Barbara Hutton decía que quería estar siempre enamorada, y por eso se casó siete veces. Es evidente, para este observador al menos, que estar casado y estar enamorado no es lo mismo. Mucho menos estar casado siete veces, lo que supone, al menos, seis rupturas previas de un amor que podríamos llamar de baja calidad. El amor tiene su propósito biológico, aunque luego los humanos vivimos estos impulsos primarios en la forma que nos es propia, es decir, como sentimientos, del mismo modo que las ondas lumínicas las vemos como colores. Y los sentimientos son la clave del amor, el tema eterno de todas las obras de ficción que el ser humano ha producido. Qué obra de ficción tiene interés si no hay una línea argumental que nos presente los avatares del amor o el desamor. Sin embargo, el amor volátil no es amor. Esta palabra no debe ser utilizada sin riesgo para nombrar la explosión de hormonas que estallan cuando dos cuerpos, más que dos mentes, se atraen. Esta hermosa palabra debe ser reservada para toda una trayectoria que empieza, en efecto, con esa explosión sensual, pero que acaba con un finísimo sentimiento de amor amistoso en el otoño de la vida. Un sentimiento profundo que encierra muchos años de experiencias comunes en todos las dimensiones que la vida depara. Una suma de capas existenciales que van configurando un conocimiento el uno del otro que para sí quisieran los psiquiatras respecto de sus pacientes. Una relación intensa llena de cumbres y valles de la que se acaba disfrutando cuando se acaba comprendiendo qué es ser humano gracias a la experiencia cotidiana con otro. Nada de esto es posible con un sentido hedonista del amor. El amor es la oportunidad de vivir la vida «de cerca«. La vida tal cual, con su corazón auténtico y su fachada, con los ruidos del cuerpo y los aleteos del alma. ¿Y qué mejor broche para la vida, tanto cuando empieza como cuando acaba, que un beso? Pero, ¿son posibles siete besos como este?

Carlos y Lara se casaron el sábado pasado. Lo hicieron en dos etapas: una contractual ante una jueza y otra emocional ante su familia y sus amigos. La primera etapa con su aire de seriedad y seguridad de que el compromiso de las emociones implica, también, el compromiso de las obligaciones para que la unión no sea una frivolidad. La segunda etapa fue otra cosa. En medio de un bosque, entre hadas y duendes, Carlos y Lara nos hicieron vivir un momento mágico en el que la mera feérica presencia de los novios se complementaba con la brillante acción de los oficiantes con sus declaraciones de amistad. Jana, Rafa y Lalo con su elocuencia, franqueza y ternura contribuyeron a la atmósfera que ya habían creado la naturaleza y los amantes. El resultado fue mágico con detalles de modernidad, como la lectura de votos ayudándose de la pantalla de un móvil. El remate fue un beso, pero qué beso, un beso que no era el primero, como antaño se fingía cuando era más importante el estreno del cuerpo que el amor entre los espíritus, pero un beso que tampoco será el último, sino uno especial en una cadena de oro. Un beso que sella ante todos el compromiso de que se sabe que, más allá del goce epidérmico hay un compromiso, una curiosidad mutua y una certeza telúrica de que esto «no ha hecho más que empezar«. Un beso que empieza en las mucosas, pero que se extiende como una onda benéfica por todo el cuerpo y anida en el recuerdo y en la imaginación. No fue un beso, fue el beso. Un beso que supera el de Alfred Eisenstaedt, el de Klimt y, por supuesto, el de Rodin.

 

 

 

 

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