El lunes me presenté en el mostrador de una operadora de telefonía a la hora que abre el gran almacén en el que está alojada. Quería ir rápido pero sin perder la compostura. Las puertas se abrieron a mi paso, bajé las escaleras, tuve que esperar que un dependiente metiera un carrito en el ascensor (aquí se estableció mi destino). Seguí rápido. «No hay nadie» (pensé). Cruce los estantes de electrónica obsoletas (radios), me lancé hacia la zona de televisiones listas (smart), levanté la mirada con desasosiego y mis peores presagios se materializaron. Delante de mí había un jubilado. ¿Había dormido allí? Desanimado fingí no tener interés en la conversación, pero dos minutos después sabía que venía sin prisa a considerar todas las combinaciones y costes correspondientes de la oferta de televisión, telefonía y ADSL de la compañía. Ofertas, permanencias, cine, series, documentales, porno (yo entendí porno), pero seguramente era el cabreo y lo que dijo  fue «ponlo», es decir, inclúyelo. Una vez que me aseguré de que no había nada que hacer  subí a la planta de deportes y me compré un saco de dormir. El día siguiente yo sería el primero.

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