Moneo, una arquitectura serena

Hace unos días el arquitecto Rafael Moneo estuvo en la Universidad Politécnica de Cartagena dando una conferencia en el marco del Congreso Internacional de Expresión Gráfica Arquitectónica organizado por los especialistas de la ETSAE. Fue una visita discreta por lo que la región no ha sabido de su paso por ella de quien, en mi opinión, dejó dos gemas arquitectónicas que, afortunadamente, estarán con nosotros mucho más allá de lo que puedan pervivir los prejuicios.

Desconozco la intrahistoria de la recepción que la ciudad de Murcia le hizo al edificio llamado, paradójicamente, Moneo, pero siempre he tenido la sensación de que parte de la ciudad no ha terminado de asimilar la genial propuesta del arquitecto. Cuando alguien se queja doctamente sobre el anacronismo inverso de esa limpia fachada en esa compleja plaza de Belluga, le he preguntado por qué él mismo no iba con peluca, sombrero de ala ancha, casaca, calzas y zapatos de hebilla cuando pasea por ella, como corresponde a la época en que se terminó el imafronte de la catedral. Tal parece que no se entiende que, por mucho que las formas históricas puedan gustarnos, cada época tiene que dar la respuesta que emane de su núcleo vital. Tampoco es habitual entender que, aún con una mirada estéticamente ingenua, nuestro gusto por las fachadas históricas se basa en nuestro anhelo de relatos. Relatos que, aparentemente, están ausentes en las limpias fachadas de nuestra época. Pero, piénsese que, salvo casos excepcionales, como es el Guggenheim de Bilbao —y ningún otro—, el barroco moderno del metal ha sido rechazado por el gusto popular. Lo que nos llevaría a una situación en la que solamente la breve paleta formada por la arquitectura clásica y el gótico, con sus variantes por exceso o por defecto, constituirían la fuente de nuestro gozo estético en lo que a la arquitectura se refiere. Este gusto nuestro por el relato nos gasta la misma broma en el arte plástico, que solo es aceptado popularmente en su versión figurativa. Lo que contrasta con el placer con el que aceptamos la influencia de la sensibilidad moderna en la decoración, en los utensilios o en nuestras propias prendas de vestir.

El edificio municipal de la plaza Belluga es la respuesta del talento a un problema muy complejo. Respuesta que no se quedó en el simple depósito del edificio en un solar, sino que abarcó a toda la plaza, que fue despejada para que el resto de la arquitectura allí presente luciera desde sus respectivas épocas de aparición sincera. Si el imafronte es una obra genial en su contexto —reconocida inteligentemente por Robert Venturi—, la obra de Moneo lo es en su propio marco intelectual. Y esta verdad mantendrá su vigencia a medida que el tiempo transcurra y la ciudad comprenda, como los niños, que se le ofreció salud intelectual contra una voluntad desinformada.

Pero, Moneo, además, convirtió el Teatro Romano de Cartagena en el centro del interés actual por recuperar la ciudad bajo nuestros pies que arrancó con la paciencia de Pedro San Martín. Interés que es  ya la turbina de todo lo que llegará a medida que los recursos lo permitan. La solución del acceso desde la cota de la plaza del ayuntamiento para llevar a cabo un viaje temporal y físico al esplendor de la Roma augusta es una muestra de talento que, en este caso, la ciudad de Cartagena sí ha aceptado sin polémica, quizá porque la discreción y elegancia de la fachada de la calle Ordoñez no hiere ninguna discutible sensibilidad ciudadana. Polémica que si se dio, sorprendentemente, ante la coronación de la Muralla del Mar de Torres Nadal, o la portada del antiguo cuartel del CIM y actual espléndido edificio de la UPCT, rehabilitado y, sobre todo, liberado de su siniestro carácter originario gracias a José Manuel Chacón. Aunque tengo mis dudas sobre la comprensión popular de la irónica pila de contenedores de cristal que Martin Lejarraga colocó audazmente sobre su «víctima» ecléctica.

Murcia ha tenido algunos fracasos en las soluciones aportadas a lugares predestinados a contener iconos de la ciudad —algunas plazas especialmente—, pero muchos aciertos en la creación de arquitectura moderna culta y propiciadora de serenidad como la de Juan Antonio Molina y otros talentos. Y eso es, precisamente, lo que estas dos obras tan distintas de Moneo aportan: serenidad. Una cualidad que rima con intemporalidad. Por estas dos obras, que son cimas de la arquitectura, Rafael Moneo —al que encontré lúcido intelectualmente y físicamente capaz— debería recibir el reconocimiento de la región por la vía social o académica para no lamentarse después de haber prestado solamente atención oportunista y prematura a deportistas, por muy prometedores que sean.