Los ocultamientos de la Iglesia acerca del comportamiento de su algunos de sus sacerdotes requiere un análisis que aún no se ha llevado a cabo. Los papas, tanto Benedicto XVI como Francisco, ha acabado escudando la falta de reacción de la institución en que la pedofilia es una práctica aceptada hasta hace relativamente poco. Algo así como «no es tan malo y, en todo caso, no es pecado», como si hubiera una maldad no pecaminosa hecha a medida de la desmesura de estos varones incontinentes con el juicio confundido hasta el punto de perdonarse benévolamente sus atrocidades con niños a su cargo. Ni en el plano humano, ni el plano religioso tiene excusa esta siniestra práctica que tanto dolor ha causado en generaciones enteras de niños en todo el mundo. En ningún caso estas excusas parecen el resultado de una consigna generalizada, pues allí donde surge una denuncia, siempre habrá una autoridad eclesiástica que proferirá alguna excusa. Quizá las declaraciones más torpes las realizó el Obispo de Tenerife que dijo, en una especie de acto fallido: «Puede haber menores que sí lo consientan -refiriéndose a los abusos y, de hecho, los hay. Hay adolescentes de 13 años que son menores y están perfectamente de acuerdo y, además, deseándolo. Incluso si te descuidas te provocan»

Esta vergüenza individual e institucional, que es semejantes a los más grandes actos de mendacidad política, tiene su origen en un instinto de protección corporativa y, me temo, en una convicción del carácter inofensivo de la práctica pedofílica. Como estudiante en un colegio religioso, recuerdo los comentarios que mis compañeros hacían de las acciones de abusos hacia los alumnos internos por parte de algunos religiosos. Nunca supe cuánto de malicia había en aquellos comentarios, pero las repetidas denuncias de jóvenes en las últimas décadas y las sentencias de tribunales en Estados Unidos e Irlanda, además del reconocimiento de la propia iglesia de aquellos casos que ya no se pueden negar, parecen dar la razón a aquellos chascarrillos de mis compañeros. Mi propio hermano me contó del apuro que pasó cuando tuvo que huir de su cama, durante un periodo de internado al sufrir el acoso de un anciano sacerdote.

La pulsión sexual de los varones que está en el origen de la reproducción de la especie no siempre es bien conducida, como muestran los numerosos casos de violaciones que sufren las mujeres, pero si además se suma el mecanismo perverso del celibato, no es de extrañar la situación. Una desdicha que parece probar el hecho de que no se den estos casos en el sacerdocio de versiones del cristianismo en las que no está prohibido el matrimonio. Ha sido tradicionalmente la Iglesia católica la que ha padecido esta epidemia de abusos sexuales a la sombra de los gruesos muros de sus consagrados edificios. Un abuso repetido y lleno de cobardía que hace años que debería haber tenido como resultado una revolución interna de la Iglesia Católica.

Empieza a producir bochorno, tanto a los que «profesamos» la religión católica por tradición cultural, como los que lo hacen por auténtica convicción en sus dogmas y promesas, la cascada de noticias sobre pederastia desvergonzada de los «pastores» de la Iglesia. El asunto tiene ya una envergadura cuantitativa que tiene todos los indicios de haberse convertido en una institución a la que los pedófilos acuden del mismo modo que se infiltran en las actividades deportivas o docentes con jóvenes. Vergüenza que se ha prolongado en el tiempo por la delictiva protección de la jerarquía, que confunde la reputación de la institución con la complicidad. Unos intentos torpes de ocultar la verdad que ha producido un daño tal que han llevado a la proliferación de casos, dada la impunidad reinante. Nunca tanta dignidad impostada ha traicionado principios tan nobles. Si ni siquiera ahora, con los casos de Chile, Estados Unidos e Irlanda, hay una limpieza general de delincuentes con sotana, no sé cuándo ocurrirá. Tampoco sé si los príncipes de la Iglesia son conscientes del daño que hacen con su negligencia culpable a la Fe, a la Esperanza y al papel tan relevante que la Iglesia cumple, en otros órdenes de su actividad, con la Caridad. En fin, una desdicha.

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