Cuando Spengler escribió su libro La Decadencia de Occidente no podía imaginar hasta qué punto iba a equivocarse “con tanto fundamento”. Sus dos tomos son una exhibición de erudición con conclusiones falsas. Quizá su éxito en su momento se debió a lo estremecedor del título y a la situación europea del momento (1918). Cualquier persona que se hubiera planteado en esa tesitura escribir un libro omniabarcador como ese habría experimentado la necesidad de una conclusión pesimista. Frente a aquella realidad perturbadora de la primera mitad del siglo XX, nuestras cuitas suenan un poco melodramáticas; téngase en cuenta el encadenamiento de los problemas asociados al final del liberalismo salvaje de la economía que relata Polanyi en su libro La Gran Transformación y las estremecedoras soluciones políticas propuestas, todas ellas de una crueldad a una escala nunca vista.
Pero, Occidente no decayó y, tras el fracaso de las soluciones autoritarias que, precisamente Spengler con otros, proponía — de algunos análisis sólo se deduce cirugía cruenta —, llegó una época de capitalismo prudente generador de sistemas de protección social no conocidos que han conseguido llegar, más o menos exhaustos, hasta hoy. Son tantas las variables que influyen sobre el acontecer social que es difícil saber cuáles son decisivas. Pero, podemos comprobar que, tras una crisis de confianza en los activos financieros en 2008, y una pandemia mundial que ha puesto al ralentí a la economía global con parones de la producción medios de más del 10 %, la vida cotidiana en Occidente y la esperanza de solución sanitaria es mucho mejor que en los años anteriores a la II guerra mundial, en que se voló toda esperanza. A lo que se puede añadir que las conmociones sociales actuales se deben en gran medida al profundo cambio tecnológico que Internet ha introducido en las relaciones productivas de los servicios, cuyo equilibrio ha de llegar antes o después. Por eso, no se entiende que se expanda una sensación de acabamiento, fracaso o decadencia. Ya dijo Borges que “Nos han tocado, como a todos los hombres, malos tiempos que vivir”. Una lúcida e irónica forma de llamar quejicas a los pesimistas. No hay desabastecimiento, y sí una enorme capacidad productiva que fabricó billones de mascarillas y va a fabricar miles de millones de vacunas.
Pero claro que hay problemas, algunos clásicos como los desequilibrios en la distribución de la renta, que obligan a acciones públicas y privadas de corrección para paliar la situación de familias y personas concretas a las que los laberintos del reparto del dinero ha dejado en los márgenes. Y, para el conjunto social, es constatable un aumento de la deuda pública que estremece. Lo que nos coloca en una posición muy delicada ante cualquier perturbación que asuste a los prestamistas y dispare los intereses futuros. Pero el problema es universal y necesitará soluciones basadas en la confianza internacional, alterada hoy en términos globales por las formas políticas del egoísmo que consiguen gobernar apelando al miedo frente a los extraños. Una pretensión inútil pues la presión seguirá si no se industrializa África, lo que implica reparto de la renta, pero, en mi opinión, no reparto del bienestar, si somos capaces de controlar nuestra necesidad compulsiva de consumo. Desgraciadamente, todo esto no es una cuestión de voluntad benéfica, porque también existe la voluntad maléfica que exhibe los espectros del racismo, la homofobia o la superioridad del hombre blanco sacados de sus tumbas como eficaces formas de confusión del miedo en la población.
Estos espectros deben ser combatidos desde la razón. Pero no una razón gélida, instrumental y alejada del sentimiento, que se quiso neutralizar con el romanticismo y tuvo las consecuencias conocidas, sino una razón que sienta la vida en el mismo acto en que conoce y reflexiona. Que conoce la realidad y pone su capacidad de formalización a su servicio. Esta razón planifica, pero no se queda fascinada por su resultado proyectual, sino que trata de anticiparlos sobre la vida palpitante de la gente y corrige si no da en la diana. Cuando Spengler creía ver en la fractura de los rompientes de la física clásica y la llegada impetuosa de la física moderna una fuente de decadencia, estaba, por el contrario, siendo testigo, sin advertirlo, del despliegue de la potencia de la razón para penetrar la realidad en su labor de buscar la coherencia entre teoría y resultados de finos experimentos. Una capacidad tan prometedora como destructora que precisa de una fuerte conducción de la acción política para el logro de los fines humanos. De esta lección, que culminó dramáticamente con la bomba Enola Gay, la humanidad debe sacar consecuencias en todas las escalas: desde la geopolítica a los acuerdos para una política educativa a la altura de los tiempos. No es posible un futuro de masas ignorantes de lo que está en juego y de lo que la ciencia pone como instrumentos de corrección. Es necesaria una razón “sentiente”, extrapolando la propuesta de Zubiri más allá de su contexto noológico. Una razón social que vaya más allá de las posibilidades de la Ilustración porque incorpore la emotividad a la formalidad.
Desgraciadamente hoy estamos aún con las brasas del fuego que la codicia prendió en los años noventa del siglo pasado y que, dada la naturaleza cíclica de la aventura humana, tomó la forma de desequilibrio de los pactos sociales de la postguerra. De ahí la paradoja de que, en nuestros días, concurran, en medio de un éxito absoluto de la razón instrumental enunciada en Frankfurt, tres olas amenazadoras, aunque ninguna capaz de producir la decadencia de Occidente que algunos ya les gustaría proclamar: una es la puesta en cuestión de la verdad socialmente consensuada e incorporada en las instituciones del Estado, sacudiéndolas sin prudencia; otra es la infelicidad individual relativa, que tiene como consecuencia que las dirigencia mundial prefiere endeudarse que dar disgustos a los electores; y, la tercera, es el filón que algunos han creído encontrar en las reglas de Goebbels sobre la antes llamada propaganda, y que hoy se ha convertido en un monstruo perturbador de la razón en su función de buen juicio de cada uno y distorsionando la actividad natural de los partidos políticos. Obviamente, transversal a estos problemas palpitantes, está el problema medioambiental, que es la “sorpresa” que la realidad, tan querida por Zubiri, nos da ante nuestra tendencia al idealismo reforzada por la limpieza y casi espiritualidad de los juguetes digitales.
Todo ello considerado, late en nuestra sociedad un sentido de realidad, aún amortiguado pero potente, que debe emerger ante los desafíos. España tiene extraordinarias energías culturales, políticas y económicas en transformación que deben fundar una nueva esperanza, pues las lacras sufridas no nos han desestabilizado. Nuestra estructura social e institucional ha resistido en muy poco tiempo todo tipo de vendavales — políticos, judiciales, económicos y sanitarios . La razón se está imponiendo y nuestra sensibilidad va pareja en la respuesta a las necesidades sociales. No sumemos a los problemas reales un estado depresivo impostado. La confianza no brota de los campos yermos, sino del uso emotivo de la razón.