El liberalismo, en su versión moderna de neoliberalismo, nos envuelve, tanto en el ámbito propiamente económico como en el terreno personal. Cualquiera habrá oído decir a algún divorciado que «está de nuevo en el mercado«, porque se supone que previamente era propiedad de alguien; qué decir de un deportista que habla de sí mismo como mercancía: «Espero que el Chelsea me venda«, decía recientemente un futbolista. Por tanto, se puede decir que la sociedad ha aceptado las propuestas de fondo del neoliberalismo, que no se conforman con pedir un espacio para el mercado, sino que exige que todo acto humano sea mercantil.

El liberalismo es hijo del empirismo y utilitarismo inglés y del pragmatismo norteamericano. Constituyentes de una forma de ver la vida que todavía se manifiesta hoy en la sorda hostilidad del conservadurismo británico en su relación con Europa. Una hostilidad que tenía fundamento cuando Europa se regía por los postulados de la ilustración pero que, hoy en día, no tiene fundamento dado que las premisas del liberalismo en su versión moderna se han impuesto también en la actual Unión Europea entre los que sostienen la visión trágica de la vida.

El neoliberalismo tiene origen en la reacción de algunos intelectuales a los horrores de la aplicación de teorías políticas colectivistas por Estados criminales, como el comunismo soviético, chino o el camboyano.  Entre ellos, Isaiah Berlin, Robert Nozick y Ludwig Von Mises, un profesor vienés de economía que teorizó sobre el liberalismo en relación con la actividad humana. Su alumno Friedrich Hayek tuvo una gran influencia en la llamada Escuela de Chicago con Milton Friedman como el más conocido representante de la misma. Todo ellos contribuyeron al estado de cosas que trajo a la presidencia de Estados Unidos al actor Ronald Reagan y convirtió a Margaret Thatcher en Primera Ministra del Reino Unido. De hecho, el libro de cabecera de ésta última era «The Constitution of Liberty» de Hayek. En un brochazo grueso se puede decir que, tanto los teóricos del liberalismo como los políticos que aceptaron regir sus países y, más allá la economía mundial, con su postulados han tenido un rotundo éxito. Con más o menos rigor se dice hoy que gobierne quien gobierne el ministro de economía no es necesario sustituirlo porque no introducirá unos criterios distintos a los de su predecesor, al margen de algún gesto para la galería de votantes.

El neoliberalismo teórico postula la privatización de toda acción actualmente gubernamental. Algunos, como el filósofo Nozick propone reducir el Estado al llamado «monopolio de la fuerza». Un estado mínimo para no caer en el anarquismo que, aún siendo la culminación lógica de su enfoque, es rechazado por la perturbación que la delincuencia desatada produciría en el mercado. El neoliberalismo niega la existencia de colectivos supraindividuales. Existe el individuo y nada más. Y, además, no el individuo complejo atravesado por patrones éticos, esperanzas fundadas, sentido de la cooperación y sentimientos compasivos, sino el homus economicus que toma sus decisiones vitales con los mismo criterios que compra un coche: el balance entre lo que gana y pierde con esa decisión.

De esta forma el neoliberalismo va más allá de las meras propuestas de mercado libre para intoxicar todas las relaciones humanas. Parte de la negación de todo colectivo, poniendo el énfasis en la libertad absoluta del individuo sobre cualquier otra consideración. La sociedad deja de ser percibida como algo mayor que uno mismo y que obliga a ciertas concesiones al bien común. Se desmonta el pacto social implícito a los planteamientos de Hobbes, Rousseau y los enciclopedistas . Al cambiar el punto de vista se convierte, con un sólo gesto, a la progresista ilustración en fuente de todos los males por su énfasis en el contrato social, la importancia del Estado distribuidor y el papel primordial de la razón en la gobernanza. Con una propuesta teórica disolvente propone convertir al egoísmo en la pauta.

El neoliberalismo teórico tiene razón en su crítica a los monstruos de la razón que vieron la luz en el siglo XX, trayendo un espesa oscuridad a la humanidad. Tanto el comunismo como el nazismo son la misma cosa para el neoliberalismo, porque ambos ponen el énfasis en el Estado. Un estado Leviatán que se cobra demasiado por su supuesta protección a los individuos. Un Estado que para los neoliberales está incipiente también en las democracias occidentales, por su proteccionismo heredero de las teorías de Keynes aplicadas en los años 30 del siglo XX. Por supuesto que en esta crítica neoliberal figura como argumento fundamental el hecho de que los planteamiento teóricos se traducen en la práctica en acciones políticas abyectas. Unas consecuencias que se quieren evitar preventivamente en las democracias llevando los postulados liberales, más allá del terreno económico, a todos los órdenes de la vida como hicieron sus rivales comunistas o fascistas.

Pues bien, con la misma razón que se acusa a los sistemas colectivistas de que en el corazón de su teoría ya figura el embrión de la tiranía, se puede decir del neoliberalismo que en su plasmación en la vida de las personas ha conseguido la adhesión de la parte más codiciosa de la sociedad, que ha visto en esta teoría de disolución de la sociedad un oportunidad única para eliminar toda traba, no a la creatividad o la espontaneidad individual, sino a la acumulación obscena de riqueza, cuyo mantenimiento provoca prácticas depredadoras insolentes y, en muchos casos, la desgracia generalizada de la gente. Es decir, la visión de unos individuos ocupados solamente de sus intereses, que no pagan impuestos sino que compran servicios de sanidad, educación o infraestructuras, como promesa de total libertad y ausencia total de opresión colectivista, se ha convertido en el dominio del 1% de la población sobre el otro 99% mediante técnicas publicitarias, técnicas de juego y eliminación de leyes protectoras de los abusos. Se podría decir que, en la práctica, se ha reproducido el modo de vida de las grandes mafias en su pretensión de enriquecerse con las debilidades humanas. El neoliberalismo no corrige, sino que alienta en sus seguidores la depredación total del planeta. Sus seguidores más conspicuos destruyen la verdad, cuando conviene a sus ganancias; destruyen el decoro, llamándolo lenguaje políticamente correcto para, a continuación, perder toda vergüenza a la hora de destapar la sentina de sus pensamientos.

Sin embargo, el neoliberalismo acierta en aquello que debía haber sido el campo exclusivo de su teorización: la economía liberal. A pesar de las experiencias de los comunes, no está a la vista una alternativa al capitalismo, como generador de riqueza, pero está completamente equivocado si cree que el liberalismo económico traerá la emancipación del ser humano. El mercado es una herramienta eficaz y tan antigua como la invención del dinero y, aún antes con el trueque. Pero no debe invadir ni el mundo de la cultura, ni el de los sentimientos, ni el de las esperanzas. No es su territorio. La libertad individual gana con la capacidad de elección de mercancías, pero la libertad personal pierde con la generalización del interés egoísta. Nadie niega las pulsiones egoístas del ser humano, resultado de la propia y estructural necesidad de preservación de la vida, pero negar que, incluso el individuo, es consecuencia de un extraordinariamente complejo proceso de cooperación biológica, es negar lo evidente. La sociedad existe, señora Thatcher, y es tan palpable como el cerebro o un riñón. Si se dijera que sólo existen las células de un tejido y se las autorizara para ejecutar cualquier acción al margen del propósito principal del órgano en el que vive y al que sirve, el deterioro sería rápido. Qué acción puede llevar a cabo un individuo sin contar con los demás: ninguna. Desde la elemental relación sexual para la preservación de la especie al 99 % de las acciones que llevamos a cabo cotidianamente, que son imposibles sin que antes de nuestra acción, con el diseño y la planificación, o simultáneamente con la cooperación, alguien participe. Incluso en la satisfacción de necesidades, ni el más misántropo de los individuos puede sobrevivir en su solipsismo. Muy al contrario es necesario perfeccionar la instituciones micro o macro para la solución de los problemas auténticos del ser humano.

De una parte, el colectivismo extremo, que supusieron los regímenes comunistas y fascistas. De otra parte, el liberalismo extremo de los libertarios modernos, que ha supuesto la cooperación con regímenes dictatoriales (Pinochet y Friedman), el endeudamiento de países enteros, la estafa de millones de personas con las burbujas artificiales y el tráfico de activos tóxicos. Además, ninguno de los regímenes ha sabido o querido eliminar la economía subterránea del crimen, con los paraísos fiscales, el tráfico de personas, armas y drogas. Esta constatación nos pone en la situación de eterna búsqueda de ideas para solucionar los gravísimos problemas de la humanidad, entidad que tampoco existe para el neoliberalismo, en su apuesta por enfatizar las diferencias espontáneas. Una prueba de lo falaz de las propuestas extremas que la humanidad ha sufrido es que ninguno de sus defensores aprecia ser víctima de su aplicación (véase el caso de la herencia como contradicción máxima). La experiencia de la humanidad nos dice que ninguna propuesta teórica, que tenga influencia sobre la vida de las personas, debe ser llevada hasta su extremo, si no se quiere caer en la demencia. La coherencia no es un valor. Las propuestas que mantienen al Estado como regulador de la potencia individual para la creación debe contener en su desarrollo patológico un factor fascistoide, pero las propuestas libertarias deben aceptar que su despliegue está haciendo mucho daño. Ambas posiciones tienen aspectos de interés y deben influirse mutuamente. La lucha por la libertad contra el antiguo régimen monárquico, trajo, en nombre del racionalismo, la revolución francesa; el reflujo duró todo el siglo XIX, que fue neo-monárquico y al tiempo un explotador inmisericorde a lomos del capitalismos sin reglas. La reacción comunista y socialista trajo un mecanismo conciliador en el keynesianismo. Pero, al tiempo, creó las condiciones para un nuevo bandazo en el liberalismo extremo que hoy nos gobierna y que casi ha acabado con las fuerzas de compensación de la socialdemocracia. Vaivenes que muestran las carencias de la planificación racional que adora la igualdad y de la liberación de todos los egoísmos que cultiva el fetichismo de la libertad.

La ciencia nos enseña que las teorías son útiles un tiempo porque explican y, sobre todo, favorecen la fabricación de instrumentos de observación que, estando basados en esas teorías, permite su demolición al presentar nuevos hechos contradictorios que favorecen la aparición de nuevas teorías y vuelta a empezar en otro nivel. En el ámbito de los asuntos humanos, las tentativas tienen que ser más prudentes por el efecto letal sobre las personas. Sólo un escéptico entusiasmo permite probar sin dañar. La cooperación es necesaria y la liberación de las capacidades y el talento también. El ser humano necesita un espacio para su maduración, pero si un sistema económico le permite poseer tanto que puede corromper hasta gobiernos enteros (véase el caso de Petrobras en Brasil) o acumular tanta confianza como para engañar a miles de ingenuos accionistas, es que algo va mal en el planteamiento originario.

Tanta experiencia vital acumulada nos da una oportunidad de favorecer mecanismos de creación de riqueza eficaces, basados en la espontaneidad, pero no se puede caer en la ingenuidad de que puedan actuar hasta las últimas consecuencias. Es necesaria la modulación en virtud de los intereses de los seres humanos. El capitalismo es una herramienta, no un modo de ser. La pretensión de eliminación de toda creación humana distinta de las instituciones económicas, no sólo es perjudicial, sino que es vana. No se va a permitir.

La planificación de la compleja sociedad moderna no es posible ni deseable, pero soltar la jauría formada por la ambición, la codicia sin límite, el ejercicio del poder económico a gran escala, que si es posible, tampoco es deseable. Sólo queda la acción intermedia que libera la creatividad pero limita la acumulación irracional de beneficios. De este modo, hay incentivo para la lucha diaria por arriba y una protección humana por debajo. La prevalencia universal del mercado trae sumisión por el lado de la concentración de poder en pocas manos y la prevalencia universal del Estado trae sumisión por la concentración de poder sin mérito en manos de funcionarios. Es claro que la libertad corre tanto peligro en manos de los estatalistas como de los libertarios.

Creo que el colectivismo está ya abandonado y, por tanto, no es un enemigo a batir, pero tengo la impresión de que el neoliberalismo llega tarde, puesto que la enorme eficiencia que ha traído la tecnología y el daño infligido al planeta  hace necesario, no un sistema económico sin bridas que pone gran parte de la riqueza en manos sin mérito (véanse las indemnizaciones a ejecutivos de empresas quebradas), sino una política al servicio del bien común que intervenga a posteriori con firmeza sobre los resultados. Hay que dejar indemne la eficacia del mercado, pero hay que reconducir la riqueza a un lugar seguro para el doble propósito de garantizar una vida digna y las inversiones en conocimiento y tecnología que aborde los problemas que siempre acuciarán a la humanidad.

Los vaivenes ideológicos sobre la producción y reparto de la riqueza han oscilado ostensiblemente. Desde la publicación del Manifiesto Comunista en 1848 (11 años antes del Origen de las Especies de Darwin), los detentadores de los medios de producción han buscado una teoría con potencia suficiente para neutralizar el aroma romántico de este documento. Cuando Hayek publica el Fundamento de la Libertad en 1960 ya llegaba tarde para este combate, porque la economía soviética estaba tocada de muerte por su crueldad y su propio fracaso en atender las necesidades de su población manteniendo, al tiempo, una lunática competencia geoestratégica con el mundo occidental. Hayek llega tarde para combatir el comunismo, pero a tiempo de combatir el Estado del Bienestar cuya razón de ser no era tanto la justicia social, como el escaparate de la vida occidental frente al fracaso económico de la URSS. Por eso el enemigo ya no era el comunismo, sino la socialdemocracia. Es decir, la pretensión de repartir la riqueza en proporciones que los dueños del capital encontraban escandalosa. Hasta los años 80 se gestó el ataque al Estado del Bienestar y desde entonces el proceso desregulador ha sido constante hasta llegar la crisis de 2008, de la que Hayek, ya muerto, ha salido victorioso y Trump es la prueba. Una victoria que llega tarde porque el planeta y la paciencia son los límites de las pretensiones de haber captado la esencia humana en su condición de ser económico.

La socialdemocracia ha dormido estas décadas y ahora se pregunta: qué ha pasado. Claramente, el exceso neoliberal que no ha traído libertad, sino abuso requiere un nuevo viaje del péndulo pero no en el plano en que llegó hasta aquí, sino en otro que tendrá que conformarse a partir de los retos de todo tipo que las muestras de agotamiento ecológico, el crecimiento de la población y la tecnología plantean como un desafío formidable.

Auream quisquis mediocritatem / diligit, tutus caret obsoleti / sordibus tecti, caret invidenda / sobrius aula. (Horacio)

El que se contenta con su dorada medianía / no padece intranquilo las miserias de un techo que se desmorona, / ni habita palacios fastuosos / que provoquen a la envidia.

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