación terminal, mucho antes de que se abriera el túnel de la risa y llegaran las locomotoras diesel, pues la locomotoras a vapor no se retiraron hasta 1975. El edificio se terminó en 1892 y la estructura (lo siento) se hizo en Bélgica. De esta maravillosa obra del Ingeniero Alberto del Palacio, que se había formado en las estructuras metálicas con Eiffel, de esta nave convertida hoy en una selva tropical, me gustan los magníficos detalles de encuentro entre la fábrica de ladrillo murciano y la estructura metálica roblonada. Quien quiera saber de qué hablo que se fije al llegar en taxi a La Puerta de Atocha para coger el AVE, pues dado que la cota es alta está casi al nivel de coronación y cuando pasee por lo que fueron los andenes piense que puede estar pisando una huella de Pío Baroja o Joaquín Sorolla.

Cuando sales de la Estación los ojos se van al original y brillante Ministerio de Fomento (actual de agricultura), en mi opinión uno de los mejores edificios del Madrid romántico, si no el mejor. Obra del arquitecto Velázquez Bosco que en 1896 explota perfectamente el vigente eclecticismo con exactas proporciones en zócalo y ático. Está coronado por una etéreas esculturas lanzadas al aire representando a la Gloria y a dos Pegasos que realizó el escultor Joaquín Querol. Este edificio dice a qué ciudad ha llegado el viajero al verlo brillar con el sol de poniente exhibiendo su ladrillo, su piedra y sus cerámicas esmaltadas rodeando a las cariátides colosales de su puerta. Tampoco es despreciable la verja metálica de Francisco López con las estípites coronadas por el busto de la diosa Minerva. La estructura metálica de este edificio fue diseñada por el mismo Alberto del Palacio que después se pasó enfrente a construir la Estación de Atocha que ahora conocemos. Siempre me paro a verlo en los múltiples aspectos que el clima o la época le proporciona. Fue testigo de la perplejidad de Madrid cuando la ciudad se vió sorprendida por los atentados sangrientos de 2004 y, tambíen, se ve obligado a mirar el triste monumento (físicamente hablando) que conmemora (quién lo diría) aquel crimen fanático. Me gusta verlo de frente y de costado, incluso cuando no es protagonista, como en ese cuadro de la esquina con Doctor Velasco, en una escena contingente de nuestra pintora realista Amalia Avia en un día cualquiera de lluvia.

Del paseo del Prado menciono el edificio de la Real Academia de la Lengua con proyecto de Churriguera y que se acabó en 1984 porque una tarde tuve la suerte de conocer a Mingote de la mano de José Manuel Sánchez Ron (el historiador de la ciencia y académico). También el Museo del Prado de Villanueva, porque encierra mil vibraciones de asombro y entusiasmo en largas horas en sus galerías. Es el más vibrante eco de ese siglo prodigioso (el XVIII) en el que Carlos III ilustró Madrid mientras administraba todavía un vasto imperio, de cuya nostalgia nos curó el siglo XIX a base de pasar un largo periodo febril. Pero, mi memoria selectiva elige por su austeridad y monotonía premeditada, casis estupefaciente, el edificio de Asís Cabrero que se edificó en pleno franquismo (1951). Es una sorpresa porque bajo el camuflaje de la austeridad se plantó desafiante entre el neoclasicismo del Marqués de Cubas, el romanticismo de los hoteles afrancesados en la belle epoque y la pesada herencia de los chapiteles de los austrias. Un edificio tan moderno, que inspira al Moneo del Bankinter y ofrece, a pesar de su escala, escorzos organicistas. Un edificio que enamoró a las almas minimalistas avant la garde. A su lado ha crecido, desde la electricidad, el museo de Caixa Forum con su engañoso voladizo infinito que es sostenido por todo el edificio que parece destinado a volcarse por su culpa.

Más allá, en este eje figurado el Palacio de Linares con sus historias de desdicha incestuosas; el Palacio del Marqués de Salamanca que, en una de sus aventuras financieras tuvo que huir de los acreedores en un tren de Atocha. Sigue el magnífico y burgués barrio que impulsó siguiendo el ciclo de la especulación que compraba y construía allí donde los planes urbanísticos no lo permitían. Tiempos de capitalismo salvaje para pobres y ricos. Tiempos de asimilación de la pérdida del imperio y de aprendizaje de la dureza de construir un país carente de recursos hasta la llegada de la célula fotovoltaica. Eje éste que hasta el final del paseo de Recoletos muestra las casas palacios que los latifundistas y los advenedizos industriales construían para presentarse ante la sociedad madrileña. Tiempos sin ascensor en que las familias propietarias vivían el la planta principal del barrio de los jerónimos, mientras la servidumbre lo hacía en las buhardillas. Tiempos en que se alimentaba con carbón las chimeneas y los pulmones sin sentido alguno de culpa. Y así, tras un tramo de modernidad constructiva, que apreciarán nuestros descendientes, pasamos junto a la cajita de cristal de Rafael de la Oz y la sirena varada de Chillida bajo un puente de José Antonio Fernández Ordóñez. Enseguida llegamos hasta los nuevos ministerios de Secundino Suazo, que fueron nuevos cuando se pensaron en 1933, impulsados por ese señor gordo de la estatua de la esquina de Castellana con Ríos Rosas (Indalecio Prieto), y se acabaron en 1942 en pleno franquismo triunfante; lo que no tiene otra explicación que el estilo austero y casi cuartelario le pareciera bien al nuevo dueño del destino de la nación. Muy cerca, el anodino edificio que ha sustituido al magnífico edificio Windsor que fue pasto de las llamas y la desidia; vecino de una obra maestra de la arquitectura de Sáenz De Oíza en 1981 (el Banco Bilbao Vizcaya); una mole cobriza en la que hasta las barandillas de las galerías de mantenimiento contribuyen a su belleza funcional. Antes del remate del eje de Castellana me paro en los edificios grises del ministerio de Economía e Industria. Uno enhiesto y el otro tumbado para rememorar el tráfico de embutidos murcianos con mi entrañable amigo Álvaro García Meseguer del que recibía el encargo con precisión ingenieril de dónde comprar los pasteles de carne y la longaniza. Él me proporcionó el facsímil del testamento manuscrito de Eduardo Torroja, otro facedor de estructuras que se valían por sí mismas y dejó un enorme agujero en mi tejido fraternal.

Más allá exhibición del músculo tecnológico en las cuatro torres elevadas hasta 220 metros por la fuerza de dinero acumulado en bancos y grandes corporaciones, dejando enanas a las «torres de pisa»  de Philip Johnson, cuya inclinación es falsaria y al «Picasso» de piedra de Minoru Yamasaki, cuya estructura fue la primera hecha con árido ligero. Antes, un giro a la derecha conduce hacia la Plaza de los Delfines (República Argentina) en las proximidades del espíritu de la ciencia con el Centro Español de Investigaciones Científicas (quizá con telarañas en este país pagador de royalties) y la Residencia de Estudiantes en la que resuenan los ecos de las vanguardias que luego la locura dispersó. Ese sitio en el que Dalí y Buñuel se reían de Lorca y coqueteaban con Sara Montiel. Ese Lugar que visitó Le Corbusier de la mano de Mercadal (hay una foto de ambos que al pié se aclara que Corbu es el de la derecha). Una ruta ésta más interesante que seguir Castellana arriba, porque nos encontramos con Torres Blancas, también de Oíza, ese misterioso edificio organicista desde el que Antonio López pintó su cuadro «Madrid«. Abajo, en la calle, comienza un camino que a la mayoría de la gente la lleva al Aeropuerto de Barajas y a mí a la fugaz visión del edificio de los laboratorios Jorba de Miguel Fisac. La entrañable «Pagoda» que mostraba sus picos resultado de un ingenioso giro de 45º en plantas alternativas. Un mal día, durante la hégira de un alcalde casposo (Álvarez del Manzano), la pagoda cayó víctima del odio a lo moderno, del odio a Fisac y del amor al dinero. Cuando paso por la Avenida de América, cierro los ojos, pero sigo hacia la T4 a sentirme abrumado por la exhibición de tecnología y buen gusto de Richard Rogers al diseñar esa arboleda de hormigón y acero en la que los árboles se tornasolan en el colorista espectro visible. Una catedral de la comunicación con bóvedas ondulantes y continuas invitaciones a mirar hacia arriba.

El otro eje de este Madrid Subjetivo empieza en la Puerta de Alcalá, el monumento neoclásico encargado por Carlos III a Sabatini en 1774, y espiritualmente se prolonga hasta la calle Hilarión Eslava, donde en el número 49 está el estudio de mi amigo Antonio Fernández De Alba, que fue objeto de mi tesina de pre doctorado, académico de la lengua con la «o micrón» y sujeto del interés de la historia de la arquitectura para siempre. Un estudio pequeño, orgánico, rezumando arquitectura reposada, bien horneada, escrupulosamente pensada, representada y ejecutada. La vida da sorpresas desagradables y, de vez en cuando, un regalo. Uno de ellos es este.

La Puerta de Alcalá ha sido malograda, en su vista de puerta al cielo por un edificio, por otra parte magnífico: la Torre Valencia de Javier Carvajal. Quizá habría que quitar la Puerta para que la torre se viera bien. Fue construida en tiempos de desprecio total hacia cualquier cosa que no produjera beneficio. Se dice que los obstáculos a su construcción fueron removidos por Carrero Blanco al que le gustaban los edificios en altura (veraneaba en una torre en Campo Amor). La Puerta de Alcalá impasible resiste el paso del tiempo y las canciones que le dedican y ya que le han tapado la vista de Alcalá, mira hacia la fuente de Cibeles diseñada por Ventura Rodríguez, el Banco de España de Adaro, el Círculo de Bellas Artes de Antonio Palacios con su recientemente abierta terraza, donde una cerveza es un goce estético pues incluso a través de su espuma se ve la grandeza de esta ciudad extraordinaria que es Madrid. Cuando recorres el Círculo crees que llevas esmoquin por su elegancia decadente. Enfrente, el Instituto Cervantes, que antes fue la sede del Banco del Río de la Plata, otra obra de Antonio Palacios, que, en su versatilidad ecléctica, fue capaz de añadir a su catálogo el Edificio de Correos (hoy Ayuntamiento) culminando tres edificios tan distintos como próximos. Uno indescriptible, otro muy moderno y un tercero brutal en su despliegue sobredimensionado de elementos colosales. Pero si algo conmociona a la Puerta de Alcalá, todos los días, a todas horas, es  la hermosa bifurcación de su calle y la Gran Vía. Bifurcación adornada por el edificio afrancesado llamado Metrópolis. Fue diseñado por los hermanos y arquitectos Février y, aunque originalmente fue la sede la compañías de seguros Unión y el Fénix, hoy es propiedad de Seguros Metrópolis. El anterior dueño se llevó la estatura que coronaba el edificio a su nueva sede y los nuevos dueños la sustituyeron por una estatua de la Victoria Alada de Federico Coullaut. Estaba ya acabado cuando Alfonso XIII inauguró con un golpe de pico el derribo del primer edificio que permitiría la apertura de la Gran Vía en abril de 2010.

Por la izquierda uno va mirando edificios corporativos impresionantes construidos cuando aún la madera y el ingenio eran los recursos auxiliares fundamentales de la construcción, como siglos atrás, pero con la novedad del acero estructural y la fundición decorable. Un ejemplo es el impresionante edificio del Banco de Bilbao de Ricardo Bastida con sus columnas sin muros inspirado por el Banco del Río de la Plata y la impresionante cuadriga en su coronación, así como el edificio, perfectamente acoplado a la bifurcación de la calles Alcalá y Sevilla, llamado de La Equitativa, del arquitecto José Grases, y que fue la sede del Banco Español de Credito (Banesto).

En veinte años (1900-1929 la Calle de Alcalá y la Gran Vía tomaron la forma de arquitectura cataclismática (en palabras de Josep Plá), en una exhibición de riqueza explicada por las inversiones extranjeras que implicaba beneficios para las entidades bancarias a pesar de los períodos de autarquismo que la economía española, como la francesa, alemana y norteamericana, practicaban. También contribuyeron en esta época los beneficios de la neutralidad durante la Gran Guerra. En la Gran Vía destaca el edificio de Telefónica, por ser uno de los faros de Madrid (así se decía de los edificios en altura antes de los rascacielos), junto con las torres de los edificios de Telecomunicaciones (actual ayuntamiento) y el Círculo de Bellas Artes. De la torre del edificio de Telefónica se decía que hacía de mango de la sartén que era Madrid. Además, al haber estado en una boda en el Casino de Madrid, no podía sustraerme a su encanto. Es digno de ver por dentro por su despliegue de fantasía modernista en la mejor tradición de Víctor Horta, debida a la intervención de López Sallaberry. Un poco más allá, en la plaza de Callao, me quedo con la boca abierta siempre mirando el edificio Carrión o edificio Capitol, construido en 1933 con el proyecto de Martínez Feduchi ,que se atrevió con formas de un racionalismo muy expresivo y dota de una gran personalidad a esa esquina aguda.

Caminando hacia el Palacio Real paso por edificios interesantes, pero no siempre por edificios fascinantes, de modo que me voy directo al palacio, mirando de soslayo los edificios de los tiempos de Felipe III, como el Palacio de Santa Cruz. Un palacio Real para el que hubo que quemar por descuido de palafreneros el Alcázar que le precedió en el sitio, disipándose el aire medieval de Madrid. Total, sólo se perdieron obras de Tiziano, Velázquez, el Greco y otros. Pero no hay mal que por bien no venga… el resultado que presenta el nuevo (a la sazón) palacio barroco es realmente brillante en la dirección de Sachetti, que conservó el patio de armas del Alcázar, pero que desplegó su talento impulsado por los deseos de Isabel de Farnesio, que a la muerte de Felipe V, quedó relegada y ni siquiera figura entre los personajes inmortalizados en la estatuaria de la cornisa del palacio, hasta que su hijo, Carlos III tomó medidas. El granito se usó con profusión en los muros del palacio; muchos arquitectos, aparejadores, pintores y miles de artesanos trabajaron en su construcción. La labra se hizo sobre piedra caliza de Colmenar. Las obras fueron una academia en sí misma en la que se formaron los especialistas que después construyeron el Madrid de Carlos III.  Cuenta con un estupendo balcón desde el que Franco se bañaba en multitudes y la Reina Sofía le dió un beso a Juan Carlos, no por amor, sino por haber abdicado en su hijo.

Me deslizo hacia el norte, hacia la cuesta de San Vicente y antes de terminar en la Casa de las Flores en el distrito de Chamberí. proyectada por Secundino Suazo en 1931, tropiezo con un edificio de 1911 que es una verdader joya. Se trata del palacio Gallardo en el nº 2 de la calle Ferraz. Siempre que paso por ahí, echo una mirada de admiración a las obra que ese burgués se puedo permitir y que, esos arquitectos, maestros en el desarrollo decorativo de las fachadas, como era el caso de Federico Arias Rey,  pudieron llevar a cabo. Para lo que contaba con una desarrollada industria del ornamento prefabricado que no temía a ninguna sucesión de superficies onduladas.

Este paseo del Madrid que tengo en la retina cubre edificios que van desde el siglo XVII al siglo XXI, pasando por períodos extraordinarios como el del Carlos III en el XVIII, el de la burguesía emergente en la época de la Restauración y en el siglo XX con la industrialización, con grandes inversiones extranjeras y la expansión contemporánea desde los años setenta.

Pero Madrid es también su gente de aluvión y su gente genuina. Técnicos amigables, rigurosos, de primera fila nacional e, incluso, internacional. Hacedores de normas y resolutivos en empresas privadas; bien documentados y sostén de nuestras infraestructuras, edificaciones y urbanismo. Empresas solventes, que van y ganan concursos internacionales. Taxistas amables y taxistas hoscos, como en todas partes, gente amable por doquier y un cielo azul inigualable. El Madrid subjetivo es además pasillos oficiales donde las cosas, como en todas partes, van tan bien o mal como buenas o perezosas son las personas con responsabilidad. En los bares las llamadas «raciones» no responden al concepto de «tapa» del Levante. Si te despistas y pides una ración de calamares, no te advierten de que puedes acabar vomitando trozos de cefalópodo. Se come muy bien, si se sabes donde. No es cómo en el Norte que se come bien en cualquier sitio. Mis restaurantes favoritos fueron en los buenos tiempos, La Albufera para creer que estabas en Valencia, Portobello para creer que estabas en Coruña, Ansorena para creer que estabas en San Sebastián o Pamplona y Botín para creer que estabas en Madrid. Un Madrid que también se pasea sin agobio (al menos el día que estuve por allí) por el milagro que la tozudez consiguió en el manzanares con el soterramiento de la M30. Uno de esos logros que ni el endeudamiento consigue amargar. Ese paseo me permitió descubrir una de la obras con los «huesitos» de Miguel Fisac (unos laboratorios). Un Miguel Fisac al que conocí personalmente en unas jornadas en el Salón de Actos del Instituto Eduardo Torroja sentado en aquellos sillones con tapicería de clan escocés. Un Instituto con planta en letra «pi» en cuyo hall he esperado muchas veces la bajada por la escalera espiral a Álvaro, Demetrio o Carmen y me he cruzado antes de una reunión a Pepe, Enrique, Manuel y Manuel, Fernando, Hugo, Javier, Jesús o Juan Carlos y Juan Carlos. Todo esto pensaba antes de levantar la mirada hacia el muro barroco por el palacio Real y clásico por la obra elegantemente complementaria de Tuñón y Mansilla, Mansilla y Tuñón. Un farallón refulgente al sol de poniente con una bufanda verde y geométrica  que llega hasta el río.

Tampoco ha faltado un Madrid artístico en el que ver musicales como los Miserables, reir con Concha Velasco, reflexionar con Flotats y Pou en «Arte» de Yasmina Reza o experimentar una fuerte sensación de vergüenza ajena en aquella obra a olvidar de la época del destape, con música de Juan Pardo, en la que había en el escenario más gente desnuda que vestida en la platea. Nunca conseguí entradas para el Teatro Real, pero he disfrutado mucho en sucesivas visitas al Prado (La Meninas, Tiziano, Durero, Goya…), al Thyssen (esa lección de arte de 500 años), a la fundación March (aquel Friedrich) o Caixa Forum (aquellas maquetas de Richard Rogers o de la Viena de Adolf Loos), a la casa de Sorolla (esa Clotilde entre sábanas de lienzo blanco) y al Reina Sofía (el Guernica sobre todo).

Sus librerías me ha dado tardes gloriosas en las que compraba más libros de los que podía acarrear. Desde La Casa del Libro en Gran vía (un festín para el bibliófilo) a la Librería Técnica en la calle Lagasca (donde se oyó el estruendo del atentado de Carrero) esquina a Juan Bravo, junto al palacete de la Embajada de Italia y la Asociación de la Prensa. Una librería de la que nunca conseguí salir con las manos vacías. En un ocasión pre-amazon, perdí el norte y tuve que reclamar ayuda del servicio de atención al cliente de Renfe para poder llegar al tren. Ese tren que cogía tan a menudo, que casi saco el número negro de la lotería negra de Chinchilla. En fín, un Madrid en el que he alimentado el alma y el cuerpo a plena satisfacción. Hablando del cuerpo, un desmayo extemporáneo me llevó al Hospital de la Princesa para saber de buena mano que no tenía nada, excepto un exceso de trabajo. Por eso al día siguiente me fui para Canarias. Pero desde Canarias o desde Bilbao, desde Coruña o desde mi tierra, nunca me pareció una servidumbre pasar por Madrid, pues había demasiadas cosas interesantes que disfrutar entre obligaciones. Hoy tengo un hijo casi madrileño y quizá mañana un nieto o una nieta que se taturará un pequeño oso en alguna parte. Que, por cierto, no sé hasta qué punto es una ventaja ser de la ciudad de Madrid, agobiado por el trabajo, para disfrutar su carácter de palimpsesto cultural, pues creo que nuestros ojos, los ojos de los de fuera, tal vez estén más abiertos para ella.

 

 

 

 

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