La Guerra, ese ruido eterno

La guerra llama a la puerta. ¿Hay una música para la guerra o solamente ruido? ¿Qué música será la del este siglo, una vez comprobado que lo que trae de nuevo es banal y lo que hereda del pasado es atroz? Ni siquiera la más provocadora y procaz composición de hip-hop se acerca a la necesidad estética de expresar las consecuencias de la real demencia de gobernantes como Putin; ni de expresar la trituración de la verdad o la monstruosidad de la guerra moderna, en la que los combatientes no mueren porque están ocupados en matar civiles. Creo que es urgente que el gran arte de este siglo abandone la frivolidad a toda orquesta y mire en el pasado para recuperar la seriedad que requiere tanto horror.

Las ciudades símbolo ya no son la sofisticada París o la histórica Roma, sino la perforada Alepo o la, desgraciadamente por perforar, Kiev. Quizá las voces desoladas de la soprano en la tercera sinfonía de Gorecky, coronando el crescendo de la orquesta desde los guturales bajos a los trinos del violín antes de que una nota de arpa le de entrada para que llore todas las muertes que han de venir, sean para que la historia muestre su tozudez en no abandonar la escena, como pretendía un naif Fukuyama. Quizá ha llegado el momento de renegar del lado oscuro de la filosofía de Nietzsche, respetando su lado luminoso. Su pretensión de ensalzar al superhombre es, tras el siglo XX su mayor error. Su odio a la democracia y su fascinación con el ejercicio del poder, aún sublimado, la guerra y la crueldad no puede ser enmascarado por ninguna interpretación benevolente, pues la realidad ruidosa de la maldad debe ser compensada por la melodía eterna de la compasión y el trabajo en común que construye y reconstruye lo que los superhombres destruyen. Curiosamente, le anticipó a Europa que la excitación de Rusia la uniría.

Alex Ross, crítico musical de la conocida revista New Yorker, es el autor de un libro muy celebrado. Su título irónico, “el ruido eterno”, se ocupa de establecer el territorio en el que se ha movido la música en el siglo XX. Ernst Gombrich lamentó en su biografía la trayectoria que tomó el arte en ese siglo, —lo ejemplifica en la desgracia de haber vivido una época en la que se consideró una obra de arte a La Fontaine de Duchamp, que sólo era un vulgar urinario sobre un pedestal—. Ese lamento se extendió también a la música del siglo que, rompiendo con el canon melódico, tomo una deriva en la que pretendía medir la calidad por la ausencia de interés del público en general. Imaginen un chef tanto más satisfecho cuanta menos gente acudiera a su restaurante.

Alex Ross escribió su libro para ayudar a comprender esta época de ruptura absoluta con la música que acabada en Mahler empezaba con Schöenberg una aventura que alejó a algunos melómanos de las salas de concierto. Una aventura que tuvo episodios tan cómicos como la obra 4’ 33” (cuatro minutos y 33 segundos) de John Cage, que pueden disfrutar en https://acortar.link/tFdZ7I. Ni siquiera el carácter sagrado del silencio justificaba esa farsa. Probablemente con el “blanco sobre blanco” de Malevich, La Fontaine ya mencionada, la “merde de artista” de Piero Manzoni y la “habitación vacía” de Martín Creed se estableció la frontera entre el arte genuino y la carcajada cínica que se burla de los incautos.

Para ayudar a desentrañar tanto enredo en el campo de la música, Ross corre el telón de su sala de conciertos y nos da la oportunidad de escuchar obras magistrales producto de ese mirar al vacío de artistas genuinos, geniales como Stravinski, Berg, Gorecky o Britten. Animo a quien no comprenda el arte del siglo XX a entrar en él por la música y la acompañe con el arte plástico epocal. Esa puerta es la que nos abre Alex Ross con su libro. De esta forma se vislumbrará que un siglo con dos guerras mundiales atroces y un holocausto monstruoso, el renacer de las religiones más supersticiosas, el atosigamiento de la publicidad, el ruido de las ciudades y la neurosis generalizada necesitaba una música que, como en la película Psicosis, helara la sangre en las venas. Un siglo que llegó exhausto al año 2000 para entregar su vida al relevo, el siglo XXI, que debía ser el de lo suave, lo digital, la comunicación universal y la prosperidad condicionada al planeta, y, de repente, en apenas veinte años, es ya el siglo de la codicia financiera irresponsable, de la expansión de una enfermedad vírica mortal y, de nuevo, del sufrimiento insoportable de la guerra irracional.

Muy mal

No hay manera de aprovechar la alegría ciudadana por la tregua que la pandemia nos da aparentemente y, así, poder hacer artículos ligeros, alegres o intelectualmente estimulantes. Podríamos bromear, por ejemplo, con la tilde que la familia Feijóo se ha empeñado en ponerle a su apellido, palabra llana donde las haya, pues cuando dos vocales fuertes van juntas no forman diptongo, como bien sabía el padre Feijoo. No, no queda más remedio que escribir sobre lo muy mal que los partidos de confianza constitucional están gestionando el hecho, clon de lo que ocurre en el resto de Europa, de que las circunstancias económicas hayan crispado a la sociedad permitiendo el crecimiento oportunista de partidos de extrema derecha. Ya teníamos bastante con la extrema izquierda, con su perturbadora “neutralidad” en la guerra de Ucrania y su anticipación en la radicalidad queriendo eliminar el “régimen” del 78, como si fuera cambiar de vino. Pues ahora, dos tazas de otro caldo: fin de las autonomías, ignorancia de la violencia sobre la mujer, dificultades a la acción de medios informativos molestos…

Ante este panorama, nuestros políticos, supuestamente moderados, supuestamente inteligentes se han lanzado a la autodestrucción pensando, en el peor de los casos, en sobrevivir y, en el mejor, ganar una dudosa ventaja política sobre el que, en este momento crucial, debería ser su aliado táctico. Por supuesto, ambos tienen razones y rencores que lanzarle al otro como piedras. El PP tiene enfrente a Pedro Sánchez, ese demonio al que los hooligans de la banda de estribor atribuyen no sé qué mérito intelectual llamado “sanchismo”. Un político al que no pueden perdonar, al parecer, aquel tajante “no es no”. No pueden olvidar aquella tozudez, pero sí olvidan que el PSOE supo romperse por dentro para actuar con sensatez y abstenerse para que gobernara Rajoy en 2016. Un PSOE de Sánchez que aprovechó las tropelías que el PP cometió “a título lucrativo” para colarse en la moción de censura instrumental que Rivera —el mayor fiasco de la democracia española— sugirió sin activarla él mismo por miedo al fracaso.

El PP se vengó de Sánchez, cuando debería haber pensado en la demostrada prudencia institucional del PSOE y no en su secretario general. El PSOE se venga ahora del PP poniendo unas condiciones a la investidura de Mañueco en Castilla León que supondrían un terremoto político en, al menos, tres comunidades autónomas. Como no cabe en cabeza política renunciar al poder por sospechoso que sea el socio necesario para conseguirlo, una venganza obligó a Sánchez a asociarse con partidos que ponen en constante estado de inquietud a la sociedad española y la otra venganza obligó al PP en Andalucía y Murcia a relaciones turbias y vergonzantes con Vox. Por eso, ahora, rompiendo el tabú en la derecha, que ya había sido violado en la izquierda, este partido entra en un gobierno. En esta grotesca dramaturgia de venganzas partidistas mutuas, camino de la irrelevancia, al modo francés de los partidos socialista y republicano, hay que despedir a Ciudadanos con una pitada y cajas muy destempladas por su fracaso como partido que podría haber cumplido el papel de depósito de sensatez para, en tiempos tan complejos, centrar y tranquilizar la política nacional.

Todo esto se colorea con la llegada de Alberto Núñez a Génova, sede, por cierto, en la que debería quedarse, pues es supersticioso atribuir al edificio las meigas que solo los humanos invocamos. Una llegada extraña por el proceso que la ha propiciado y extraña por el discurso del recién llegado a la presidencia del Partido Popular. Un discurso sensato que contradice radicalmente a la política recién cancelada a causa de que el propio Casado había violado un código no escrito: las denuncias de corrupción las hacen los otros. Llega jubilosamente con Núñez la política adulta, según él mismo anuncia, señalando así a Casado como lo que era: un aprendiz de ogro que tenía siempre que suplir su pretensión de ferocidad con facundia.

Pero nada de esto tiene mayor importancia al lado del sufrimiento que espera a la derecha moderada con el abrazo de prensa hidráulica de otra derecha, la de Vox, ese partido que, con gran sentido del humor, se autodenomina liberal. Poco a poco, graduado por el mecanismo inexorable, la ultraderecha irá apretando y apretando hasta que, como en aquella película de gánsteres, las órbitas de los ojos busquen otras galaxias. Aquí se esperaría, por el bien de España, el acero templado de Alberto Núñez, alias “Feijóo”, que ya ha empezado sin reflejos sustituyendo acciones por ingenio verbal esperando expectante el desfonde del perro ladrador ante las dentelladas de la gestión real. No hay sentido patriótico en PP y PSOE. De modo que MUY MAL.

Real Murcia-PSG

NOTA.- Este artículo pertenece una serie publicada en el diario La Verdad de Murcia del Grupo Vocento y que continúa hasta el día de la fecha.

ENERO 2022

El Real Murcia se revuelve en las redes de la pobreza como un animal noble y herido sufriendo con el mismo dilema de los políticos de la pandemia: economía o salud. Y todavía nuestros mandamases pueden subir los impuestos y tener economía y salud, pero el Real Murcia no. Caído como un ejecutivo que dado al juego (de eso se trata) llega hasta ser propietario de un banco en el parque del Salitre; con su pelo plateado lleno de grasa, estirado y orgulloso de su procedencia, busca en sus recuerdos cómo salir del aprieto. El Real Murcia sólo tiene su historia y busca un milagro o, mejor, dos.

Uno sería que con los jugadores que puede permitirse subiera categorías hasta hacer rentable que se invierta en él. Y otro el que algunos de los millonarios discretos que habitan en Murcia tuvieran entre sus metas contar con una estatua de bronce en la explanada de la Nueva Condomina. Una estatua como la de José María Muñoz y Bajo de Mengíbar al final del Malecón. Que le quiten al probo de don José María su eterna gloria. Estatua que se repite hasta tres veces por toda la Vega Baja. Fue este señor protagonista por su generosidad en la aún no olvidada riada de Santa Teresa de 1879. Una riada a la altura de los tiempos en que ocurrió. Un centenar de muertos y miles desalojados. Pero, por ser la primera de la que hay imágenes, pronto despertó la compasión de amplias capas de población nacional y, más allá, llegó a interesar a Swann uno de los protagonistas de Marcel Proust en su celebérrima novela “En busca del tiempo perdido”, que, ante un desastre tan asombroso — “catástrofe planetaria”, la llamó Jocelyn Grange—, visita la exposición París-Murcia entre cotilleos en el salón de madame Verdurin.

¿Se imagina ese añorado millonario observando desde sus ojos de bronce a todos los murcianos acercándose agradecidos a la tablilla en la que estaría su nombre y sus méritos? José María Muñoz era extremeño y conquistó toda la Vega Baja. Seguro que le reconforta su fama en la frialdad de su tumba. El millonario que buscamos sería murciano. Un paisano que ahora vive en la tristeza de su anonimato, con dinero sí, mucho, pero aburrido, repitiendo inversiones ya sabidas, sin emoción: un solar aquí, tres edificios allá, acciones en el gas ruso. Una vida anodina de masajista por la mañana, aperitivo cervecero con Beluga, comida con Clio, tardeo con Cristal Rosé y cena a la orilla del mar con una amante que le dobla en lozanía. Vida gris, sin vítores, sin reconocimiento de su arrojo financiero y su osadía empresarial. Vida sin biografía, sin hagiografía, sin elegía, sin panegírico…

No es fácil que a los presidentes de clubes de fútbol le pongan estatuas. Pero los hay, como el primer presidente del Recreativo, el escocés Charles Adams o el recordado Santiago Bernabéu. Todos ellos con grandes méritos, como los que esperan a un presidente que lleve al Real Murcia a donde la historia le espera. Unos méritos que no solo afectarían a la reputación del club, sino que impulsarían la autoestima de los murcianos, el conocimiento universal de la región y, por supuesto, la entrada en los libros de historia, la movilización de la chiquillada, la presencia de las lumbreras del deporte mediático, la construcción de una ciudad deportiva, la revalorización de los terrenos baldíos del entorno, la subida de precios en el Cabezo de Torres… en fin, seguiremos soñando… en Murcia a 1 de enero de 2022.

Posdata1. Hemos sabido que, al leer este artículo, este murciano, añorado antes de ser conocido, se ha caído del Ferrari y ha comprendido su destino, se ha sacudido su traje de Armani, se ha quitado el polvo del Rolex y se relame ya pensando cómo va a ser apreciado, o incluso, amado, reconocido por las calles, vitoreado en los restaurantes, aplaudido en el palco, saludado en el teatro… como un guerrero romano con su toga Picta. Se ha decidido: es el momento de dar el paso y recuperar la gloria del Real Murcia, uno de los pocos clubes españoles con derecho a portar en su nombre la mención a la realeza, gracias a que así lo autorizó el Rey Alfonso XIII en 1923. Si es así, admitiríamos que su estatua estuviera en el extremo opuesto a la de Alfonso X el Sabio, pero, claro, si consigue traer al PSG a Murcia en una semifinal de la Champions.

Posdata2. Este artículo está dedicado a los héroes que en sucesivas oleadas han resistido y resisten en la directiva conscientes de que no hay milagros, sino sólo, y nada menos, que inteligencia y esfuerzo.

Hastío del bien

NOTA.- Este artículo pertenece una serie publicada en el diario La Verdad de Murcia del Grupo Vocento y que continúa hasta el día de la fecha.

SEPTIEMBRE 2021

El aburrimiento es un estado de ánimo del que procuramos huir. La razón, probablemente, resida en que la vida es puro dinamismo incesante y, por eso, nuestra conciencia, nacida en ese vértigo, no se encuentra cómoda ante la monotonía. Todos huimos de compañías que llamamos coloquialmente muermos. También de películas sin acción o novelas que no pueden disimular que son, en realidad, textos de ensayo camuflados. Pero, si esto se entiende con los pequeños acontecimientos que componen nuestra vida cotidiana, es inquietante que nos pase con cuestiones trascendentales, aquellas en las que nos jugamos las cosas de comer. Parece anómalo cansarse de la verdad y preferir la mentira para variar; o cansarse de la belleza y huir al universo de lo feo y lo grotesco. Pero el colmo sería cansarse del bien y lanzarnos a hacernos daño unos a otros.

Antes de quejarnos de esta patología individual o —más peligroso—, de esta patología social, conviene decir que, frente al bien y el mal, sufrimos espejismos, debido, entre otras cosas, a la necesidad que tenemos de contar historias de desgracias antes que historias felices. Raramente un relato escrito o filmado se hace célebre describiendo hechos venturosos. Muy potente tiene que ser la prosa, el verso o el estilo cinematográfico para superar la excesiva dulzura de un relato. Este goce que proporciona el transmitir malas noticias es una especie de mecanismo natural de alerta. Un mecanismo que se vuelve disfuncional en la política porque, literalmente, se inventan los conflictos, con lo que, pase lo que pase en la realidad, se desvía la atención hacia una supuesta mala noticia. Hasta aquí, la política contribuye, en cierto modo, a salir del aburrimiento, una vez que los medios la han convertido en un espectáculo frenético del que nos hacen saber “minuto y resultado”. Pero todo esto se vuelve peligroso cuando se traspasan determinados límites con el propósito de despertar frívolamente la fiera que duerme en cada uno de nosotros con la intención a corto plazo de obtener ventaja política.

Las repúblicas, raramente son sucedidas por repúblicas cuando son aplastadas. En general son sucedidas por largas décadas de algún tipo de tiranía. La república de Weimar y la segunda española son ejemplares en esa desgracia. En la alemana se dieron todas las tensiones que un régimen político puede soportar antes de reventar en una explosión telúrica. En la española ocurrió lo mismo con el añadido cruel de que el fracaso del golpe de estado militar provocó una larga y cruenta guerra. En ambos casos el crimen y la intolerancia eran reales y sólo dioses de la política podrían haber evitado el drama.

Pero, ahora, en la España actual, un país capaz de superar una crisis económica y una crisis sanitaria sin que sus estructuras claves se desguacen, no parece que haya razones para que el horizonte se vuelva negro. Hay el natural disgusto de los que pierden las elecciones, que deberían aprestarse críticamente a esperar su turno sin quemar la casa común. Sin embargo, se advierte una dramatización del ambiente y una perversión de las palabras y las acciones que huelen a azufre. Se percibe un cierto juego morboso de acercar el dedo a las aspas del ventilador, de sacar un pie fuera del borde del acantilado. No sé, un cierto gusto por provocar descargas de adrenalina en las propias venas para que corran por ellas “gotas de sangre jacobina”. Una irresponsabilidad que sólo se explica por el hastío del bien, el aburrimiento de respetarnos y, en definitiva, el cansancio de atender las promesas que nos hicimos hace cuarenta y tres años.

Cautivo y desarmado el ejército del bien, han alcanzado las tropas extremistas sus últimos objetivos: alterar la verdad, enfrentar a cada uno con cada otro. Pero, aunque el bien parece un ideal irrealizable si advertimos las muchas mentirijillas que sirven cada día para evitar un problema conyugal, los muchos gestos de alegría fingida en la vida social o si recordamos las rituales mentiras para engañar —no sé a quién— en una campaña electoral, hay, a pesar de todo, un bien de fondo en el funcionamiento aún renqueante de instituciones bien diseñadas que dan estabilidad a la vida democrática y nos preserva de la locura de volver al estimulante salvajismo. Las instituciones son los artefactos de la ciencia política como un móvil es el artefacto de la ciencia física. ¡Fuera, pues, las manos de ellas! ¡Fuera los pies sucios del suelo de la democracia! Quien gana unas elecciones es ya legítimo hasta que la sociedad lo releve. Quien esté hastiado del bien y necesite emociones que las busque en el vicio y deje a esta república coronada seguir ocupándose de los afanes diarios en paz.

El Mal Menor o el Chernóbil murciano

Ya Homero puso a su héroe Odiseo en trance de escoger entre dos males para aplicar la intuitiva doctrina del mal menor. Se trataba de un estrecho paso marítimo guardado por dos monstruos. Ulises escoge acercarse a Escila, lo que le costaría la vida de seis compañeros, para evitar a Caribdis que acabaría con la vida de todos. El que escoge un mal menor está ya mostrando su determinación pues se decide en vez de quedar paralizado por el miedo o la incapacidad de tomar una decisión. Por otra parte, en la tradición jurídica existe desde que tenemos noticia la doctrina del “Buen Padre de Familia”, ya bajo la forma de la prudencia y la templanza griegas, ya bajo la forma cristalina de nuestro Código Civil que, en sus artículos 1902 y 1903, expone la necesidad de la reparación del daño causado por acción u omisión. Esta doctrina explica que tal responsabilidad de reparación cesa cuando el causante del daño pruebe que empleó toda la diligencia de un “buen padre de familia” para prevenir el daño. Es evidente que aquí la precisión de la ley es sacrificada a la creencia universalmente admitida de que un padre de familia es el ejemplo paradigmático de toda prudencia en cualquier circunstancia. Nadie espera de un padre el abandono de su familia por antinatural. A estos dos referentes, enigmáticos aún para que el lector de este artículo vislumbre su propósito, hay que añadir para más embrollo que en estos tiempos los partidos de derecha moderada se autodenominan como “liberal-conservadores”, como es el caso del que gobierna la región de Murcia desde hace veinticinco años.

Todo esto viene a cuento de que ni el carácter conservador de los gobernantes de nuestra comunidad autónoma, ni la doctrina del buen padre de familia, ni la doctrina del mal menor es suficiente para que un joven dirigente político, que ha demostrado su habilidad para salir de las trampas de segunda mano que la oposición le puso recientemente, sea capaz de hacer frente al problema más grave que tendrá en todos los años de gobierno. ¿Y cual es ese problema? La muerte anunciada del Mar Menor, ese prodigio natural único en España y la laguna salada más extensa de Europa. Muy al contrario, es su condición de liberal económico la que parece librarle de cualquier otra referencia, como ocurría en las cavernas económicas del revivido laissez-faire del siglo XIX.

¡Señor López Miras!, ¿se da cuenta de que lleva camino de ingresar en el museo de la infamia para todos los murcianos, incluidos los que le votan? ¿No se da cuenta de que, si no pasa por encima de los obstáculos reales o ficticios que pueda encontrar en su camino para la misión central de su carrera política, será recordado como el gobernante que acabó con la joya natural de la Región de Murcia? Busque en sus recuerdos de estudiante del Código Civil, lea la Odisea o simplemente abra los ojos a la realidad que ni la negligencia que le atribuye al gobierno central va a paliar. Usted es el supuesto buen padre de familia en este drama ecológico; usted es el que tiene que escoger entre el Escila, ese mal menor que supone restringir proporcionalmente los cultivos agresores y el Caribdis, ese mal mayor de perder la laguna de nuestros recuerdos, de nuestra prosperidad y de nuestros desvaríos urbanísticos. ¿Cómo se puede tener la, digamos, desenvoltura, después de dos largas décadas de gestión sin estorbos de su propio partido, de buscar culpables fuera? Y si los hubiese, —he leído de todo sobre el reparto de competencias entre el gobierno regional y el central—, su condición de murciano y padre de la patria regional —seguro que así se habrá sentido alguna vez en sus sueños— ¿cómo le permite perder la oportunidad de dejar un legado de esta trascendencia? Nadie le va a disputar el mérito, si se salva, aunque intervenga la administración central, pero tampoco nadie podrá evitar el oprobio, si colapsa, aunque usted mismo se ponga a recoger fango con las manos.

Entiendo que su concepto de liberal económico lo empuje a abandonarse al viejo argumento de los puestos de trabajo en la actividad involucrada, pero por ese camino ¿por qué no aterrar el Mar Menor, como se hacía en otras albuferas sin suerte hace un siglo, y así tener más superficie de cultivo? Pero me cuesta más trabajo entender su actitud desde sus fundamentos conservadores. Salvo que su conservadurismo solo alcance a patrimonios económicos o costumbres supuestamente libertinas. Si su política tiene fundamentos intelectuales, más allá de la mera retención del poder y sus atributos, ¿cómo puede ignorar el abismo al que le conduce su parálisis? ¿No se da cuenta de que, si se consuma el desastre, sería responsable del Chernóbil murciano y se le puede hacer muy larga la prórroga que se ha auto concedido forzando el Estatuto de la Región?

Progresistas y conservadores

Una de las ironías más potentes de la actualidad en Occidente es que, los que se ven como progresistas tienen que ir pensando en volverse conservadores para proteger los logros durante la fase de avances sociales, y los conservadores en volverse progresistas para crear un nuevo tipo de vida puesto que no les gustan la «tradiciones» creadas desde la mitad del siglo XX para acá. Así, de una parte, los que hasta ahora se han considerado progresistas debe prepararse para defender sus enormes logros, en vez de perder energías en inventarse «progresos» supuestos como que se retire de las librerías el cuento de Blancanieves porque el príncipe la besa sin permiso. Es decir, es necesario que se conserven los éxitos en materia de costumbres, sanidad, educación y pensiones públicas, tras largos años de lucha social.Por su parte el conservador, vistos los logros sociales evidentes y poderosos conseguidos con el estado social y las leyes establecidas en el mundo entero en materia sexual, económica, educativa y sanitaria, deben volverse «progresistas» para ir hacia otro tipo de sociedad más libertaria y «emocionante» en la que cada individuo se busque la vida y cargue con las consecuencias de sus decisiones. Un mundo progresista con lazaretos y arcas de Noé en los que almacenar a los perdedores de la lucha por la vida. Todo esto es una prueba de la relatividad de los calificativos políticos, como queríamos demostrar (c.q.d).

Peor que una guerra

Se ha dado en establecer un símil entre la pandemia y la guerra. Lo curioso es que quienes rechazan el símil, sospechando que ayuda a un clima en el que los gobernantes pueden aprovechar para imponer restricciones ilegítimas a las libertades, consideran que la comparación es desproporcionada porque una guerra es un asunto más grave. Creo que esto es verdad solamente en las guerras civiles por la doble razón de que la población también es sacrificada y por el sufrimiento de ver el frente pasar por la propia calle, haciendo difícil sustraerse al temor y la desesperación por la muerte a manos de compatriotas. En el resto, claramente, una pandemia es peor que una guerra.

La razón de esa primacía estriba en el mayor número de muertes por año y en creer por error que, como en la guerra, el frente de lucha de la pandemia está lejano — en contenedores de sufrimiento llamados residencias u hospitales—. Este error provoca situaciones de peligrosa indiferencia, pues la población no advierte que aquí, las metafóricas balas son invisibles y pasan cerca de nuestros cuerpos sin silbar procedentes, incluso, del compañero de trinchera.

En efecto, en comparación con las guerras extraterritoriales modernas se manifiesta con claridad la mayor gravedad de una pandemia. Así, véase el caso de las libradas por Estados Unidos en Europa, Corea y Vietnam cuyas bajas totales ya han sido desbordadas la cifra de fallecidos por la Covid-19 en un solo año, que alcanza, en  este momento, la monstruosa cifra de 575.000 muertos. Y si consideramos la de Irak, que tuvo 4.500 bajas, las diferencias son definitivas. Añádase nuestras propias guerras africanas o cubanas en las que las muertes tenían más que ver con las infecciones que con la coincidencia en el espacio-tiempo del cuerpo con una bala. De hecho, en Marruecos cayeron 25.000 soldados y en Cuba murieron 3.000 españoles en combate y 40.000 por enfermedades; pero compárese con nuestras mismas cifras oficiosas del coronavirus, que ya van por los 90.000 fallecidos. De este modo se puede tener una idea de hasta qué punto la realidad puede llegar a contradecir nuestras intuiciones. En el plano económico, de nuevo se impone la enfermedad contagiosa, pues, por ejemplo, la guerra de Irak le costó a Estados Unidos dos billones de dólares, mientras, en el año transcurrido bajo el cetro del coronavirus, se estima ya en el doble. En España no podemos, afortunadamente, hacer comparaciones con episodios bélicos tan recientes, salvo que se quiera incluir “la guerra de Trillo” en Perejil.

Sin embargo, las autoridades de todo el mundo, desde las grandes potencias a las de la región en la que uno vive, han llevado a cabo políticas “poco bélicas” que van, desde el suicidio colectivo impuesto por el irresponsable Bolsonaro —equivalente a ir a la guerra desarmado—, a la ejemplaridad de Corea del Sur, que, para pasmo universal, ha tenido 1.300 fallecidos con 51 millones de habitantes en tres olas de contagios —que es ir a la guerra armado proporcionalmente a su gravedad—. Naturalmente, pasando por todas las situaciones imaginables de decisiones o indecisiones de los políticos al cargo, con sus jueguecitos publicitarios en las instituciones, que, en realidad, dan manotazos despistados en el aire, justo ante de perder el control.

Pero si a estos comportamientos se añade el desconocimiento de la psicología del ciudadano actual —confiado, consumista, desenfadado— con tendencia a pensar supersticiosamente que una buena tarde entre amigos, o con la familia, no puede tener como castigo una infección, es fácil entender porque no se encuentra el coraje político para tomar medidas realmente claras y eficaces como un confinamiento total; que, aunque sea intermitente, permite explotar económicamente los rellanos finales de las olas pandémicas y, así, dar cuartel a la economía y a la ansiedad. Un confinamiento que, cuando la psicosis se extiende, gran parte de la población desea para librarse de la “dura” decisión diaria de renunciar al placer. De ahí los vaivenes verbales de los políticos que oscilan entre “Las medidas están funcionando”, un mantra para cuando la suerte visita al político y “vienen semanas muy duras”, otro mantra que sirve para cuando se ha sido débil. En ambos casos se muestra una actitud a beneficio de inventario.

Apurando el argumento, creo que no se debe comparar una pandemia desbocada con una guerra, porque es peor, y porque exige un grado de conocimiento y una finura de gobierno que hemos echado de menos en estos largos meses y, francamente, ya no la esperamos antes de vacunarnos. Decepción que empezó con quien se acogió primero al símil, que incurrió en una contradicción flagrante, pues una vez “ganada la batalla” en mayo de 2020, nos invitó a tomar copas para celebrarlo, sin dejar a nadie en la garita.

Muerte Covid

Un tema clásico en las grandes desgracias es si mostrar o no el sufrimiento. Los países en guerra suelen ocultar sus caídos. En el caso de la pandemia no hay testimonios, por eso éste artículo es imaginario. Su sensibilidad puede verse afectada, pero a falta de imágenes, descripción.

Abrí dolorosamente los ojos y vi la cara de la enfermera. Me sentía débil y desdichado. Quince días atrás, confiado, cometí un error. Me quité la mascarilla ofreciéndole el rostro a aquel amigo, mientras decía jocoso “¿Me reconoces?” En ese momento el amigo estornudó y sentí los proyectiles virales dándome en la cara. La andanada fue tan potente que cuatro días después ya tenía síntomas. Y el caso es que había pasado ya varios ciclos de sospechas sin que, en ningún caso, acabara pasando nada preocupante. Al principio las molestias eran suaves. Llamé a mi ambulatorio y a los familiares y amigos con los que había tenido contacto desde aquel día que, ahora sé, ya sólo podrían recordar los demás.

La enfermera me dijo “ha llamado su hija”. El pensamiento de mi hija me llevó a que se hicieran presentes mis nietas. Por el cristalino bailaron unas lágrimas que lo enturbiaron todo. Estaba seguro de que iba a conocerlas veinteañeras. Me moví la mascarilla del oxígeno ajustándomela mejor. Qué mala muerte es la asfixia; qué sufrimiento reserva la naturaleza a los que son privados de ese elemento que garantiza la vida. Yo no sabía muy bien qué era el oxígeno. Un compañero de cama me había contado que un tal Lavoisier lo había aplicado, pero acabó en la guillotina. Ya saben ese instrumento de muerte que separa la cabeza del cuerpo haciendo imposible que el oxígeno pase de la boca a los pulmones. No pude evitar una sonrisa ante el disparate macabro. Ya habían pasado tres personas por la cama de al lado. Dos habían salvado la vida, pero mi informante no.

Llevaba tres semanas en la habitación y tras el susto inicial, echaba de menos mi mundo: mis cariños cotidianos, mi despacho, mis libros, mi serenidad. Nunca había estado en un hospital. Mi vida ha sido saludable sin más molestias que rasguños propios de mi pasión deportiva. Una irrefrenable debilidad del ánimo se iba filtrando en mí. Me iba acosando el espanto de poder morir. Creía que estaba preparado, pero la muerte se me presentaba posible, probable, ineludible. Tenía la impresión de que tendría que pasar por un angosto y claustrofóbico orificio para entrar en un túnel que no tenía salida; que una vez en él, simplemente me apagaría sin oxígeno, sin pensamiento, sin recuerdos, sin imaginación; sólo una pesadumbre insoportable.

Tres días después perdí fuerza y la cara del médico me anunció lo que ya me temía: tendría que ir a la UCI. Busqué calma dentro de mi y no encontré nada. Siempre comentaba mis estados de ánimo a mi mujer, que me cogía la mano y me cargaba la batería con palabras suaves pero llenas de energía. Su mano, eso era lo que echaba de menos. Una mano con la que me llegaba a la imaginación su rostro lleno de verdad. Cuarenta años de compañía, de amor sin interés habían construido unos lazos que ahora veía desatarse. Tantas bromas, que ella rechazaba, sobre mi primacía en la muerte no podría compartirlas con ella cuando iba a ser verdad. Siempre me hizo gracia aquella humorada de Jardiel Poncela que le recordaba a los hombres que, paseando con su mujer por el parque, lo hacían del brazo de su viuda. 

En mi delirio empecé a rendirme, estaba rodeado de artefactos electrónicos, tubos de PVC transparentes y perforado mi sistema venoso para dejar paso a todo tipo de sustancias con la intención de salvarme. El médico me miró con ojos escrutadores y yo lo miré con ojos anhelantes. No pude descifrar sus pensamientos. Seguramente él sí leyó mi desesperación. Cerré los ojos y busqué en mi memoria ratos agradables para fingir felicidad. No me duró mucho: una imparable frialdad se fue apoderando de mi. Busqué la mirada de lo que me pareció una enfermera cuyo rostro llevaba la marca de tantas muertes contempladas. Yo había cerrado los ojos de mi abuela después de ver cómo de ellos había huido la vida hacia dentro, como un líquido que cae por un orificio abierto en el fondo de su retina. Nunca supe hacia dónde habría ido su energía. Ahora sabía que pronto mis ojos se filtrarían por el mismo orificio oscuro conectado con lo desconocido. Mi vida no pasó ante mi, ni vi ninguna luz brillante. Creí ver a mi mujer en aquella joven compasiva que me cogió la mano. Solo, qué solo estaba cuando me llegó la muerte.

Viaje al infinito

Decir que “vivo mejor que un rey” sería un buen resumen de lo que suponen los avances de la civilización. La nuestra, en el plano físico, cuenta con una medicina que ha reducido la mortalidad infantil, que previene mediante la vacunación enfermedades terribles, que ejerce la vivisección sin dolor y sin riesgo de infección, que implanta órganos, que embellece apéndices y que palía la miseria de la muerte. En el plano pragmático tiene una depurada ética formal a la que acudir ante los desvaríos morales. En la relación con el planeta ya sabe como afrontar el daño realizado por la industria basada en los combustibles carbonados, aunque esté tardando en activarse. En el plano social ha llegado tan lejos en el propio conocimiento que se entretiene con los dilemas de las fronteras entre valores. En el plano político, después de haber probado dolorosamente todos los sistemas de la lista de Aristóteles —Monarquía, Aristocracia y Democracia—, ha establecidos sistemas híbridos, como la monarquía constitucional o las repúblicas federales, capaces de garantizar la convivencia de forma estable.

Sin embargo, la naturaleza humana nunca se conforma y, así, algunos incapaces de sacar lecciones de la historia echan mano de fracasos históricos como el nazismo alemán y el comunismo soviético para frenar el desarrollo de las sociedades democráticas. Ambas posturas, interesadamente, utilizan el grosero procedimiento de resaltar los defectos de la democracia. Ambos proponen la sujeción de la sociedad a una autoridad indiscutible y cada uno pretende utilizar esa autoridad para sus propios fines. En un caso con fines de depuración racial y en el otro de depuración social. Escuchando a una niña fascista echar la culpa a los judíos y a un joven comunista echar la culpa a la burguesía se pregunta uno qué ha fallado para tamaños desvaríos anacrónicos. El inconformismo de la juventud se encarna en comportamientos viejos y dañinos que nos dejan estupefactos. Ambos se comportan con la soberbia de los que ven bajo el velo de las apariencias la verdad, la αληθεια de Heidegger. Una verdad que los demás, al parecer, desconocemos u ocultamos por cobardía o intereses. Instalados en esa privilegiada situación aspiran a dejar su condición marginal para tomar el poder.

En mi opinión estas actitudes no tienen su origen en una mala educación, sino en el hecho invariante de que la sociedad se divide para equilibrar la defensa de la individualidad y la de la especie. Impulso primitivo que en ellos se muestra en sus versiones extremas. La paradoja está en que las dos visiones acaban convirtiendo al individuo en pieza de un mecanismo al servicio de un ultra poder tiránico. En un caso con una economía de mercado y en el otro con una economía centralizada. Cada una de ellas justifica su existencia en la defensa frente a la posición opuesta. Ejemplo de tiranía individualista relativamente reciente fue el régimen de Pinochet y apunta maneras el régimen húngaro de Orbán; y ejemplo de tiranía colectivista fue el epítome soviético y la caricatura venezolana o norcoreana.

La democracia es el ámbito en el que las versiones moderadas y pragmáticas de esta bifurcación social pactan sacrificar su tendencia a la locura de la coherencia con los extremos de su espectro ideológico, para así llevarnos a una trayectoria equilibrada, aunque zigzagueante. Una actitud que permite una mirada atenta a los problemas que se plantean al conjunto de los habitantes de esta balsa esférica en medio de la oscuridad cósmica. Estos hábiles seres que ha sido capaces de descubrir, más allá del fuego, el grial de la convivencia sin odio y un conocimiento científico que permite dirigir las energías hacia los verdaderos problemas, que son aquellos que resultan fundamentalmente del crecimiento poblacional de todos los colores posibles y el daño ecológico, exigiendo compasión e inteligencia. Dado que estos exabruptos de jóvenes que no saben lo que hacen; jóvenes inconformes con la banalidad del bien, que quieren experimentar las emociones de viajes al infinito, es necesario decirles o, en su caso, imponerles la verdad de que, precisamente, no hay verdad completa, pues es un calidoscopio que precisa de todos nosotros para una efímera vida; que no hay valor excelso que justifique sus pretensiones de muerte y fuego. Que vivan sus pasiones en el mundo de la ficción, que beban la sangre del judío o del burgués en sus pesadillas, pero que al despertar comprendan o finjan comprender que no hay viajes al infinito. Que estamos limitados por los demás y por nuestro propio cuerpo; que toda la pasión reaccionaria o revolucionaria han de dirigirla a la ciencia, al cuidado de los demás y al ejercicio inteligente de la acción política en el marco aburrido y pragmático de la finitud

¿Qué es ser mujer?

El género es una vivencia interna, personal e inmodificable, que nos hace ser hombres, mujeres o personas no binarias, independientemente de nuestra corporalidad o de la educación que recibimos”. Esta declaración de principios de un colectivo de hombres y mujeres transexuales plantea varias cuestiones interesantes. Está claro que no cabe más radicalidad a la hora de plantear la cuestión de aquellas personas que nacen con cuerpos distintos respecto de sus sentimientos vitales. También cabe decir que la solución a la discriminación de los transexuales no puede estar en generalizar la ambigüedad entre una mayoría social que se siente perfectamente a gusto en sus cuerpos. Yo creía que, precisamente por la incomodidad irrefrenable de tener un cuerpo en desacuerdo con sentirse del sexo opuesto, los transexuales lo cambiaban utilizando hormonas y cirugía, convirtiéndose en mujeres u hombres de hecho y derecho. Pero me explican que no, que ahora la posición es ser «mujeres con pene» u «hombres con vagina» porque el cuerpo es un accidente y lo que te hace ser hombre o mujer es la mente; una posición con la que estaría plenamente de acuerdo el cartesianismo.

Este enfoque pone de manifiesto con claridad la convicción de estas personas de que ser mujer u hombre está completamente al margen del cuerpo. Yo siempre he pensado que lo que diferencia a la mujer del hombre tiene su fundamento en el cuerpo y sus exigencias de funcionalidad para la procreación natural. Exigencias que tiene efectos sobre nuestras mentes y conductas marcando las diferencias fundamentales ante la vida. Todo ello sin perjuicio de que los medios anticonceptivos permitan hacer del juego sexual un componente de la felicidad sin necesidad de que haya embarazo. Pero no se puede negar que las diferencias de sexo están en la base de la supervivencia de la especie.

Sin embargo, la separación que desde la transexualidad se plantea entre morfología corporal y la mentalidad femenina o masculina permite preguntarse ¿En qué consiste ser hombre o mujer para que se pueda afirmar tal condición sin contar con el cuerpo y sus poderosos mensajes? Una pregunta que no tiene sentido hacerse si el criterio de clarificación alude a la responsabilidad ante los hijos, la capacidad de gerencia en el trabajo, de luchar en las guerras o vivir con amor y respeto las relaciones mutuas. Razones todas ellas para justificar plenamente la igualdad entre sexos. A lo que añado que del cuerpo del hombre tampoco emana la necesidad de dominio sobre la mujer que se ha ejercido injustamente durante siglos. Luego por ahí no hay que buscar la respuesta.

Si el asunto ha tomado tal carácter que ya hay borradores de ley que van a fijar normas al respecto, es necesario reflexionar sobre en qué consiste ser mujer y ser hombre; pregunta de la que se derivaría una respuesta sobre en qué consiste ser transexual. Sólo quien afirma que se puede ser mujer en cuerpo de hombre o viceversa puede responder a la pregunta clave, pues el que disfruta de armonía en mente y cuerpo no está en condiciones de hacerlo. Me quedo a la espera. Desde luego es una cuestión crucial a la que no le voy a restar ni un gramo de su debido peso, por más que todavía estemos en medio de una calamidad que afecta a hombre, mujeres y transexuales.