Votar en tiempos del caciquismo era una cosa, hacerlo en tiempo del bipartidismo era otra y, desde luego, es muy diferente hacerlo hoy en día con el cromatismo político convertido en un arco iris. El voto antiguo es un voto por una opción en la que el individuo encuentra satisfacción a las tres dimensiones que constituyen al ser humano: la económica, la social y al espiritual. Con la primera busca protección y, si todo va bien, goce extra; con la segunda satisfacción en las peculiaridades del comportamiento, como las preferencias sexuales, la igualdad de oportunidades en educación o de trato según géneros, el derecho a la salud, la libertad de relaciones sentimentales, etc…; con la tercera el derecho a la expresión de las esperanzas personales en formas institucionales, ceremoniales o de culto a un dios o a la naturaleza.

Con el voto en la mano cree estar eligiendo a quien mejor parece que va a defender su versión de esta tres dimensiones. Ese voto, acumulado a los de muchos, que no coinciden con él es todos los extremos, lleva al poder a una opción u otra y, entonces, empieza el drama de las decepciones por esta o aquella decisión de gobierno. Pero ahora no estamos en la fase de las decepciones, sino en la fase de la ilusión o, mejor, del ilusionismo: una mentira por aquí, una media verdad por allá o una exageración por acullá, para que el elector, o se lo crea, o razone de forma práctica pensando «qué más da, lo que me interesa es éste o aquél aspecto de sus promesas» o, más allá, «qué más da, el líder hará lo que su partido diga pues él es un monigote«.

Bueno, veamos, una vez que se ha acabado la fase en la que un partido «ganaba las elecciones» con 160 escaños y el otro partido se allanaba y cambiaba la mentalidad para convertirse en oposición, ha llegado la fase de «ganar no es fundamental, sino gobernar«. Esta nueva situación le da una relevancia al resto de partidos que antes no tenían ya desde la campaña, pues creo que por primera vez un partido importante ofrece alianzas antes de la elecciones, como ha hecho Ciudadanos al PP.

En otros países no sé, pero en el nuestro han acabado con el bipartidismo dos accidentes: la crisis económica y la crisis territorial. Sin ellos, seguiríamos estables en nuestra política. Pero, quizá, lo más relevante es que, una vez que la gente hemos decidido seguir el juego que se nos propone, es necesario, en mi opinión, cambiar la forma del voto. En vez de votar a un sólo partido debería ser posible confeccionar el guiso de la gobernanza repartiendo el voto en proporciones diversas. Así en la papeleta habría un campo para el partido escogido y, al lado, otro para el tanto por cien que se le quiere atribuir al voto emitido. Algunos podrían decir: 75 % al PSOE, 10 % a Podemos, 10 % al PP y 5 % a Cs; otros dirían: 60 % al PP, 20 a Cs y 20 % a Vox. Y así hasta el infinito. Estamos en tiempos de computación y no hay que tenerle miedo a esto. Si, además, le damos escaño al voto en blanco, el panorama sería abigarrado y variopinto.

Como esto no es posible, de momento, creo que tenemos un problema, porque por una de las dimensiones de las que hablaba al principio, se puede entregar el voto entero a una opción descabellada, de los que nos arrepentiremos luego, al ver que eso no completa nuestras aspiraciones. No digamos si lo hacemos seducidos por una hora de parloteo en un debate de éste o aquél. Por eso, mi propuesta es que se vote a opciones ómnibus, como PSOE y PP, cada uno a la suya según el centro de gravedad de su vida. De esta forma se compran antibióticos de amplio espectro, que pueden dar respuesta a muchos problemas a los que las opciones radicales no pueden por la estrechez de su mirada. De la falta de honradez del comportamiento de estos grandes partidos ya hemos visto que saben ocuparse los jueces. Se dirá que es la solución clásica, pero todavía suenan bien Mozart y Haydn ¿no?

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