El ruido eterno. Alex Ross. Reseña (28)

EL RUIDO ETERNO (1)

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Voy por la página 82 de un libro que recomiendo porque es una verdadera experiencia. Se llama «El ruido eterno» y su autor Alex Ross es el crítico musical del New Yorker. Es una «biografía» de la música del siglo XX. Mezcla de detalles biográficos y musicológicos de los compositores que revolucionaron su arte, desde Viena y Berlín, sacándola con fórceps de la agradable sonoridad del romanticismo y abriendo las puertas a todo lo que, después, ha entrado por el hueco. Unas puertas abiertas empujando a la multitud que se resistía (y aún lo hace) por el otro lado. Desde la «Salomé» de Strauss al «Über die Grenzen des All» de Berg. Lo mejor de todo es que, ante cada dato esencial de cada estreno de la música pre y plenamente atonal, uno puede ir a su ordenador y sacar de un rincón de Youtube una interpretación que le permite tratar de sentir lo que sintieron aquellos vieneses ofendidos por el escándalo de las propuestas de Schoenberg, Webern o Berg golpeando su sensibilidad formada en la música tonal. Me sorprendo degustando esas piezas en las que todas las teclas de una octava participan reclamando partes de mi cerebro no llamadas a escena nunca. Se explica, quizá, porque mi oído lleva muchos años escuchando bandas sonoras de películas y complementos de conciertos donde el genio explorador de aquellos músicos se muestra más o menos soterradamente. ¡Qué bien!, me quedan todavía 600 páginas de sorpresas como la que supone saber que el mayor éxito de Schoenberg en su ciudad fue con una composición «Gurre Lieder» (que estoy escuchando en este momento) que había compuesto diez años antes de su apuesta por el dodecafonismo, con el consiguiente embarazo ante los aplausos entusiasta por una música que preferiría no haber escrito. En fin, cuántos tesoros escondidos para mí y, mire por donde, he encontrado el plano de John Silver. Dejo como muestra las Tres Piezas para piano de Schoenberg, que son comparadas en el libro con la obra de Kandinsky «Impresión III» inspirada en ellas. Ahí están las dos propuestas revolucionarias del siglo XX: abstracción visual y disonancia musical.

EL RUIDO ETERNO (2)

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Sigo con el libro con los naturalistas Janacek, Bela Bartok, Ravel y la culminación con Stravinsky. Así se descubre la «Jenufa» de Janacek con un final grandioso y esperanzador para el deprimente periodo de la Gran Guerra, que con tan ridículo entusiasmo recibieron los teutónicos Schoenberg, Webern e, incluso, Berg. La obra de Janácek fue escrita en 1903, pero ya se sabe que en música como en arquitectura, las formas no siempre son contemporáneas de los contenidos. Las formas se lanzan desde una determinada plataforma concreta, pero a partir de ese momento quedan liberadas para depositarse en cualquier emoción o uso distinto y distante. Janacek señala el camino de la búsqueda de la sabiduría musical del pueblo y es seguido por el rigor de Bartok y la brillantez de Ravel, el vasco-suizo amante de las repeticiones. La culminación de esta tendencia a buscar nuevos caminos en las sendas de los pueblos se produce con Stravinsky y su «Consagración de la Primavera» plena de tanta energía y ritmo que París se rindió a su sofisticado autor.

Proporciono enlaces a los semi desconocidos concierto de violín de Alban Berg «Memoria de un Ángel», Cinco Piezas de Webern; la oscura y brillante «Jenufa» de Janácek y la afamada Consagración de la Primavera de Stravinsky. Música entre genial, tenebrosa y brillante que caracterizó el sufrimiento de la primera mitad del siglo XX.

https://www.youtube.com/results?search_query=janacek+jenufa+

EL RUIDO ETERNO (3)

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La primera misión del yo es mantenerse íntegro, no fracturarse en emociones insoportables que lo desgarren. Por eso, ante los acontecimientos realmente terribles, se refugia en lo conocido. No hay idea abstracta que lo pueda atraer suficiente como para que salga del refugio de lo familiar. La ideología comunista trató, inútilmente, de que los obreros, ante las movilizaciones de 1914, abandonaran el nacionalismo y se revelaran con un espíritu internacionalista. Los sacerdotes católicos, aún perteneciendo a un centro atractor tan potente como el Vaticano, bendijeron los cañones de ambos lados de las trincheras. El nacionalismo es una llamada tan profunda, indescifrable y potente, tan cercana a la madre y a la tierra que se hace irresistible cuando suenan los tambores de guerra. En esos momentos los tibios, los necesarios y razonables tibios, son fusilados.

Los músicos europeos, que estaban protagonizando una verdadera revolución estética en los años de la locura imperial alemana, sufrieron el mismo síndrome patriótico que cualquier pequeño burgués en su tienda. Enfrentados en sus propias trincheras tonales y atonales, no pudieron resistir la tentación de aniquilar al adversario. Normalmente canijos, cabezones y enfermizos se vistieron de uniforme y si eran rechazados, se ofrecían para conducir camiones. Schoenberg en la Gran Guerra y Strauss en la Segunda Guerra Mundial por Alemania, Magnard, que fue quemado vivo, y Ravel por Francia, que tocó a Chopin en un castillo abandonado cerca de los combates. Entretanto se moría Debussy de cáncer y París era bombardeada por el Gran Berta.

Un año antes de la guerra (1913) se estrenaba en París «La Consagración de la Primavera» como expresión de la danza de una doncella hasta la muerte, preludio de la danza mortal de Europa. Produjo tal impacto que hasta los músicos de Jazz se removían en sus asientos cuando escuchaban la música de Stravinsky. Un día Charlie Parker incorporó unas notas del «Pájaro de Fuego» en su improvisación al ver sentado al compositor en una mesa del club en el que tocaba, provocando que se le derramara el whisky que estaba tomando. Stravinsky, dice Ross «estaba dando voz no a antiguos instintos sino al carácter sanguinario del Occidente contemporáneo». Nuestra civilización daba, en esos años, rienda suelta al salvaje que no nos abandona y dormita en nosotros. Los músicos, igualmente heridos, cocían a fuego lento en sus almas las armonías que debían recordarnos el pozo negro en el que la humanidad gusta en bañarse a la luz de la Luna Nueva cuando, debido al olvido de la especie que supone el ciclo de vida y muerte, el sufrimiento le parece, otra vez, toxicamente atractivo.

¿Podrían nuestros frívolos políticos aprender la lección? La lección de que las posiciones políticas hunden sus raíces tan profundamente que es inútil cortarlas porque crecerán de nuevo levantando cualquier grave que se les coloque encima; que sólo en la paz es posible conciliar codicia y envidia o libertad e igualdad; que hay que evitar que el odio germine a base de jugar con las palabras como si fueran inofensivas. Si los músicos son la superficie sensible sobre la que se grava la existencia del ser humano. ¿Quién quiere música oscura? En todo caso, música melancólica para acompañar el aleteo de la inevitable muerte biológica.

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Los aficionados superficiales somos los que sólo dejamos que la música nos acaricie, pero no podemos decir de una obra que «las notas Do sostenido y Sol están separadas por el intervalo conocido como tritono, un semitono más pequeño que la quinta justa». Pero sí que podemos identificar la atmósfera de una obra pura o las atmósferas de una obra híbrida. Incluso podemos establecer la época de una obra o el autor a base de escuchar mucho. Pero en el siglo XX, la siempre presente influencia de unos autores en otros para nuestra confusión, alcanzó cotas no conocidas. Si con Brahms había acabado la tradición tonal y con los grandes de la atonalidad: Schoenberg y Berg se había llevado la música a un callejón, que había que explorar, pero que no tenía salida, otros empezaron a crear piezas mixtas donde la atonalidad actuaba como un clima subconsciente sobre el que sobrenadaban brillantes melodías y estructuras de base popular como en Stravinsky o Janácek. Este es el estado de cosas cuando Dvorak llega a Estados Unidos.

En Estados Unidos bullía la música negra de forma espontánea por las calles y los ahumados clubes. Dvorak que había creado obras con fundamento en leyendas y folklore eslavo tan brillantes como Rusalka y sus poemas sinfónicos creyó, al llegar a este país, que se debía crear música culta con base a la cultura de los espirituales negros. El aportó nada menos que su Novena Sinfonía «Del Nuevo Mundo» celebrando la grandiosidad del paisaje y de las cultura recién llegada con la prosperidad. Entabló relaciones musicales con músicos negros y promovió intensamente su formación. Los intentos de que hubiera compositores negros de música clásica fracasaron y, a pesar de sus esfuerzos componiendo, acaban dirigiendo bandas o dando clases de violín como Will Marion Cook o William Grant Still que consiguió estrenar su «Afro-American Symphony» en la Filarmónica de Rochester. Mientras los compositores blancos, como Charles Ives, buscaban desesperadamente un estilo americano en medio de la devoción por Beethoven de las clases cultas americanas. Todo eso en un país en el que apenas hacía un década del linchamiento de Henry Smith ante diez mil entusiastas espectadores en Paris (Texas).

Los blancos fueron redimidos por Gershwin que con su «Rhapsody in Blue» y su ópera negra «Porgy and Bess» proporcionó la pauta del sonido americano entre sofisticado, sincopado, urbano y brillante melódicamente. El estreno de la primera, con el célebre solo de clarinete, reunió en entusiasmo a una multitud entre los que estaban Stokowski y Rachmaninov. En cuanto a su ópera, con el inmortal «Summertime, and the living is easy», creó la controversia de si Gershwin había compuesto música negra genuina (así los pensaban los cantantes de su ópera, todos negros) o, como decía, sorprendentemente, un crítico de izquierdas: » (era)… una explotación blanca de material negro».

En cuanto a los negros, según Ross, en vez del sueño de Dvorak de que los ecos africanos rellenaran las formas europeas, fueron los compositores afroamericanos los que usaron material europeo para su formas genuinas de blues y jazz, como hicieron Duke Ellington o John Coltrane, que acabaron tirando la batuta y declarando como hizo Duke , quien tocando un acorde disonante dijo: «Esto es la vida de los negros… Esto somos nosotros. La disonancia es nuestro modo de vida en Estados Unidos. Somos algo aparte, pero algo esencial». Duke compuso obras de jazz con duraciones de sonata (Creole Simphony) y Coltrane llenó de inspiración el jazz de la época (A love supreme). Entre Duke y Gershwin había una admiración mutua que llevaba a éste a camuflarse de tramoyista para escuchar a Ellington en directo. En ellos se resumía tanto las crueles diferencias sociales como la esperanza de la convivencia en el universo musical.

Así acabó, entre el prejuicio y el orgullo, el sueño del activista negro Du Bois y el músico europeo Anton Dvorak de que existiera una versión afroamericana de la «alta cultura».

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En los centros musicales de Berlín, Viena, París y Nueva York se tensaba la cuerda de las vanguardias hacia una música dura carente de dulzura melódica. Los radicales parisinos y neoyorquinos rechazaban componer música popular agobiados por un mercado que exigía partituras que atrajeran a las masas. El radicalismo llegaba al punto, como hizo Carl Ruggles, el autor de la magnífica «Sun-Treader», de quejarse amargamente cuando la gente agotó el aforo para uno de sus conciertos.

Entre tanto, en los bosques finlandeses se gestaba una música destinada a la eternidad que se negaba a bajar a los sótanos atonales para producir belleza. Jean Sibelius, un compositor atormentado y alcohólico (véase su mirada pérdida en el primer plano del cuadro de Akseli Gallen-Kallela), componía brumosas partituras procedentes de la abrumadora naturaleza finlandesa. El éxito de sus siete sinfonías y la expectación ante una inacabada octava no fue suficiente para su sensibilidad. No pudo, ni quiso evitar que su Segunda Sinfonía fuera para los independentistas finlandeses (frente a Suecia y Rusia) el equivalente al coro de Nabuco de Verdi para los unionistas italianos (paradojas de la política).

Su éxito en Estados Unidos no resulta difícil de explicar, aún en la época del jazz, pues el público de los grandes auditorios iba a media tarde con bufanda blanca a escuchar música conciliadora, más asociada al champán, para acabar en los clubes de jazz con grandes tragos de whisky, después de perder la bufanda para poder estrenar en el siguiente concierto.

Sibelius se sustrajo al perpetuo mobile que el progresismo musical imponía. Su música sobrenatural contrasta brutalmente con la de su compatriota Magnus Lindberg, a pesar de que Ross ve en el eco de la «Tapiola» de Sibelius. En «Kraft» (1989) de LIndberg puede el escéptico, si quiere, encontrar razones poderosas para rechazar la música experimental que lleva a las salas de concierto un pito en la boca del director y ruidos propios de la selva tropical sin más unidad, que la de todo evitar a dar tregua, ni siquiera en un compás, al auditorio. Es una obra que, como la música atonal más radical remiten a mundo inconsciente sin pensamiento, lo que a veces calma la angustia de la responsabilidad.

Escuchar a Sibelius es siempre una opción. Este compositor naturalista, impresionista, complejo e intelectualmente poderosos, crea sonidos que consiguen el mismo efecto de perplejidad y secuestro de los sentidos, al tiempo que cura las heridas de la vida. Con él puedes volar con los cisnes, sumergirte en el lago o perderte en la bruma del bosque y contemplar al final del sendero un valle espléndido desde un peñasco prominente.

Proporciono, además de los enlaces a la dos obras atonales mencionadas, a su magnífica Quinta Sinfonía, al poema sinfónico «Tapiola» y su emblemática «Finlandia», que se llamó originariamente «Impromptu» para eludir la censura zarista. Añado el sombrío «Vals Triste» para los momentos bajos.

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«Potsdamer Platz» de Ernst Kirchner

La música nos acompaña continuamente en la vida actual. Incluso se ha acuñado la cursi frase de «banda sonora de tu vida». Los jóvenes van abandonando el mundo 1 de Popper, el mundo físico, y se instalan en el mundo 2 compuesto de emociones asidos a dos muletas: la virtualidad digital y la música. Tal parece que renuncian al mundo 3: el de las abstracciones teóricas o materializadas en instituciones (la política es una mafia). No en vano se habla de música ligera, pues de vida ligera se trata. Los adultos nos infantilizamos si seguimos esa pista, en vez de construir un mundo 3 solvente, en la esperanza de que los jóvenes dejarán de serlo en un momento determinado.

La música fue entretenimiento antes y después de la primera mitad del siglo XX. Pero, en esos años, durante casi cuarenta años fue combativa tanto en el plano formal como en el material. En el plano formal, persiguiendo los límites de la octava musical, y, en el plano material, traduciendo los dramas de la época como no se había hecho desde que se compuso «La Marsellesa». En estos años, se acentuó el conflicto entre la música «popular», representada por el jazz, el blues o el más ligero Kurt Weill; música «seria», representada por Strauss o Stravinsky y música «muy seria» representada por Schoenberg.

Todo ello en un marco socio político de una intensidad histórica inigualable. Los cambios en las costumbres, la revolución soviética, la Gran Guerra y el Crack del 29 hasta el colofón de la II Guerra Mundial provocaban en los músicos algo más que el deseo de hacer música: el deseo de dar forma estética al sufrimiento individual y a las grandes epopeyas colectivas. La música atonal y su epítome, la música dodecafónica de Schoenberg, Webern y Berg permitían expresar angustia, dolor y frustración en infinitas combinaciones de notas disonantes que, al cabo, volvían transformadas en melodías superpuestas. El acorde de la muerte de Lulú en la obra de Berg con sus doce notas representa lo dicho. Fueron los años en los que coincidieron el arrojo innovador en la música con las razones políticas para su aplicación al sensible material humano. La música llegó a tiempo de expresar el sufrimiento de nuestros abuelos.

Pero si hubo un centro de gravedad del drama europeo, éste se sitúa en la República de Weimar, en la que la democracia era acosada por dos tipos de violencia: la roja y la azul. Una se expresó con la música revolucionaria como en «La concentración Secreta» de Hanns Eisler, que perfectamente podría haber sido miembro de las Baader Meinhof. Y la otra, con el característico sentimentalismo de los asesinos, se volvió hacia las baladas folklóricas o el maravilloso estruendo ideológico de Wagner. Entre tanto Kurt Weill puso música al desgarro de Bertolt Brecht mientras éste no se radicalizó en su comunismo asustando a Weill y provocando su abandono. La música de Weill junto con el cabaret berlinés dotaron a la época de su malditismo, de su desgarrado expresionismo de mujeres caídas y hombres débiles simulando dureza.

Tan temprano como en 1905 el famoso polemistas vienés, Karl Kraus, dice en una conferencia: «La gran represalia ha comenzado, la revancha de un mundo de hombres que se atreve a vengar la propia culpa». Goebbels, volviendo de un cabaret escribió: «Este no es el verdadero Berlín… El otro está al acecho…» Esta latencia, en la que la música también jugaba un papel, es perenne. Cuando nuestros músicos cambian su sintaxis «hay que prestar oído».

Propongo como audición el «Moses und Aron» de Schoenberg; el acto I de la «Lulú» de Berg y «Ascenso y Caída de la ciudad de Mahagonny» de Kurt Weill (autor de la célebres canciones «Macky Navaja, Alabama, Bilbao y la deliciosa Youkali).

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Resultado de imagen de Stalin y la música


Quizá una de las manifestaciones más crueles de la maldad humana es crear un atmósfera de terror en la que no se sepa de dónde te puede llegar el golpe fatal. Kafka en 1915, tres lustros antes de que Stalin comenzara sus purgas, ya describió el asfixiante clima en el que el horror se convierte, primero, en una forma de vivir y, después se materializa en el ostracismo o la muerte.

Ni los músicos ni su música se libran de este acoso patológico a que inevitablemente lleva el abandonar en un solo hombre todo el poder. Una forma de gobierno que crea adicción en algunos hasta más allá de la muerte, como vemos en nuestro país estos días. Pero nada puede superar el modo en que el régimen soviético con Stalin a la cabeza trató a los inmortales músicos con los que convivió y a los que amordazó, aterrorizó y, finalmente mató sin misericordia.

La atmósfera de terror la creó con los músicos mediocres que querían medran en el régimen. Lo peor no fue el intento, sino el logro siniestro de someter servilmente a los mejores músicos rusos de la época, que era como decir a los mejores del mundo (Shostakovich, Prokofiev). Ya Lenin había creado el Comisariado de la Ilustración que daba lugar a obras como «Sinfonía para silbatos de fábrica» de Arseny Avraamov. La atmósfera se creaba castigando al azar: «Teníamos que empezar con alguien» declaró un director de Pravda cuando se le preguntó porqué el ataque a Shostakovich. Así todos pensarían que podían ser el siguiente.

Pero Shostakovich aprendió la lección y esto fue lo peor, porque, en el mejor de lo casos, desarrolló un lenguaje adulador del tirano y, en el peor, saboteó su propia obra tratando de adaptarse a los gustos oficiales, como en su cuarta sinfonía y sus alusiones al poderío industrial de la URSS. No por eso su talento dejó de manifestarse en su quinta sinfonía, donde es capaz de producir escalofríos musicales mediante un instrumento solista sobre una masa de trémolos orquestales. Prokofiev, que pudo escapar a Occidente, se acabó quedando con su familia y sufriendo igualmente los ataques de los mediocres. Murió el mismo día que Stalin, aunque su féretro tuvo que ser transportado a mano, pues las multitudes se agolpaban hasta pisotearse unos a otros ante el cadáver del «padrecito». Este maltrato no impidió obras inmortales como «Romeo y Julieta».

Dice Ross: «Sólo después que Stalin desapareciera Shostakovich intentó reunir sus yoes divididos» (el creador, el rebelde, el cobarde). Su liberación empezó acompañando el cortejo fúnebre de Prokofiev en vez de ir, otra vez, a someterse al sátrapa.

Como audición sugerida la quinta de Shostakovich y Romeo y Julieta de Prokofiev:

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Hitler empujó a los pintores europeos hacia Estados Unidos y allí se desarrolló el expresionismo abstracto, pero también empujó a los músicos europeos, pero allí fueron los autóctonos los que crearon la música americana: Gershwin y Copland. Obviamente la influencia de la música europea fue grande, pero el encuentro con el jazz y el soul más la enorme potencia de la industria del cine sonoro creó las condiciones para que de una parte apareciera una música sinfónica genuina, una música ligera y brillante que se alojó en Broadway y la vida propia del jazz, el blues y el country con su gran personalidad que consolidaron sus propios escenarios.

Estados Unidos siempre ha tenido a gala su carácter de democracia popular, por eso cuando la gran música europea, tanto la tardo romántica como la de vanguardia llega se intenta dotarla de la personalidad americana con la competencia de Duke y Goodman con sus personalidad genuina. Y el milagro es que tanto el jazz como Gershwin y Copland han dotado de sonidos propios a la epopeya americana. Aunque para la melancolía es un americano de perfiles europeos el que proporciona el sonido. Como dice Ross: «Siempre que el sueño sufre un revés catastrófico suena en la radio el Adagio para cuerda de Barber».

La radio, la televisión y el cine se lanzan a llenar de música la vida americana. Se transmiten conciertos con Toscanini al frente y se encargan bandas sonoras a los mejores compositores Hasta la NBC tiene su propia sinfónica. En esa época, mantenerse fiel a la música atonal le costó el puesto al célebre director Stokowski (no le gustaba a la General Motor). El mismo Theodor Adorno adoptó una postura elitista que lo alejó de la corriente principal, que no encontraba la conexión de la «gran música» con la vida americana. El cine encontró en el austro húngaro Erich Korngold (no en vano era un país de emigración todavía) la respetabilidad musical que atrajo a los grandes. El epítome fue que Schoenberg viví en Hollywood cerca de Tyrone Power y jugaba al tenis con Chaplin. Lo que no impidió que compusiera su «Trío para Cuerda», donde alterna su más rudo sentido atonal con la nostalgia tonal.

Aaron Copland consiguió dotar de sonido sinfónico al espíritu de la pradera a partir de los antecedentes de Virgil Thomson. Pasó por México en su fase inicial donde pudo comprobar cómo la música mejicana había incorporado sus propios sonidos en las partituras de Silvestre Revuelta con la intensa «La noches de los mayas». Desde Europa sorprende la extensión e intensión que tuvo la actividad comunista en el corazón del capitalismo. Copland participó con entusiasmo en la actividad político musical (llegó a dar un mitin) y en los programas gubernamentales del New Deal que subvencionaban a los jóvenes compositores, lo que dudó hasta 1938. Unas posiciones inocentes que llegaban a afirmar que «el comunismo era el americanismo del siglo XX». Desde estas posiciones se consideraba (Eisler entre ellos) que los compositores eran herramientas de lujo del sistema capitalista.

Copland superó todo, la pobreza y el comunismo para convertirse en la fuente de sonidos para los grandes espacios americanos complementarios de los pequeños espacios del jazz. Su «Fanfarria para el hombre corriente» es citada por Queen en «We Will Rock You» y es llamado por la célebre Martha Graham para su Appalachian Spring.

Para oír: Adagio de Barber, Trío para cuerda de Schoenberg, Las Noches de los Mayas de Revueltas y Appalachian Spring de Copland

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Después de asomarnos en el libro de Ross al mundo oscuro de Stalin, ahora toca el mundo de Hitler, el experimento mental más siniestro llevada jamás a cabo con consecuencias materiales nunca sufridas. Lo que se puede probar, porque nunca, con tanta cultura pacífica a mano, se desvió tanto la humanidad de su propio centro de gravedad. La excentricidad de las fuerzas sociales fue tan extraordinaria que la catástrofe era inevitable, pues una locura llevaba a otra hasta llegar a las mismísimas puertas del infierno, en contraste con las del paraíso que construyó Ghiberti para el baptisterio de Florencia.

Un componente esencial de esa cultura pacífica era la música, que siendo como es un arte que puede ser disfrutado sin referencias, es muy a menudo adherida a emociones o intereses no sin esfuerzo, debido a las limitaciones que el sonido tiene para expresar unas u otros de forma inequívoca. Este uso capcioso de la música le costó la vida a los más prometedores músicos alemanes y a escritores de la importancia de Zweig que se suicidó incluso estando teóricamente a salvo en Brasil. Pero, sin embargo, Schoenberg, Webern y Berg, creadores de «música degenerada» para los nazis habían recibido con alborozo el nuevo régimen.

Hitler se tenía por un hombre con sensibilidad artística. Escuchó a Mahler en Viena con devoción, hasta el punto de que se atribuye a la forma en que Mahler dirigía algunos de los gestos de Hitler en su mítines y saludos. El caso es que la música y los músicos rodeaban la vida del monstruo aterrorizando a los músicos judíos y exaltando a los arios que cumplían la condición de haber compuesto música «alemana» como Wagner o Strauss. Mengele silbaba mientras seleccionaba sus víctimas para los experimentos entre los destinados a la cámara de gas. Thomas Mann dijo que en esa época «el gran arte estuvo aliado con el gran mal». Los aliados intentaron evitar el rapto de la música de siempre por el régimen nazi con gestos simbólicos como que las señales para la letra «V» del código morse se asociaran a las primeras notas de la 5ª de Beethoven. La gran música, en contraste fue asociada al nazismo en los años treinta y cuarenta e, irónicamente, en los años setenta a la violencia en la democracia (La Naranja Mecánica).

Richard Strauss es, sin duda, el gran músico que mejor representa los vaivenes de una conciencia entusiasmada con el brillo del poder absoluto, que sufre las consecuencias de su entreguismo (tenía familia, incluida su mujer, con ascendencia judía) y que, finalmente se despega, siendo perdonado por su grandeza artística. Romain Rollan sospechaba que «algo estaba acechando en esas enormes sinfonías y dramas musicales teutónicos: un culto del poder, un ‘hipnotismo’ de la fuerza». No poco contribuyó el antisemitismo irredento de Wagner que pedía la extinción y autoaniquilamiento del judío en la música alemana. También se vió involucrado Carl Orff por el interés de los nazis por su «Carmina Burana».

Cuando Hitler se dio el tiro en la boca que toda Europa esperaba no sonó la música de Strauss o Wagner en sus oídos. Era el 30 de abril de 1945, dieciocho días antes, Strauss, en pleno hundimiento moral, había acabado su «Metamorphosen» con unas notas que son una regresión del amanecer de su «Zaratustra». Ese mismo día había muerto Roosevelt y en las radios americanas sonaba el adagio de Barber. Ese día también había concierto en Berlín con música de Beethoven (mi adorado concierto para violín y orquesta). Se cuenta que, al final, las juventudes hitlerianas repartieron cápsulas de cianuro entre el público. El epílogo los ponen las palabras de Walter Benjamin, muerto en Portbou cinco años antes: (la humanidad fascista) «experimentaría su propia aniquilación como un placer estético de primer rango». Al fin el gran mal alcanzó su apoteosis en una «espléndida» hoguera. El reto está en cómo robarles a los nazis la música de Wagner o Strauss porque ¿quién puede sustraerse a su belleza ajena incluso al mal o la debilidad que anidara en sus creadores?

Para oír: la Obertura de «Rienzi» de Richard Wagner (la obra que inspiró a Hitler para la política); «Carmina Burana» de Carl Orff; «Metamorphosen» de Richard Strauss.

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Tras la Segunda Guerra Mundial la música entró en un vértigo que la llevó de lo dodecafónico al serialismo y de éste a la música aleatoria y de ahí a la electrónica con aspecto dadaísta. Los músicos neoclásicos ganaron la batalla del público, mientras los músicos modernistas los miraban desdeñosamente. Hasta Stravinsky se pasó a la música dodecafónica con el consiguiente reproche de Leonard Bernstein que dijo que era «… como la deserción de un general al bando enemigo, llevándose consigo a todo sus regimientos leales». La vanguardia de la música era la de la disonancia, densidad, dificultad y complejidad. Dejó dicho Elliot Carter: «Decidí… mandar al infierno al público y también a los intérpretes».

En la retaguardia Theodor Adorno se propuso destruir el neoclasicismo de Stravinsky. En la vanguardia, por la fisura que había abierto Schoenberg entraron Olivier Messiaen (Quatuor pour la Fin du Temps), que afrontó la modificación de todos los parámetros de la música: armonía, ritmo, estructura y forma; Pierre Boulez (Primera Sonata), que opinaba que «… la música debe ser histeria y sortilegios colectivos, violentamente actuales» desarrolló esos principios con energía (Polyphonie X); John Cage, que llevó los avances al límite entrando en la era de ruido programado (Perilous Night) y la música estocástica (String Quartet in Four Parts y Water Music) y el silencio absoluto (4′ 33»); Stockhausen con la música electrónica (Gesang der Jünglinge, Gruppen), con una música de perfección técnica pero carente de emoción; Jannis Xenakis (Metastaseis), el ingeniero que trabajó con Le Corbusier y trasladó a la música las formas ondulatorias de la física y las estructuras en composiciones en las que no es posible identificar el papel jugado por cada instrumento; Milton Babbitt (Tres composiciones para piano), cuya música es un arcano casi inaccesible y, finalmente, Elliott Carter (Doble Concierto y Concierto para Piano), que produce música en la que un instrumento sobresale sobre la masa informe de todos los demás. En fin una música en la que, como Pollock, Rothko y otros en pintura, se buscan los límites aunque en el camino se deje a la gente (la mayoría) que no puede seguirlos ni técnica ni emocionalmente. Todo ello sin perjuicio de que las bandas sonoras de toda película que tenga un argumento psicológico introduzca inadvertidamente esta música en la mente del que explícitamente la rechaza.

Mientras todo esto ocurría, los neoclásicos Copland y Bernstein se mantuvieron produciendo música comprensible para el común. Su genio aún dejó obras de mérito como «Jeremiah» o «Mass» (a petición de Jacqueline Onassis). Copland especialmente sufrió por su condición de homosexual e izquierdista el acoso del FBI, pero salió indemne. Bernstein, cree Ross, que perdió parte de su fuerza creativa dirigiendo orquestas. Su atractivo social también lo libró, a pesar de su izquierdismo, de tener un expediente de Hoover. Stravinsky, por su parte, aún pudo, en su paso a la música modernista, producir, seguro de sí mismo, alguna obra maestra como «Agon» y «Requiem Canticles». Murió en 1971 y Copland en 1990. ¿Acabó con ellos la música bella y afable, para entrar en la de la música violenta? Desde luego Boulez le dijo a Cage tras escuchar «The Rake’s Progress» de Stravinsky: «¡Qué fealdad!». El tiempo dirá.

Para oír, algunas muestras de la música modernista. «Primera Sonata» de Boulez; «Metastaseis» de Xenakis y el escándalo de John Cage (4′ 33»). De postre un refrescante «West Side Story» dirigido por su creador Leonard Bernstein. La imagen es la obra «Convergence» de Jackson Pollock.

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Este libro trata sobre el siglo XX, de modo que tiene que tratar todas las capas superpuestas que complicaron su estructura musical. Junto a los avances hacia el silencio del conceptualista John Cage, tres figuras emergen Benjamin Britten, Olivier Messiaen y Giörgy Ligeti.

Britten, un pueblerino de Aldeburgh, pensaba que su música, contra la actitud modernista, debía agradar. «No escribo para la posteridad», declaró en 1964. Fue siempre un hombre muy sensible que se torturaba por sus avatares vitales. Amó toda la vida al tenor Peter Pears, pero tuvo que combatir con sus tendencias al amor adolescente. Cerca tenía a un poeta de gran talla, su amigo Auden, que un día le dijo: «levántate y dobla / el mapa de tu desolación». Britten tuvo una relación muy emocionante con Shostakovich. En una ocasión le dejó a éste entrar solo en la habitación donde componía. Allí estaban esparcidos por el suelo los pentagramas. Tardó dos horas en salir. Britten esperó expectante en la habitación contigüa. Shostakovich salió con una sonrisa críptica impactado aún por haber escuchado en su mente la ópera de Britten. La obra cumbre de Britten es «Grimes», una ópera inspirada en un extraño caso de un marino cuyos grumetes morían en circunstancias sospechosas. Una especie de «Wozzeck» de Berg en inglés. También puso música a la célebre obra de Thomas Mann «Muerte en Venecia». Como anécdota que nos afecta, se cuenta que su concierto para violín está inspirado en la Guerra Civil Española.

Olivier Messiaen, emerge como un compositor que dotado para explorar todos los experimentos musicales de la época los puso al servicio de su religiosidad total. Tuvo una vida sencilla afectada por la muerte de su primera mujer, la poetisa Claire Delbos. Tocaba el órgano en su parroquia de París. Copland lo visitó allí y se sorprendió del uso tan libre que hacía del instrumento durante los oficios. Vivía con su segunda esposa, la pianista Yvonne Loriod, en un piso sencillo lleno de crucifijos. Messiaen creía que «el oído podía y debía, captar tonos tanto cercanos como remotos: tanto las resonancias tranquilizadoras de los intervalos fundamentales como las oscuras relaciones entre sus tonos más agudos». Según Ross en su música latía una especie de surrealismo cristiano. Entre sus obras destaca el «Quatuor pour la fin du temps», una música terriblemente hermosa. Tuvo un gran éxito con su «Trois petites liturgies», con su capacidad, según Virgil Thomson de «abrir los cielos y provocar el paroxismo». Messiaen no encontró contradicción entre su religiosidad y la dicha, incluso sensual, frente a las trágicas posiciones de Wagner (Tristán e Isolda). Fue profesor de los grandes transgresores: Boulez, Xenakis y Stockhausen. Algunas de sus composiciones llevaron a la música de los pájaros a las salas de concierto («Despertar de los pájaros»). El encargo de una composición para celebrar el bicentenario de los Estados Unidos tuvo su fruto en «Des Canyons aux Étoiles», transcribiendo el efecto que le habían producido los cañones montañosos de Utah (los templos naturales de Dios, les llamaban los mormones).

Ligeti tuvo una juventud azarosa huyendo, primero de los fascistas húngaros, de los nazis después y, finalmente de los comunistas. Logró sobrevivir y huir a Viena bajo los sacos de un camión, después de pasar unos años estudiando la música dodecafónica en secreto bajo la censura comunista. Una vez libre para la música que quería hacer pasó por una fase extremista, cercana a Boulez y Cage, en la que llegó, en su composición «Apparitions» a imponer instrumentos de viento sin lengüeta y la rotura de una botella dentro de un cajón de láminas metálicas (la partitura advertía de que el percusionista usara gafas protectoras). Su proyección mundial la obtuvo indirectamente por el empleo de Stanley Kubrick de tres de sus obras en la célebre «2001, una odisea del espacio». Concretamente el «Requiem» en las escenas del monolito y el resto hasta la apoteosis final con el regreso del «Así habló Zaratustra» de Richard Strauss que había sonado al principio, en el amanecer de la humanidad.

Tres compositores tratando de expresar la conciencia desconcertada que emerge en el siglo XX cargada de culpa por las matanzas y de desesperanza por la contumacia de la perversidad. Una conciencia a la que la comunicación abrumadora no le priva de ninguno de los episodios de crueldad humana sumiéndola en la desolación.

Para oír: «War Requiem» de Britten; «Trois petites liturgies» de Messiaen y «Lux Aeterna» de Ligeti.

RUIDO ETERNO (y 12)
Estamos en época de elecciones (noviembre de 2019) y además repetidas. Una situación social que favorece el «ruido eterno» de los sonsonetes políticos. No es de extrañar que la gente se ponga cascos y escuche música tratando de olvidarse de la parte antipática de la vida. Pero en esos cascos raramente suena Beethoven, sino música Pop. «Beethoven se equivocaba» dijo John Cage argumentando que había confundido a los compositores «al estructurar la música en narraciones armónicas orientadas con la vista puesta en una meta, en vez de dejarla desenvolverse momento tras momento». Si alguien tenía alguna duda sobre la relación entre las artes y la percepción que de la vida tienen los espíritus más sensibles de cada época, aquí está la prueba. Vivimo tiempos de conciencia fraccionada y los músicos y los artistas en general, como antenas de alta resolución, hace un siglo que lo anticiparon.

La música «seria» ha aceptado en su seno algunas de las propuestas de la música ligera y viceversa. Los Beatles llevaban unos meses tomando contacto con la música de Stockhausen y se los «agradecieron» poniendo su rostro en la funda del disco «Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band». La última canción del disco «A day in the life» contiene, según Ross, «un acorde maravillosamente extraño en Mi mayor». Entre tanto la música minimalista se convierte en música ambiente o los acordes más disonantes acompañan a las situaciones más esotéricas del cine y la televisión. Así la frase de Kurt Weill: «Una vez que los músicos obtenían todo lo que habían imaginado en su sueños más temerarios, volvían a empezar desde cero». La música ahora rompe los corsés y es abierta y potencialmente ilimitada, como cuando Beethoven tenía por delante todas las melodías y armonías posibles.

En Estados Unidos Steve Reich, en quien resuena aún la «Consagración de la Primavera», renuncia incluso al padre de todas las transgresiones: Schoenberg. E incluso a sus seguidores más radicales como Berio o Boulez, a los que considera recolectores de los trozos de un continente bombardeado en dos guerras. Todo valía para la nueva vanguardia expresada en «Music for 18 Musicians». En esta ambiente de mixtura, la música jazz, blues, country y gospel evolucionan hacia el rhythm and blues, rock ‘n’ roll, soul y funk. Hank Williams, Ray Charles y Jame Brown fundieron júbilo y sensualidad. Elvis Presley y los Beatles atrajeron al rock a las multitudes de jóvenes. Bebop y jazz moderno con Dizzy Gillespie, Charlie Parker, Thelonious Monk, Miles Davis, John Coltrane y Charlie MIngus «hicieron música de una libertad poliédrica y un cool imperturbable». El jazz también reclamaba toda la libertad para el artista dejando que el tiempo se encargara de los oyentes.

Morton Feldman se inspiraba en sus amigos abstractos Pollock y Rothko de quien decía que «Me interesa la dimensión global de Rothko, que anula el concepto de las relaciones entre proporciones». De ahí surgió su «Rothko Chapel». Un homenaje al pintor suicidado un año antes que trasciende su inspiración. La música lleva a unos registros del alma nunca antes sentidos. Premeditadamente el compositor busca tu abandono en lo oceánico. Entre tanto algunos compositores reivindican una vuelta a la tonalidad: William Mayer, David Del Tredici, Lukas Foss, William Bolcom y su «Songs of Innocence and Experience»… y Cage se reía de ellos, mientras los minimalistas proporcionaban sobredosis de tonalidad (Gorecki). En la otra orilla The Velvet Underground cerraban el boquete entre el rock y la vanguardia tres meses antes de «Sgt. Peppers». La gran caída que empezó en 1900 se había consumado en 2000.

El siglo XXI espera…

Para oír: «A day in the life» de los Beatles; «Rothko Chapel» de Feldman y un fragmento de «Songs of Innocence and Experience» de William Bolcom.