La actual ministra de Trabajo, Fátima Báñez, dijo en el Parlamento Español que nuestros jóvenes practican la «Movilidad exterior» cuando se van al extranjero a buscar un modo de vida. En su ayuda acudió el actual ministro de Asuntos Exteriores, Alfonso Dastis, diciendo que trabajar en el extranjero «Enriquece, abre la mente y fortalece las habilidades sociales». De este modo, ambos, tratan de suavizar el desperdicio de talento que España lleva a cabo sistemáticamente al abocar a nuestros jóvenes a buscarse la vida en el extranjero, después de gastar recursos en formarlos en nuestras universidades. Esa generosidad de nuestro país es de la misma escala de sinsentido que renunciar al uso del sol como fuente de energía porque, sugiero, «a los españoles nos gustan los retos» . Pues bien, hasta ahora no había tenido ninguna experiencia con esta penosa circunstancia de la historia de nuestro país. Pero la de ayer fue definitiva. Les cuento: en mi ordenador portátil habían desaparecido todas las aplicaciones por una supuesta incompatibilidad con el sistema operativo cuya actualización acababa yo de autorizar. Llame a la tienda en la que lo había comprado y me desviaron al servicio de la marca. Tras las locuciones habituales del tipo «Si desea A pulse 1, etc.» o «Esta conversación será grabada para garantizar la calidad del servicio» y «Todos nuestros operadores están ocupado, en breves semanas le pondremos en comunicación» y tras escuchar la obertura de Nabucco 100 veces finalmente me llegó una voz amiga que decía «Me llamo Carmen, ¿en qué puedo servirle?«. Digo bien, Carmen, no Germania, Eldora o Paraninfa, sino Carmen. Pensé «El azar me ha llevado a tomar contacto con una operadora en España«. La conversación fue, más o menos, así:
- ¿Me dice su nombre para que pueda dirigirme a Usted?
- Antonio
- Dígame, Antonio
- He llevado a cabo una actualización del OS Capitán 10.11 y todas las aplicaciones han desaparecido. Tengo la barra inferior vacía excepto las aplicaciones de Windows Office para Mac.
- ¿Puede navegar por Internet?
- No, han desaparecido también los navegadores incluido Safari
- Apague el ordenador
- Enciéndalo
- Para evitar los silencios yo iba recitando: «Sale la manzana… barra de progreso… umm… pantalla blanca… ¡ya estamos!
- Escoja su usuario
- ¿Está ya en el escritorio?
- Sí
- «Manzanita»
- ?
- Sí, el icono negro de arriba a la izquierda
- Ah! (Desde que un partido político ha corregido a la Real Academia poniendo un sólo signo de admiración, de vez en cuando me ahorro el primero en el más puro estilo brexit)
- Vale, ahora «preferencias de sistema»
- ¡uhu!…
- «Usuarios»
- ¡pss!… (como he dicho, odio los silencios si no estoy viendo al interlocutor)
- «Más» para crear un nuevo usuario
Un cuarto de hora después habíamos comprobado en el nuevo usuario que sí aparecían las aplicaciones. Entonces me descubrió la «biblioteca» oculta en «ir» del menú de «finder«. Allí pudimos copiar las propiedades de las aplicaciones y traspasarlas a la biblioteca de mi usuario habitual. Entonces pude comprobar con alivio que allí estaban de nuevo las aplicaciones. Entre tanto, había aprendido a quitar la electricidad estática en una postura de las manos semejante a la que le costó estropearse las suyas a Schumann para alcanzar teclas más alejadas en su piano.
Completamente satisfecho le doy las gracias a Carmen, que me interrumpe y, saltándose todos los protocolos (ahora entenderán por qué) me pregunta:
- Perdone, Antonio ¿Desde dónde llama?
- Desde mi casa (debió pensar que soy tonto)
- No, de qué parte de España
- ¡Ah!. De Murcia
- ¡LO SABÍA! Dijo con entusiasmo Carmen.
- ¿Qué pasa? Exclamé alarmado. Por un momento pensé que toda la red mundial incluida la NSA, CIA, SFS (antigua KGB) y, tal vez, el CNI, me tenían localizado y se lo habían comunicado a Carmen).
- Nada. Me tranquilizó. Que yo también soy de Murcia.
- ¡Anda! y estás en Madrid, claro
- No, EN GRECIA
- ¿Comorr? (Pensé)
Me explicó que había tenido la necesidad de «Enriquecerse abriendo su mente para fortalecer sus habilidades sociales» y, por eso, había decidido acogerse a la «movilidad exterior«. Pobrecita, estaba tan contenta «enriqueciéndose» que tenía sus oídos alerta para captar una vibración de la voz para encontrarse como en casa. Para que esos fonemas la trasladaran a su patria chica entre instrucción e instrucción informática. Sonaba como si cada llamada fuera una nueva oportunidad de que a un murciano se le hubiera estropeado el ordenador y así poder saborear las «sutilezas» de nuestra peculiar forma de hablar castellano. Así podría desdoblar su cerebro y dejarse llevar por uno de sus hemisferios transportada en las ondas como una figura de Chagall hacia el aroma de un huerto de limoneros o la brisa del Mediterráneo cartagenero. Qué gran papel el mío esa mañana. Me sentí magdalena empapada en té provocando en una joven española el éxtasis del recuerdo:
«… en el mismo instante en que aquel acento, con las aplicaciones del ordenador desvanecidas, tocó mi oído me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió la movilidad exterior en indiferente, sus desastres en inofensivos y su eternidad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor; llenándose de habilidades sociales; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo misma. Dejé de sentirme mediocre, contingente, mortal y en Grecia”
(versión ad hoc del párrafo de En busca del Tiempo Perdido, Marcel Proust, Editorial Alianza, Vol. 1, pág. 62)