Filosofía y vida: un combate de metáforas.

Para algunos la filosofía no es un ejercicio académico rígido o riguroso, según puntos de vista, con citas, referencias cruzadas, notas al pie, exhaustivos tesauros, análisis comparados o sesuda hermenéutica. Labores dignas de encomio sobre las que nos elevamos los frescos para mirar lejos. Labores llevadas a cabo por los verdaderos filósofos que constituyen los hitos, las piedras miliares del pensamiento. Es útil apoyarse en esa base inabarcable para, de forma más o menos confusa, tener una cierta visión con la que interpretar la realidad. Una misión imposible si se pretende totalmente coherente, pues la coherencia extrema es demencia. Es, pues, una labor iterativa, aproximativa, prudente; un caminar de gato con sus almohadillas que hace de la pisada menos que un susurro. Lecturas y lecturas, paradas y acelerones, incluso periodos sin combustible tirado en una carretera espiritual desértica y desarbolada.

En esa búsqueda no aparecen verdades, sino certezas. Dos cosas bien diferentes. Una verdad absoluta no sé muy bien lo que es; una certeza, sí: es una idea bien encajada en la trama de las ideas previas, familiares. Pero, como esta visión de nuestras ideas es un tanto relativista, aclaro que solo deben ser aceptadas después de frotarlas, una y otra vez, contra la realidad en forma de experiencias y búsqueda de coherencia y acuerdo. Realidad  observada cuidadosamente, metódicamente; como hacen las ciencias sociales o físicas, que someten a cualquier propuesta al agobiante escrutinio de miles de pares de ojos en cráneos con cerebros muy inteligentes y a la antipática experiencia de rozar nuestras convicciones con las de los demás. Antipática porque el cuerpo reacciona con repugnancia a las ideas nuevas y no digamos a las contrarias, como la porfía política muestra cada día.

Toda la filosofía de todos los tiempos ha tratado de encontrar explicaciones al problema que subyace a nuestras tribulaciones: la inevitabilidad de la muerte o, mejor, como afrontarla dignamente, mientras se vive luchando por un mundo mejor para los que se quedan. Unos, agobiados por el ruido de las opiniones —nos suena, ¿no?—, buscaron un fundamento eterno, inmóvil, inmutable… un sueño —el de Parménides—. En contraste, otros, los sofistas, con una visión que hoy podemos compartir —hablamos de hace dos mil quinientos años—, aceptaron el ruido eterno de la diversidad y la paradójica volatilidad del ser como la realidad en la que vivir. Este realismo, esta mirada directa a la realidad, todavía está presente, en su forma negativa, nombrando a las falsedades con apariencia de verdad como sofismas y, en su forma positiva, nombrando a la sutileza intelectual como sofisticada.

Este realismo sofista fue pendularmente contradicho por el rey de la filosofía, Platón, el joven de anchas espaldas —eso significa literalmente su nombre—. El platonismo, en su cara positiva, permite dirigir la mirada a las creencias que, en lógica o matemáticas se han mostrado más resistentes a los sucesivos cribados intelectuales. Por su parte, el sofismo, cuya última versión es la filosofía posmoderna, permite una mirada a los ojos de la realidad en su sutil evanescencia y en su dura inmanencia. Un enfoque que requiere un valor intelectual pocas veces observado.

Unos, pues, huyen de las tribulaciones de la vida —como luego hicieron dentro de los gruesos muros de los monasterios— y, otros, buscan soluciones al día a día. Curiosamente, dado el carácter ficcional del ser humano, todo se ha convertido en una lucha de metáforas. Unas siguiendo la estela de la metáfora de los ríos que nunca dejan de fluir y fuegos que licúan lo sólido —pongamos que hablamos de Heráclito— y otros, siguiendo la inspiración de la metáfora de la caverna —pongamos que hablamos de Platón—. Una metáfora esta cuyo éxito pedagógico habría que ir discutiendo, pues es una expresión de la huida de la realidad de los personajes que en la penumbra son embaucados por el que regresa de la luz contándoles ficciones en una tradición que aún hace estragos en las almas de millones de incautos. Cuántos falsos profetas han regresado de la “luz” para sacarnos de una supuesta oscuridad —no hay nada más que preguntar a cada religión por los fundadores de las religiones rivales—.

Ya en la época inicial de esta batalla entre metáforas surgieron movimientos pragmáticos que proponían el muy moderno abandono de la lucha para refugiarse en el placer o en uno mismo —Epicuro y, pongamos, Zenón—. Fueron sucedidos por las versiones más platónicas de todas, nacidas, precisamente, en metafóricas cavernas: son las religiones con libro, que proponen una huida de la realidad, como los estoicos o epicúreos, pero ahora hacia otro mundo situado más allá: donde está el refugio último de la esperanza. No es de extrañar su éxito.

Se han necesitado siglos para tener un método de desvelamiento, no de la realidad, sino de nuestra confusión. Una confusión que sólo una pedagogía poderosa y constante puede disolver en cada generación. Y siempre al borde del fracaso cuando de sus abrazos se zafan millones de personas que piensan mágicamente.

La filosofía es, debe ser, para la vida. El resto es desvarío. Si la búsqueda de la verdad absoluta fracasó, tenemos certezas de muy buena calidad gracias a la paciencia de científicos y filósofos y así posibilitar no ser arrollados por la propia estupidez y pereza intelectual y moral. Quizá después se pueda hablar de la apasionante —generadora de pasión— actividad de explicar por qué nos emocionamos ante la belleza.

Jorismós

Este texto se corresponde con el prólogo del libro del mismo título que puede ser adquirido en Amazon. Para más comodidad en la barra lateral del Blog figura una miniatura del libro y el link para acceder directamente. Una alternativa es introducir en el buscador de Amazon la expresión «Filosofía Ingenua» que conduce a los cuatro libros de la serie.

Este libro se inserta en un proyecto más ambicioso que he llamado Filosofía Ingenua. Es el segundo tras el llamado Metafísica Banal,  que fue un intento de encontrar un sentido general a lo que sabemos, desbordando lo que podemos demostrar, pero cerrando la cúpula del conocimiento posible con conjeturas destinadas a la caducidad por exposición a mejores ideas.

Este segundo libro se dedica a caracterizar la multiplicidad de la realidad que no se presenta monolítica, sino fracturada. Fracturas que se despliegan transversalmente a las diferencias entre sus estratos: energía, materia inerte, vida y conciencia, que se incluyen unos a otros. Estratos energético-materiales en todas sus dimensiones, aunque, con cierto despiste, se ha insistido en creer en la existencia de espíritus descarnados. Lo que tiene origen en la silenciosa forma que toman nuestros pensamientos y algunos de sus resultados en forma de sólidas verdades ahistóricas, cuyo origen no es celestial, sino corporal. La realidad tecnológica actual nos da sobradas pruebas de la materialidad de lo intangible y, más allá, de los invisible —véanse los mandos a distancia. Una novedad asombrosa que, quizá tiene sus “antecedentes” en el poder de la mirada de reproche de un padre a la acción de un hijo pequeño —los hijos adultos no son sensibles a estas radiaciones paternas.

Hemos identificado tres grandes grietas (como las denomina la intuición de Mario Benedetti), que derivan en una cuarta por emergencia de una de ellas (la moral) que llamamos jorismós político y se complementa con la grieta más paradójica: el sexo. Las tres grietas son el jorismós, cognitivo, moral y estético. El moral está asociado con un racimo de separaciones menos profundas ontológicamente, pero muy perturbadores en la vida cotidiana, como el jorismós fidelista o el racimo formado por el jorismós ético (del individuo) y el jorismós legal (punitivo), que junto con el jorismós principal o moral forman la familia de jorismós normativo.

Estas grietas no se refieren, como sugiere el poema de Mario Benedetti a la que se puede presentar entre opuestos. Pues éstos son dos caras de una misma cosa en la que convergen como dos de sus rasgos. Así, la hipocresía y la sinceridad son dos grados de la externalidad de los pensamientos; la miseria y la generosidad dos grados del desprendimiento; la estupidez y la inteligencia dos grados de conocimiento de la realidad. El bien y mal son dos grados de la adecuación de la conducta a las necesidades de la vida.

El jorismós cognitivo se produce por nuestra estructura racional de base, que comienza en el proceso de percepción mediante los sentidos, pero es afinado por la razón. El jorismós normativo se plantea en el marco del conflicto entre lo que es y lo que creemos que debe ser, pero en el caso del jorismós moral, hunde sus raíces en la estructura más profunda de la realidad encontrando dos posturas valorativas irreconciliables prima facie. El jorismós estético viene a dar cuenta de cómo nos relacionamos con la naturaleza y la realidad artística que hemos creado por la asombrosa capacidad de convertir el mundo material y sus acontecimientos en cualquier cosa que nos produzca placer sensual e intelectual, cualquier cosa que alimente la creatividad y su más exquisito producto: la esperanza. Un jorismós encabezado por la decisión estética fundamental: la aceptación global de la vida como una gema refulgente pero finita o la degradación de la vida a la condición de tránsito hacia una eternidad beatífica.

El jorismós político, decía, es la expresión del jorismós moral en la acción práctica de actuar en la espesa atmósfera de lucha por decidir como conducir los asuntos humanos. Una espesura de la que surge un fatalismo que, paradójicamente, es la puerta a la esperanza. El fatalismo de descubrir que este jorismós, este abismo entre dos grandes posiciones políticas es indisoluble, pero va asociado a la esperanza de que, si se acepta, se habrá dado el primer paso para encontrar un camino para salir de tanta desesperante lucha por el poder.

No practico el naturalismo, si por él se entiende que mente y cerebro es la misma cosa… No practico el materialismo, si por él se entiende que la materia es el arjé de la realidad… No practico el idealismo, si por él se entiende que el espíritu no necesita a su cuerpo.

Todas nuestras experiencias más sublimes lo son en la palpitante humedad de nuestros órganos, que son capaces de hacernos sentir desde las más groseras sensaciones a los más deliciosos placeres y las más sutiles ideas. Unas características que debemos agradecer a nuestro cuerpo, en vez de pretender vivir sin él… Prueben a hacerlo y verán que desagradable sorpresa.

Este libro se llama “Jorismós” y eso hay que justificarlo. Esta bella palabra griega, “Jorismós” (χωρισμός) que significa “separación” y que yo dramatizo hasta darle el significado de “abismo”, es una palabra que se emplea como hilo de Ariadna en este libro.  Un libro en el que se hace la descripción de los barrancos ontológicos que nos impiden el descanso y la armonía anhelada por el ser humano. El carácter trágico de la vida surge, primero de la existencia de esas simas y, después, del desconocimiento que tenemos de ellas y de las consecuencias de tal ignorancia. Desconocer su naturaleza irreversible es el primer paso para sufrir sus consecuencias de forma cíclica cuando la experiencia acumulada es olvidada por las sucesivas generaciones. 

Jorismós se llamó, primeramente, al abismo que Platón estableció entre las ideas y la vida de sombras en la caverna de su célebre mito. Fue cerrado por Aristóteles al establecer que se pensara la forma unida a la materia y viceversa, pero todavía Plotino intentó cerrarlo de forma metafísica con su propuesta de emanación, al modo de la lava de un volcán. Un intento vano, pues el jorismós original, paradójicamente, no existe. Las ideas son hijas de las mentes, aunque luego reclamen vivir en una realidad material fuera del alcance de la frivolidad, de la charlatanería, de la doxa. Cerrado ese falso jorismós entre un mundo en-sí y un mundo de apariencias, la realidad se cose por ese descosido artificial, pero se agrieta de nuevo ante nuestros ojos por razones más serias y difíciles de revertir.

Metafísica banal

Este texto se corresponde con el prólogo del libro del mismo título que puede ser adquirido en Amazon. Para más comodidad en la barra lateral del Blog figura una miniatura del libro y el link para acceder directamente. Una alternativa es introducir en el buscador de Amazon la expresión «Filosofía Ingenua» que conduce a los cuatro libros de la serie.

Exordio    

Este libro es el primer eslabón de cuatro en los que se recoge un proceso de depuración de muchas páginas pensadas como fruto de una excesiva espontaneidad. Su estructura aforística es un homenaje al pensador que está detrás de muchas de sus diatribas: Nietzsche. Un filósofo no académico que inspira la filosofía de prácticamente todo el siglo XX y colea en el XXI. Personalmente disfruto sus libros tanto como me inquietan. Veo en ellos destellos geniales y prejuicios horrorosos. Pero, como a tantos mejores que yo, ha ayudado a perfilar mis propias e incautas ideas.

Pero este libro no va de Nietzsche, sino de una visión ingenua si se quiere, pero madurada durante mucho tiempo, lo que no es garantía alguna de calidad filosófica. Pero sí es la prueba de la pulsión que mueve al filósofo: la de cerrar, una y otra vez, la cúpula del anhelo de conocimiento sobre nuestra gloria y nuestra miseria, nuestro origen y nuestro destino.

Este libro puede ser llamado o, quizá, tachado de metafísico porque, aunque está débilmente conectado con la ciencia, es una aventura en busca de la coherencia. Es una metafísica naturalista que, al menos a mí, no me deja el sabor acre del nihilismo. Tras la desaparición de la niebla de la antigua metafísica queda el derecho a una mirada lúcida que a nada quiere ofender y menos a la verdad.

Largos años de ejercicio profesional alejado de la filosofía lastra cualquier documento tardío como éste. Ya se me perdonará.

Quizá la verdad más evidente ha pasado desapercibida porque el conocimiento muy a menudo está orientado por el deseo. Esta verdad es que, aceptada la teoría de la evolución y la crítica de segundo grado de Nietzsche, la inteligencia procede de fenómenos no inteligentes, salvo que se considere que inteligencia es la capacidad de acumular experiencia de forma ordenada por la propia necesidad de perseverar en el ser. Esta incomprensión de la naturaleza de la inteligencia hasta nuestros días está en la base de todos los ejercicios de explicar la inteligencia por procesos gratuitos a manos de dioses espectrales.

Esta verdad era inquietante y la voluntad la ocultó para preservarnos del horror a la muerte. Un final demasiado triste para el individuo que experimenta como su impulso más poderoso el de conservación de su ser. Una conservación que, en realidad, es una astucia ontológica que está al servicio de la especie que, así, consigue la energía necesaria para luchar por la vida. Aunque hay que reconocer que el individuo que tiene la fortuna de tener una vida decente es bien pagado con la excitante experiencia única de haber vivido.

La especie humana ha tenido éxito hasta ahora. Y lo ha tenido porque, a pesar de todos los rodeos dados, su razón, generadora de su libertad, se había constituido en la experiencia vital y a pesar de que se extraviaba en la teología y la metafísica por miedo al vértigo de la existencia, resolvía los problemas prácticos que le dieron la capacidad de poblar la Tierra y vencer enfermedades. La especie humana, hija de la naturaleza la ha negado durante demasiado tiempo, incluido el propio cuerpo que hace posible lo que llamamos nuestro espíritu. Ha creado mitos para su confort psicológico y ha creado la filosofía para reposar confundida con la calma de los fenómenos mentales y por el muy físico principio de inercia, que le permitía proclamar que existe el reposo y, más allá, la quietud metafísica.

Afortunadamente el siglo XXI alumbra una vuelta al vértigo heraclitiano porque estamos ya en condiciones de soportarlo. Hemos descubierto el flujo tras los fenómenos y nuestra condición de procesos en marcha componiendo con todos los entes un flujo de cambio incesante que hemos dado en llamar tiempo.

La historia de la filosofía es la del afán del ser humano por encontrar un lugar de reposo ante el vértigo de la vida, ante su permanente cambio y la correspondiente zozobra. Desde Parménides, que afirmaba un ser imperturbable, a Heidegger, que hurgaba en el ente para reposar en el Ser, pasando por mil años de reflexiones en la frontera de la teología para reposar en Dios, todo han sido esfuerzos vanos, pues la realidad se muestra eterna, sí, pero contingente y en incesante cambio. El mismo Spinoza nos dice en su Tratado de la Reforma del Entendimiento:

“…me decidí finalmente a investigar si existiría algo que fuera un bien verdadero y capaz… si existiría algo que, hallado y poseído, me hiciera gozar eternamente de una alegría continua y suprema”

El ser humano está condenado a buscar el reposo, mientras comprueba que su afán no es realizable, que el reposo es movimiento compartido, por lo que hay que acompasar el alma al vértigo, para, así, gozar del reposo en movimiento.

Este libro está escrito por una persona, es decir, por una esencia abierta, como dice Zubiri, un cuerpo animal que habla, piensa, interroga, admira, actúa, juzga y espera. El ser humano sólo encontrará consuelo a su desdicha en el único hogar del universo que le espera: el amor de los suyos y la compasión de los demás en concomitancia con el esfuerzo por contribuir al éxito de la enigmática aventura de la vida. El ser humano, siente, piensa, desea y actúa. La realidad se nos presenta plural, contingente, abierta y con discontinuidades ontológicas, por lo que el ser humano debe crear puentes entre los fragmentos de forma libre si quiere unificar  la realidad sin alterarla y, por tanto, unificarse a sí mismo en un acto de voluntad; su destino está en equilibrar el ser, el deber ser y la sensibilidad en la belleza en un acto creador envolvente y voluntario, con el que acepta y se acepta como realidad intuida tras un largo viaje racional, al cabo del cual todo habrá quedado a la vista, si los eventos cósmicos se lo permiten y no desaparece en medio de una conflagración heraclitiana.

El ser humano mira hacia delante y por el retrovisor, donde tiene que ajustar la mirada de vez en cuando en operaciones hermenéuticas que tienen que ser muy cuidadosas para no caer en la arbitrariedad. Una mirada que, a pesar de ciertos eslabones no hallados, informa de que hay una tendencia a la organización compleja de la que nosotros mismos somos ejemplo. Si tres segmentos dispersos, cuando son dispuestos de determinada forma se nos presentan como un triángulo y todo lo que implica, ¿por qué nos cuesta tanto entender que moléculas organizadas se auto reproduzcan para empezar la larga aventura que condujo al pensamiento y la esperanza? 

Hay cuatro estratos ontológicos: energía, materia, vida e inteligencia en una sola realidad que responde a una pulsión tensa entre la supervivencia individual y la cooperación en la especie. Los seres humanos somos esa realidad palpitante y múltiple resultado de una asombrosa capacidad de coordinación material generadora de vida espiritual con sus intuiciones y razones, todas ellas sorpresas que la realidad regala al animal racional, social, político y moral que somos. Un regalo que no hemos terminado de abrir porque el carácter fugitivo de la vida, en vez de hacernos concentrar la mirada en lo importante, paradójicamente, nos dispersa a la mayoría hacia lo trivial. Trivialidad que supera volando con la voluntad hacia donde ni siquiera el pensamiento metafísico, que congela esencias, llega.

Este libro es, sin proponérselo tataranieto de Spinoza y nieto de Nietzsche, pues cómo evitar hoy pensar desde la radical unidad del cuerpo y la mente, a pesar de siglos previos de lucha por hacer realidad la ficción de un alma caída sobre un despreciable cuerpo mortal. Y cómo evitar hoy pensar desde la más radical inmanencia, en la que todas las maravillas tienen su sitio con la única condición de cumplir las leyes de su constitución. Cómo evitar sentirse privilegiado por ser parte de la aventura cósmica en la que estamos involucrados y sentir en la cara la brisa de la realidad mutante de la que formamos parte por un rato fugaz. Cómo eludir una mirada de cara a nuestra finitud sin desazonarnos y sin renunciar a una moral humana, suficientemente humana que impida la caída en el nihilismo. Quizá sea ese el modo de atender la búsqueda de la “suprema alegría” que proponía Spinoza.

Trece mil millones de años en continuo vértigo desde la última conflagración cósmica y 300.000 años desde la emergencia de la forma más compleja de ser de la que tenemos noticia nos han llevado a la conclusión metafísica más primitiva: “el ser es” o en su versión castiza: “esto es lo que hay”, con su sentido de resignación y, por qué no decirlo, admiración ante una realidad que no necesita justificarse ante nosotros porque somos ella misma. Se trata del triunfo del principio de identidad transitorio, pues, mientras fijamos una esencia ya está en tránsito a otra cosa a una caritativa velocidad compatible con la del proceso de nuestra mente. Lo que tiene su lógica, pues toda lógica nace en la experiencia cristalizada en la memoria genética.

El ser humano no procede de una realidad distinta a la que percibimos con nuestros sentidos, es ella misma y, por tanto, no puede aspirar a explicarse a sí misma conforme a criterios ajenos, sino a aceptarse. El ser humano cree comprender cuando una realidad encaja en la lógica de la que es portador y que no puede explicar; que es a priori, porque la hereda de su especie como potencia formal a activar ante los problemas concretos como una lógica basal. A pesar de todas las neuronas activadas y de todas las sutilezas inventadas, toda nuestra ciencia y toda nuestra filosofía tiene que reconocer que ha hecho un viaje estelar para describir una trayectoria espiritual que lo ha traído de vuelta a casa, a la “casa del ser que es en tránsito”. La novedad está en que, gracias al paciente trabajo de la ciencia se han conocido los mecanismos constitutivos de los entes naturales para así poder generar formas artificiales y lograr una asombrosa capacidad de disfrute y protección humana, que la automatización empieza a hacer posible para que la vida de cualquiera se iguale a la de aquellos que gozaban de ocio (σχολή) en la antigua Grecia. Por cierto, que del término griego para ocio se deriva el nombre de escuela con todas las sorprendentes paradojas derivadas y que algunos se toman al pie de la letra.

En ese largo viaje astral con los pies sobre el mismo suelo, el cambio más importante lo ha protagonizado la conciencia humana al dominar la creación de artefactos modificadores de la realidad, como puede ser un ordenador o los tribunales de justicia. Unos ordenadores que nos permiten sensibilizar lo inanimado y unos tribunales de justicia que son la encarnación de la idea de identidad formal, igualdad y justicia en definitiva (justitia).

Esta capacidad de creación, por modificación de la realidad dada, ha conseguido cambiar para bien y para mal varias esferas concéntricas del planeta Tierra: la litosfera por la construcción de ciudades e infraestructuras; la hidrosfera y la atmósfera para suministro y contaminación y la algosfera por maldad contra los congéneres. También ha llegado a usar el espacio exterior dejando numerosos residuos en órbita. En esta actividad no ha conseguido aún cumplir completamente con el mandato de respeto cosmopolita—un invento estoico, popularizado por el cristianismo—, pero la compasión y la igualdad está formalmente adherida a las instituciones democráticas y también al discurso oficial, donde hasta ahora ha sobrevivido al amparo del a priori kantiano de libertad condicionada por el deber para el cuidado de la especie. Pero esta protección está equilibrada con no menos poderosas corrientes de conciencias egoístas y transgresoras de las más elementales reglas de la misericordia, que responde al interés del individuo generando una cisura que está en el fondo de todos los conflictos.

Si el objetivo del conocimiento es una vida buena para el conjunto social, estamos aún lejos de un pacto cósmico entre las dos visiones en conflicto sobre cómo gestionar la complejidad de nuestra especie, con la sospecha de que no se cierre la cisura nunca, aunque se puedan (deban) lanzar puentes morales y políticos sobre ella.

Por otra parte, nuestra acción tiene una vocación estética, que se experimenta a tamaño natural en la naturaleza y a escala en el arte. Una vocación que es violentada con la desgana que lleva al kitsch. El arte ensaya, una y otra vez, qué combinaciones de la materia (incluida la luz) nos producen placer o un displacer placentero (por seguro). Placeres que son resultado de la activación intencionada, aunque fuera del marco en que nacieron, de nuestras emociones y sentimientos mediante las creaciones del artista. El clasicismo parece indicarnos que algunas obras de arte y arquitectura se sitúan en el centro de gravedad del espectro acotado por los polos de lo que deja de interesarnos o nos molesta. Polos que se mueven entre el gusto por lo suave, melifluo, ñoño, que elude la dureza de la vida y el arte bronco, duro, áspero que nos pone en contacto con la vida en sus aspectos contingentes, inquietantes y sorprendentes.

Una segunda dimensión cruza ortogonalmente este eje y nos presenta con los rasgos de lo que podríamos llamar calidad de la obra representaciones asombrosas de sonidos, cuerpos, rostros y paisajes naturales o urbanos y presentaciones de formas no figurativas que o bien evocan paisajes cósmicos, sueños o, en un extremo de la exploración, la mera presentación de una forma, un sonido o un color puros. Llegando al extremo de proponer de forma provocadora el silencio, la blancura o el vacío como obras de arte. Sin olvidar el poder arrebatador del arte narrativo o poético en todas sus formas que pueden conmovernos hasta provocar, ira, horror o cotas extraordinarias de compasión. Pero también formas de reconciliarnos con nuestra condición de náufragos que a ratos se sienten fuertes y desafían la tormenta y a ratos débiles y movidos por un destino indescifrable. Una actividad artística que no necesita justificación y de la que intentamos rodearnos en la medida de nuestras posibilidades y de la armonía de nuestro gusto con los distintos aspectos de tan extraordinaria oferta que los tiempos digitales ponen a nuestra disposición.

La realidad normativa es la que trata de regular nuestra conducta desde el propio interior del espíritu o desde la atmósfera social y, al límite, nos controla desde la ley como último recurso para la convivencia con aquellos que abandonados a sus deseos violan desde la propiedad a la vida. En este ámbito, siguiendo la estela de Nietzsche, conviene bajar a los sótanos de la valoración para poder entender, sin la furia que lo movía a él, de qué magma surge el fuego que consume a los egoístas y a los altruistas. Creo que el origen no está, como el filósofo pensaba, en una irrefrenable voluntad de poder, por más que el poder sea una dimensión que está presente en todas las dimensiones humanas e inhumanas. Tampoco está el origen en donde lo situó la reacción idealista de Max Scheler o Nicolai Hartmann. Autores que situaron los valores de nuevo en un cielo platónico, lo que es legítimo solamente si se consideran mixtificaciones útiles de la realidad corporal como lo son las verdades lógicas y científicas más resistentes que ocupan el tercer género de materialidad de Gustavo Bueno o el mundo 3 de Karl Popper.

 Desde la fuerza destructora de la naturaleza al crimen exterminador; desde el arroyo cantarín al maltrato machista, la voluntad de poder comparte el espacio con la voluntad de cooperar, de cohesión que incluye la compasión por el semejante. Una voluntad ésta que se da en la naturaleza que conversa cohesionada con el poder del mar o que une a los elementos químicos de forma tal que se necesitan enormes cantidades de energía para revertir la unión; también en la fuerza con la que grupos humanos resisten la tiranía, la arbitrariedad o la crueldad. Una fuerza que Nietzsche despreciaba como actitud borreguil, de “rebaño”, resentida, mientras alababa los aspectos más inhumanos del comportamiento. Las dos voluntades — pulsiones prefiero llamarlas para evitar la evocación de su emergencia solamente en el mundo antrópico—, son componentes de la pulsión de permanencia en el ser: la auténtica expresión del ser de cualquier ente.

Esta división abisal emerge en el ser humano dividiendo a la especie en dos mitades cuyo conflicto se basa principalmente en el desconocimiento de esta realidad que confunden con una locura ideológica pasajera o basada en la mala fe, cuando es una pulsión ontológica llegada desde la profundidad de nuestra compleja naturaleza. He aquí un conflicto cuya naturaleza es insoluble pero no sus consecuencias políticas si somos capaces de, primero, reconocer, y luego salvar con la inteligencia que hemos resuelto un abismo de igual profundidad entre la información de nuestros sentidos y la de la acción de nuestra razón ante los mismos fenómenos. En efecto, la escisión política que se constata en cada proceso de elección de representantes políticos dividiendo a la sociedad en dos mitades prácticamente iguales, se repite en ámbitos tan alejados como el del conocimiento de la realidad entre las teorías fundadas en las intuiciones de los sentidos y las fundadas en la aplicación de conceptos científicos. Y se replica tanto en la relación entre el conocimiento de la naturaleza (el ser) y nuestras acciones regladas (deber ser), como en su negativo entre el poder de la razón y el poder de las pasiones; entre la fría luz de la razón y la valiosa confusión de la sensibilidad, sufrida en las artes en general.

Siempre nostálgicos del fisicismo de los presocráticos ante la exuberancia de la ciencia, debemos saltar hacia los ámbitos fecundos del deber ser salvando las simas (χωρισμός) con el ser. Una escisión estrenada con Platón con el antecedente de Parménides que, con origen en nuestra condición de observadores nacidos de la misma realidad observada, se extiende a prácticamente todos los órdenes de la existencia humana. Pues sin nuestra presencia habría pluralidad, pero no escisión, y la naturaleza seguiría su curso armónico hacia no sabemos donde.

El ser humano es un ejemplo asombroso de unificación de lo plural en la unidad operativa de un yo, entendido al menos como una función de coordinación de la multiplicidad corporal, con todas sus limitaciones. Unidad deseada que quiere paliar el desgarro entre la conciencia y la realidad de la que forma parte por ser parte de un cuerpo observador. Una multiplicidad cognitiva, moral y estética que la mente quiere experimentar como una unidad compacta. Este poder de unificación reside en la esperanza de tender puentes firmes sobre simas irreversibles; sobre cortes consecuencia de la emergencia de la conciencia que, al sentir, conocer y actuar corta la realidad porque la juzga respecto de sus aspiraciones. Un corte ficticio para una realidad inconsciente, pero real para una realidad consciente, como la que nosotros representamos.

En otro orden de ideas, advertimos que, por una extraña razón, no se considera el nivel energético un estrato primario de la realidad —en ontologías recientes como la de Hartmann o Bueno—a pesar de la comprobación de que la materia es energía concentrada y estructurada en pequeños espacios relativos, confirmando que los distintos estratos de la realidad lo son como resultado de la estructuración con creciente complejidad de unidades procedentes del estrato previo. Quizá la explicación sea el carácter huidizo poco aprehensible de la energía concebida como capacidad de acción, lo que añade enigma a la realidad por lo evanescente para nuestra intuición de la energía. Quizá se la imagine como un suelo poco firme para sostener tanta complejidad en competencia con la aparente solidez de la materia. Pero habrá que ir acostumbrándose —la mayoría de nuestras certezas son simplemente resultado de la costumbre, evocando a Hume— a la idea de que toda la realidad está constituida por algo tan supuestamente etéreo como la “capacidad de acción”, una realidad ante la que no podemos cometer el error de despreciarla, pues somos sus descendientes.

La competencia de la ciencia para el dominio operativo de la realidad ha descargado a la filosofía de sus pretensiones de ser filosofía de la naturaleza —son históricos los errores de Hegel al respecto, por ejemplo. Liberación que le permite concentrarse en aquellas cuestiones que más interesan al ser humano: el sentido de la existencia a través de la comprensión, en eterna revisión, de la totalidad figurada que componen todos los estratos de la realidad, de la que vamos sabiendo por la actividad científica. También se la espera en la reflexión sobre los conflictos morales desde la eugenesia a la eutanasia.

Pero no se trata de pensar en un principio (αρχή) precursor que justifique una visión monista, pues la realidad ha podido ser siempre plural, es decir, como mínimo material y energética, sin ser necesario que existiese “previamente” la energía en magnífica soledad sin la compañía de la materia, dado que parece dotada de la vocación de ser materia, de aglomerarse para presentarse como materia ante observadores de cierto tamaño como somos nosotros —tamaño que puede que sea imprescindible para tener conciencia— sin dejar de ser energía. La energía parece conseguir ser materia mediante auto confinamiento (bosón de Higgs) siempre estructurada y creativa en sus distintos niveles de complejidad para su propia perplejidad. Sea como sea, esa energía concentrada en espacios pequeños, grumos de energía, hacen posible las colisiones y las caricias, la individualidad y la complejidad social.

El eje que va de la energía al pensamiento justifica nuestro interés por las formas de ser, que, como indicó precursoramente Aristóteles, se dice de muchas formas, pero no con la candidez de creer que las formas específicas son eternas (sustancias), sino conscientes de que nada tiene la garantía de existencia ni de permanencia. Hemos encontrado en la contingencia moderada un punto de equilibrio entre el optimismo leibniziano y la rigidez y necesidad de las esencias de la vieja metafísica. Así, la energía, los cuerpos, las relaciones entre cuerpos, los pensamientos, las instituciones y las ideas con vocación de eternidad, son dignos de estudio, pero consciente el observador de que su objeto y él mismo son provisionales, aunque se vayan libando verdades más duraderas. Al final del camino de la complejidad están las sociedades administrando la perplejidad del existir mismo, perplejidad que no tiene más respuesta que la eternidad del mundo y su flujo de orientación vacilante.

Este libro es ingenuo porque el autor no tiene herramientas para hacer otra cosa que sobrenadar en superficie. Por eso se confundirán por incompetencia categorías y planos ontológicos, ónticos, éticos o metafísicos. Pido perdón desde este momento. Pero también desde esa ingenuidad se trata de contribuir a aterrar la gran laguna en la que la mayoría de la gente se ahoga por falta de referencias sencillas sobre la abrumadora herencia de reflexiones que la humanidad traspasa acrecentándola en cada generación. Una herencia que se distribuye en dos posiciones básicas: el idealismo y el materialismo. Lo que no sé es en qué proporción es síntoma de cómo se distribuye la esperanza timorata y la esperanza lúcida de una nueva especie, que frente al nietzscheano superhombre que arrolla los valores de la débil moral heredada, retiene lo mejor de ella. Una especie de euantropos fuerte y compasivo a la vez que dé estabilidad a las estructuras supraindividuales que se han de crear para resolver los problemas para la especie. Una montaña de reflexiones y experiencias orientadas o desorientadas en las que se busca un sentido para la vida desde el cielo sutil o la tierra firme. Una montaña de reflexiones tan alta que algunas generaciones repiten los hallazgos previos sin saberlo, merodeando por sus laderas creyendo ser originales.

El idealismo sería la posición que condiciona la realidad al pensamiento y el materialismo la posición que pone como condición del pensamiento la existencia previa de un cuerpo animal y, por supuesto, material. El hecho de que la “factoría” biológica compleja que es nuestro cuerpo, en su labor (Arendt) mantenga activa una conciencia con suficientes grados de libertad como para tomar decisiones con efectos sobre el mundo inmediato en cada momento, es asombroso y tan útil y esperanzador como perturbador en sus desvaríos cuando esta conciencia se hunde en la locura o la depresión. El idealismo siempre estuvo confundido al creer que la conciencia creaba el mundo desde sus conceptos como expresión de su esencia y el materialismo extremo centró su parcial punto de vista en creer que el mundo era totalmente independiente de la conciencia, que era un epifenómeno tan grosero como la segregación de una hormona, pero, en realidad, lo que ocurre es que la conciencia crea su versión del mundo y con ella lo transforma a su alcance hasta adaptarlo a sus deseos. Por eso, hay que postular un ideal-materialismo o un material-idealismo. Porque la gran sorpresa es que la idea reside en las criaturas que se suponía, en el platonismo, que debían ser su copia. Pero, además, la idea no acuña la realidad con sus notas o esencia, sino que es la realidad “material” la que permite a la idea surgir y realizarse, o no.

Este libro es todo él un exordio. La justificación de una búsqueda eterna a la que me incorporo tardíamente. Una búsqueda que movió también, mutatis mutandis, desde el primer pensador sistemático del que se tiene noticia —Tales de Mileto (VI a.C.)— al último que esté escribiendo en su gabinete una tesis densa en estos momentos. Instalado en mi solitud — Hannah Arendt mediante— expongo mi desconcierto y pasión por esta realidad esquiva, pues es imposible construirse una plataforma desde la que contemplar el todo con serenidad de observador absoluto. Gran parte de la historia del pensamiento, incluida la ciencia, ha consistido en encontrar un cuerpo de verdades inconcuso, firme, sólido, indubitable respecto del cual juzgar lo habido, lo que hay y lo por haber. Empresa vana pero empujada por la necesidad de paliar el sufrimiento que surge del miedo a la muerte, la más conspicua expresión del impulso de cualquier forma real a mantenerse en el ser. Todo un esfuerzo buscando la existencia y el reposo, pero por la vía acosmicista de negación de la realidad más perturbadora, representada por la voluntad de Schopenhauer, lo real de Lacan, el ser de Heidegger o lo en-sí de Kant.

Esta búsqueda de la serenidad se lleva a cabo, primero, como principio explicativo de todo lo conocido, después en la inmovilidad del ser, como hace Parménides, más tarde en la inmovilidad de las ideas de Platón; en el motor inmóvil de Aristóteles; el Uno de Plotino, el Dios cristiano y, hoy en día, conscientes de la imposibilidad de negar el mundo y sus perturbaciones, con la Gran Disipación que supone la industria del entretenimiento o las neo religiones supersticiosas. Una solución distinta a la propuesta, de acuerdo con las posibilidades de la época, por cínicos, estoicos y epicúreos, pero con el mismo propósito: dejar de sufrir. Todos ellos intentos de congelar el mundo en una sola idea imperturbable. Paralelamente, y desde el mismo momento, otros pensadores como Heráclito o Protágoras pusieron el acento en la fluidez, en el cambio, ya de los flujos materiales, ya de los flujos de opinión. De esta forma, se abría desde el principio del pensamiento racional una vía al escepticismo sano y al nihilismo insano. Baudelaire (1821-1867) buscó una posición ecléctica y nos dejo dicho que la modernidad es…

“lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”.

Aunque, quizá, le faltó añadir “lo necesario”, para completar la antítesis.

Una búsqueda entre la parálisis de Parménides y la inquietud de Heráclito que iniciaron, tras los grandes sistemas metafísicos de Platón a Aristóteles, los cínicos y los estoicos, pasando por la imperturbabilidad (αταραξία) de los epicúreos, buscando una protección de los avatares de la vida en la apatía emocional o el goce de los placeres. Todas ellas formas de adaptación a las dificultades por la vía de la negación de todo orden en la razón (λογός) o en la naturaleza (φύση).

Estos tres mil años de esfuerzos no han conseguido encontrar apoyos absolutos y más parece que se ha establecido una concepción moderadamente contingente de la realidad, de modo que es tiempo ya de renunciar a lo in —infinito, inmóvil, inmutable— para aprender que lo único firme es lo evanescente o, en otros términos, que lo único necesario es la contingencia. Pero, el proceso de transformación es suficientemente lento en los individuos y suficientemente estable en las especies como para justificar una filosofía y una ciencia de lo que es una realidad con estabilidad suficiente para construir nuevas formas reales.

Vivir consiste, precisamente, en navegar, en aprender el arte de estar en lo movedizo, en convivir con referencias mutantes, para el fluir del mundo desde lo físico a lo mental, sabiendo que solamente queda un lugar en el que reposar: aquel que se mueve con nosotros ya sea en un espacio físico, en el de las creencias o en los sentimientos. Dado que no existe el reposo absoluto, disfrutemos del reposo relativo a sabiendas de que información adicional sobrevenida sobre el mundo nos obligará a un ajuste para asentarnos en un nuevo sistema de referencias. Sentada esta idea de la contingencia universal, la mente humana ha ido generando ciertos conceptos y teorías estables que lo seguirán siendo, en la medida en que el comportamiento del universo siga siendo, él mismo, estable. Quiero decir que, algunos sospechan que ni siquiera las leyes universales encontradas tienen la garantía de su eterna vigencia.

El hilo conductor de la tetralogía a la que pertenece este libro es la separación (χωρισμός), la escisión formal que, en algunos casos es abisal que provoca el ser humano al intervenir con su razón, sus emociones y su sensibilidad en la masa ilimitada de la realidad. Provisionalmente se concluye que las escisiones son trágicamente irreversibles y no pueden ser resueltas por síntesis alguna.  Son el fundamento de los grandes dramas humanos, ya en la ficción de leyenda como la tragedia griega, o en la realidad de la crueldad humana o la fealdad en el arte. División dramática que se completa con las dos posturas posibles ante la finitud. Pluralidad de grandes ámbitos (sensibilidad, conocimiento y moralidad) que se complementa con su propia división categorial como nos enseñan Nicolai Hartmann y Gustavo Bueno.

Una fractura que se ha traducido en los espejismos que sufrimos por nuestra peculiar condición en el marco de la naturaleza. Espejismos que a veces se convierten en abismos entre dos orillas ocupadas por dos mitades de la humanidad inducidas por profundos abismos asentados en nuestra lentamente cambiante naturaleza, ese firme que muchos creen que se puede transformar frívolamente.

Nuestra época, como todas, tiene la impresión de que la vida es decepcionante. Es un error. La vida es todo lo que hay para cada individuo y desperdiciarla es arruinar una oportunidad única, irrepetible. Me sitúo sin paliativos en la creencia de que no hay trascendencia hacia un ser personal y creador, sino una definitiva inmanencia cuyo foco de personalidad acogedora reside en el propio ser humano. Que el día que muera habré apurado todas las oportunidades de haber sido fiel a mi condición de ser humano nacido y crecido en el seno de una tribu compleja, que, si ha sido acogedora para mi fortuna, también me ha hecho sentir toda la gravedad de haber existido. Una fortuna que ha convivido con la desgracia de millones de personas que, a pesar de la capacidad material del desarrollo tecnológico, no han accedido a un nivel de vida soportable o a aquellos a los que la maldad humana ha perseguido, torturado y, en muchos casos, asesinado cruelmente por las aberraciones innatas o generadas socialmente.

La mayoría de los ciudadanos de mi edad en Occidente hemos pertenecido a una generación que heredó tanto sufrimiento de la que le precedió que supo organizarse material y espiritualmente para inventar otra forma de vida más humana, menos intransigente y capaz y, por ello, de no dejarse arrastrar por ninguna bengala lanzada desde alguna cueva irredenta. Desgraciadamente, tal parece que el alma humana se cansa del bien y lo encuentra anodino —el tedio del bien—, por lo que reclama nuevas emociones tras unas décadas de paz.

Quizá, por eso, estos años del final de mi vida, no me sorprende que la actualidad se tiña de intransigencia impaciente reclamando el cumplimiento inmediato de aspiraciones milenaristas o propuestas de regreso a la simpleza del autoritarismo. No es nuevo, de hecho, es explicable por el miedo a la contingencia del que adolecemos, pero es menos perdonable en unas nuevas generaciones que cuenta con tan depurados y veraces relatos del origen de las desgracias y tantos recursos materiales a su disposición. Obviamente, el problema reside en el hecho de que el crecimiento de la población transforma la educación artesanal en una tarea industrial, que, aunque cuenta ya con los medios tecnológicos para realizarse, no ha encontrado aún el modo de evitar que estos mismos medios sean utilizados para distraer e intoxicar las mentes. A lo que no contribuye poco la tendencia entrópica a sustituir el esfuerzo de saber por la placidez de la ignorancia.

Tal parece que el volumen de información atora los canales por los que debería circular los rasgos esenciales de la existencia. Es necesaria una educación en la que se enseñe lo común y se desvele como ineludible lo diferencial.

Es una paradoja que la sociedad no consiga dirigir toda la energía de la juventud hacia la gran aventura del conocimiento y la ambición compasiva. Aristóteles, en el goce del ocio hecho posible por la esclavitud, no advirtió que su convicción de que todos los seres humanos aspiran al conocimiento es cierta pero que, al mismo tiempo, la mayoría no está dispuesta a llevar a cabo el sacrificio necesario para el logro del conocimiento. Efecto inercial que se expresa también en la dificultad para vencer la tendencia a dejarse llevar de las pasiones perjudicando a otros y en la pereza por el buen gusto. Este es el desafío. Desafío que tiene que contar con que toda unidad es aparente y pasajera, por lo que el principio de multiplicidad se impone, pero para retar a su control como hace la propia materia. Principio que está en el origen de todo conflicto agravado con la relatividad de las creencias a que conduce la inevitable multiplicidad de puntos de vista.

La metafísica medieval heredó y desarrolló los contenidos de la Filosofía Primera de Aristóteles y la ontología surgida para ocuparse del Mundo, el Alma y Dios con Wolff. Hoy esos términos nos sirven para nombrar a lo que queda después de que Kant le “prohibiera” a la metafísica muchas de sus fantasías espectrales en el ámbito del conocimiento y le abriera la puerta de nuevo en el ámbito de la moral. Aunque siempre es posible realizar una tarea más sofisticada que, reconociendo los esfuerzos de la escolástica, vea en cada sutileza medieval un intento útil de búsqueda de explicaciones, aunque desviado por el dogma emotivo de la fe, para alcanzar el reposo a las tribulaciones humanas en el seno de unas personas divinas, compasivas, omnipotentes y omniscientes.

Qué duda cabe que el anhelado reposo lo vamos a alcanzar, si se acepta que la muerte es descanso. Otra cosa es el espectral Juicio Final con su justicia universal añadida. Pero la necesidad de Aristóteles de cerrar el círculo con el dios (Θεός)que movía desde su inmovilidad, tiene su contrapartida en ese dios de la teología medieval que pone a la naturaleza y a nuestra razón en un relato con principio y final. Un relato que, en realidad, es un ciclo o casi un epiciclo del gran ciclo universal de repetición formal —no material, como puede que lo concibiera Nietzsche en alguna de sus versiones.

No se puede negar la fuerza del teísmo que inventó Moisés, ese agnostos theos de los griegos que, como la materia ontológica general de Gustavo Bueno sirve de cierre a lo desconocido. Pero no hay ninguna razón para que sigamos aceptando ese sucedáneo emotivo que perfeccionó Pablo de Tarso. Quizá una expresión de esa rebeldía sería dejar de usar la expresión “ateo”, que no deja de tomar como referencia para definirse a una ficción. Habría que encontrar una palabra para nombrar la actitud de los que no negamos, sino que afirmamos el ser tal y como se nos da. ¿Tal vez “ontoístas”? se abre la puja.

En todas las épocas alienta en nosotros la impaciencia de crear un cuerpo coherente de conocimiento que dé cuenta de la totalidad de lo conocido. En esa búsqueda, quizá el concepto más oscuro es el del fondo trascendental desde el que distintas filosofías han fundamentado nuestra capacidad de conocer. Creo que la aclaración definitiva de esa oscuridad resulta de la aceptación del carácter tautológico y relativo de la realidad. No debe sorprendernos la capacidad de conocer de forma razonablemente eficaz de nuestra mente, si consideramos que ella misma es y está rodeada e impregnada de realidad. Real es ella y real son los entes que la rodean.

Más allá del círculo interpretativo que proporciona el motor inmóvil de Aristóteles, más allá del que proporciona la teología y su servidora la metafísica, más allá del apriorismo Kantiano, que deja en el aire su fundamento trascendental y más allá del suelo vital de Nietzsche, está el dinamismo de la realidad toda, desde su arjé energético-matérico que no puede dejar de expresarse, incluso en la complejidad holística del ser humano. El único modo de reposar en un suelo firme es no reposar en ningún suelo. Es decir, aceptar el carácter tauto-ontológico de la realidad. Toda explicación es aceptación.  Toda la sutil trama de leyes, principios, teoremas descansan al final en los axiomas que son la metáfora de la aceptación de que la realidad es como es, frase en la que resuena esa intuición primera de Parménides: “el ser es”. En el ser humano todo es nuevo respecto de lo que comparte con el resto de la realidad y, al tiempo, en esa novedad se expresa el eco de todos los estratos que lo constituyen de forma histórica y actual, presente.

La pretensión orteguiana de que “el hombre no tiene naturaleza, sino historia”, es brillante, sugestiva, pero falsa. Otra cosa es en qué umbral situamos esa naturaleza a partir del cual empieza la conformación histórica y social del ser humano. Por supuesto que hay una naturaleza y es muy conveniente saber en qué punto y para que aspectos de la vida traspasa su poder al medioambiente cultural. Transgredir los límites de la naturaleza en base a su “inexistencia” tiene un alto coste.

Este libro se escribe sobretodo por hambre. Hambre fáustica estimulada por el misterio de la existencia de todo y de cada parte, de lo inerte y lo emotivo, de las peripecias individuales y la gran historia de la aventura de la realidad que nos es dada. Este libro se escribe en medio de la dificultad que supone un proceso en el que una fracción de la realidad (nuestro cuerpo) interactúa con el resto de la realidad. Este no es un libro erudito, pero tampoco es un libro adanista, pues todo lo que aquí se diga interesante proviene de la tradición filosófica o científica que ha estado a mi alcance. Tradición inmediata que incluye la tradición remota en ese abrazo con el que toda reflexión envuelve críticamente a la que le precede.

No se puede traicionar la necesidad profunda que tenemos los seres humanos de explicar lo inexplicable: la existencia misma. Si a eso se le llama metafísica, sea. Quizá la razón esté en que comprender es aceptar. Por eso este es mi relato “a la luz de una hoguera” (Descartes) de un viaje “sobre hombros de gigantes” (Newton). No lo he entendido todo, pero aquí está todo lo que he entendido. Lo que falte es culpa mía, pero si a alguien le sirve como piedra miliar para medir su propio camino me daré por satisfecho. Este texto se escribe, también, para reivindicar la filosofía más allá del parloteo social y más acá de la rigidez académica. Tiene el formato aforístico por su comodidad y en homenaje a dos grandes, más allá de sus pecados: Nietzsche y Wittgenstein.


[1] Este libro no tiene citas precisas, ni notas a pie de página (excepto dos), pero todo lo que le resulte de interés al lector lo tiene a un clic en Google y si quiere más compre libros o matricúlese en la facultad de filosofía donde hay mucho talento y, asombrosamente, pocos alumnos.

Sobre la esencia. Xavier Zubiri. Reseña (28)

Siempre he tenido a Zubiri (1898-1983) en la recámara. Sólo sabía de él que era muy respetado, que había escrito una trilogía llamada Razón Sentiente y que algún día me tropezaría con él. Y así ha sido. Ha llegado con naturalidad en el punto en que he parado provisionalmente mi relectura de la Historia de la Filosofía de Frederick Copleston en Duns Scoto, justo antes de comenzar la disolución de todas las certezas escolásticas con William Ockham y lo que vino después. Una historia estudiada por deber durante la carrera y devorada con placer ahora. De Xavier Zubiri me llegaba el aroma de esos intelectuales duros en el concepto y blandos en sus actitudes políticas. Algo así como Pedro Laín Entralgo, Manuel García Morente, Julián Marías o el propio José Ortega y Gasset. Intelectuales católicos a los que su fe los expulsaba de toda relación con el marxismo o el socialismo, pero que no experimentaban suficiente incomodidad con el fascismo como para exiliarse. Algunos como Zubiri, empezaron siendo sacerdotes y otros, como García Morente lo fueron al final. Por eso, en ellos el ejercicio intelectual está, como en el medievo, tensionado por el dogma. Pero hay grados y grados de condicionamiento. En el caso de Zubiri la vocación filosófica es tan fuerte que se puede decir que Dios como concepto no la estorbó. Además Zubiri renunció a su cátedra en Barcelona para ganarse la vida con cursos privados (como Kojeve), para cuya autorización se le impuso la condición de que no podía aceptar mujeres en ellos. Por este gesto perdió contacto con el mundo académico, pero lo dotó de discípulos de gran nivel.

Zubiri es un filósofo clásico en el sentido de que se interesó por los problemas clásicos de la filosofía como la esencia, el tiempo o el conocimiento. Pero lo hizo en un momento de la historia en que los acontecimientos parecían llamar a otro tipo de reflexiones. En sus escritos principales no se tocan ni tangencialmente el horror de las guerras mundiales, ni la guerra civil, ni ninguno de los terribles problemas que la humanidad enfrentó en los años en los que él empezaba a delinear su filosofía. Él, al contrario que Ortega, nunca aterrizó en el devenir social y político. Se mantuvo al margen, quizá en la convicción de que el tiempo le perdonaría su frialdad si era capaz de hacer buena filosofía. Con España sangrando y Europa descuartizada, sus preocupación con la situación intelectual se reducía a estratos filosóficos profundos en su relación con la ciencia moderna y la verdad. En esa época muchos intelectuales también escribieron obras importantes en medio de la batalla universal. Karl Popper escribió La sociedad abierta y sus enemigos, Friedrich Hayek escribió Teoría pura del capital y Camino de servidumbre, Karl Polanyi su La gran transformación o Schumpeter su Capitalismo, socialismo y democracia. Seas como sea, el interés filosófico de Zubiri es innegable y que cada unos soporte su biografía.

Su primer libro realmente filosófico fue Sobre la esencia, un concepto para el que necesitó quinientas páginas de sutiles disquisiciones metafísicas con las que aclarar el concepto. En él está ya delineada su concepción de la realidad y su obra de madurez sobre la razón sentiente. Sobre la esencia se publicó en 1963, veintiún años después de su libro de ensayos Naturaleza, Historia, Dios. Es su primera obra sistemática y un homenaje indirecto a la escolástica por su forma. El libro va construyendo en sucesivas volutas espirales un concepto de esencia y, al tiempo, de realidad tras discusiones con la tradición desde Aristóteles a Heidegger, pasando por Descartes, Kant o Husserl.

Como el libro es denso y laberíntico hago un resumen que espero que sea significativo sobre su resultado en los concerniente a su razón de ser: la esencia.

Zubiri explora el concepto de esencia tras una larga investigación sobre la realidad. Nos dice que la realidad se presenta sin más explicaciones ante el ser humano, que siendo real él mismo, lo es de una manera peculiar: como estructura abierta a esa realidad. La realidad es «de suyo» y punto. A la realidad hay que aceptarla tal cual es; violentarla es inútil porque unos entes sustituirán a los caídos. Además la realidad actualizada (realizada) en entes es finita y tiene caducidad intrínseca. La realidad es trascendental, es decir, fundamento de todo lo demás, la realidad es actualizada en el ser de las cosas concretas, que llamamos entes. De estos entes, y de la misma realidad, en nuestra hambre fáustica, queremos saberlo todo y, para ello, en el pasado, se pensó que el punto de partida era la sustancia, como forma labrada por la naturaleza en la materia, que era portadora de accidentes (cualidades transitorias). En el plano lógico, se pensaba que para conocer la sustancia como sujeto de predicados (características) bastaba con una definición en términos de la pareja género-especie. También se creyó, en época de delirios, que la realidad era creada por la mente con sus conceptos, o que el concepto objetivo construido por la mente a partir de los datos de los sentidos contenía la realidad en toda su profundidad. Contra estas posturas, Zubiri sitúa a la realidad en un plano trascendental, fundacional cuya indeterminación es resuelta por la esencia que está (es) en la cosa real y permite la aprehensión formal de esa realidad dotando a la realidad de «talidad» (individualidad, idiosincrasia) y desvelando su estructura sustantiva como sistema unitario y constitutivo compuesto de notas o rasgos esenciales portadores de toda la realidad formal que el conocimiento epocal permite. Es un concepto humilde del modo y éxito de la aprehensión sensible que la inteligencia hace de las cosas. La realidad es el trascendental que se aplica a cualquier ente que constituye un cosmos como conjunto de entes dotados de individualidad (talidad) capaces, al tiempo, de relacionarse con otros entes (respectividad). Y también constituye un mundo como realidad antes de ser determinada en su plano trascendental. La esencia muestra la perfección, estabilidad y duración intrínseca de lo real que tiene origen en la riqueza de sus rasgos, la firmeza de su estructura y su radical estar siendo delante de nuestros ojos. La «esencia» de lo hecho por Zubiri en este libro consiste en haber trasladado la esencia a la cosa, desde los idealismos modernos, como hizo Aristóteles respecto de Platón, pero adaptando su estructura a las muchas formas de ser esencia que la ciencia moderna ha desvelado. La sustantividad de la realidad como el sistema de notas físicas de las cosas es captadas formalmente en la esencia. Y lo más provocador para acabar: «la existencia y la aptitud para existir son momentos de algo ya real«, es decir, la realidad y su esencia son anteriores a la existencia. Lo entiendo como que la realidad es un fondo del que los entes vienen a la existencia (y la abandonan). La esencia de la realidad late en el ente real y se formaliza en el concepto.

RESEÑA

Contra la fenomenología

Empieza discutiendo a Husserl su «técnica» epistemológica que resume en la construcción de una «conciencia-de» y, por tanto, intencional, ante el correlato con la realidad depurada, esencial, que se presenta como sentido, como lo que da sentido a la intención de la conciencia. Este sentido es irreductible a la realidad de hecho, de la que Husserl huye. Se produce, pues, un encuentro entre conciencia y sentido, como objeto ideal, un «eidos» dice Zubiri. La conciencia reduce la realidad y constituye un saber absoluto. De esta forma para Husserl la esencia es «una unidad eidética de sentido«. Husserl lleva a cabo un nuevo intento, fallido desde el punto de vista de Zubiri, de llegar al fondo de las cosas encontrando su esencia en la conciencia como refugio de toda contingencia como fundamento de su posibilidad. Como busca lo apodíctico se deja la realidad fuera. Se incluye así en la tradición del miedo a lo «efímero, lo fugitivo y contingente» que comienza en Parménides y llega por la vías cartesiana hasta él. Zubiri le rebate el método negando que ser «conciencia-de» sea «ser-intención-de», pues considera que la conciencia lo que hace es actualizar, «revivir» su objeto, que, a su vez, no es sentido para la conciencia, sino realidad palpitante inteligida y sentida. El sentido surge en la conciencia ante el objeto, pero no es su esencia, no es en lo que la esencia consiste. Empieza así, Zubiri, su ataque a toda versión idealista de la esencia, a la que él coloca, desde el principio en la cosa física misma. Tan es así, que la esencia regula el compartimiento de la cosa de la que es esencia, hasta el punto de que si es violentada físicamente, la cosa misma se violenta y se hace imposible su pervivencia. De esta forma la estructura de la realidad captada en la esencia protege a la cosa de ser pura contingencia, pues su negación requiere violar las leyes que la constituyen con los mismos medios reales. No es posible desatender los rasgos constitutivos de un ser mineral, vegetal o animal sin destruirlo. No es posible una esencia al margen de la real realidad. La esencia no tiene ser por sí misma, «La esencia no es ente, sino sólo un momento del ente único que es la cosa real«. La inteligencia, si capta la esencia de algo (de un árbol a la hormiga que lo transita o de un quasar a un átomo), está captando su realidad misma. Por eso, la esencia de algo es un momento de ese algo, tan íntimo que se puede decir que es esa misma realidad formalmente considerada. Pero la esencia es histórica pues el carácter insondable de la realidad pone a disposición del conocimiento su esencia construída costosamente con fragmentos. Husserl al pretender encontrar un esencia «para siempre» se quedó con las manos vacías.

Contra Hegel

Combate también Zubiri con la idea de esencia como concepto formal que es capaz de construir la realidad, el ser. El principal representante de esta perspectiva es Hegel, después de Berkeley y malinterpretando la objetividad de Kant. Es sabida la postura de Hegel de que «todo el ser de la cosa real en cuanto real le está conferido por la concepción formal de la razón«, parafrasea Zubiri y que «ser es pensar«, dice Hegel. Un enfoque que entiende la finitud como un «todavía no», un no haber cumplido con el concepto en el que está todo lo que tiene que ser un ente. Hegel incurre en su especulación en el «repudio del ser», pues considera al ser, que todas las cosas comparten, la nada absoluta, la indiferencia de lo mostrenco, de lo que es compartido por todos. Es la negatividad absoluta que, habiendo captado el movimiento de lo real, lo repudia por fugitivo y traslada su interés a un supuesto final de los tiempos, a una parusía del concepto, provocando la pérdida de todo interés por la realidad mutante. Por eso los rasgos – las notas llama Zubiri – de la realidad son inesenciales para Hegel, que sitúa a la esencia más allá del ser y la convierte en pura negatividad, negación del ser. De esta forma la esencia, en tanto que notas de la realidad ante mí no es más que pura formalidad, pura apariencia. Las cosas existen como apariencias que ya estaban en el concepto como esencia. Este concepto de la esencia obliga a la existencia de una inteligencia infinita capaz de contener toda la realidad. Zubiri ataca esta pretensión atacando al mismo concepto esencial, al que considera contingente y disperso en muchas mentes – razones – distintas. El concepto de esencia de Hegel como «puro aparecer» es imposible, pues toda apariencia es relativa a la realidad desde la que aparece. Desde esta posición, Zubiri, critica el concepto de verdad ontológica de Hegel como conformidad entre concepto y cosa «al final», pues, en realidad lo que Hegel propone es la «conformación» de la cosa por el concepto. Y, esto, dice Zubiri, es imposible, pues son las cosas las que empujan al concepto más allá del ser y no al revés. No es la inteligencia la que configura a la cosa constituyendo así su verdad. De hecho, así la verdad no habría que buscarla fuera, sino en la misma razón, que luego se extrañaría conformando los entes. Por eso, para Zubiri, la verdad es una lucha paciente por reunir todas las notas de la realidad al alcance en el concepto, para luego encontrar su esencia discriminando en toda la riqueza de lo real lo realmente constitutivo. Una esencia que ya está estructurada en la cosa real.

Contra el racionalismo

Tras la contienda contra el concepto formal (Hegel), Zubiri emprende la lucha contra la esencia como concepto objetivo racionalista en Descartes, Leibniz y Kant. Una concepción del conocimiento como acceso a la re-presentación de la realidad tal y como es. Si Leibniz pensaba que así había acceso a la realidad, Kant creía que no era suficiente, pues el objeto construído por el entendimiento a partir de los datos de la sensibilidad no podía contener toda la plenitud de la realidad. Y, de ahí, su concepto de cosa en-sí como comodín de todo lo que no era accesible al conocimiento por la vía de la sensibilidad y su posterior tratamiento por el entendimiento. Considerar a la esencia como un concepto objetivo supone concebir la realidad como resultado de un diseño – de Dios o de los hombres – . Diseño en el que el concepto objetivo hace el papel de proyecto. El éxito de la cosas se «mide» en función del proyecto conceptual. El concepto objetivo supone la construcción de una idea «ideal» previa y llegando la existencia después a completar la realidad. El racionalismo identifica esencia y concepto objetivo, es decir mezcla la metafísica con la lógica. Al tiempo relega la causalidad a la condición de una herramienta auxiliar para que la idea o el concepto se realicen. Pero, dice Zubiri, «la función formal de la inteligencia no es concebir sino aprehender las cosas reales como reales… La verdad real no nos saca de las cosas para llevarnos hacia algo otro, hacia su concepto, sino que, por el contrario, consisten en tenernos y retenernos sumergidos formalmente en la cosa real como tal, sin salirnos de ella«. También discute la pretensión de que sólo la no contradicción entre las notas que componen el concepto objetivo garantiza la posibilidad de lo conceptuado. Una situación formal que la realidad resuelve con el mero expediente de ser. Si la cosa existe es que sus notas no se contradicen, aunque así lo parezca en el seno del concepto objetivo. Finalmente discrimina entre objetividad y objetualidad. Ésta última señala a la existencia de objetos, aunque sean ideales conforme a determinados criterios – por ejemplo, una figura geométrica, aún fractal -. Objetos que son «realidades» ideales o formales. Pero es muy distinto a la «objetividad» – el rasgo de lo contenido en un concepto – que depende, no de sí misma, sino de lo que se concibe de la cosas – reales u objetuales -. «Lo objetivamente concebido de una cosa es distinto de la cosa misma, no sólo cuando se trata de las cosas reales, sino también cuando se trata de cosas objetuales. Lo objetivo es tan carente de entidad que puedo formar conceptos objetivos de la privación, del no ser, etc.; es decir, lo objetivo no sólo no es objeto sino que ni es forzosamente positivo.» Se está refiriendo aquí Zubiri a lo objetivo en el sentido Kantiano de construcción del concepto por las categorías del entendimiento utilizando los datos que proporciona la sensibilidad.

LA ESENCIA

Desacreditadas las versiones fenomenológicas (la esencia como sentido), idealista radical (la esencia como concepto generador del ser) y racionalista (la esencia como concepto objetivo), Zubiri empieza una larga travesía de cuatrocientas páginas para darnos su versión de la esencia. Comienza combatiendo con un titán – Aristóteles – que había impuesto su noción de esencia durante dos mil años. Este autor es tratado tras los filósofos modernos porque está más cerca, por realista, de la concepción de Zubiri, aún cuando su realismo pueda ser tachado de ingenuo. A la pregunta por el «qué» de una cosa, Aristóteles responde con una definición. De este modo estaría captando la esencia de la cosa como algo que reside en la cosa real como momento – aspecto – y que coincide con la definición. Definición que es el lógos ουσία, el logos de una sustancia. Es necesario decir que para Aristóteles sólo los seres naturales tienen propiamente esencia. Todavía hoy se piensa que un objeto artificial responde al sentido formal, hegeliano, del concepto, pues es en él en el que reside con anticipación lo que el objeto va a ser en su producción seriada o artesanal. Y ello es así, porque la esencia se predica del ser natural, que es también la sustancia por excelencia. Aristóteles llama sustancia a la combinación íntima de materia y forma que constituye en el plano lógico el sujeto de todo rasgo, esencial o accidental. Sólo a la sustancia le preguntamos por su «qué», por su esencia. Esencia que es «algo» de la sustancia, sólo una parte, porque ésta tiene rasgos esenciales y rasgos accidentales o inesenciales. Una primera posibilidad es que la esencia sea la forma, aquello que delimita a la materia indefinida diferenciándola de otras. Y aunque esto choca con el hecho de que tener materia es «esencial» para la sustancia real, se podría decir que en Aristóteles la esencia coincide con la forma. Lo que es inmediatamente discutido porque, en la misma forma, hay que distinguir entre los rasgos que colocan a la sustancia en una especie con otras sustancias y los que la individualizan. Y aquí reside la crítica de Zubiri, en el hecho de que la esencia sea el fundamento de la especiación; aquello que una sustancia tiene en común con otras semejantes, dada la concepción radicalmente individual del ente que tiene Zubiri. Concepción que limita la existencia de las especies a los entes naturales reservando para los entes artificiales el concepto de «clase» . Por eso, critica el concepto de sustancia como el contenido de la definición, pues la estructura de esta – género y especie – es el fundamento de la especiación o quiddidad, que es justamente de dónde Zubiri quiere rescatar a la esencia. La definición como logos, como vía de predicación de rasgos de las sustancias, es demasiado rígida para la complejidad estructural de la realidad. La filosofía se ha pasado siglos diciendo estérilmente que el ser humano es un «animal racional» cerrando el paso a una aproximación a la complejidad que la ciencia, en su lento caminar, ha puesto sobre la mesa del filósofo; qué decir de la esencia de un protón sin caer en el ridículo filosófico utilizando la misma herramienta esencialista del pasado. La estructura lógica de la definición no alcanza para cubrir la estructura de las cosas, que es un problema metafísico. No se puede seguir insistiendo, aunque sea inevitable en el discurso, en «sujetar» – convertir en sujeto – a estructuras complejas en su multiplicidad. Por eso, Zubiri, sustituye el término sustancialidad por «sustantividad» o «estructura radical de toda realidad». Este término está en la base de la teoría de la realidad de Zubiri. Con esto no quiere Zubiri despachar la subjetividad, sino, como momento de la realidad, dar prioridad a la sustantividad que refleja mejor las estructuras que la ciencia actual desvela. Zubiri acepta como «momento» de la cosa a la esencia específica (generadora de especie), puesto que la especie no está separada del individuo – al contrario de lo que pensaba Platón -; pero considera que ese avance de Aristóteles deja sin resolver el problema de «qué» es la estructura de la realidad.

El rescate de la esencia empieza superando una acepción superficial de la esencia como la totalidad de los rasgos que posee para, en un potente y sutil análisis, llegar a otra de la que obtenemos «sus notas esenciales»; su «unidad esencial» y su «relación con la realidad».

Zubiri considera las notas esenciales aquellas «infundadas o constitutivas de la sustantividad, el sistema de notas necesarias y suficientes para que una cosa posea todas sus demás notas constitucionales o el ámbito de las adventicias«. Aquí «infundadas» no quiere decir absurdas, sino que poseen el carácter trascendental, absoluto, de ser fundamento; y las ve como «sistema» porque las notas conforman una unidad estructural cerrada y autosuficiente de notas esenciales de la realidad física, dotando así a la esencia formalmente de carácter físico. Y ello porque la sustantividad es el sistema de notas físicas de las cosas captadas formalmente en la esencia.

En cuanto a la relación de la esencia con la realidad, Zubiri la analiza en tres relaciones con el logos, con la talidad y con las trascendentalidad.

Esencia y logos

Una vez que Zubiri renuncia a la idea de sustancia y a la idea de definición como logo predicativo, se ve obligado a crear nuevas herramientas, pues la lógica tradicional se ha centrado en un única forma de realidad compuesta de de cosas substantes (sustancias), por lo que ha correlacionado preferentemente el nombre del lenguaje con la sustancia de la realidad. Pues bien, aún con las flexiones de las declinaciones o bien con el uso de preposiciones, la cosa queda aislada como sustancia a pesar de las relaciones que estos recursos lingüísticos les superponen. Sin embargo, con la superposición de nombres que componen nombres complejos hay una posibilidad de expresar la unidad de las notas de la cosa en la cosa misma. Es la forma en el lenguaje de la unidad de sistema de la realidad. A esto llama Zubiri «estado constructo» permite la conceptualización de la estructura de la realidad como unidad de sistema. Esta es la nueva herramienta de Zubiri para relacionar el logo con la esencia: el logo nominal constructo. Queda claro pues que: «La esencia no puede conceptuarse ni en función de la sustancia o sujeto absoluto, ni en función de la definición, ni en función relacional (declinación o preposición), sino en función de la ‘constructividad’ intrínseca«. De esta forma se pone en evidencia la unidad de la esencia que da coherencia al sistema de notas o rasgos de la realidad. Así el lenguaje refleja la estructura esencial de la realidad.

Para Zubiri, esta estructura constructiva de la realidad tiene dos aspectos: la talidad y la trascendentalidad. Aborda primero la talidad: «La esencia es aquello que hace que lo real sea ‘tal’ como es. Si a la ciencia le corresponde establecer que es ese ‘tal’, a la metafísica corresponde conceptualizar la «talidad» misma«. Dado que la realidad es un constructo sus notas esenciales lo son, no por su contenido particular, sino por su pertenencia a la unidad esencial de la cosa. Pero su papel, en el orden de la talidad es contribuir a ella, que sólo se manifiesta en el estado constructo del sistema sustantivo, sistemático, de la realidad. Contribución que no hacen el resto de las notas adheridas a la cosa. De esta forma se constituye la realidad física de la esencia: aquello según lo cual la cosa es esto y no lo otro.

Talidad y trascendentalidad

Una vez dilucidada la relación de la esencia con el logo, hemos conocido por qué la esencia es aquello según lo cual la cosa es tal cosa. Ahora procede conocer el porqué la esencia es aquello según lo cual la cosa es real, pues la realidad es superior a la talidad dado su carácter trascendental. Lo que entendemos como condición-de, soporte-de. Para clarificar la naturaleza de lo trascendental repasa Zubiri las posiciones principales de la filosofía clásica y moderna. Descartes sitúa el cimiento de las certezas en el yo. Lugar en el que realidad y el yo se constituye desde el principio como verdad. Un yo puro distinto del yo empírico de cada uno. Un yo que identifica al no-yo que representan las cosas a las que constituye como objeto y sale a por ellos trascendiéndose a sí mismo – es un yo trascendental-. Es la misma deducción del yo cognoscente de Kant o el yo consciente de Husserl. Así, Zubiri empieza a perfilar lo trascendental como opuesto a empírico. Un yo puro, no subjetivo, que configura a priori la objetividad del objeto. Un acto en el que la verdad se obtiene, no como conformidad del entendimiento con los objetos, sino como la capacidad del entendimiento de conformar el objeto según su propia estructura trascendental. Son las bases del idealismo trascendental que actúa sobre el caos de estímulos y constituye un objeto al que dota de objetividad. El yo empírico es la talidad del yo puro, pues el ser humano como realidad encuentra su talidad en sus acontecimientos y estados psíquicos y psicofísicos. Así el idealismo restando la talidad del yo empírico obtiene la pura realidad del yo trascendental. Queda claro que la trascendetalidad del yo puro se basa, por tanto, en su realidad. Marca así, Zubiri, la diferencia entre yoes. De una parte el yo empírico como un yo «tal» y el yo trascendental como un yo «real», constituyendo ambos la realidad del yo. Así, nos dice: «… nada puede ser objeto sin estar puesto por un yo, y recíprocamente, el yo puro, al enfrentarse con las cosas, hace de ellas objetos.»

Formalizando esta forma de proceder se obtiene, no ya la constitución de un objeto concreto, sino la de un objeto trascendente más allá de la experiencia. Tenemos aquí otra nota de lo trascendente como opuesto ahora a experiencia concreta. De esta forma el idealismo pone el acento en la trascendentalidad – con tendencia al idealismo -, frente a la posición medieval que ponía la trascendentalidad en el ente. Es interesante la opinión de Zubiri de que a la realidad «le es indiferente tener o no verdad«. Se refiere a que la realidad es «como es» y no necesita ser conforme a las concepciones de un yo. Corresponde al yo la ardua tarea de conformarse con la realidad. Pues tal y cómo actúa el yo, la realidad no le sale al encuentro. El yo así aislado construye un objeto arbitrario que no atiende a la realidad. En resumen, Zubiri, descubre en el idealismo que la trascendentalidad pertenece al orden de lo real; que el orden de lo real es anterior al orden de la verdad y que la realidad no es objetualidad (contenido de objeto), sino «sólo» realidad.

Ajustadas cuentas con el idealismo, acude Zubiri a una cita con la filosofía clásica a terminar de perfilar su concepto de la trascendentalidad de la esencia. Empieza por aclarar que es trascendental aquel rasgo de la realidad que afecta o se aplica a todo ser, sea cual sea su talidad (concreción en cosa, rasgo o diferencia). La filosofía clásica cree que la primera experiencia cognitiva tiene como contenido al ente, en tanto cosa considerada en su ser (su existencia). Distingue entre el ser en la mente, concebidos en ella, y el ser fuera de la mente, el que es por sí mismo, el ser sustantivo. Unos no tienen ser por sí mismos – en todo caso, lo tiene su soporte mental -. Pero en otros el ser es tan evidente que la cuestión es su existencia y su capacidad de producir efectos. Son los entes participativos. Pero no sólo conocemos entes que existen y, por tanto, capaces de intervenir en cadenas causales, sino que concebimos entes que podemos pensar como sujetos de acción, pero que todavía no existen. Son los entes aptitudinales. Tanto los participativos como los aptitudinales son entes nominales, porque pueden ser nombrados y aparecer como sujetos, actores reales o potenciales. En este sentido, esa capacidad de ser es la esencia, pues no son entes de razón puesto que existen o pueden existir. Añadamos que también las diferencias individuales (talidades, haecceitas) tiene ser aunque no sean ente. Esta coexistencia de seres permite decir que el ente nominal no es universal (no alcanza a todos los seres), pero sí es trascendental. Y esa trascendentalidad se expresa en los conceptos genéricos llamados trascendentales: ser, uno, ser un aglo, verdad, bondad. En efecto, el ente tiene ser, es cosa, tiene unidad (estructural), es un algo que, respecto de los demás entes, es un alma que conoce (verdad) y desea (bondad).

Respecto del ser, cree Zubiri que la filosofía clásica usa promiscuamente los términos ser, realidad y existencia. Para la escolástica la realidad es aquello que no recibe su ser del acto de la concepción, es extra animam. Por eso a lo que es intra animam lo considera irreal, pensado, quimérico. La realidad es también lo que produce efectos. Pero, para lo que persigue Zubiri, la realidad es la formalidad (abstracción) del acto de aprehensión (captación) intelectiva, por contraste a la sensibilidad que capta como estímulo. Dos formas de captación que pueden darse separados, pero cuando se dan simultáneamente constituyen la intelección sentiente, verdadero anticipo del núcleo de la filosofía de Zubiri que resume en: «El acto propio y formal de la inteligencia no es ‘concebir’, sino aprehender la cosa misma, pero no en su formalidad ‘estimúlica’, sino en us formalidad ‘real’«. El hambre de realidad del hombre sólo se satisface en la convergencia del sentir y el inteligir. Una dualidad formal que, luego, puede dar lugar a la conceptuación. Pues el puro sentir no es realidad, sino estimulación, a la que le falta la formalidad de realidad porque la cosa se hace presente como algo «de suyo«. Una expresión que Zubiri acuña para referirse a una condición que va más allá de la independencia respecto de la mente que observa. Un carácter de la cosa «ser de suyo» que sitúa ya en los presocráticos antes incluso de concebir la naturaleza como φύσις, lugar del que brota todo. Zubiri encuentra esta condición suística no sólo en la naturaleza, sino también en allí donde se encuentra la ‘personeidad‘. la condición suística concierne a la naturaleza, pero es anterior a ella y su fundamento. Es el momento constitucional del existir, pues cabe una forma de existencia no suística que llamamos apariencia, que es más que ilusión, más que ente de razón o lógico. La apariencia no es nada de esto y, sin embargo, no es realidad, pues su existencia debe apoyarse en aquello de lo que es apariencia. Pero nuestro mundo no es de apariencias porque los dos momentos de esencia y existencia se dan en la cosas «de suyo» para que tengamos formalmente la realidad, siendo la condición suística anterior a una y otra, así como la realidad misma «anterior a la existencia«. Paradójica expresión que sólo se entiende desde la existencia al menos de un yo que sea soporte de la realidad formal o esencia como connotación aptitudinal de la existencia. La realidad formalmente no es existir ni como actualización, ni como potencia, ni aptitudinalmente. Realidad es existencia y esencia indistintamente. La realidad no viene conferida ni por la estimulación, ni por el sentido o utilidad de la cosa, sino por su formal ser «de suyo». Una forma que le permite distinguirse del ser como momento de lo real, como una actualización de lo real al margen de la intelección. Una actualización ulterior, «posterior» a la realidad misma. Como actualización ulterior es reactualización. Eso es el ser. En ese «momento» la cosa, además de «de suyo», es. La realidad es ya real antes de ser y, por tanto, es el fundamento d éste. En cuanto la realidad es nos encontramos con el ente. Previamente, «lo real en cuanto real no es ente, sino simplemente realidad«. En resumen, Zubiri, distingue entre realidad, ser y ente y el acto de aprehensión de la realidad a través del ente es estimulativo si solamente concierne a las sentidos; es intelectivo si capta formalmente la realidad, una formalidad que es, antes que inteligida, sentida. No sólo podemos comprender la cosa, sino que la sentimos. Es la intelección sentiente.

La realidad tiene una estructura debido al carácter «respectivo» de las cosas. Es decir, a sus relaciones con otras. Relaciones que se establecen desde su talidad componiendo un «cosmos» (κόσμος) y desde la realidad componiendo un mundo. Un mundo que envuelve al «mundo» de Heidegger, que es «nuestro» mundo, un subconjunto del mundo de la respectividad de todas las cosas. El hombre pertenece ya al mundo, por lo que puede hacer suyo un mundo. Pero Zubiri insiste: «Mundanidad no es sino respectividad de lo real en tanto que realidad; no tiene nada que ver con el hombre«. El cosmos determina al mundo, lo define, lo concreta, lo determina. La talidad precisa de la posibilidad. Por eso Zubiri atribuye el carácter de trascendental complejo al mundo. Las cosas son «de suyo» por sí mismas tanto en los trascendentales simples (res y unum), como en los complejos (mundo, aliquid, verum bonum).

Zubiri dirime su posición diciendo que «La actualidad de lo real como momento del mundo no se identifica con la actualidad de lo real en sí mismo, pero presupone ésta y se apoya en ellala actualidad de lo real en el mundo es lo que formalmente es el ser.» y añade «Sólo porque es, es la cosa fenómeno«. Es decir la realidad es trascendental, es «anterior» al ser y en su aparición como ser puede ser inteligida como mundo, en tanto las cosas son respectivas (se relacionan) unas de otras .

Es evidente que Zubiri dedica en este libro más tiempo a la realidad que a la esencia, pero es natural porque «… esencia no es sólo lo que talifica lo real, sino también aquello según lo cual, y sólo según los cual, la cosa es algo real«- La esencia no tiene como función hacer posible la inclusión de la cosa en una especie, sino constituir ‘físicamente’ la cosa». Una función que para Zubiri significa que la esencia es absolutamente idéntica a la realidad, lo «de suyo». Una identidad real, pero no formal, porque, si no, no estaría justificado usar dos palabras distintas. La realidad se refiere al carácter de ser «de suyo» y la esencia al contenido de la cosa en su función trascendental, de basamento del ser.

Por eso, la esencia es anterior a la oposición esencia-existencia. Zubiri sostiene la tesis fuerte de que «la existencia y la aptitud para existir sean momentos de algo ya real«. Una realidad a cuya intimidad, a cuyo «de suyo» pertenece la mutabilidad que deviene en caducidad; la finitud en definitiva, lo que equivale a que son trascendentalmente limitadas. Lo que llama la atención de Zubiri es la caducidad intrínseca de las cosas antes que la producida por la «colisión» con otra cosa real que la destruye o toma su lugar. Es decir, le interesa la esencia de la cosa, incluso en su auto destrucción. Una caducidad intrínseca que acompaña a la aprehensión de la cosa en su esencia. Si para la escolástica la esencia pertenece al orden aptitudinal, como anticipo de la realidad, para Zubiri, es el núcleo de lo real. La cosa real es siempre la misma, mientras dura, pero no es siempre lo mismo. Tiene una estructura dimensional en su naturaleza trascendental, cuyos ejes son la riqueza de notas que perfecciona lo real, la solidez que lo dota de estabilidad y su estar siendo que es su duración. Una duración trascendental que incorpora todas las duraciones conceptuadas en la historia de la filosofía (Agustín, Bergson), que son modos de durar. La duración no es retener el ser o la realidad, sino ser «duradero» de suyo.

El de suyo zubiriano es el reconocimiento de la insondabilidad de lo real. Aquí Zubiri entronca con lo real en Lacan, la cosa en-sí de Kant o la materia ontológica general de Bueno. Para penetrar en el de suyo, Zubiri explora la aperturidad de la realidad llamada inteligencia, cuya esencia es abierta en sí misma. Los seres distintos del humano tienen la peculiar forma de apertura que Zubiri llama estimúlica, basada en el estímulo exclusivamente. Sin embargo el ser humano tiene como forma específica de aperturidad el ser persona, su forma de individualizarse radicalmente y adquirir responsabilidad al poseerse a sí misma. Es el ser humano un tipo de esencia intramundana (inmanente) abierta con una especial forma de apertura: la sentiente.

AL HILO

La fuerza de la realidad sobre el yo es tanta que éste acaba aceptando como evidente lo familiar. El aprendizaje es resultado de la repetición que construye el primer cimiento conceptual que acogerá paulatinamente a todos los demás a lo largo de una vida de experiencia o estudio por separado con posibilidades limitadas o de ambas a la vez con posibilidades ilimitadas. Lo familiar se compone de intelecto y emoción. El intelecto formaliza la realidad y la emoción, si es positiva el da al concepto la bienvenida como verdadero y si es negativa lo rechaza como falso. Todo nuevo concepto requiere de otros previos que forman la estructura en la que podrán encajar. El inicio de esa cadena está en la infancia olvidada en la que nuestra mente va construyendo con naturalidad una red de conceptos aceptados sin crítica como lo natural. Proceso intensamente aderezado de emociones creando unas fuertes conexiones entre conocimiento y emoción. Esa estructura cognitivo-emotiva basal nos acompaña toda la vida sirviendo de base al progreso posterior y, al tiempo, de lastre, tanto si las emociones asociadas fueron positivas, como si fueron negativas. Salir de la base hacia una comprensión integrada de la realidad requiere de un esfuerzo educativo poderoso que hace posible el progreso de la ciencia y la civilidad. Un proceso complejo porque en un momento determinado sale a la superficie de las conductas una bifurcación emotiva previa que orienta las creencias hacia el individuo o hacia la especie.

Filosofía viral

La pensadora alemana Hannah Arendt en su libro «La vida del espíritu» distingue entre «soledad», situación en la que nadie nos acompaña, de «solitud», situación en la que, estamos solos respecto de otros, pero nos hacemos compañía en una especie de diálogo íntimo. Soliloquio en el que escuchamos el divagar de nuestra mente y tratamos de centrarnos a la búsqueda de claridad para tomar un decisión, llevar a cabo una acción o simplemente disfrutar de despiezar conceptos por afición.

Esta reflexión interna tiene grados. El grado cero es no usar la propia mente o hacerlo aparentemente. En este caso lo normal es no tener ideas propias y utilizar sustitutos como muletas a base de estereotipos que, por cierto, no siempre están equivocados. Así «los orientales tienen mucha disciplina», aunque, posiblemente, en Europa se pensara en los años sesenta que los españoles éramos muy «disciplinados».

En el otro extremo está la reflexión profesional del académico ya sea un científico dándole vueltas a una estructura molecular para encontrar una vacuna para un virus; ya sea la reflexión abstracta de un filósofo tratando de encontrar una fisura figurada en la naturaleza humana por la que filtrar anticuerpos mentales contra el fanatismo o la insolidaridad. Este tipo de reflexión profesional es la que salva al mundo cada generación. Unos explicando cómo funciona el mundo, como hace Francis Mojica, y otros tratando de encontrar sentido a los coletazos más dramáticos de la vida, como hacía María Zambrano explorando entre la filosofía y la poesía en tiempos muy difíciles.

Y en una zona intermedia estamos la mayoría. En una situación de lucha, entre los tópicos que tiran de nosotros y conforman una filosofía en pantuflas y la necesidad de tener un marco mental bien estructurado en el que las cosas de la vida, nuestra vida, encajen, aunque sea provisionalmente.

… y la vida estos días nos presenta su cara más fiera. Pertenezco al grupo de «los viejos del lugar» y nunca ví llegar el agua tan arriba. Parece ficción, pero estamos todo el país encerrado en casa y antes o después llegarán preguntas para las que no es fácil encontrar respuestas. Para la humanidad no es la primera vez, pero nunca como ahora hubo tanta capacidad de resistir por muchas razones: comodidades, comunicación y coordinación, pero también experimentamos la obligación casi oficial de cuidarnos unos a otros. Hasta un gobierno «gamberro» como el de Gran Bretaña lo ha acabado comprendiendo… y el nuestro lo proclama, aunque haya tenido que partir de una situación de cierta precariedad de la sanidad pública por las consecuencias de la anterior crisis. Debemos resistir anímicamente porque podemos resistir, porque todavía palpita en nuestra herencia anímica el sufrimiento de nuestros padres en la mitad del siglo XX.

El gran pintor Tiziano murió en la peste de 1576 y le siguió su hijo Horacio. Su último cuadro muestra la tristeza de lo inevitable. Un pintor francés le hizo un homenaje en 1832 con este cuadro evocador de la Venecia de la época de Tiziano durante la epidemia. Como se ve muy deprimente, pues se moría en las calles. Pero nosotros estamos en una situación muy distinta. Tan distinta que, salvo que la enfermedad nos toque en el hombro, seguimos haciendo bromas y cantos a la vida. Eso está muy bien, porque así evitamos deprimirnos. La risa, que paradójicamente se basa en los choques cognitivos o en la desgracia ajena, es una gran terapia, una muestra de salud mental. Ahora mismo las redes parecen el plató de un concurso de ingenio.

Para ocasiones como éstas, la psicología ofrece técnicas de control de la ansiedad, pero, tras dos mil quinientos años de filosofía ¿qué nos ofrece esta disciplina antaño tan respetada?. Su influencia es más indirecta pues lo cambios profundos en la mentalidad necesitan tiempo hasta convertirse en parte del espíritu de una nación. No en vano los británicos son empiristas (desprecian la teorías abstractas) o los americanos pragmatistas sin saberlo (nada es verdad hasta que prueba su eficacia). Así también los alemanes son concienzudos y trascendentales (imperativos en el deber) y los franceses usan el cuerpo al margen de la mente (ligan sin remordimientos) por razones de su tradición filosófica – Kant o Descartes, respectivamente-. Los españoles, por nuestra cuenta somos idealistas y prácticos en dosis diversas, como corresponde a la enseñanza de nuestro filósofo más certero en describirnos: Cervantes.

Decía que la influencia de la filosofía es indirecta y no puede ser de otro modo. El filósofo trata, a partir de lo dicho por los que le ha precedido, de actualizar la mirada sobre la realidad desde la nueva plataforma que le proporciona su tiempo. Desde este punto de vista, todo filósofo es un ventajista que puede corregir, y a fe que lo hace, a sus padres en la disciplina. Pero, un ventajista que no siempre refuta, sino que acuna amorosamente el concepto anterior en los propios. ¿Qué ventaja tiene el nuevo tiempo?, pues el desgaste que, dependiendo de su naturaleza, más o menos abstracta, las propuestas previas han sufrido al someterse a la prueba de una realidad, que no sólo se escapa de los planteamientos previos, sino que, para más dificultad cambia influida por ellos, tanto si hablamos de la realidad física como de la social. Lo que puede sorprender, pero es que hay que tener en cuenta que la «realidad física» que el filósofo puede analizar es la que le brinda la ciencia, que también está cambiando su visión teórica y práctica de la realidad por la misma razón de su carácter experimental. Es algo así como el contacto de dos ruedas de engranajes que se mueven al mismo tiempo. Dos realidades cambiantes al tiempo: la de los hechos y la de su visión desde nuestra perspectiva. Se puede imaginar la dificultad de la tarea. Por eso toda visión científica o filosófica es histórica. Sin embargo ambas nos sirven como andamios que nos ayuda a subir sabiendo que tendremos que desmontarlos después.

Siendo así las cosas, ¿cómo describe la filosofía el mundo actual y el goce o sufrimiento que causa a los seres humanos? Hay filósofos a los que les preocupa la solvencia del conocimiento que tenemos del mundo. Estos son los epistemólogos y son poco útiles para el común de los mortales porque tenemos una relación con la realidad poco conflictiva, pues estamos seguros de que existe fuera de nosotros y que se resiste a nuestros deseos disparatados, pero negocia con nosotros para el cumplimiento de los deseos más prudentes. Otros filósofos se ocupan de lo que existe o no: Dios, los ángeles, los átomos, los quark, los espíritus, los símbolos, la realidad percibida, la no percibida… Son los ontólogos. En esto sí que la gente tomamos partido, pues los hay como Santo Tomás, que necesitan meter los dedos en la llaga, pero también los hay que creen en la existencia de Dios y de las almas de los que ya han muerto, espíritus a los que rezan por unas u otras razones. Esta última es una forma muy eficaz de resolver el mayor enigma con que los primeros se tropiezan y que no es otro que encontrarle sentido a la existencia y con ellas a las desgracias. Hubo un filósofo en el siglo XVII que dijo que vivíamos en el mejor de los mundos posibles. Poco después ocurrió el terrible terremoto de Lisboa (todavía en Almagro hay una iglesia con una grieta de la época), que hizo dudar a Voltaire de que esa afirmación fuera verdad.

Después de los dos tipos de filósofos que podríamos llamar «técnicos» (dedicados a la verdad), podemos hablar de los filósofos de la Bondad y de los de la Belleza. Estos días de encierro está siendo muy habitual que nos enviemos unos a otros enlaces a sitios de cultura del máximo nivel, una vez que los museos y los auditorios han abierto sus plataformas para ofrecer gratis las más extraordinarias obras del arte musical, escénico o plástico. Así la belleza con esa cualidad suya tan especial nos permite emocionarnos al activarse simultáneamente nuestras sensibilidad y nuestra inteligencia en un concierto de facultades que nos produce (si nos dejamos) ese placer inenarrable que llaman los expertos «fruición», un placer que derribó a Stendhal en las salas de Los Uffizi de Florencia ante tanta abrumadora belleza como allí se atesora. La fruición es un placer que ningún humano debería perderse. Se necesita preparación, serenidad, apertura a los estímulos que nos llegan de la obra de arte. En mi opinión es una experiencia total del cuerpo y la mente (y no quiero dar más detalles), pero en el arte hay mucho consuelo como ya nos dijo el filósofo Schopenhauer.

Y, por último, los filósofos de la Bondad, es decir, los que más cerca están de nosotros porque reflexionan sobre las acciones de los hombres y sus consecuencias sobre el mundo, la sociedad y los individuos. Concretando más es la filosofía del derecho, la política y la ética. Ahí se discute sobre los derechos, la libertad, las instituciones, nuestro comportamiento, las decisiones relativas a la vida, la muerte, los modos de gobierno, las relaciones personales y sociales e, incluso, con nuestro medio físico. todo el complejo universo que se extiende en círculos desde cada uno de nosotros hacia el resto de la sociedad o de la naturaleza.

Como se ve la filosofía funciona como la investigación científica: silenciosamente, eficazmente para producir cosas o ideas para el cuerpo una y el espíritu la otra. Porque las ideas bien articuladas constituyen el resultado de la acción del filósofo. Ideas que obligan a nuestro cerebro a establecer conexiones nunca experimentadas que pugnan por hacerse sitio entre las ideas que llegaron antes. Ideas nuevas que nos proporcionan otra perspectiva y nos invitan al saludable ejercicio de cambiar nuestra visión del mundo. Unas ideas que, muy a menudo, son reelaboraciones de otras que tienen miles de años de antigüedad, lo que se explica porque la naturaleza del hombre es la misma que antaño, aunque enfrentada a nuevos acontecimientos provocados por los efectos de esa dinámica cualidad de nuestra mente.

¿Y qué utilidad tiene todo esto para nosotros y más en tiempos de tribulaciones como los que estamos viviendo ahora? Pues en gran medida nuestra actitud de resistencia y nuestras espontáneas reacciones de solidaridad, así como la sensación de unidad, de ser una comunidad digna, en pie, capaz de acudir allí donde se la necesite es resultado de nuestra posición filosófica fundamental. Una actitud labrada en piedra por nuestra propia historia de búsqueda de una sociedad más justa que vemos en la vicisitudes de los personajes de Galdós en los Episodios Nacionales. Pero que vemos también en la rectitud y humildad de nuestros poetas, como Antonio Machado, o en la dulzura y elegancia de la filósofa María Zambrano, o en la lucha peligrosa de los intelectuales de la Institución Libre de Enseñanza en tiempos complicados, o la entereza de Marina Pineda y la porfía de José Ortega por poner a España a la altura de los tiempos. Añadamos la resistencia cívica ante el terrorismo y olvidemos el ejercicio cainita de la Guerra Civil, resultado precisamente de dejar de escuchar a la inteligencia y seguir la bandera de la muerte, del exterminio de contrario que propugnaban la dirigencia lunática.

De todo eso somos herederos. De la fuerza que da la fe en el ser humano, ese tronco más o menos torcido del que procedemos. Y más concretamente del ser humano español que es, ni más ni menos, que una versión de la especie que nos compromete a seguir en la lucha de ser mejores que nuestros dirigentes, que, lo quieran o no son de nuestra misma pasta, para lo bueno y para lo malo. Y ya dice la sabiduría popular que «nadie es más que nadie».

Que la sociedad líquida de Bauman se despeña por una catarata sería una imagen lírica de lo que está ocurriendo, pero la filosofía, más que imágenes, utiliza conceptos que organiza en forma que constituya una nueva mirada. Y lo que nos está ocurriendo es malo, pero qué hubiera sido de nosotros sin los conceptos que crearon la trama de instituciones y comunicación que nos da soporte, aunque en ellas tremole la debilidad individual. Fue la filosofía política de Locke y la institucional de Montesquieu la que diseñaron las estructuras que nos resguardan. Aunque, ahora, los discursos de los reyes nos parezcan de cartón piedra y los de los políticos copiados de un manual de autoayuda, la estructura aguanta. Y eso se nota en que se disponen fondos económicos para no dejar caer naciones tradicionales que estarían siendo mordidas por los perros del mercado financiero de no estar acompañadas de países comprometidos con estructuras supranacionales. Y se nota, también, en una corriente de solidaridad europea en tonos graves que el ruido ambiental en agudos chillidos no nos deja oír, además de que prestamos más atención a la escoria de la queja y el pesimismo que a la mena de los lazos ya consolidados.

Si las instituciones que los pensadores de siglo XVIII concibieron están vigentes, también hay que decir que, afortunadamente, las que surgieron de los pensadores del siglo XIX han sido destruidas por la tenacidad de la naturaleza humana, porque fueron monstruos basados en ideas perniciosas en su aplicación a la política. Ideas como «totalidad» o «identidad» surgidas del mismo seno que el romanticismo artístico tan arrebatado como peligroso en su desgarro. De aquella experiencia nos queda la sospecha de que toda idea llevada a su coherencia extrema sin contacto con la realidad es una forma de demencia. Por eso, la lección a aprender es la de la necesidad de someter constantemente a las ideas al rozamiento con otras ideas y con la realidad, entendiendo por ésta a un estado de cosas en la que la dignidad del ser humano es respetada.

Los conceptos que deben salir reforzados de esta crisis son los de democracia, comunidad, transparencia, ejemplaridad, verdad, globalidad, ciencia, tecnología, austeridad, ecología y belleza.

«democracia»
a la vista está que los individuos providenciales son como el Mago de Oz, un decorado pernicioso, por lo que se es preferible mantener desesperantes discusiones entre representantes de distintas opciones que escuchar la voz única de un iluminado. Aunque quizá se debería acabar con parlamentos de cientos de diputados obedientes y pasar a reducir las cámaras a tantos diputados como opciones con su correspondiente representación popular. La democracia es un hallazgo de la humanidad perfectamente adaptado a la naturaleza de la especie, porque hace posible la acción común respetando y regulando la libertad individual.

«comunidad»
hemos experimentado esto día de forma casi tangible la fuerza de pertenecer a un grupo, pero ya no al grupo tribal que reconoces en sus tatuajes, sino a un mundo de gente inteligente y compasiva cuyos límites van, gracias a los medios de comunicación, mucho más allá del radio del lanzamiento de una piedra, que antes fijaba la distancia de lo comunal. El afecto es uno de esos bienes que no se agotan, por lo que no responden a ninguna ley de oferta y demanda. No es necesario que la naturaleza prehumana avale nuestro sentido de comunidad, porque nosotros mismos somos naturaleza, y lo que a nosotros conviene queda avalado.

«globalidad»
pues sin tener un gobierno mundial, el sustrato de racionalidad común, que es patrimonio de la especie, ha coordinado las acciones de combate contra la pandemia y hemos actuado, a pesar de la apariencia pragmática del cierre de fronteras, con un encogimiento estratégico seguro de sí mismo que seguramente tendrá una reacción efectiva poscrisis. Europa de desangró desunida. Europa se salvará unida;

«austeridad»
después de unos meses a dieta de consumo frívolo se comprende que es necesario el consumo reflexivo orientado, no a disiparse, sino a anticipar problemas, lo que nos llevaría, no a consumir estaciones de esquí, sino a «consumir» investigación o solidaridad. Dejar de consumir reflexivamente no es hundir la economía, sino redirigir la capacidad productiva a otros bienes. Al mundo económico le da igual producir el vigésimo diseño de zapatilla que producir alimentos para hambrunas, si hay beneficio. La decisión es nuestra. La austeridad tiene que llegar, también, al espectro de sueldos obscenos de directivos y deportistas de élite, pues el mérito tiene un límite. Mozart murió pobre y fue enterrado en una fosa común. NI esto ni la barra libre, lo quiera o no Nozick.

«ecología»
la ciencia de nuestra casa común (la naturaleza) no es más que una aplicación de la ciencia general a un objeto concreto: nuestro planeta, pero su relevancia es especialmente estratégica por el poder de sus enemigos. Aquellos políticos ciegos aliados con ideologías ciegas que prometen mundos espectrales para consuelo de masas bloqueadas intelectualmente por la miseria de la que sus propios pastores no quieren sacarlas.

«ciencia»
que solamente es despreciada por los que no la comprenden. La ciencia está actuando como otros lenguajes universales (la música, por ejemplo) de nexo fundamental entre sociedades distintas. Las soluciones farmacológicas al presente virus vendrán de la ciencia y se expandirán con naturalidad entre países. La ciencia, como la filosofía, supone la educación. La ciencia es la mirada escrutadora en los mecanismos de la naturaleza. Afortunadamente, su clarividencia está llegando a nuestra mente. A partir de ahí la filosofía tendrá que tomar el relevo para evitar los desvaríos.

«tecnología»
que como hija natural de la ciencia nos sirve y la sirve aumentando el alcance de la mirada teórica. La tecnología, con su capacidad de individualizar la información y de computar esa información, es la herramienta que nos permite abordar retos como el que ahora nos azota en el nivel de complejidad necesario. El control de la cara negra de la tecnología vendrá de la suma compleja de democracia, transparencia y globalidad reflexionadas en un marco filosófico.

«transparencia»
pues a pesar de toda la basura mental que discurre por los canales que la tecnología ha abierto, la verdad acaba alcanzando su meta de servirnos para nuestros propósitos humanos. La transparencia es el enemigo del nepotismo, la desigualdad hipertrofiada, el crimen político, el derroche de bienes públicos o la delincuencia económica. La transparencia es la sinceridad pública, la apertura al escrutinio público de su acción, la ruptura de la coraza que oculta los hechos y protege la mala gestión. La transparencia es la fuente de la confianza, que es la piedra clave del arco de los convencional. Sin confianza el dinero es papel, la policía una amenaza, el código de colores de los semáforos un adorno navideño y un préstamo una temeridad;

«ejemplaridad»
el soldado no sigue al oficial cobarde, el ciudadano no sigue al político corrupto. Después de esta crisis no debe tener cabida la incoherencia entre el discurso público y la acción privada. Quien no quiera servir de ejemplo no puede ser servidor público. Ni el funcionario corrupto, ni el político mendaz.

«verdad»
un concepto tozudo que resiste los intentos de destruirlo porque tiene un centro de gravedad del que carece la mentira. Lo que le proporciona un núcleo al que adherir los conceptos, las proposiciones y los discursos. La mentira es como la basura cósmica, no le queda más remedio que orbitar a la masa compacta de la verdad. La verdad científica, como la verdad lógica o la verdad matemática, tienen como criterio la respuesta del mismo mundo físico a sus propuestas y la coherencia interna. Las verdades sociales: política, judicial o episódica tienen un fundamento ontológico distinto pero esencial: el ser humano como cuerpo físico y como espíritu expresivo de majestuosa evolución de la realidad. El sufrimiento humano es el criterio único de la verdad de nuestras construcciones sociales. La verdad científica y social son un patrimonio de la humanidad.

«belleza»
queda para el final, porque ella toca fibras de nuestro espíritu que nos reconcilian con la dureza de la realidad inocente, la que lacera porque está en su naturaleza. La que nos lleva a inventar conceptos falsos como «destino» o «fatalidad».

La belleza es conmoción, extrañeza, sensaciones que apelan a nuestra inteligencia para desentrañar lo que el artista dejó en el soporte con una intención que puede estar alejada de nuestra interpretación. La belleza figurativa y la belleza abstracta, ambas se pueden distinguir de la superchería si la mirada es atenta. La belleza potencia a todas las demás dimensiones de los humano. No es lo mismo una protección a base de bolsas de basura que esos trajes futuristas con todos los detalles armónicos en su funcionalidad. Apreciamos la belleza sin caer en lo relamido en la arquitectura que nos abraza, en la industria y el vestido que nos sirven, en el detalle y en la conurbación que nos escalan. Pero sobre todo en la representación del espíritu humano que expresa el «Amor» de Canova, la desesperación de «La balsa de la Medusa», el dolor por la muerte de un amigo de Miguel Hernández o «El ascenso de la alondra» de Vaughan Williams.

La belleza es un atractor tan poderoso que llama también a las almas negras, que desean cubrirse del diseño oscuro de un uniforme de la SS, o contaminan irreversiblemente una runa nórdica (la esvástica). Pero la belleza, en su independencia trata de desembarazarse del alquitrán pegajoso de la maldad presumida, y es generada con abundancia en atmósferas libres, pero no necesariamente pacificadas.

La imagen que ilustra este artículo es de mi hermano mellizo Ángel. la paleta es la adecuada a la grisura de los acontecimientos (ya se volverá colorida con la explosión de alegría al final del confinamiento). Ahora toca el gris. El trazo suelto, incierto, espontáneo, porque nada es seguro. Las figuras vencidas por el miedo y la enfermedad. Pinturas negras de la guerra de la independencia viral.

La imagen de alguien sentado en un sofá despreciando el arte abstracto, sin advertir que está sentado en un estampado con imágenes de su inventor Kandinsky, produce el mismo efecto que el que desprecia la filosofía sin advertir que todo su marco mental está basado en Rousseau, Marx, Locke, Comte, Nozick, Rawls, Hayek o Gomá.

La filosofía tiene ese carácter atmosférico que sostiene invisiblemente pero penetra por todos los resquicios de la realidad mental. Hoy, tras el festival de irrealidad postmoderna, hay un regreso al centro de gravedad de los problemas con los avances en neurociencia y psicología evolutiva que nos perfilan los límites de nuestros anhelos o, mejor, ponen hitos que guían el camino hacia ellos evitando golpear muros infranqueables para sortearlos con astucia. La filosofía regresa a la senda de un realismo no ingenuo que reconoce lo escurridizo de la realidad y afirma que su eco en nuestra mente la transforma, pero no la deforma.

La filosofía se pone al servicio de la sociedad con sus sutilezas éticas para poder afrontar los retos que la tecnología presenta con su capacidad de modificar nuestras estructuras físicas o exponernos a mundos con condiciones psicológicas extremas. Tras las vueltas y revueltas de los paraísos artificiales y la promiscuidad universal, se regresa al aprecio de la lucidez cognitiva y la lealtad afectiva. Vuelven debidamente mutantes los conceptos que requiere una buena gobernanza personal y colectiva. Entre ellos es necesario vitaminar el de esperanza. La sociedad sana es la que espera, la que está abierta al cambio. Pero no al cambio arbitrario, caprichoso, frívolo, libertino, sino al cambio docto, ilustrado, esforzado y cooperativo, afectuoso y ejemplar.

En esa trinchera quiere estar la filosofía joven, la filosofía ingenua, la que se abre de nuevo al enigma de la vida después de haberle arañado algunos girones de su manto. Restos que pasan al acervo de la humanidad con el mismo carácter que los órdenes griegos: el de clásicos del pensamiento debidamente depurados por siglos de errores y aciertos.

Nos falta una escuela española de filosofía que en la estela de la ciencia, lo haga lejos de la frialdad del análisis anglosajón de voz atiplada; que en la estela del humanismo curativo, lo haga sin caer en la ñoñería de la sospecha permanente y estéril de instituciones de probada bondad para los intereses de todos. Hay que salir de las confortables urnas y batirse en los foros, después de una limpieza de conceptos añosos, con los combatientes del libertarismo y de la frivolidad intelectual. Sin neo escolásticas y sin neo escepticismos, la filosofía tiene toda la vida por delante.

Tiempo

Hace años me interesé por la teoría de la relatividad de Einstein y sufrí mucho por la falta de formación en física y matemáticas. No me desanimé porque mi pretensión no era otra que comprender cualitativamente las ideas que estaban cambiando la concepción del mundo. Entre los muchos libros divulgativos que leí, incluido el de Russell, encontré uno del propio Albert Einstein escrito con Leopold Infeld (otro físico) en los últimos años en Princeton. Este último libro me fue muy útil para entender porqué la teoría se llama así y para entender el proceso mental de su autor. Así pude comprender su recorrido desde el principio de relatividad de Galileo basado en el principio de inercia. En efecto, como mostraba Hipatia en la película de Amenábar, un grave dejado caer desde el extremo del mástil de un barco llegaba a su pié, como si estuviera parado, en vez de tanto más atrás según fuera la velocidad del barco, lo que impedía saber (sin otra referencia) si el barco estaba parado o en marcha. Un principio el de inercia que unido al descubrimiento de que la fuerza generada por un campo gravitatorio sobre un objeto es proporcional a la masa éste, le permitió a Einstein concebir otros principios de relatividad que lo condujeran a generalizar la relatividad a todas las experiencias posibles. Cuando Michelson y Morley demostraron con su fino experimento que el éter no existía como soporte de la luz y que la velocidad de ésta era indiferente a la velocidad de la fuente, se dió cuenta de que ya tenía su principio de relatividad, pues no se imaginaba que la experiencia dentro de un sistema (planeta o nave) fuera distinta de la nuestra (formas de los objetos y sus movimientos) cuando la velocidad de tal sistema fuera diferente. En efecto, si Hipatia no podía saber si el barco estaba en movimiento o no, ahora éramos nosotros lo que no podríamos saber que dos sistemas estaban «parados» o en movimientos por el efecto que la luz tuviera sobre nuestro entorno. Este efecto relativista no era el único porque esa constancia de la velocidad de la luz tenía un efecto adicional sorprendente. Resultaba que los relojes de un sistema tenía que adelantar o retrasar con respecto de los de otro sistema a velocidad diferente. Una diferencia muy pequeña a las velocidades a que nos movemos en la vida cotidiana. Un efecto que se comprobó con los cambios en la órbita de Mercurio. El tiempo de repente podía frenarse o adelantarse contra todo nuestro sentido común. Sentido común, obviamente educado por nuestra experiencia cotidiana donde no se observan estos cambios. Pero filosóficamente algo muy importante había pasado: el tiempo absoluto de Kant y Newton había pasado a mejor vida. El tiempo ya no era un constante e invariable marcador de nuestras vidas y de las de todos los objetos del universo, sino un sistema de referencia temporal que cambiaba con la velocidad. Menudo trauma. El Tiempo no existe, sino muchos tiempos o, si se me apura, ningún tiempo. Estos cambios también afectaban al espacio, pero nuestra experiencia cotidiana con el espacio resulta más fácilmente modificable en lo que respecta a esta magnitud, pues hemos visto cómo las dimensiones de algo se modifican con el cambio de temperatura o una acción mecánica. Se podrá decir que la modificación de las dimensiones de los objetos no afecta al Espacio como ámbito inmutable dentro del cual ocurre todo. Pero hay que decir que la teoría de Einstein afectaba también a ese sagrado espacio universal. Ya no habría un Espacio omniabarcante, sino mucho espacios en función de la velocidad o uno sólo (convencionalmente) deformado por la gravedad. Quizá la modificación de las dimensiones de las cosas sin la intervención del calor o la acción mecánica es impactante, pero la explicación está en que con la velocidad la distancia entre las partículas se reduce porque se aplastan las ondas de su campos de atracción. Pero lo del tiempo es más complicado de comprender y sin embargo se puede. Resulta que con la velocidad aumenta la masa de los objetos por la energía cinética que conlleva tal velocidad. Este aumento reduce la velocidad de los procesos y explica la paradoja de los gemelos, pues si uno de viaja a una velocidad cercana a la de la luz sus procesos biológicos son más lentos, permaneciendo más joven que su hermano instalado en un sistema más lento.

Pero todo esto deja sin explicar la fractura del Gran Tiempo que nos servía y, todavía, le sirve a tanta gente, pues confunden su tiempo propio con ese mítico Gran Tiempo. Pues bien, mi mejor argumento y más alcance de todos es que el tiempo, como prueba todo lo dicho hasta ahora, no existe, sino que lo que existe es el cambio. Piénsese que toda medición del tiempo es resultado de la comparación de dos cambios: el de las agujas de reloj y el de nuestras actividades. Nada hay por detrás que abrace estos dos cambios. Las cosas cambian, de hecho, el reposo es movimiento compartido. Las cosas cambian, digo, de posición y de naturaleza continuamente. Nosotros mismo somos un cambio permanente, único modo de seguir vivos, tener memoria o utilizar nuestra imaginación. Si el tiempo es cambio comparado, es fácil de aceptar que el tiempo cambie por la velocidad, pues no cuesta trabajo comprender que un cambio pueda ser más o menos rápido.

Esta versión del tiempo tiene implicaciones, pues podemos imaginar nuestra vida como una eternidad mutable. El universo sería eterno, pero en constante cambio. Para explicar lo que sabemos sobre el Big Bang, basta con aceptar como hace el cosmólogo Roger Penrose, un universo cíclico con implosiones (Big Crunch) seguidas de explosiones (Big Bang). De este modo el tiempo abandona nuestra mente para ser sustituido por mediciones de los cambios respecto de una referencia convencionalmente escogida para llegar a tiempo a tomar un café con un amigo.

Termino recordando que Einstein no se quedó en el segundo principio de relatividad, sino que, al desarrollar su Teoría General, gestó el tercer principio de relatividad: no podemos saber si la caída de un objeto se debe a un campo gravitatorio a la acción de una fuerza. Este principio de relatividad implicaba que la luz se vería afectada por los campos gravitatorios, con lo que acabó con la mejor metáfora de lo espiritual: la luz ajena a toda influencia externa. Un fenómeno demostrado a posteriori con la famosa expedición de Eddington para comprobar cómo la luz era afectada por la masa del Sol.

En fin, estos rasgos de relatividad física, deberían tener efecto sobre nuestra actitud moral, pues nuestra especie debería comprender que nuestros intereses son de parte y, por legítimos que sean, debe dejar espacio para nuestro soporte material, el planeta, con todo lo que conlleva de respeto por la naturaleza.

Apuntes para una filosofía

El Yo es un recuerdo

Es tradicional distinguir entre los que ocurre en el interior de una persona y lo que ocurre en el exterior. Mucha tinta ha corrido sobre la relación entre estos dos ámbitos. Tanto la lógica estudiando la forma en que se razona, como la epistemología estudiando el proceso de conocimiento o la psicología estudiando los procesos subyacentes a los procesos mentales. Aquí me gustaría mostrar una división distintas: en vez de entre el interior y el exterior, la división sería entre el Yo y el resto, ya esté dentro o fuera de la mente. Pero ¿Qué cosa es el Yo?, pues no lo sé. La neurociencia está emitiendo teorías a partir del estudio de los procesos y el mapeado del cerebro. Si el yo es una estructura global que afecta a muchas partes del cerebro o una parte definida, en todo caso es «quien» vive las experiencias en una persona. ¿Es sólo la conciencia (sentirse vivo) o incluímos la autoconciencia (sentir que se siente). Si el yo es «solo» la conciencia, como la de un animal, tendría como primera experiencia a sí mismo, convirtiéndose en autoconciencia. Este pliegue sobre sí mismo, una vez realizado, se convierte en rutina para el yo, que cada vez que se despierta realiza de forma automática pero necesaria. En la huerta de Murcia, cuando alguien se despierta, se dice que «se ha recordado». Una vez recordado, empiezan los problemas para el yo, sensuales, cognitivos o emotivos. El yo se convierte en protagonista de una aventura con lo que ocurre fuera, pero también con lo que le ocurre dentro. Así, el yo se ha ocupado y preocupado a lo largo de la historia de su entorno interpretando lo que le acontecía dentro y fuera de sí. Homero experimentó la belleza de las palabras y el entusiasmo de la épica… Herodoto sintió la curiosidad por culturas ajenas… en Tales echó raíces la poderosa tendencia a la unidad, a la síntesis, y buscó un único principio para todo (hoy en día todavía estamos en cuatro principios). el yo de Parménides quedó atrapado en el juego de la abstracción formal impresionado por la fuerza de un principio que sin salir de su cráneo le permitía explicarlo todo. A Heráclito una ráfaga le dijo al oído: «fluye, fluye». Pero pronto se cayó en la cuenta de que unas mismas palabras sirven para mucho fines y se pusieron a la venta inaugurando los tiempos de la post verdad sofística. Platón atendiendo a Parménides llevó los motores abstractos a su máxima potencia y degradó la realidad a meras sombras. Su maestro Sócrates inventó los conceptos abstractos, especialmente los valores y le dió una «idea» a su discípulo. Aristóteles quizá fue el primero que miró a la cara a la realidad y puso en ella su sustancia. Hasta el siglo XVI, el yo no salió de su cabeza desde la que incluso demostró la existencia de Dios. Pero con Galileo el yo empezó a fijarse en el exterior y se atrevió a experimentar, con lo que empezó una larga historia de dudas y perplejidad sobre si cuando miramos un objeto éste es como parece o no. Descartes no negó la realidad exterior pero se ensimismó tanto que no la vio con claridad. Pero ese ensimismamiento resucitó la autoconciencia, pues el Yo prestó atención, de nuevo, a lo que ocurría en su entorno mental inmediato, en vez de limitarse a utilizar sus capacidades distraídamente. Los empiristas se vencieron hacia el otro lado y negaron un papel relevante a la mente, haciendo prevalecer el realismo de las sensaciones, aunque intoxicados con la duda cartesiana distinguieron propiedades intrínsecas, primarias, de otras secundarias que atribuían a nuestros sentidos, además de atribuir a la costumbre los nexos dados por buenos por el yo, como la causalidad. La fuerza de una corriente volcada hacia la experiencia contrastaba con la de otra corriente que, perezosa, retozaba en el formalismo sin querer salir del confort de la mente hablándose a sí misma. Pero llegó Kant y sentenció: los objetos de nuestro conocimiento son intuidos por nuestra sensibilidad y pensados con nuestros conceptos puros. Es decir son una mezcla sabrosa de realidad y pensamiento, pero en el que la realidad se nos presenta sólo como fenómeno, como dada a la sensibilidad humana. El yo despertado por Kant se plegó de nuevo sobre sí en el propio Kant para ponerse a excavar dentro de sí y poderse explicar cómo tenía conocimiento de las cosas externas y cómo las transformaba en abstracciones para que la realidad encontrara dentro de sí una reproducción facsímil sobre la que pensar, siguiendo las reglas del buen pensar descubierto por la lógica y, así, incluso imaginar esquemas de realidades que luego encontraban, en un proceso inverso, su correspondencia real allí donde se la esperaba. Así el yo descubrió que no sólo era capaz de generar copias de la realidad tal y como se le presentaba, sino que también podía general la copia y luego buscar el original fuera. Todo ello como resultado de su labor de minería primero y orfebrería después dentro de sí.

De esta forma el primero de los mineros, Kant, describió el proceso que lleva desde la labor errática y llena de dudas de una filósofo o un científico a la luminosidad de una compleja red de conceptos puros o empíricos que tienen la pretensión de ser aceptados por todos como necesarios. Unas características que el yo creyó que, una vez adquiridas, eran para siempre, pero que la ciencia hipotético-experimental ha probado que no y que el yo debe seguir afinando su potente mezcla de intuiciones y pensamientos para mejorar su copia de la realidad y así hacer más sutil su capacidad de acción entrando de lleno en la aventura ética. El yo, como único protagonista de esta historia también nota malestares, miedo, ira, placeres, culpa, orgullo o entusiasmo. Unos aleteos que alteran su tranquilidad y que parecen provenir de su propio cuerpo, pero que su repetición le permite correlacionar con sus propias actividades enseñándole a engañarse con trucos de endurecimiento o a eludirlas por extraños caminos de racionalización. Pero pronto se da cuenta que no tiene escapatoria y que le esperan detrás de cada esquina moral que doble.

La aventura del yo no ha acabado porque no todos han seguido a los maestros que llevaron a cabo avances exploratorios dentro y fuera. Por eso vemos como millones de yoes viven sus vidas como si nadie se hubiera dejado las pestañas de su yo en clarificar sus aventuras universales. Así vuelven sobre lo andado y cometen los errores de sus antepasados, pero ahora revestidos de otras vestimentas que transmiten el espejismo de que son nuevos pensamientos. Tras tan largo viaje el viejo yo debe reposar en una verdad que conoce desde que surgió en la sabana: que a los demás les duele igual que a uno mismo, por lo que ninguna ficción que le atraiga tiene legitimidad si se traduce en la práctica en dolor propio o ajeno. Debe estar atento a las intromisiones que las criaturas generadas por su propia ciencia van a llevar a cabo en su propio entorno haciéndole creer esto o aquello. Pero salvo ataque directo, a él no lo van a alcanzar y desde ahí, debe comenzar la reconquista de su autonomía contra aquellos que lo halaguen o lo dominen.

Un asunto muy interesante es el de las certezas del yo. Los filósofos que junto con los psicólogos y, ahora, los neurocientíficos se han ocupado de ello nos hablan desde lo apodíctico a lo relativo. Hoy nadie da un ardite por la verdad de la certeza. Como dijo Antonio Machado «en mi soledad he visto cosas muy claras que no son verdad«. A pesar de ello, los que tienen vida pública lo simulan por repetición, mientras su yo, desde dentro, les dice: «¡No insista, aquí dentro no está tan claro!». Hasta Kant, que la cosa tuvo relevancia, se entendía que aquello que era a priori era universal y necesario. Ser a priori quiere decir que no está a albur de la experiencia, está a buen recaudo y que lo sabido está libre de contradicción. El entorno del yo le manda mensaje apodícticos que le hacen sentir una especie de serenidad que le invita a ordenar a sus ojos que miren al frente fijamente en señal de comunicación con la verdad. Kant diría que si se duda del carácter necesario de algo a priori es que está contaminado con información proveniente del exterior. Ahora añado que también del interior, pues alrededor del yo también pululan intereses y deseos del cuerpo, incluso de él mismo, que también intoxican la pureza de lo a priori. Disturbios en el interior que perturban al yo y lo ponen en el brete de aferrarse al deber, ese mandato sobrecogedor que yo sabe que proviene dentro de su propia almendra y esto los iguala con millones de sus antecesores que le transmitieron la culpa por ser desleal a la tribu con sus licencias.

Deber Ser

La falacia naturalista afirma que el deber ser se deduce del ser. Esto es, que de una determinada propiedad identificada en un ser se infiere que éste ser es un referente moral. Así, si algo es bueno, deducir de este algo que es “lo bueno” en general, aquello que debe ser hecho. El deber ser no deviene del ser natural, pues éste es y no necesariamente como debe, según los criterios del ser humano. El deber ser procede del ser resultante de una actividad de aplicación de un «deber ser» previo. Es decir, un régimen político o un institución social fueron resultado de un plan de un «deber ser» de sus promotores, individuales o colectivos. Este ser es el que es cuestionado y genera un nuevo deber ser que aplicar para corregir los defectos, según los nuevos actores, del anterior. El deber ser se nos presenta como un imperativo categórico, es decir objetivos.

Por eso todo juicio práctico sobre una situación implica una comparación entre el ser de esa situación y un deber ser establecido por el que juzga “a partir de las diferencias que observa entre un ser que llamamos primario y el ideal imaginado“. Hegel llama a todo aquello que, más tarde se muestre como la presuposiciones de un nuevo presente “el no ser del presente ser”. Es decir, el deber ser no podría darse si no hay un ser previo ni un ideal imaginado permanentemente reconstruido a partir de sus propias condiciones. Es por las carencias reales o ficticias del ser respecto del ideal sugerido para el observador por el propio ser, que se definen las correcciones y acciones a llevar a cabo. El deber ser niega al ser primario y opta por crear un estado de conciencia para su transformación en un ser secundario. Una vez llevada a cabo (con una reforma o una provolución) esta transformación, un tiempo de experiencia con la nueva situación permite percibir en el nuevo ser defectos que generan un nuevo deber ser, impulsando a una nueva acción para constituir un ser nuevo. Esta nueva acción considerará las ventajas del ser primario y del secundario y procurará rechazar los defectos de ambos para soñar un nuevo deber ser, pero también el ser secundario hizo lo propio porque el régimen que destruyó tenía un antecedente que provocó el nacimiento del ser primario y nutrió de experiencia al ser secundario. Cada estadio tiene su deber ser asociado. Un deber ser que es extraído del ser porque el propio ser se presenta como defectuoso. Un derecho de extracción que asiste al que se siente perjudicado por la situación, al que poco le importa si la deducción tiene o no fundamento, que obviamente lo tiene, o al menos lo tiene en mayor medida que el que sea enarbolado por el beneficiario del status quo. En definitiva, si la historia tiene un ritmo es de dos tiempos; es más una polka que un vals, tanto en el nivel fáctico, como en el de los propósitos.

Cada realidad genera sus conflictos y su resolución genera otra sociedad que incluye tanto soluciones como problemas del tipo de nuevas formas de explotación, nuevas formas de tiranía o injusticia que obliga a un deber ser renovado cuya aplicación nunca destruye totalmente lo anterior, sino que se funde con él. La nuevas sociedades conllevan con cierta rapidez defectos debido a que la desigualdad de riqueza producida por la desigualdad de capacidades, no es disfrutada “deportivamente” durante la propia vida, sino que se pretende mantener la acumulación más allá. De esta forma la desigualdad de capacidades se convierte en desigualdad de oportunidades, se tengan o no las capacidades.

Es absurdo creer que cada estado de cosas es síntesis de dos estados previos porque la conciencia abstracta (compuesta de muchas concretas) que diseña la síntesis no sólo cuenta con experiencias que no están contenidas en el ser primario, sino que puede tener una cosmovisión que le invite a volver, aún de forma caricaturesca, a formas anteriores de vida o, inteligentemente, a recuperar aspectos que fueron eliminados en épocas anteriores, como ocurre con los procesos en cualquier orden de la vida e, incluso, en la evolución biológica (nuestro cerebro es un palimpsesto). Cada estado de cosas genera un deber ser, una reflexión diferencial respecto de un ideal construido. Pero el ideal no procede solamente de los dos estadios anteriores.. No hay tres estados, uno previo, otro que lo niega en la práctica y un tercero que sintetiza ambos. Tampoco se da la triada en el plano del discurso, pues no siempre hay síntesis, sino elaboración de discursos independientes. Hegel llama al futuro “el no ser implícito en el presente”. Cierto, pero la dificultad de adivinarlo reside en que hay mucho futuros posible a partir de las mismas condiciones del presente, por el carácter combinatorio de la multiplicidad y sus relaciones complejas.

Es más interesante la relación entre un determinado estado de cosas y el deber ser asociado. Es decir, cada estado de cosas es negado por un discurso que contribuirá, o no, a implantar otro estado de cosas que genera otro deber ser que lo negará y que puede sublimarse en formas sociales como una religión. El deber ser surge de experimentar y registrar los males del ser vigente y todos los que le precedieron y tiene como expresión un plan alternativo que incluirá aspectos de lo que se quiere destruir y de otras experiencias previas mejor interpretadas a la luz de las recientes frustraciones. De modo que en la cadena de estados es arbitrario recortar tres, puesto que cada uno genera su propia negación en un plano teórico y en un plano práctico con su aplicación. Este ritmo dual no cesa nunca y su consecuencia es un nuevo ser que no es síntesis de los dos anteriores, sino aplicación de su deber ser. Es decir, lo que hace posible el paso de uno a otro es el deber ser generado por la intersección del ser previo con la conciencia.

Todo ello sin olvidar que a pesar de todos los indicios con que pueda contar, la conciencia tiene más tendencia a creer que las cosas van a seguir siendo en una dirección inercial a creer en un cambio brusco. Un acontecimiento que cuando se produce hace girar el eje sobre el que se reflexiona obligando, entre otras cosas, a buscar en el pasado su explicación no advertida. Lo que Hegel llamas sus presuposiciones. Al tiempo, el pasado se justifica a partir de la clarificación que el presente y sus eventos proporcionan.

La cosa en-sí

Desde que se tiene registro del uso de la razón por parte del ser humano se ha presentado la polaridad entre apariencia y realidad. Es decir, se ha considerado que los que percibimos en el mundo físico es la manifestación de una realidad profunda que no está a nuestro alcance y que, lo que percibimos en el mundo de la vida, es pura apariencia en el mundo físico y puro cotilleo en el social, frente a una esencia de lo humano que no terminamos de captar. Los hitos de esa preocupación perenne han sido Parménides, Platón, Aristóteles, Berkeley Kant, Hegel y Heidegger (de alguna manera con su velado ser). Su discípula Hannah Arendt, por su cuenta, la considera una de las falacias más contumaces de la historia de la filosofía y reclama el reinado de las apariencias.

Desde Heidegger y, tras el paso por el positivismo, el verificacionismo y la falsación, la cuestión parece haber perdido interés, pero un filósofo francés (Quentin Meillassoux) la ha traído de nuevo a la palestra. En Parménides el pensamiento se confunde con la realidad y de un sólo principio (el de identidad) se deriva toda la estructura del ser, que es dada por real y, por tanto, se decreta que nuestra experiencia cotidiana es solo apariencia fantasmal. Platón consideró que la realidad se daba en el mundo de la ideas y que nuestra experiencia es una sombra proyectada por aquellas. Aristóteles reunió apariencia (materia) y realidad profunda (forma) en una unidad que llamó sustancia. Es decir se tuvo que esforzar en reunir las dos orillas de dos continentes, el oculto pensado y el perceptible sentido y pensado, orillas con una gran tendencia a separarse en nuestra mente. Berkeley de nuevo hizo temblar el realismo al considerar que la realidad tenía que ser sostenida por una conciencia observadora de las sensaciones del mundo. Kant puso límite a la pretensiones de los racionalistas de conocer en un ejercicio autónomo de la razón, sin contar con la experiencia, y de los empiristas de prescindir de cualquier estructura a priori aportada por la mente, incluido el principio de causalidad. Así, estableció los límites para el conocimiento afirmando que todo conocimiento legítimo procede de la experiencia, pero que para constituirse como conocimiento de un objeto debe ser estructurado por las intuiciones y las categorías (conceptos generales) a priori que el entendimiento tienen de antemano. Por eso le negó legitimidad a la pretensión de la razón de concederle el estatuto de realidad a sus elucubraciones metafísicas sin fundamento empírico. Pero, con este planteamiento, se le quedaba fuera la realidad tal y como se supone que es antes de que sobre ella caiga el manto de los conceptos de la mente humana, entre ellas las propias aspiraciones humanas de absoluto. Una realidad oculta que tal parece que no podemos impedir que reclame nuestro intelecto como sostén o sujeto de lo que aparece. A eso que se escapaba lo llamó “la cosa en-sí” y, de nuevo, aunque ahora sin connotaciones peyorativas, la realidad tras el telón quedaba separada de las apariencias o fenómenos. Para Kant, nuestras experiencias son objetos reales resultado de nuestra acción cognitiva sobre las sensaciones, pero no son la «cosa en-sí”, tal y como es sin nuestra intervención. En opinión de Kant no se puede concebir un aparecer sin un algo que aparece.

La cosa en-sí se puede entender como «parte» de las cosas que no llegan a ser objeto de conocimiento porque no afectan a nuestros sentidos. También puede ser interpretada como lo que no se podrá conocer nunca porque queda velada por nuestras representaciones que caen como un manto sobre las cosas convirtiendo a lo que se nos aparece en falsedad teñida por nuestra mente. Finalmente, puede ser entendida como aquellas cosas que nunca aparecen ni aparecerán a nuestros sentidos de forma integral e integrada. Es decir, no muestran ni mostrarán parte alguna de su ser. El auténtico horror negro. Hegel trata de resolver el problema asimilando razón y realidad en progresivo acercamiento. Pero no la razón de un niño o de un adulto iletrado, sino la de una humanidad que absorbe toda la experiencia de la historia y capta la esencia de la realidad humana mostrando la identidad entre ambas completando su concepto.

Tras la ducha de agua fría del positivismo hemos vivido varios intentos de transformar la realidad desde el pensamiento con resultados catastróficos y hemos vividos varias décadas de silencio metafísico mecidos ya exclusivamente por la realidad económica. Pero dado el carácter diédrico de la evolución humana, tras un tiempo vuelve el interés por explicar el profundo misterio de la existencia más allá de la simplificación de remitir todo a un ser divino y más acá de los límites que la ciencia ha ido construyendo a las especulaciones sin fundamento. Pero, ¿qué es el fundamento? para Meillassoux es el pensamiento matemático. Si esto es así, se habría encontrado el camino hacia la cosa en-sí en esta poderosa herramienta científica. Pero en esta idea se da la paradoja de que la realidad tal y como es sin la intervención del ser humano sería descrita por el más poderos producto de la mente humana. Además, esto implicaría que la realidad es mental, lo que no la hace menos real, pero mental, es decir, de la misma naturaleza que nuestro pensamiento. Pero Meillassoux pretende, salir de lo que él llama la “catástrofe kantiana”, que recreó el fantasma metafísico de una realidad oculta al posarse sobre ella sustancia mental para escapar así de la trampa de todo tipo de «correlacionismo» desde Kant a Derrida. Éste es, el nombre común que Meillassoux utiliza para cualquier propuesta que proponga que la realidad no puede ser conocida directamente, pero sí su correlación con la mente. Meillassoux considera que:

We can’t know what the reality of the object in itself is because we can’t distinguish between properties which are supposed to belong to the object and properties belonging to the subjective access to the objec

(No podemos conocer qué es la realidad de los objetos en sí mismos, porque no podemos distinguir entre las propiedades que se supone que pertenecen al objeto y las que pertenecen a nuestro modo de acceder a su conocimiento.)

Es sabido que un color es la «versión» mental de una onda electromagnética de determinada frecuencia emitida por una estructura atómica como reacción a la recepción de otra onda electromagnética procedente de una fuente. Lo que el cuerpo nos envía responde a su propia estructura y es parte de la información que manejamos para conocer «a fondo» la naturaleza del objeto. En este caso la parte que si los afecta (el fenómeno) es realidad conocida objetiva, no apariencia, sino lo que aparece que procede no de una «cosas en-sí» inaccesible, sino accesible por otras vías distintas de los sentidos, pero que, al final se presentan antes estos transformados en imágenes observables que hacen posible una elaboración más afinada del conocimiento de ese objeto.

De modo que, al final, nos encontramos con una experiencia sensorial inmediata en la que no conocemos ni conoceremos, contando solamente con los sentidos, todo lo que el objeto es, lo que explica la posición de Kant; pero hay una experiencia científica que utilizando la común naturaleza de las leyes que gobiernan, tanto a la realidad exterior como a la mente, que permite un acceso «total» al objeto, pues no sólo interpreta las emisiones dentro del rango sensorial que hacen posible la experiencia natural, sino la estructura que las emite (el sujeto de los fenómenos). Cuando la realidad externa actúa sobre la realidad interna de un observador la puede afectar de muchas maneras, que sólo tiene en común su estructura lógico-matemática que, a su vez, es la descripción simbólica de las leyes que la gobiernan a ambas; lo que no es un defecto, sino un aspecto adicional de la realidad como relación recíproca. De este modo, en nuestro caso, la dinámica de la realidad tendría una imagen abstracta en nuestra mente que, sin ser la realidad que observaríamos de tener otros aparatos sensoriales, nos permitiría controlarla mediante los traductores correspondientes. Una explicación que tiene dos derivadas: no hay realidad «verdadera», al margen del observador, sino afecciones observacionales y esas afecciones están reguladas por las leyes lógicas que emergiendo del observador y lo observado tratan de ajustarse en objetividad. Es decir, a pesar de la multiplicación de observadores, se mantiene la integridad de la verdad reguladas por las leyes invariantes de la relación y la propia estabilidad estructural de los objetos observados; lo que no excluye su transformación natural o artificial, pues la ciencia no sólo es capaz de describir estructuras estáticas, sino también sus procesos de transformación. Aunque hay que considerar que este proceso de conocimiento mixto entre sentidos y lógica-matemática es más fácil de llevar a cabo en la relación entre un observador humano y los objetos físicos y sumamente complicado entre un «objeto» humano y un observador humano por la capacidad de este tipo peculiar de objetos de ocultar, interpretar o, incluso, mentir premeditadamente. Lo que hace necesario sustituir la prótesis lógico matemática por herramientas específicas del ámbito de la psicología individual y social, así como de la ética, como conjunto de principios reguladores de las motivaciones humanas.

Meillassoux sostiene que su porfía es salir de la trampa kantiana de que sólo es posible conocer ordenando desde la mente el material que nos entra por los sentidos. Aporta como argumento que si no hay una realidad completamente ajena a nuestra mente, ¿cómo podemos afirmar que hubo un universo antes de la aparición del sapiens?. Argumento que se muestra banal, pues del mismo modo ¿cómo podríamos demostrar que hubo una realidad ayer mismo o hace una hora? Se responderá que con la memoria. Pero, en ese caso, ¿no son los fósiles precisamente la memoria de una realidad remota?. Es decir Meillassoux no ha resuelto el problema y nos deja ante la alternativa hegeliana de hacer de la realidad una entidad mental para que podamos conocerla “tal y como es” con nuestra razón (matemática) porque sería un encuentro entre iguales.

Mi posición en esta discusión es que existe la cosa en-sí solamente para el conocimiento basado solamente en los sentidos, debido a la limitación de su rango de sensibilidad; lo que probablemente tenga origen en una selección de capacidades con éxito biológico. Sin embargo no existe la cosa en-sí cuando aumentamos nuestra capacidad de captación de información mediante instrumentos que sí son sensibles fuera del rango sensorial y que traducen lo que captan a formas visibles para nosotros, lo que nos permiten descripciones matemáticas que nos habilitan para devolver a ese mundo invisible, en primera instancia, emisiones que los transforman a nuestra conveniencia o cuyo eco nos permite afinar su conocimiento. Esta ausencia de cosa en-sí en tanto que realidad inaccesible no avala la versión de Meillassoux de que el correlacionismo es falso, pues tanto nuestro conocimiento sensorial, como el ampliado por la instrumentación y la lógica-matemática, está mediado por nuestra estructura mental proporcionándonos una imagen semejante, pero no igual del mundo. Una semejanza o correlación que permite el conocimiento objetivo y la intervención en la realidad. Quizá Meillassoux tema que aceptar cualquier decalaje entre realidad y la imagen que nosotros nos hacemos de ella pueda hacernos caer de nuevo en la creencia de la cosas en-sí. Pero nada debe temer de las consecuencias de que nuestro cuerpo, incluido su cerebro, estén constituidos con la misma materia que aquello que quiere conocer. Mucho menos se debe temer que la inexistencia de la cosa en-sí nos retrotraiga ni al realismo ingenuo, ni a la consideración de los fenómenos como arbitrariedades de nuestra mente. El correlacionismo respeta la estructura de la realidad y es capaz de fundamentar un conocimiento útil pues refleja la lucha de la mente por conseguir el mejor ajuste (correlación) con la realidad.

De esta forma se afirma la versión naturalista de nuestra mente que es resultado de un proceso evolutivo en el que la acción de la realidad ambiental sobre la realidad de los organismos los ha dotado de la mejor herramienta de percepción compatible con la supervivencia. Esta es una versión compatible con el carácter relativo de la realidad que no privilegia observadores, cuya experiencia depende de su «punto de vista», ya sea un sistema a una determinada velocidad, ya sea un cerebro generado en unas determinadas condiciones. Esta relatividad es compatible con la invarianza de las leyes lógicas del pensamiento que reflejan las leyes que estructuran la realidad. Leyes lógicas cuya más poderosa expresión son las matemáticas. Al contrario que Kant con sus artificiosas estructuras intermedias con las que justificaba y resolvía la unión entre mente y realidad (intuiciones puras de espacio y tiempo o los esquemas de las categorías), creo que la conexión entre mente y realidad se explica y justifica por la común naturaleza surgida de la evolución biológica. Lo que autoriza a considerar a las intuiciones del espacio y tiempo de Kant como propias de la experiencia inmediata para un cerebro constituido en un medio ambiente con esas características de espacio sin deformaciones y tiempo lineal para un observador acrítico. Intuiciones que son del observador y de la propia realidad que permite las conclusiones primarias de un espacio sin cosas y un tiempo sin acontecimientos. Sin embargo, la penetrante mirada de la ciencia hace ya tiempo que pudo explicar el mundo con una visión mental correlacionada con la realidad medida en la que tiempo y espacio pierden sus condición de absolutos. Igualmente las categorías, como conceptos generales no son, en efecto, captados en las sensaciones, pero su legitimidad para ser aplicados a las sensaciones no proviene de entidades intermedias como los esquemas, sino de el hecho de que responden a la estructura lógica de las relaciones entre objetos y «de la propia mente que las concibe». Por eso tan verdad es que, como dice Hume, no hay en las sensaciones nada que justifique el concepto de causa, pero es verdad, al mismo tiempo, como dice Kant, que nuestra mente concibe a priori estas relaciones , aunque por razones no previstas por él, es decir, porque la mente las extrae de un sustrato constituido a partir de la realidad que juzga. De esa forma se evita la perplejidad, el asombro, acerca del buen ajuste mente-realidad.

La explicación tiene que ser fiel a lo que sabemos en un siglo en el que la ciencia nos ha contado tanto acerca de cómo funciona el mundo físico y empieza a hacerlo acerca de cómo funciona nuestro cerebro. Sabemos que la realidad, en efecto, la conocemos a partir de nuestra intersección con lo que «la cosa en-sí» emite en forma de radiaciones electromagnéticas, mecánicas, gases, líquidos e interacción molecular. Y que nuestro cerebro transforma codificando esa información y que construye con ellas mapas mentales que vacilantemente en cada individuo y con más firmeza en la acción colectiva de los científicos y pensadores sociales. El gran avance desde hace cuatrocientos años (Galileo) es haber aplicado las matemáticas para interpretar las estructuras no evidentes de la naturaleza (Vgr. la aceleración) y desde hace ciento setenta años (Vgr. Maxwell) para matematizar realidades fuera de nuestro espectro sensorial (ondas infrarrojas y ultravioletas). De esta forma es posible hacer de este conocimiento una poderosa herramienta cuyas consecuencias tecnológicas estamos disfrutando en este momento, mientras caminamos hacia una disyuntiva entre un mundo de liberación de la necesidad por la automatización o un mundo de tiranía por el abuso de este poder en manos de élites, que paradójicamente, se impondrían por la ayuda de capas intermedias de cipayos.

La prueba de lo dicho es que no podemos tener experiencia directa de parte de la realidad por nuestra constitución, debido a que la evolución nos ha dotado de un paquete de sentidos suficiente para la supervivencia, pero insuficiente para un conocimiento directo de la realidad. Así, como hemos dicho más arriba, la cosa en-sí no existe, pues siempre será necesario un punto de vista fisiológico o digital para interpretar su presencia. Nuestros sentidos los ha construido la realidad con la materia y energía que pretende conocer, lo que hace inevitable disfrutar de ella indirectamente, tanto en lo que se refiere a la transformación de sus ritmos en colores, sonidos, sabores, olores y sensaciones táctiles, como en la copia de sus estructuras y proceso internas mediante las matemáticas. Es decir, la cosa en-sí no existe, como no existe el reposo, pero es que tampoco la necesitamos, pues es suficiente con el crecientemente afinado ser que construimos en complicidad la realidad exterior y nuestra realísima mente, que por cierto tampoco no es dada con transparencia.

En resumen: la realidad, tal y como la conocemos, no es tal y como la conocería otro organismo, en tanto que experiencia fenoménica, pero todas las versiones de la realidad tiene en común su estructura lógica para cualquier organismo capaz de pensarla. La cosa en-sí no existe, sino la cosa para X, siendo X cualquier forma pensante. La experiencia de la realidad es relativa, pero su estructura lógica es invariante. Cuando haciendo uso de las matemáticas conocemos el comportamiento de una parte de la realidad, no la estamos conociendo como cosa en-sí directamente desvelada para la experiencia fenoménica, sino indirectamente en su estructura. Esta versión del correlacionismo es coherente con la estructura relativa de la realidad física. Una postura que permite considerar a las propiedades conocidas de los objetos como propias de los objetos, pero en la «versión» que la correlación de nuestra especie permite.

Esta postura niega la pretensión de Meillassoux de salir del «círculo correlacionista» y mirar «cara a cara» a la cosa en-sí, pues sería equivalente a romper el tejido de la realidad para situarnos en un imposible punto de vista neutral. De la cosa en-sí solo retengo el hecho de que hay una realidad externa a nosotros y que no nos necesita para existir. Mirarla de forma transparente, como pretende Meillassoux, es equivalente al sobrepasado pensamiento de un espacio y tiempo absolutos. Por cierto que el argumento de que el correlacionismo está desacreditado para opinar sobre tiempos pasados (¿ayer o hace trece mil millones de años?), no tiene sentido, pues la ciencia no actúa sobre el pasado, sino sobre los muy actuales vestigios, ya sean huesos o luces estelares. No veo por qué una supuesta visión directa de la realidad sin la transformación correlacionista está más acreditada para retrotraer las tendencias identificadas para teorizar sobre un pasado y someter esas teorías a prueba de coherencia con los restos contemporáneos. El correlacionismo es capaz de actuar con rigor porque lo hace no con sus transformadas experiencias fenoménicas, sino con sus mejores aproximaciones a la estructura lógica de la realidad. Estructura que luego puede recrear con una correlación a la inversa en forma de espectaculares experiencias sensoriales.

Universalidad y Necesidad

Kant considera que la objetividad de una afirmación se basa en su universalidad y en su necesidad. La primera característica no permite compartir tal afirmación y la segunda afirmarla apodícticamente sin miedo a ser refutados mostrando el absurdo de su contrario. Esta seguridad provendría de su condición de conocimiento a priori, es decir de conocimiento que de forma estructura y lógica nos constituye. Nuestra mente funciona conforme a unos presupuestos lógicos ínsitos en su naturaleza cuyo cumplimiento son la prueba de un razonamiento correcto y firme. Esta seguridad proviene, de una parte, de estar protegidos de toda contingencia exterior y, de otra, del hecho de que nuestra mente es resultado de la función de un cerebro constituido en esa misma lógica, que es la expresión del ser de la naturaleza, que se nos muestra exterior, pero que reside en nosotros mismos y nuestra larga aventura de surgir desde la condición de mera energía a seres conscientes, pasando por las fases minerales, cuasi vegetales, animales y seres humanos finalmente. En esa larga trayectoria se nos ha grabado en los más profundos niveles de nuestra constitución esa lógica que ahora no sostiene en nuestros juicios y devolvemos al «exterior» en forma de ciencia explicativa. La naturaleza se conoce a sí misma en nosotros. Nuestra seguridad lógica reside en nuestra semejanza natural. La certeza de los juicios a priori es una forma, como lo es el placer, de invitarnos a perseverar en ese camino para ayudar al conocimiento y dominio de las posibilidades que ofrece la extraordinaria experiencia del pliegue de la naturaleza sobre sí misma.

Una certeza que caracteriza a todo lo a priori, ya sea en el ámbito de la sensibilidad, donde son las intuiciones puras de tiempo y espacio las que la proporcionan o en el ámbito del entendimiento, donde son las categorías las portadoras de certeza.

Acuerdo matemáticas realidad

El kantismo explica el acuerdo entre las matemáticas y la realidad en su propuesta de que comparten la intuición pura del espacio y el tiempo. Una estructura esta que permite cumplir la condición de que el juicio o fórmula que se emita (x = a ….) es sintético porque une un sujeto, x, a un predicado nuevo no contenido en él y es a priori, porque ese conocimiento es posibilitado por una estructura a priori, que no necesita de la experiencia para actuar. Así el conocimiento matemático construye su objetos con datos que le llegan de la realidad en un terreno anfibio: la intuición pura del espacio y el tiempo. No estoy seguro de que eso sea tan verdad cuando se construyen las fórmulas de Lorentz en las que, precisamente la naturaleza absoluta del tiempo y el espacio, que están en la base de la propuesta kantiana, saltan por los aires hechos añicos para mostrar su cara relativa al movimiento. Todo esto se dice en la conciencia de que la ingeniosa construcción de Kant tiene un punto de verdad en el hecho de que nuestra razón se ha construido en un espacio y tiempo aparentemente absolutos para un ser, el sapiens, que se ha buscado la vida en unas condiciones en las que no es posible sin instrumentos (experimento Michelson-Morley) tener una concepción distinta de estas dimensiones. Sin embargo, está claro que las matemáticas y la física de Newton no son universales ni necesarias, pues son la expresión genial de una realidad construida con solamente parte de la información necesaria. Pero sí son la prueba de que las matemáticas se adaptan perfectamente “a la realidad que imaginamos. Y que, por tanto, el ser es el ser conocido como postula su lógica trascendental.

El tiempo

Es muy habitual hablar del tiempo como un ámbito en el que suceden las cosas. Por eso tenemos la sensación de que hay un mañana y hubo un pasado. De esta forma nos acostamos con la tranquilidad de que por delante nuestra hay “sitio” para que nuestras vidas sigan su curso. Por otra parte, también se nos dice que el tiempo “circula” en un único sentido y que no hay vuelta atrás. Pues a todo esto decimos:

El tiempo es una artificialidad que oculta que el acontecimiento definitivo para el ser es el cambio. La afirmación de que los cambios se producen «en el tiempo» equivale a que «la luz es una deformación del éter». Ni el éter, ni el tiempo son necesarios. La luz es energía en movimiento sin soporte y el cambio es manifestación de la energía sin el soporte temporal. Igualmente, habría que decir que el espacio no es necesario para entender qué cosa son los cuerpos y las distancias entre ellos. El mapa del espacio es un mapa de niveles de energía. Donde hay alta concentración relativa hablamos de materia y donde hay baja concentración hablamos de espacio. Por eso «las distancias» también se miden por cambios físico. Así, un año luz es la diferencia entre dos niveles de energía que la luz debe salvar mientras la Tierra da una vuelta al Sol. Otra cosa es que en la práctica orientemos nuestra acción mediante cambios relativos a un patrón de cambio escogido racionalmente, pero sin necesidad absoluta e, igualmente que hablemos de espacio como un ámbito en el que están las cosas. El tiempo y el espacio de la física y de nuestra cotidianidad es una contribución al hecho de que nuestro cerebro se ha constituido en unas condiciones de baja densidad energética conteniendo elementos de alta densidad energética creando la sensación de cambio para nuestra percepción y rodeado de cambios regulares que insinuaba ya el concepto práctico de tiempo. Esto ha sido así afortunadamente, pues desde ese espejismo tan bien expresado en las intuiciones puras de espacio y tiempo en Kant la humanidad ha construido un edificio imponente de conocimiento que finalmente ha volado sus propios cimientos generados por el sentido común para quedarse en el aire sin más sostén que la acción recíproca en la totalidad de la realidad. Por tanto, si se le sigue hablando de espacio y tiempo es por razones de tradición. Y cuando se habla del espacio-tiempo, se está pensando en la relación entre la densidad de energía y su cambio. La velocidad es la relación entre el espacio recorrido y el número de veces que un ciclo convencional se ha producido. La dilatación o contracción del tiempo es la mayor o menor velocidad de un cambio de un proceso respecto de otro proceso escogido convencionalmente. Decir que antes del Big Bang no existía el tiempo es decir que no había cambio alguno. Pero incluso en esas circunstancias habrá vórtices de energía potencialmente materializable que no ha superado el umbral de separación entre materia y antimateria. También hay que constatar que la intuición interna del tiempo es un espejismo producido por el cambio. El ser está en continuo cambio impulsado por la multiplicidad interna y externa que ofrece diferentes situaciones para cada parte sustantiva que las hace entrar en conflicto o tensiones diferenciales. Conflicto del que deviene el cambio que la conciencia o de un objeto físico, que es en sí misma cambio en su constante aprehender para dar respuesta a los desafíos del cambio propio y del resto de la realidad.

El tiempo no es un ámbito “por delante” del presente que “permite” que éste pueda seguir cambiando. Es el cambio continuado el que crea en la conciencia ese espejismo; ese ámbito de esperanza, ese espacio en el que “mañana” el mundo continuará su trajín. Una conciencia consciente de estar en un presente imagina un mañana. En realidad esa conciencia está proyectando hacia el porvenir su experiencia memorizada de un revenir (un pasado). Sin la memoria no habría tal extrapolación, pero tampoco habría conciencia, luego lo uno lleva a lo otro: la memoria surge como herramienta práctica, de supervivencia para inmediatamente hacerse fuerte en la conciencia como pasado abstracto. El hecho es que no hay ni pasado, ni futuro, sino una conformación anterior y otra posterior según nuestra memoria y nuestra imaginación que arrastramos permanentemente en el único ente real (el presente) para nuestro confort espiritual pues vivimos proyectados hacía esas dos entelequias. La paradoja es que laboramos en el presente y vivimos en la memoria proyectados hacia la imaginación. Lo decisivo es comprender que, en realidad, no hay movimiento por un eje temporal, sino, si preferimos pensar en ese eje, una posición estacionaria en la que no se cesa de cambiar por sí mismo y por las relaciones con el resto del ser. Estamos parados “en el tiempo“, si, insisto, se prefiere mantener la idea de un eje temporal, pero sin parar de cambiar. Es nuestra memoria, que registra los estadios anteriores de nuestro ser y nuestra imaginación que reproduce ese no estar hacia una entelequia llamada futuro, las que generan tal “espacialidad” temporal.

Obviamente esta idea es compatible con el concepto de tiempo en la física, pero siempre que se sea consciente que, cuando se habla de tiempo en esta disciplina, en realidad se está hablando de cambio. ¿Qué es hora si no la vigésimo cuarta fracción de una vuelta de la Tierra sobre su eje? Una ventaja de este cambio de perspectiva es que la sorprendente afirmación de la física relativista de que el tiempo de encoge o dilata según la velocidad pasa a ser trivial, pues no escandaliza al sentido común que un cambio pueda ser más o menos rápido.

Una vez aceptado que el tiempo es el cambio, es más fácil entender que sí se encontrara el modo de revertir los procesos físicos a voluntad estaríamos, hablando, en términos convencionales, de invertir la flecha del tiempo, como Einstein les dijo a los familiares de su amigo Michele Besso para consolarlos. Una ambición muy compleja y probablemente imposible por la constatación de la fuerza de la segunda ley de la termodinámica. Pero, en todo caso, no hay contradicción filosófica, una vez que se acepta que el tiempo no es otra cosa que la medida del cambio, como ya dijo Aristóteles, éste puede ser en el sentido de ordenar lo desordenado o en el sentido de desordenar lo ordenado. Por tanto ya no tendría significado hablar de “cambio en el tiempo“, sino, en todo caso de que “el cambio crea el tiempo“. Por otra parte, no hemos tratado sobre las razones filosóficas del cambio, que científicamente residen en las fuerzas de la naturaleza. Afortunadamente, el tiempo como cambio es infinito, ¿qué podría hacer colapsar el cambio sobre sí mismo? También el tiempo como cambio se desvincula de la conciencia, pues nada impide que los cambios sigan produciéndose si una conciencia que los observe. Al fin y al cabo, la naturaleza sin conciencia creó a la conciencia. Otra cosa es que ese cambio no vibre en un corazón.

Hegel dijo que el tiempo es el concepto vacío que se presenta a la conciencia mientras no termina de completarse. Cuánto más coherente es esta opinión si se piensa en el cambio. Este nuevo status del cambio como fuente del dinamismo vital es coherente con la idea de Hegel de que “el ser no puede ser sin ser lo otro de sí mismo“. Lo que es una frase descriptiva de que la realidad es cambio permanente en todos los niveles: mineral, biológico y espiritual. Aventuro que la respuesta filosófica a la causa del cambio puede ser negar el principio de razón suficiente, pero me parece más elegante atribuirlo a la desigualdad, o mejor, a la diferencia. Diferencia que se da siempre porque el ser la lleva como naturaleza en sí mismo. Por tanto, dado que la realidad no sería nunca completamente uniforme, es decir muerta, el cambio estará siempre presente como expone la manifestación de la desigualdad, la singularidad incluso en la nada, como mostró Paul Dirac. Una diferencia que es consustancial al ser, al que le basta fijar un límite para establecer al mismo tiempo su superación. A lo que cambia rápido le llamamos proceso y a lo que cambia lento (relativamente a nosotros) le llamamos cosas. Nuestra experiencia de conocimiento se decía que “necesita tiempo”. Esta expresión lo que, en realidad, muestra es que el conocimiento es la experiencia del encuentro entre un proceso mental (cambio rápido) y una cosa (cambio lento). El sujeto percibe a la cosa como objeto de conocimiento porque en su proceso de registro no hay variaciones significativas  para él y puede seguir repitiendo rutinas mentales merodeando el objeto hasta extraer patrones cognitivos satisfactorios de acuerdo a su propia lógica. Cuando se trata de la experiencia de interferencia de dos procesos: el mental y el externo, la mente necesita “parar” el proceso externo ya sea mediante imágenes (cambio lento) o símbolos que lo cosifican (el lenguaje).

Lo que llamamos tiempo es un cambio permanente a la búsqueda infinita de completar el concepto. Concepto que no puede ser otro que la respuesta que la naturaleza perpleja se dé a sí misma, alguna vez, sobre el enigma de sí misma.

La experiencia de continua fluir del tiempo cuando no estamos contemplando cambio alguno fuera de nosotros, es la experiencia de nuestro propio flujo corporal. Un experiencia que despojada de contenido alguno o de concepto se corresponde con la descripción que hace Kant como intuición pura o a priori. Ese discurrir es nuestro fluir y Kant hace una pictórica descripción que es tan verdadera como superficial.

En la versión de Hegel, lo que llamamos tiempo es un cambio permanente a la búsqueda infinita de completar el concepto. Concepto que no puede ser otro que la respuesta que la naturaleza perpleja se dé a sí misma, alguna vez, sobre su propio enigma. Atribuir a la naturaleza un comportamiento mecánico, mientras nos atribuimos a nosotros todos los avances decisivos por contar con una mente eficaz, olvida varias cosas: que somos naturaleza producida por la naturaleza; que nuestro “extraordinario” cerebro es resultado de millones de años de evolución “ciega” y que tenemos la gran responsabilidad de no malograr estos éxitos por la frustración que nos produce la distancia entre nuestras aspiraciones y nuestra realidad. De ahí la importancia de no tirar la propia vida por la borda, de vivirla en su flujo continuo con intensidad para no tener que lamentar, cuando el último cambio esté cerca, haber derrochado la donación que se nos hizo de una cuota de felicidad.

El espacio

El espacio es el nombre que damos al hecho percibido de que entre los objetos hay un ámbito vacío que puede ser ocupado o desocupado según las circunstancias. Kant lo pensó como una intuición pura, un marco con que la mente cuenta a priori y que se capta cuando de las intuiciones puras se sustrae todo lo que pueda haber de concepto y todo lo que pueda haber de sensaciones concretas. El resultado sería un forma que nos prepara para que recibamos las sensaciones procedentes de los objetos exteriores que lo ocupan. Con toda seguridad que la descripción que hace Kant es correcta, para nuestra experiencia común y los desarrollos de la geometría euclidiana. Pero es sabido, que los matemáticos desarrollaron geometrías alternativas en el siglo XIX que encontraron aplicación en las concepciones físicas del espacio de la teoría de la relatividad, pocos años después. De esta forma el espacio más próximo a la realidad cósmica es un espacio pensado y representado por fórmulas antes que una intuición inmediata. Sin embargo en nuestra vida cotidiana e incluso dentro de una nave espacial seguimos teniendo la experiencia de Kant, es decir, la experiencia de vivir en un mundo de tres dimensiones planas. Pero Kant, además, propone que la experiencia del espacio es el resultado del acople en nosotros de las sensaciones como materia en la forma pura del espacio que nuestra mente tiene preparada de antemano. Una experiencia común que Kant trata de describir meticulosamente. El acople entre la intuición pura, a priori aportada por nuestra mente y los objetos para constituir un fenómeno como objeto de conocimiento no debe ser considerada un casualidad que requiera de una armonía preestablecida, sino más bien el resultado de la conformación de nuestra mente en ese mismo espacio preexistente durante el proceso de constitución de nuestra mente en la evolución biológica. No es extraño pues que nuestra mente esté dotada de una intuición del espacio sin la cual hubiera sido imposible que sobreviviera y, mucho menos que se impusiera a sus rivales del mundo animal. En definitiva existe un espacio exterior como expresión de niveles de concentración de energía y existe una intuición a priori de ese espacio por parte de todos los seres que evolucionados, especialmente aquellos que lo intuyen a través de la vista. Por tanto, la mente llega a la experiencia con una capacidad de contar con una «versión» del espacio real conformada por su cerebro, del mismo modo que contamos con una «versión» de las ondas electromagnéticas en forma de colores. El espacio de Kant, a priori, vacío de concepto y sensaciones, es una buena descripción de la capacidad potencial que tiene nuestra mente de traducir el espacio real cada vez que abre los ojos. Una vez abiertos los ojos, la potencialidad se actualiza en la experiencia maravillosa de las formas y los colores. Una experiencia que ahora sabemos que corresponde a unos parámetros determinados que no dan cuenta de toda la realidad espacial. Vivimos en un espacio plano y nuestro cerebro fue constituido en él. De modo que no puede extrañarnos que haciendo uso de nuestra concepción a priori del espacio no vayamos tropezando con los objetos. Además la forma en que la ciencia nos dice que el cerebro calcula las distancias, por ejemplo con el paralaje al moverse, pone de manifiesto que en esa determinación hay una convergencia entre la información que envían los objetos y la propia estructura fisiológica del sujeto (tener dos ojos separados). Una convergencia que proporciona un conjunto que el cerebro interpreta como distancias relativas entre objetos y que, de alguna forma, desmiente la existencia espectral de una forma a priori espacial, aunque el modo en que las cosas suceden explica que Kant tuviera ese espejismo porque él se mueve en el plano lógico y no en el físico. Su interés reside en explicar porqué son posibles juicios sintéticos a priori en materia geométrica. Puesto que se encuentra con estos juicios en los que hay información nueva (predicado) atribuida al sujeto a cada lado del signo igual, creo que tiene que haber un nexo entre el objeto y la mente. Un nexo que deduce partiendo de la visión (intuición) directa de la realidad tal y como la experimenta y de esa representación resta cualquier concepto que pueda ir asociado (lo que deja para más adelante) y resta cualquier sensación asociada (objetos concretos) quedando en su mente lo que él llamó intuición pura del espacio. Una entidad etérea que le permite legitimar los juicios sintéticos a priori desde el punto de vista de la lógica que quiere encontrar las condiciones que posibilitan una ciencia tan importante como las matemáticas.

El lenguaje

El lenguaje es la forma con la que congelamos el cambio. Ya hemos visto que el tiempo no existe, pero sí el cambio (el devenir). Todas las palabras tienen la característica de la universalidad (excepto los nombres propios), lo que nos permite utilizarlas en cualquier circunstancia siempre que, para entendernos, tengamos presente el contexto, que no es otra cosa que un conjunto de relaciones. Si decimos “aquí” sabemos que solo funciona si nuestro interlocutor está “allí” o, en todo caso, hay un allí. De este modo conseguimos que nuestra intuición de que todo está cambiando continuamente sea neutralizada con lo que somos capaces de reflexionar usando el lenguaje, mientras las cosas siguen cambiando. Un reflexionar que puede ser filosofía o ciencia, un recuerdo o un proyecto. Naturalmente esto solo funciona si los cambios no son tan rápidos que nuestro reflexión se vuelve inútil. El lenguaje también permite crear nuestro mundo y comunicarlo a otros. Lo que no es nombrable produce desconcierto, pero si no encontramos un nombre, le llamaremos “la cosa”, una especie de super universal. Para que el lenguaje fuera útil era necesario que sus significantes fueran universales, pues no es posible construir un lenguaje con nombres propios exclusivamente. Esa es la ventaja, pero tiene su sombra: la intención del hablante puede dar a las mismas palabras usos muy distintos e irritantes para su interlocutor. El lenguaje es también el reservorio de las mejores ideas y su articulación. La fragilidad de nuestras cavilaciones, que van y vienen, se extravía o van certeras a una conclusión final requiere de su fijación so pena de que se pierdan para siempre. El lenguaje es el gran archivero, especialmente en su forma escrita. Toda la filosofía y la ciencia que el ser humano ha construido lenta y costosamente no hubiera sido posible sin el lenguaje. El lenguaje también está en el origen del pensamiento bien articulado, pues probablemente el hombre primitivo pasó de “pensar” a gritos a pensar en silencio paulatinamente. Por eso es tan complicado, hoy en día, clarificar la relación entre pensamiento y lenguaje, a pesar de la constatación de la eficacia de su relación. E

Las estructuras 

La filosofía quiere descubrir los invariantes de la existencia humana, como la ciencia lo quiere hacer del mundo físico. Kant quiso caracterizar nuestro conocimiento y establecer sus límites. Le quedó el residuo de conocer las cosas tal y como son al margen del observador. Hegel hizo un tremendo esfuerzo especulativo para que la conciencia se conociera a sí misma. En un primer momento analiza la certeza sensible de los objetos, la percepción de sus propiedades y el entendimiento de las fuerzas en actúan sobre él. En ese punto, vuelve la conciencia sobre sí misma y analiza la estructura de esa relación reflexiva y con otras autoconciencias. Estudio que le permite descubrir la estructura compleja de las experiencias de sometimiento y liberación basadas en el deseo que la autoconciencia tiene del deseo de otra autoconciencia. Heidegger, por su parte, nos proporciona otra visión de lo mismo: el ser humano. Ahora nos encontramos con una búsqueda del sentido del ser a través de extraer, con gran esfuerzo, del vértigo de la vida cotidiana de los seres humano las estructuras invariante estables que describen nuestro comportamiento.

En todos estos brillantes esfuerzos, cuyos frutos aún no se han obtenido del todo, se observa un carácter descriptivo que pretende respetar la realidad tal y como es pero no se proporciona una explicación, un porqué. Una posición que ha permitido que, hoy en día, se discuta el principio de razón suficiente. Es decir, el hecho de que cada acontecimiento tenga una razón que lo explique. No es de extrañar que por esa fisura entre un sentido absoluto de la prevalencia de la contingencia sobre la necesidad y haya entrado una pretensión de resignación ante los aspectos más dolorosos de las estructuras sociales.

Estas estructuras existenciales permiten comprobar cómo los vaivenes de la Historia encuentran fundamento descriptivo en ellas sólo en el pasado. Las relaciones entre el amo y el siervo que tan sutilmente examina Hegel, pueden describir el proceso de liberación del “siervo” burgués del “amo” aristócrata, pero sólo puede contemplar con estupefacción el fracaso de la liberación que el siervo “proletario” ha intentado respecto del “amo” burgués. Es más, no son capaces de explicar por qué, ni siquiera, cada liberación trae sus propias cadenas. Al primer problema se le puede encontrar explicación en el hecho de que el antiguo siervo se hizo con la propiedad de la energía, mientras que su amo optó por la ociosidad. Sin embargo, en el siguiente ciclo, el amo no suelta la propiedad de la energía, mientras que el siervo apenas posee más energía que la de su cuerpo, que está a punto de ser despreciada por el desarrollo de la automatización haciendo muy complicado ningún tipo de liberación…

Causalidad

Este concepto está en el corazón de la reflexión de Kant sobre la relación entre nuestra mente y los objetos del conocimiento. Hasta Hume era aceptado que los sucesos del mundo eran causados. Hasta el punto que tanto Aristóteles como Tomás de Aquino fundaban en él la existencia de Dios. Pero Hume llevando la deriva empirista hasta su límite lo eliminó como fundamento de la experiencia para convertirlo en simple costumbre, hábito mental resultado de las repeticiones observadas. Para Kant, sin embargo, es el nexo necesario que justifica el cambio.

«Cuando vemos que algo sucede, siempre suponemos que alguna otra cosa la ha precedido, a quien según una regla ha seguido». 

Este concepto de causa está ligado en nuestra experiencia elemental a macro sucesos como cuando una piedra de desprende y aplasta una árbol. Pero ese episodio macroscópico es el resultado final de procesos que «empiezan» con los eternos depósitos de energía de los que pudieron surgir las primeras partículas que llevaron al primer átomo de hidrógeno creado, para muchas transformaciones después seguir con el debilitamiento del anclaje de la roca por la presencia de humedad que, por ejemplo, genera sales que se expanden o que se hiela creando tensiones internas en la roca hasta su fractura y caída sobre el árbol. Pero no para ahí, pues el árbol caído alimenta el humus que «no acabará nunca»… Es decir, en realidad es un proceso tan continuo y contingente como los paseos cósmicos de los planetas. Es decir, hay una continuidad procesal que nos presenta a la realidad en una acción recíproca sin discontinuidades en la que causas y efectos se presentan más como una observación antropológica que interrumpe procesos en los que una colisión no es más relevante que la trayectoria que la hizo posible. El hombre irrumpe en esa fluidez y continuidad con su mirada parcial y declara «¡esto es una causa, aquello un efecto!», estableciendo las bases de su ciencia, pero, del mismo modo que compatibilizamos el uso práctico de la medida del cambio en forma del tiempo de nuestros relojes, podemos aceptar que el catálogos de causas y efectos que hemos construido es útil, pero no nos da una imagen clara del universo y sus procesos. Incluso el hombre cuando interviene con un acto de su voluntad está siguiendo las leyes del deseo, por lo que no es tanto causa de un efecto, como nudo de una red compleja de acciones recíprocas que se traducen en otras acciones. Algo así como que todo el universo contribuyó a que se cayera la roca, por lo que parece gratuito echarle la culpa a la pobre humedad, o al pobre hielo. Aunque hay que reconocer que el funcionamiento práctico del hombre en su camino hacia formas más holísticas y potentes de proceder es mucho más eficaz si se conoce y actúa sobre el acontecimiento más próximos al fenómeno objeto de interés. Entre otras cosas porque esa intervención modifica las condiciones y desvía el flujo de intercambios hacia otra parte que nos resulta más indiferente. 

Analítico y Sintético; apriori y posteriori

Esta es una división clásica del kantismo que se refiere a los tipos de juicios. Son analíticos aquellos en los que el predicado se deduce del sujeto y el ejemplo que da Kant es «Todo cuerpo es extenso (se puede medir)». Son sintéticos aquellos que le atribuyen al sujeto un predicado que no se puede presumir de antemano que le sea de aplicación. El ejemplo que da Kant es «Todo cuerpo es pesado». Ya se ve que esta división separa los juicios, pero hay otra división: a las afirmaciones que no requieren de la experiencia para saber que son verdad porque se nos aparecen como universales (todo el mundo lo acepta así) y necesarias (afirmar los contrario sería contradictorio) las llama a priori y aquellas otras cuya veracidad no puede conocerse sin tomarse la molestia, por ejemplo, de coger un cuerpo y comprobar que ejercen una fuerza sobre nosotros le llama a posteriori. Así puede haber juicios análiticos a priori («el todo es mayor que parte»), que es analítico porque el predicado -parte- está ya en el sujeto -todo) y a priori porque porque a la mente se le presenta como universal (todo el mundo lo acepta así) y necesario (afirmar los contrario sería contradictorio), haciendo innecesario realizar un experimento para ello. También puede haber juicios sintéticos a posteriori («la nieve es blanca») porque es una síntesis entre dos conceptos sin relación y es a posteriori porque lo que afirmamos puede ser así o no serlo antes de comprobarlo (ni es universal ni es necesario). No parece tener sentido los juicios analíticos a posteriori porque es una pérdida de tiempo acudir a la experiencia para comprobar, por ejemplo, que el todo es mayor que la parte. Queda, por tanto una combinación: los juicios sintéticos a priori, es decir, aquellos en los que al sujeto se le atribuye un predicado que no podemos deducir por su análisis, pero que, al tiempo, son a priori porque no necesitamos acudir a la experiencia para conocer esta novedad, pues nos resultan evidentes. Un ejemplo son los juicios de las matemáticas (5 + 4 =9) y de la física (la cantidad de energía en el universo es constante). El primero porque del sujeto «5+4» no se deriva el predicado «9», luego es una síntesis de cosas diferentes, pero también es a priori porque no necesitamos una experiencia en la realidad, salir de nuestra mente para afirmar que es verdadero. Igualmente, en el segundo caso, el juicio es sintético porque el concepto de energía no se deduce el de constancia y es a priori, porque es inaceptable (contradictorio) para la mente que la energía se pierda sin retorno. Para la mente nada se crea de la nada y nada es aniquila totalmente.

En este tipo especial de juicios Kant encuentra la prueba de que el conocimiento es una mezcla de realidad y estructuración en la que el mundo pone su realidad y la mente el orden. De modo que cuando emitimos un juicio, una teoría, una fórmula estamos creando un objeto de conocimiento en el que se mezcla las sensaciones que el mundo produce en nuestra mente y el orden que nuestra estructura lógica les impone. Una solución que Kant aporta dado que está incómodo con la solución dada por los empiristas que atribuyen el conocimiento a la recepción pasiva de sensaciones exteriores desordenadas y con la estéril pretensión de los racionalistas de extraer todo conocimiento de los juegos íntimos de la razón, que sólo pueden proporcionar coherencia, pero no información nueva. Los primeros como no pueden encontrar en las sensaciones la estructura que si observamos en el conocimiento la atribuye al hábito y los racionalistas, como sólo pueden aportar coherencia en sus razonamientos, son incapaces de dar respuesta a la complejidad natural.

Pero a Kant le intriga cómo se produce el ajuste entre el orden de la mente y el comportamiento de la realidad por lo que propone una instancias intermedias que compartan la naturaleza de la realidad, por una parte, y la de la mente, por otra. En la experiencia cotidiana con el mundo esa instancia son el espacio y el tiempo, dos entes de pensamiento que pueden ser pensados aislados (el uno sin objetos y el otro sin acontecimientos) y que la mente los intuye sin necesidad de acudir a la experiencia, lo que los acerca a la mente, pero que conforman los objeto de conocimiento en su forma y su sucesión. Es decir la mente aporta estas intuiciones puras, a priori y con ellas hace posible la intuición (percepción) de los objetos tal y como los vemos, además de su tratamiento aritmético, geométrico e, incluso, topológico. En cuanto a los juicios sintéticos a priori de la física, es decir a la atribución a los objetos de la física de propiedades ineluctables se consigue mediante las llamadas categorías que son conceptos genéricos evidentes. De esta forma las matemáticas y la física cuentan con la ventaja de ser informativas (sintéticas), universales (aceptadas por todos) y necesarias (afirmar lo contrario sería absurdo). En definitiva con esta deducción Kant cree que ha demostrado la objetividad del conocimiento. Es decir la capacidad del ser humano de generar conocimiento objetivo mediante la cooperación de las sensaciones que nos llegan desde los objetos y la capacidad estructurante de nuestra mente. Estos juicios sintéticos a priori serían el fundamento de la ciencia y de sus numerosos conjuntos de juicios sintéticos a posterior que explicarían su carácter experimental. De esta forma complejas mezclas de hipótesis aportadas por nuestra mente y complejos experimentos que le piden a la naturaleza una confirmación formarían un poderoso conjunto que ha dado enormes frutos en forma de visión general cosmológica y tecnología para la vida cotidiana y para el aumento de la capacidad de descubrir nuevos sujetos y nuevos predicados que sintetizar. Creo que no tardará mucho la neurología en mostrarnos que la simbiosis entre sensaciones procedentes del exterior y orden aportado por el interior tiene una base en la común naturaleza del mundo y nuestra mente. Así las categorías, aunque son deducidas de forma lenta y dolorosa por la filosofía en realidad son un esfuerzo de reencuentro de la realidad consigo misma. El trabajo de Kant dentro de su mente, hurgando durante años para alumbrar este conocimiento es equivalente al del científico experimental en el laboratorio. De lo que se deduce que sus juicios de lógica transcendental son hallazgos que no se conocen de antemano (tienen que se comprobados en sus experimentos mentales) y cuyos predicados no se encuentran el su sujeto, por lo que tienen la forma de «sintéticos a posteriori». Por ejemplo el juicio «la mente humana contiene conceptos puros», es sintético (del concepto de mente no se deduce tal posesión) y es a posteriori, pues el Yo tiene que comprobar esa existencia en su «entorno» cognitivo.

Por otra parte el carácter analítico de los juicios…

Sin embargo, una vez depurado este conocimiento se convierte en apriori y se presta a ordenar el mundo exterior. Además ya no le pertenece al sujeto explorador, pues se convierte en universal y se aloja en el «topós uranós» convirtiéndose en universal y necesario (provisionalmente :-)). De esta forma se establecería con más claridad el hecho de que el a priori ha sido antes un a posteriori interno en el que la mente descubre, antes de juzgar la realidad exterior, que ella misma está constituida con los mismo mimbres del cesto del mundo, lo que explica su buen acuerdo. Del mismo modo que el mundo en sus partes y como conjunto se ofrece como fuente inagotable de metáforas, también espera nuestras exploraciones para revelar sus secretos. Pero reunida toda la información se requiere del poeta y del científico (natural o social) para darle sentido con nuestras categorías.

Nada es lo que parece

En estas páginas llevamos una deriva demoledora con conceptos aceptados por el sentido común «del siglo XXI». Así, espacio, tiempo, a priorístico o causalidad ha recibido algunos envites. Seguimos en nuestra ingenuidad…

© Antonio Garrido Hernández. 2019. Todos los derechos reservados. All right reserved. 

Filosofía naíf. PARTE PRIMERA. El marco general (2)

Capítulo segundo. El ser humano

Si en el primer capítulo hemos echado un vistazo general a una naturaleza que aparentemente es distinta de nosotros pero de la que, en realidad, somos la prolongación y superación, toca ahora ocuparnos de es «organismo pluricelular» cimero que es el ser humano. Cada pulso cósmico reinicia una experiencia completamente nueva, que cuando, llega a la madurez convierte la fuerza en voluntad, convierte el cambio en conocimiento y la autorregulación en norma ética. Lo que consigue por la capacidad de nuestro cerebro de generar continuamente patrones cognitivos que estén correlacionados con la realidad y que permiten afrontar la multiplicidad con capacidad de juicio, es decir comparando y advirtiendo las diferencias entre los patrones normativos (el deber ser) y ónticos (el ser). La integración de voluntad, conocimiento y capacidad de juzgar se convierten en el plano desde el que buscar un sentido para la existencia. El sentido que nos sostiene en tanto que organismos de alta complejidad necesitado de objetivos que orienten la energía hacia la acción orientada. Aquí sentido apunta a encontrar explicación que nos permita aceptar nuestro destino ineludible: la muerte. 

El ser humano es un acontecimiento que alardea de ser el más complejo de todos porque incluye en sí la mayoría de los tipos de estructuras biológicas, reacciones químicas y procesos físicos, pero organizados de tal forma y acontecidos en tal cuidadosa secuencia que de él emerge el admirable y admirado (por él mismo) acontecimiento que es la conciencia. Somos resultado de una complejidad creciente y tan sorprendente como esperada en la capacidad de combinatoria de elementos materiales ligeros y pesados de la naturaleza paciente. Este complejo acontecimiento deudor de una cierta repetición para mantenerse existente durante un ciclo vital y de la diferencia para distinguir poéticamente las voces de los ecos, está en continua interacción con el medio y consigo mismo, tanto en sus partes como en sus centros de coordinación. Esta comunicación se da tanto en el nivel consciente (un destello, un dolor) como inconsciente (síntesis del calcio con el sol).

Una de las partes del acontecimiento humano es el cerebro que, regulador y regulado por la lógica y afortunadamente perturbado por las emociones, transforma en cultura todo lo que es capaz de registrar. Entendiendo por cultura todo acontecimiento con efecto sobre la sensibilidad, entendimiento, razón, voluntad y capacidad de juicio para que sean activados con los propósitos de aliviar la incertidumbre (religión o superstición), disfrutar artificialmente (sensorial e intelectualmente), producir (tecnología e instituciones) o controlar la acción (ética, moral y legalmente) para la propia supervivencia como especie o la compulsiva prevalencia del individuo. La parte de la cultura con relato explícito es la forma de vivir todas las vidas en el corto espacio de la propia. Todas las experiencias posibles se producen entre dos extremos (opuestos) virtuales y propedéuticos de un espectro cuyo centro nos conviene encontrar en la mayoría de los casos. Extremos captados con claridad por el organismo humano y gozado con normalidad (frecuencia estadística) en la zona de la esperanza matemática y, en la versión perversa, en los extremos aberrantes. Estos intervalos en las emociones y las conductas son la medida de nuestra libertad ganada a base de complejidad y gestionada por la capacidad de juicio que hemos heredado de las necesidades evolutivas.

 El ser humano es un complejo que siente, piensa, produce y enjuicia por diferencia entre lo que se cree que debe ser por proyección teórica de la pervivencia y lo que es. Por cierto, que el llamado problema del ser y el deber ser planteado por Hume, según el cual es problemático que del ser se derive del deber ser, remite a la tautología del pensamiento humano que alcanza a construir reglas basadas en su experiencia lógica interior y trata de que fundamenten afirmaciones descriptivas de la realidad exterior. La mente pugna por imponer sus patrones a los rasgos de la realidad, porque ella misma es resultado del proceso natural (real) más complejo del que se tiene noticia.

§ 1. Sentir 

Las sensaciones proceden del exterior y del interior del cuerpo. Los canales que son los sentidos captan suficientes tipos de ondulaciones procedentes del mundo exterior e interior como para sostener nuestra mente activa y productiva. La relación con las sensaciones es ambivalente pues nos imponen su contenido, pero les imponemos nuestras condiciones abstractas como mostraron Kant y Hegel. El primero en la Crítica de la Razón Pura (11, p. 172)

«Consiste la sensación en el efecto de un objeto sobre nuestra facultad representativa, al ser afectado por él… Se llama empírica la intuición que se relaciona con un objeto por medio de la sensación. El objeto indeterminado de una intuición empírica se llama fenómeno… Llamo Materia del fenómeno aquello que en él corresponde a la sensación, y Forma del mismo, a lo que hace que lo que hay en él de diverso pueda ser ordenado en ciertas relaciones.  Como aquello mediante lo cual las sensaciones se ordenan y son susceptibles de adquirir cierta forma no puede ser a su vez sensación, la materia de los fenómenos sólo puede dársenos a posteriori y la forma de los mismos debe hallarse ya preparada a priori.»

Es decir recibimos del exterior la materia del fenómeno y nosotros  le imponemos, según el filósofo, la forma con nuestras intuiciones puras (a priori) de espacio y tiempo. Un espacio que  Kant concebía como un ámbito en el que estaban las cosas y un tiempo que pensaba como una intuición en la mente de la simultaneidad y la sucesión. Un espacio y un tiempo que podía concebirse sin fenómenos. Uno cierra los ojos y «ve» el espacio al tiempo que puede concebir un tiempo sin acontecimientos. Dice García Morente (La filosofía de Kant, pág. 68) :

«Cuando en la serie de los acontecimientos prescindo de los acontecimientos mismos, me queda solo la serie sucesiva. A esa sucesión llamamos tiempo».

Un espacio y un tiempo absolutos acorde con la ciencia de su época, aquella que le inspiró su obra para explicar cómo era posible emitir aquellos juicios con los que la física de Newton había revolucionado el mundo. Un método de trabajo, el de analizar los juicios que traspuso a los juicios morales y a los estéticos. En todos los caso encontraba en los juicios un componente material puesto por la experiencia y un componente formal puesto por la mente que era su condición de posibilidad, en la que él distinguía entre entendimiento, cuando de juicios físicos se trataba, y razón, cuando de juicios metafísicos era el caso (aquellos que no tenían por objeto fenómenos conocidos por la sensibilidad). Así pues, desde Kant queda transformado el pensamiento humano (inaugurando el idealismo como síntesis del empirismo y el racionalismo) al quedar establecido, a grandes rasgos que, en todo acto de conocimiento de la realidad, el mundo, con su espléndida emisión de ondas, electromagnéticas y mecánicas desde los objetos, llegan por el espacio a todos nuestros captadores, que las envían al cerebro que las recibe armado de patrones que dan forma a la avalancha. Patrones que, procedentes de nuestra historia como especie y grabados en el código genético, dan forma espacial y orden secuencial al objeto; que procedentes de nuestra historia social le dan forma utilitaria o se la niegan y que procedentes de nuestra historia personal dan forma afectiva (valor) al objeto. Desde ese momento queda clara la enorme tarea de desnudamiento que la ciencia lleva a cabo con sus objetos para que quede un residuo lo más libre posible de la formalización del observador. Una tarea objetivante que ya en nuestro siglo XX parece haber llegado a un límite expresado en el principio de incertidumbre de Heisenberg y la perturbación que introduce el observador en el nivel subatómico. Esta tarea de limpieza de la subjetividad también la intenta con menos éxito que la ciencia, la justicia y su ancila la política. Sin embargo, ya desde Kant en el ámbito de la estética se renuncia a la objetividad, no tanto por imposible como por indeseable para dejar a su aire el libre juego del entendimiento y la imaginación.

Hegel, por su parte,  en la Fenomenología del Espíritu (9, p. 63) afirma, primero, para negar después (muy propio de él):

«El contenido concreto de la certeza sensible hace que ésta se manifieste de un modo inmediato como el conocimiento más rico… el más verdadero, pues aún no ha dejado a un lado nada del objeto, sino que lo tiene ante sí en toda su plenitud,… pero… esta certeza se muestra ante sí misma como la verdad más abstracta y más pobre.» 

Hegel es, quizá, el filósofo que más atención ha puesto a la conciencia y sus estados. El objeto principal de su filosofía es la conciencia, desde la primera mirada ingenua a la sofisticada cumbre del espíritu absoluto. La mayoría de los filósofos, por el contrario, han usado su conciencia para reflexionar sobre otras cosas. En este caso, Hegel lo que aporta no es un confirmación de las formas espaciales y temporales que le imponemos a los objetos, sino del carácter abstracto de toda experiencia, de la imposibilidad de tener una auténtica experiencia directa, viva, plena de la realidad, pues en el mismo acto de tener la experiencia estamos llevando a cabo un ejercicio de abstracción en el que se pierde la experiencia única en un concepto de muchas experiencias tanto espaciales como temporales como consecuencia de los distintos puntos de vista y momentos de los que se compone una experiencia sensible. Muchos objetos y muchos yoes obligan a que el sujeto sea un abstracto yo que convierte a la experiencia directa en un universal, es decir, en otra abstracción inevitable. Para Hegel la riqueza de la experiencia directa se nos escapa atrapada en una malla de pronombres demostrativos que sustituyen a la realidad. Una realidad, por otra parte, esquiva, incluso cuando de una experiencia pretendidamente mística, directa, se trate, pues la riqueza de la experiencia sensible no lo es tanto del objeto como de los que éste rechaza, es decir, de las radiaciones que emite porque no puede retener. De esto modo estaríamos, en una pretendida mirada libre de toda abstracción teniendo noticia de lo que el objeto, precisamente, no es. En terminología de Hegel el observador se encontraría con que dentro de sí conviven el concepto que él tiene del objeto con el modo en que el objeto se presenta a la conciencia al final del viaje de las sensaciones por los aparatos sensitivos, lo que permite la comparación que resuelve el grado de saber que tenemos y estimula el viaje hacia un conocimiento superior si de la comparación se deduce una carencia. Cuando un investigador procede a realizar experimentos en un laboratorio está en esa penosa labor de colocar a su conciencia a trabajar para dirimir si debe seguir o no tratando de acoplar su concepto con el objeto tal y como se le presenta. Los experimentos equivalen a la observación de un objeto al que damos vueltas tratando de captar su geometría. También puede ocurrir que los cambios se produzcan en el objeto mismo, proporcionando otra perspectiva para el modo en que se presenta a la conciencia proporcionando nuevas oportunidades del acople cognitivo. Este vaivén de nuestro concepto sobre algo nos enseña humildad epistemológica para afrontar el conocimiento que nunca debe darse por acabado. Hegel, ya aquí, anuncia que la conciencia cree, antes de ver la contradicción en sí misma entre su concepto y el objeto tal y como se le presenta, que su experiencia es verdadera. Certeza que se conmueve si la honradez intelectual lo permite. Todo este vaivén muestra que el conocimiento es cambio, pues la conciencia no puede parar en la búsqueda del mejor acuerdo entre su concepto y el objeto que le interesa. Un acuerdo que siempre estará mediatizado por el hecho de que la conciencia, en su estructura real derivada de la realidad material y energética, siempre conoce de forma mediatizada. Sólo podrá afinar su conocimiento conociendo la mediación misma.

Añadamos que el único modo de acercarse a una experiencia limpia de abstracciones es bloqueando lo que de específico tiene el ser humano (la reflexión, la autoconciencia) para concentrarse en tener solamente activa la atención hacia el mundo interior, como en la meditación, o el mundo exterior, como haría un animal superior. Probablemente la conciencia surge en el momento que la atención animal tiene que compartirse con los acontecimientos que empezaban a darse con creciente tumulto en el cerebro de los homínidos. Un proceso en el que la capacidad de crear y recordad imágenes y códigos lingüísticos tuvo que ser decisiva. Hegel supera enseguida en su famoso libro es estado de la certeza sensible para ocuparse de la percepción, estado de conciencia en el que la conciencia reconoce al objeto como un universal directamente, distinguiendo lo que percibe del objeto que lo provoca, que queda algo más oscurecido detrás.

Antes de pasar a la versión moderna de la sensación y la percepción veamos el punto de vista de Hegel sobre lo que él llama también la percepción. Se trata de un estado de conciencia en la que se supera la débil certeza sensible para tener conciencia de que el objeto tiene propiedades, es decir, se muestra como múltiple y, al tiempo, lo percibimos como una unidad. Si se pone el énfasis en las propiedades se pierde lo que la unidad tenga y, si se pone el énfasis en la unidad, dejan de verse las propiedades. Para resolver el problema Hegel considera que las propiedades están en el sujeto y no el objeto. Por ejemplo el color cambia si ponemos el objeto en un cuarto oscuro, pues dejamos de ver el color, como decía el padre de Borges para hacerle comprender a su hijo el punto de vista de Schopenhauer. Pero si la unidad quedara retenida en el objeto y las propiedades en el sujeto tendríamos objetos indistinguibles. Si invertimos la situación la unidad sería puesta por el sujeto y el objeto no sería más que un haz de propiedades.  De nuevo de este vaivén sale la conciencia con una negación determinada, es decir, negando lo anterior pero llevándolo en su seno. Así, para Hegel la percepción no lo es de las propiedades en sí, sino de su relación con otras magnitudes. De este modo descubre la conciencia la unidad, no ya del objeto, sino de la totalidad de la realidad dentro de la cual los objetos se identifican por comparación. Refuerza este enfoque de Hegel el hecho de que, no sólo las propiedades secundarias (color, sabor, sonido…) dependen del sujeto u observador, sino que también las  propiedades primarias (peso, dimensiones, movimiento…), que los empiristas creían a salvo de la subjetividad, la física clásica y moderna las ha relativizado han sido relativizadas por la ciencia, pues el peso de un mismo objeto depende del campo gravitatorio en el que esté,  la masa y la duración de la velocidad, etc.

La psicología moderna tiene al respecto un esquema parecido al de nuestros filósofos pero sin ninguna carga distinta de la descripción del hecho. Así distingue entre sensación y percepción como Hegel, capacidades del ser humano que pueden darse por separado si hay lesiones, como muestra la experiencia del doctor Oliver Sacks informa con el profesor P.  que era capaz de sentir, es decir recibir en sus órganos la energía que le transmitían los objetos, pero no de percibir, es decir, de reconocerlo conforme a los patrones de su cerebro. Además ahora sabemos que la sensación tiene umbrales por debajo o por encima de los cuales el cerebro no recibe señal ninguna. Weber estableció que la diferencia mínima de un estímulo que puede ser percibida es una proporción de la magnitud de la característica que se mide en el objeto, por ejemplo peso. Las psicología moderna piensa que la sensación está influida por el proceso de percepción o de dotación de sentido a la sensación. Así dependerá, por ejemplo, de las consecuencias que tenga el detectar o no un señal el que pase desapercibida o, en el otro extremo, se produzca una falsa alarma, lo que, hoy en día es muy importante dada la multiplicación de instrumentos que proporcionan señales de fenómenos no detectables directamente. En cuanto a la percepción, la novedad moderna es el hecho de que haya sensaciones que no se detectan, pero que si son percibidas, dotadas de significado y que, finalmente, influyen sobre la conducta, aunque no se ha probado que lo haga de forma significativa.

La luz visible es una pequeña parte del espectro luminoso que no agota todas las longitudes de onda posibles, que han de ser percibidas por instrumentos artificiales que prolongan la capacidad sensitiva del ser humano convirtiendo lo invisible en un visible transformado. Así sólo percibimos directamente una pequeña parte de la realidad electromagnética.  Obviamente no es que haya ondas luminosas en sí mismas, sino que nuestra retina sólo «reconoce» las de longitud de onda entre 400 y 500 nm. Es decir vemos a través de un pequeño agujero del espectro y los mismo nos ocurre con la información que recibimos por los otros sentidos. Una consecuencia de esta limitación es la división de las propiedades de los cuerpos en primarias (supuestamente propias del objeto) y secundarias (supuestamente puestas por el observador). En mi opinión tanto unas como otras son resultado de la relación entre sujeto y objeto en la experiencia común, de modo que la onda que produce el efecto de color en nuestra conciencia no es menos del objeto que su masa. Pero su percepción requiere de nuestros sentidos, obviamente. Un objeto puede cambiar de color sin dejar de ser él mismo, pero, igualmente un objeto puede cambiar de masa, simplemente al moverse (sin dejar de ser él mismo para nosotros). Tanto una como otra cualidad pueden ser medidas por instrumentos bajo una compleja teoría tecnológico-matemática pero, en ambos casos, son en última instancia percibidas con la mediación de los sentidos produciendo efectos en el observador con su estructura fisiológica. Por otra parte, la «visión» parcial de la realidad que nos proporcionan nuestros sentidos (no necesitábamos más para sobrevivir como especie, como ha mostrado la evolución), y que incrementa la tecnología como «observador ampliado», está en la base de nuestra tendencia a dividir la realidad entre verdad y apariencia, entre cosa «en-sí» y fenómeno, pues si sospechamos que las cosas no son como las percibimos, qué decir de la existencia de cosas que no percibimos (ondas fuera del rango de nuestros sentidos). Lo que extrapolamos desde las propiedades físicas a los acontecimientos humanos de los que sospechamos que siempre «ocultan algo». En definitiva es el resultado de nuestra finitud en todos los sentidos. Sin embargo, subsiste la duda introducida por la certeza compartida de que, del mismo modo que hay un ayer transcurridas 24 horas, hubo una realidad física antes de la aparición de los observadores, tanto animales como humanos. A esa existencia pre-observacional se consideraría la prueba de la existencia de cosas en sí mismas, pero es un enfoque compatible con el hecho de que el ser humano conoce «a su modo» cuando tiene contacto directo con el objeto.

Antes de la aparición del ser humano había cosas, pero no eran más «en-sí» que tras la aparición del Gran Observador. Igualmente tenían masa o forma, pero igualmente emitían o reflejaban ondas que no eran interceptadas por un observador capaz de tener una experiencia subjetiva, lo que ocurre inmediatamente que éste aparece. Es decir, todas las propiedades de los objetos son primarias o secundarias, según se prefiera pues todas forman parte de la substancia observada y todas caracterizan a la cosa y todas son relativas a las circunstancias del entorno, ya sea este entorno un observador o las condiciones físico-químicas ambientales. Lo que ha confundido durante tiempo es la creencia en que algunas propiedades (masa, forma) eran «solamente» del objeto y por tanto inmutables y otras resultado de la intervención de los sentidos del observador humano y, por tanto, dependientes de él. Simétricamente se podría decir que las percepciones de color, frío o sonido son «solamente» del observador. Sin embargo, en ambos casos ese «solamente» es imposible porque sin el observador habrá cosas, pero no propiedades observadas (ni primarias ni secundarias) y sin las cosas, incluido el propio cuerpo, no es posible percepción alguna, lo que equivale a que no hay conciencia. Lo que es exclusivo de la cosa es un estructura emisora de señales y lo que es exclusivo de nosotros es el resultado de la transformación que nuestro cerebro hace a esas señales para facilitar la acción.

El ser humano ha aprendido a conocer, no sólo directamente, sino «mapeando» el mundo mediante la capacidad llamada matemáticas, con la que parece haber encontrado una forma de penetrar en la realidad muy eficaz. Es decir, la cosa tiene propiedades intrínsecas que sólo el modo racional de conocer de la conciencia puede «copiar» mediante el aparato físico-matemático, porque la propia conciencia tiene sus propiedades constitutivas y de forma iterativa ha conseguido describir el mundo lo tuviera o no a su alcance sensorial . Por tanto, si real es la cosa, real es nuestra conciencia, y del «contacto» de una y otra surge una determinada forma de conocer exclusiva del ser humano y suficientemente correlacionadas entre sí como para fundar un conocimiento capaz de describir la realidad sin tenerla nunca ante sí como si fuera una aparición mística despojada del velo que impone la no identidad de sujeto y objeto. Las ondas de energía que se presentan ante nuestros ojos a una velocidad muy grande pero finita y, por tanto, cuando miramos un árbol a 30 metros de distancia estamos viendo la información que salió de él 0,0001  milisegundos antes. El efecto obviamente es más evidente con el Sol que hasta 8 minutos después de que se apagara  (si eso ocurriese) no tendríamos noticia en la Tierra porque está a una distancia de 150 millones de kilómetros. Es decir, la realidad es mentirosa si nos confiamos a los sentidos y relativamente esquiva cuando la observamos con prótesis instrumentales, debido a la incertidumbre última de toda medida. Asombra la complejidad de un órgano como el ojo, pero su estructura tiene la lógica de encadenar componentes mostrando la gran capacidad de diseño de la evolución a quien atribuimos el mérito, conforme a mi posición epistemológica de partida. La sofisticada estructura del órgano de la visión (córnea, pupila, iris, cristalino, músculos de ajuste) dejan la información en la retina que ya es una extensión del cerebro en la que terminaciones nerviosas se alojan. Este órgano  surge de un estado de cosas que no permite la continuidad de aquello que nos dota de ventajas competitivas. Los ciegos sólo pueden reproducirse en una sociedad humana compasiva que traslada la competencia para la evolución al ámbito de las ideas. Son las ideas, los memes de Dawkins o las teorías de Popper las que en este punto deben someterse a la dura prueba de la competencia no las personas como proponen algunos.

Wayne Weiten (17, p. 134) dice que «la luz incide en el ojo, pero vemos con el cerebro» y que «Los estímulos visuales carecerán de significado mientras no sean procesados en el cerebro.» Desde la retina los estímulos viajan hasta el tálamo, donde ya hay conexiones sinápticas y de ahí a la corteza visual en la zona occipital (parte trasera del cerebro). La información es procesada por separado (color y brillantez) en canales distintos hacia la corteza visual que también está dotada de células especializadas que se ocupan de distintas características de la información que reciben del nervio óptico, hasta el punto que se han encontrado células que se ocupan de reconocer rostros, explicando, en su ausencia, la agnosia. Así, la capacidad de distinguir el color se asocia a la ventaja competitiva de discernir entre frutas salvajes.

Si hablamos del complejo mundo de las formas estamos hablando del interesante aspecto de la ambigüedad de las mismas que nos sirve como metáfora de la ambigüedad de las palabras. Son conocidas las imágenes que pueden ser interpretadas de forma distinta habiendo recibido el cerebro los mismos estímulos físicos. Son la prueba casi infantil de la profunda subjetividad del mundo en el que interactúan objeto y sujeto. Subjetividad que es el eco de la forma en que los objetos interaccionan entre sí. Es relevante el modo en que el sujeto maneja la atención, pues está generalizada la tendencia a fijarla sobre algún aspecto de la escena experimental dejando pasar otros tan evidentes como el cruce de parte a parte del escenario por parte de un gorila (Simons y Chabris, 1999. Citado por Weiten (17, p. 141). La percepción es una interpretación que está ligada a los patrones ideológicos y emocionales previos. Unos patrones necesarios para el reconocimiento de una forma que sólo cuando es integrada en ellos es reconocida. Todos habremos tenido la oportunidad de experimentar confusión cuando en un lugar muy alejado de nuestra vida cotidiana (un aeropuerto extranjero, por ejemplo) aparece alguien de nuestro entorno al que no esperábamos encontrar. La importancia del patrón previo se demuestra en la capacidad de ver figuras sin contorno simplemente insinuadas por algunas manchas «mordidas» por la figura. Nuestra capacidad de procesar imágenes se muestra con el cine en el que imágenes estáticas cambiando de lugar (fotograma a fotograma) generan en nosotros la ilusión del movimiento. El cerebro está continuamente construyendo un mundo coherente a partir de estímulos objetivamente servidos para su tratamiento determinado por nuestra historia previa.  Cuando se nos presentan imágenes incompletas, las completamos y cuando son ambiguas, oscilamos entre las alternativas sólo si nuestros patrones neuronales previos los permiten. Si no, sólo veremos una de ellas, la más evidente para nosotros. Los psicólogos llaman a esta acción teorización perceptual. Pruebas con observadores de distintas culturas muestran las diferentes interpretaciones de las mismas imágenes según que se tuviera noticia de la representación en perspectiva o no. También los mosquitos hembra desovan sobre superficies de aluminio confundiéndolas con agua o determinados insectos machos australianos se aparean con botellas de cervezas cuyo brillo y color se parece al de sus hembras. El cuarto de Ames nos hace creer que dos niños de igual altura son casi el doble uno que el otro. En fin, el maestro Escher es justamente célebre por haber hecho un arte de confundirnos. No menos matices semejantes encontramos en nuestro sentido del oído. Más allá Charles Peirce, el gran defensor del preguntar, consideraba a la percepción un tipo de inferencia inconsciente. Como dice Darín Mcnabb (12, Kindle p. 882)

 Aún cuando la percepción parezca ser algo dado de forma bruta, no mediado, en realidad es análoga a la inferencia hipotética.

La vista y el oído, han sido tradicionalmente considerados la fuente del disfrute intelectual y no sensual, porque en la tradición de repugnancia hipócrita por el contacto, los sentido que reciben estímulos producidos a distancia resultan más puros y espirituales que aquello que implican contacto con la fuente, como el tacto o el gusto. Pero esa es una interpretación cultural de la que hablaremos más adelante. En este punto hay que considerar que todos los sentidos tienen la misma función: proporcionar información al cerebro para la supervivencia del conjunto de organismo humano.

Estas consideraciones sobre los sentidos parecen presentarnos un mundo sensorial neutro, que nosotros coloreamos, deleitamos, saborizamos, perfumamos y sensualizamos por nuestra cuenta en la interpretación que nuestras historia biológica y cultural nos proporciona a partir de «fríos» paquetes de ondas o intercambios de energía. Si es así, parece abrirse un abismo de misterio por la cualitativa diferencia entre la naturaleza física, neutra de los estímulos y la «colorista», «rítmica», «cálida», «sabrosa» y «placentera» versión que nos damos a nosotros mismos. Desde la perspectiva naturalista, sin perjuicio de hallazgos científicos posteriores, podemos aventurar que la supervivencia de seres con mayor número y calidad de captadores del entorno era más probable, pero que esa captación fuera transformada en nuestras sofisticadas percepciones no tendría porque estar en el plan. Esta sorpresa parte de un enfoque equivocado, desde mi punto de vista: el de pensar que lo que nos ocurre es extraño cuando, probablemente, esta transformación de los sentido en los percibido sea, sino la única forma en que un cerebro puede hacerlo, sí la más eficaz. Este razonamiento puede sufrir el reproche de «panglosiano», como hacen Stephen Jay Gould y Richard Lewontin, citados por Daniel Dennett (5, Kindle p. 590) al referirse a la tentación de dar por buena cualquier solución de la acción evolutiva, como si, al modo del personaje del Cándido de Voltaire, estuviéramos en el Leibniziano «mejor de los mundos posibles». Pero ya hemos dicho reiteradamente que esta es, precisamente, la ventaja de la posición naturalista que puede esperar pacientemente a que una solución natural venga a esclarecer un enigma igualmente natural. Coloreamos el mundo porque esa es la forma en que un cerebro de nuestro linaje biológico traduce las sensaciones que recibe para que su mente pueda administrar su cuerpo en un mundo peligroso. La cualificación de los estímulos permite que los procesos y cálculos físico-químicos subyacentes no perturben la función cerebral consciente y hagan posible la toma de decisiones con suficiente agilidad.

Los distintos colores nos permiten diferenciar alimentos o peligros a distancia segura, los matices sonoros permiten advertir el peligro en la oscuridad. Igualmente hace la capacidad olfativa. El gusto permite identificar alimentos sanos o deletéreos. El tacto nos aleja de las altas temperaturas o nos invita a la protección ante el frío.  Un vértigo de vibraciones y reacciones químicas no podría ser gestionado por la mente con la agilidad que la supervivencia exigía a nuestros ancestros. Sin embargo ahora hemo sido capaces como especie de penetrar todo los espectros de estímulos, visibles o no, audibles o no, al alcance de nuestros glándulas olfativas o papilas gustativas o no, alcanzando también los ámbitos de placeres y dolores desconocidos. Y, sobre todo, los sentidos estuvieron, en sus distintos estadios, en el origen de nuestra mente, que no sólo es el resultado extraordinario de la actividad de nuestros cerebro, sino que se mantiene activa y productiva en la medida en que es estimulada. «El cerebro no es capaz de sentir, reaccionar y pensar normalmente si se encuentra en un vacío sensorial«, decía el doctor Rodríguez Delgado en 1978. Es decir, la conciencia no es una cosa, sino una actividad constantemente activada por la estimulación, que desaparece o se mitiga cuando tales estímulos llegan a desaparecer.

Es apasionante considerar el momento en el que el ser humano utiliza lo que llamaremos su «creación correlacionada» del mundo exterior en color, sonido, sabor, olor y dolor, placer, calor o frío; y del mundo interior en dolor o placer, para inventar una nueva esfera para su disfrute en forma de arte, música, perfumería, cocina y en sexo desligado de la procreación hasta que se relacionaron ambos fenómenos. Esta transformación que fue apareciendo de forma paulatina, trajo gran goce a las comunidades que las crearon o copiaron comenzando una extraordinaria aventura que hoy podemos seguir en las historias especializadas de estas actividades que llamamos culturales del ser humano. Al tiempo, la autoconciencia inició un proceso de búsqueda de explicaciones a su existencia que van del animismo a las sofisticadas teologías actuales. Un movimiento que buscaba, en su origen, calmar la ansiedad por la muerte temprana y la dureza de la vida y que, más tarde, construyó enormes estructuras teológicas sobre la arena de esa misma ansiedad ayudada por la credulidad no crítica. 100.000 años después, es curioso comprobar que el ser humano está quitando al menos un pié de creencias basadas en su vulnerabilidad para apoyarlo en su convicción de que es una autoconciencia solitaria que debe construirse su propio mundo en armonía con el universo que los sustenta. Pero esto requiere pensamiento lúcido y crítico y una voluntad firme que sepa transformar su emociones y, por tanto, no tema afrontar la propia realidad de ser natural nacido de la naturaleza y con la tremenda responsabilidad de crear nuevas formas de mantener la evolución en otras dimensiones no biológicas.

Tras este repaso a los sentidos podemos volver sobre las versiones de Kant y Hegel para reconocer su sabiduría y, al tiempo, constatar sus errores basados en el conocimiento de la época, en el caso de Kant y en la poderosa fe en el espíritu especulativo de Hegel. Kant abrió el pensamiento a la idea de la cooperación entre estímulos y mente para crear los objetos de nuestra experiencia. Tanto al proponer nuestra intervención en la creación del espacio y el tiempo como formas a priori (puras) de la sensibilidad que dotaban de necesidad y universalidad a los resultados posteriores de la física y las matemáticas. Una capacidad de conocer que al tiempo nos oculta, según Kant, el en-sí mismo de los objetos (11, p. 192)

El más perfecto conocimiento de los fenómenos, que es lo único que nos es dado alcanzar, jamás nos proporcionará el conocimiento de los objetos en sí mismos

Una situación en la que nuestra conocimiento primero se produce «a través» de la envoltura que creamos nosotros mismos con nuestra percepción. Una intuición genial la de Kant, sin duda a despecho de que su concepción del tiempo y del espacio fuera la de la ciencia de su tiempo, pero también la del sentido común. Es difícil negar sin la ayuda de la ciencia física actual, que si cerramos los ojos concebimos un espacio a despecho de la cosas y un transcurrir del tiempo a despecho de los acontecimientos (exteriores). Unas intuiciones poderosas que sólo es posible vencer con el andamiaje científico. Una genialidad la de Kant que derribó el edificio aún más basado en el sentido común, si cabe, del realismo crédulo  en su seguridad de estar experimentando los objetos tal cual son. Este punto de vista de Kant no implica ningún misterio a descifrar, sino la constatación humilde de que nuestro conocimiento está basado en una experiencia sensible inevitablemente condicionada por el hecho de que no somos observadores extraños, en nuestra constitución, a aquello que observamos. Este compartir naturaleza hace imposible que nuestra observación sea directa, pues se interpone el sustrato material de nuestro proceso biológico de «transporte» de las sensaciones hacia el cerebro. Precisamente las estructuras naturales más elementales e inertes están más cerca de esta visión de la cosa en-sí kantiana que nosotros, porque reciben pasivamente la influencia del mundo que les rodea, pero no pueden hacer nada con esta visión por carecer de estructuras que, por el mero hecho de serlo, ya condicionan su «observación» al transformar el estímulo en otra cosa.

Por su parte Hegel, en su elaborado a priori de universalidad, lo encuentra ya en la propia experiencia inmediata que él llama certeza sensible. Es decir, al igual que Kant, en lo esencial considera que ya la inmediata experiencia sensible está teñida por la conciencia. Algo así como si, en los actuales conceptos de sentir y percibir, el percibir, entendido como intervención del cerebro en el conocimiento de las cosas llegara hasta la misma recepción de los estímulos físicos. Desde el primer momento, como vimos más arriba, elimina toda esperanza de una visión directa, emotiva, segura, pues es una experiencia que se nos escapa continuamente y a la que retenemos con pronombres vacíos de concreción con la única salida de señalar mudamente un objeto. Es, de nuevo y como en Kant, la complicación de la más inmediata experiencia con la intervención del sujeto, de su conciencia, la que repliega al objeto en su interior. En su progreso del análisis de la certeza Hegel lleva el objeto del exterior al interior para negar ambas situaciones y afirmar la relación entre ambos (la totalidad) como lo realmente verdadero (9, p. 67)

La certeza sensible experimenta, pues, que su esencia no está en ni en el objeto ni en el yo y que la inmediatez no es la inmediatez del uno ni la del otro, pues en ambos  lo que supongo es más bien algo inesencial… Por donde llegamos al resultado de poner la totalidad de la certeza sensible misma como su esencia, y no ya sólo un momento de ella, como sucedía en los dos casos anteriores… sólo es la certeza sensible misma en su totalidad la que se mantiene en ella como inmediatez…»

Ya desde este inicio de su análisis, Hegel lleva a cabo la aplicación de la dialéctica que parte de una situación ingenua para negarla en lo que llama la negación determinada (que retienen parte de lo que niega) y llegar al momento final de conocimiento verdadero y transitorio hacia la percepción. La percepción destruye completamente la pretensión realista de que el objeto es uno y absolutamente independiente de su entorno. Es interesante su conclusión de que en la dialéctica de la percepción la conciencia advierte que las propiedades de las cosas también encuentran su verdad en las relaciones con otras propiedades. Así, rechaza la existencia de una unidad de la que se predican las propiedades y, también, unas propiedades si el sostén de la cosa particular. Una lucha de Hegel con la contradicción de que el objeto pueda ser percibido como uno y, al tiempo, como un conjunto múltiple de propiedades excluyentes entre sí.

Nuestra visión actual nos permite saber que las distintas propiedades nos lo parecen porque captamos el objeto desde distintos tipos de receptores. Así el objeto emite radiaciones que nuestro sentido de la vista construye como forma, brillo y color, nuestro sentido del tacto como frío o calor, rugosidad o lisura, nuestro sentido del olfato como olor y nuestro sentido del gusto como sabor, pero siendo, como intuye Hegel, propiedades cuyo valor es relativo a otras magnitudes del mismo espectro, distintos puntos de vista de una misma estructura constituida por moléculas en las que ni siquiera su estructura interna se refleja en la forma que observamos en el objeto. Hegel renunció en su batalla dialéctica a la solución de que la unidad estaba en la estructura atómica o molecular inalcanzable en su tiempo, mientras que las propiedades eran construidas por el observador.  Esa misma estructura molecular cuando se aproxima a la lengua produce un sabor, cuando a la nariz un olor y, por abreviar, cuando sus moléculas son acercadas a las de nuestra piel, nuestro cerebro convierte los choques cinéticos en sensación de frío o calor. Hegel no podía llegar tan lejos, pero todos los filósofos grandes «necesitan» partir de la primera experiencia, la sensible, para construir su sistema. Tuvo que llegar el antihegelianismo de Kierkegaard o de Marx (cada uno de una forma distinta) para que empezara la época en la que los estratos fisiológicos subyacentes de la experiencia humana se dejaban a la ciencia para ocuparse directamente de sistemas más complejos en su desempeño, tales como la psicología humana o la sociedad en su conjunto.

En el ámbito del sentir están también los estímulos internos, tanto de carácter propioceptivo como emotivo. Los primeros para proporcionar una base sentiente palpitante del yo mismo como indica Antonio Damasio (3, p. 284) que describe así lo que llama sentimientos primordiales:

Es la sensación de que existe mi propio cuerpo y que está presente, con independencia de cualquier objeto con el que interactúe, como una afirmación sin palabras y tan sólida como una roca de que estoy vivo

Sigue (3, p. 296)

… la interocepción constituye una fuente adecuada de la invarianza relativa que se requiere a fin de establecer cierto tipo de andamiaje estable para aquello que con el tiempo constituirá el sí mismo… el medio interno y muchos parámetros viscerales asociados a él proporcionan los aspectos más invariantes del organismo…

Y más adelante (3, p. 377):

No olvidemos que el tronco encefálico sigue suministrando aspectos fundamentales de la conciencia, porque todavía es el primer e indispensable proveedor de sentimientos primordiales.

Damasio considera que hay que distinguir entre «mapas», que son patrones neuronales, e «imágenes» que son la versión mental (íntima e inalcanzable desde el exterior) de los mapas. Una vez que se forma un sí mismo, cuando (3, 285):

… las imágenes del agregado que es el sí mismo se pliegan junto con las imágenes de los objetos que no son ese sí mismo, el resultado es una mente consciente.

Este cuerpo complejo que envía decisivas señales a su cerebro, lo que incluye señales de unas partes del cerebro a otras, es la base de nuestra conciencia (estado de vigilia) y de nuestra autoconciencia (estado reflexivo). Siempre que estemos despiertos un sentimiento de existencia constante es alimentado por estas señales basales. Pero, además, ésta comunicación es recíproca: en circunstancias especiales nuestro cuerpo reacciona a la información que le llega del cerebro alertado por el cuerpo o por el exterior y experimenta emociones y sentimientos. Las emociones son activadas desde una pequeña glándula por la que pasa muchísima información que comparada con determinados patrones heredados con ella provoca la activación de las glándulas que generan en el torrente sanguíneo o en la red nerviosa una respuesta percibida (de vuelta) al cerebro una respuesta motora o mental. Las emociones están adheridas a toda nuestra actividad, ya sea sensual, mental, productiva o judicial (de enjuiciamiento). Por eso, cada aleteo en nuestra mente tiene una emoción o sentimiento asociado. 

Hay discusión sobre las emociones que las fijan en seis o cuatro en función del criterio. El más reciente estudio relaciona la respuesta corporal de lo que llamamos sorpresa con el miedo y lo que llamamos ira con la repugnancia. De ahí saldría esta lista de emociones ecléctica miedo-sorpresa, ira-repugnancia, alegría y tristeza. No es una asociación intuitiva pues experimentamos distintas sensaciones con el miedo que con la sorpresa y con la ira que con la repugnancia, aunque los investigadores no encuentren respuestas faciales diferentes. Digamos que es una asociación conductista que elude la experiencia fenomenológica. Damasio añade una distinción entre emociones y sentimientos a los que define del siguiente modo (3, p. 175):

Las emociones (son) programas complejos de acciones, en amplia medida automáticos, confeccionados por la evolución.
… los sentimientos emocionales… son principalmente percepciones de lo que nuestro cuerpo hace mientras se manifiesta una emoción, junto con con las percepciones del estado de nuestra mente durante el mismo periodo de tiempo. 

Es decir, la emoción ocurre en el cuerpo y los sentimientos en la conciencia. La emoción se produce de forma automática, pero el sentimiento depende de nuestro carácter y se alarga en el tiempo al movilizar otras partes de nuestro cuerpo. Según las definiciones de Damasio habría cuatro emociones básicas relacionadas con los procesos de supervivencia evolutiva: miedo, ira, disgusto y tristeza y según Daniel Goleman (8, p. 26) habría siete emociones: miedo, ira, disgusto, tristeza, repugnancia, amor y sorpresa.  Ejemplos de sentimientos son el amor, los celos, el sufrimiento, el rencor, la felicidad y la compasión. Todos ellos estados mentales resultado de la vivencia de las emociones. En todo caso, echamos de menos a la culpa y a la vergüenza que son sentimientos que parecen transformaciones sofisticadas de algunas de las emociones o de su combinación resultado de experiencias que suponen violación de códigos internos o externos. Algo así, como si la mente que tiene un mapa de los mecanismos de activación de las emociones construyera «sabores» emocionales nuevos para asociarlos a experiencias que necesitan un «castigo» especial. 

No podemos olvidar tampoco la contribución del cuerpo y su actividad instintiva en la  conformación temprana de la psicología del individuo con sus pulsiones (alimentarse, sobrevivir…) y sus deseos (sexuales, consumistas…). Unos impulsos que han dado base a toda una rama de la psicología (el psicoanálisis) en versiones ortodoxas, como la del fundador Sigmund Freud, o versiones heterodoxas como la de Carl Jung o sorprendentes como la de Jacques Lacan. Un territorio en el que Hegel famosamente anduvo mostrando su sagacidad especulativa con la dialéctica del señor y el siervo, donde declara que el animal que el ser humano es desea, pero lo que le hace específicamente humano es desear el deseo de otro, que es la fuente inagotable de satisfacción. En palabras de Hegel (9, p. 112):

Por razón de la independencia del objeto, la autoconciencia sólo puede, por tanto, lograr la satisfacción en cuanto éste objeto mismo cumple en él la negación…  La autoconciencia sólo alcanza su satisfacción en otra autoconciencia.

Desear el deseo es desear que otra persona te desee, es decir, el amor o, al menos la amistad y la admiración. Una condición que no puede cumplir un objeto material explicando así que, cuando es consumido, el deseo despierte de nuevo.  De esta forma Hegel anticipa todo el desarrollo que el deseo, sus fuentes, su satisfacción y sus patologías tendrá en el siglo XX. En efecto, otra autoconciencia se puede auto negar en la entrega que hace al otro, una entrega que si es mutua negación llamamos amor. Se podría añadir que la mente animal parece anticipar confusamente esta necesidad de la mente humana, cuando busca el aprecio de un amo. 

Acabando este parágrafo del sentir estamos en tránsito hacia el parágrafo del pensar, pues la conciencia que piensa es construida y sostenida desde el cuerpo, sus captadores de estímulos externos e internos y los propios bucles del cerebro apoyados en la memoria.  Toda la experiencia que llamamos fenomenológica es la presentación ante una estructura del cerebro, que Damasio llama el sí mismo, con origen en el encéfalo, de los estímulos transformados en imágenes. ¡Qué extraordinaria aventura se presenta ante nosotros desde esta perspectiva natural!

§ 2. Pensar

El pensamiento en su silenciosos transcurrir por su carácter energético en contraste con la materialidad de su soporte cerebral, tiene la libertad de creerse inmortal por el mero hecho de pensarlo al descubrir verdades inmortales de carácter lógico. Es una hermosa metáfora (para nosotros) que Platón pensara que el alma era invisible porque tenía que captar verdades igualmente invisibles. También tiene la libertad de equivocarse al inducir de la kantiana cosa en-sí que existe un submundo de causas platónicas que explican las cosas aparentes. Se cree encerrado en el cráneo y le estorba el cuerpo, porque no sabe antes de reflexionar que es la estructura mejor comunicada del universo, la antena prodigiosa que capta el mundo para su transformación. La degradación del cuerpo es un hecho del que el amor por la verdad del pensamiento no puede renegar por ser verdadero y, hasta ahora, inevitable.

El pensamiento, además de ser atraído por el mundo exterior, no puede dejar de pensarse a sí mismo en un vacío de conceptos abstractos que lo llevan a no pocos desvaríos, como Kant mostró para detener a la ciencia en las puertas de la metafísica, donde se refugian los anhelos del ser humano. Unos anhelos de descansar en lo inmarcesible que no están nada más que en nuestros planes de conservadores impenitentes y que, por tanto, tendremos que construirnos porque no existe aún.

El pensamiento es una pulsión por adaptar las estructuras del cerebro y las estructuras del mundo garantizando a partir de la existencia de un sustrato común que une y separa al tiempo. Es un órgano capaz de procesar información, entendida en su sentido más general como conjunto de instrucciones con significado y, por tanto, traducible a acción biológicamente productiva. Una capacidad que ejercida por nuestro cerebro con rapidez y eficacia práctica llevó al ser humano al éxito frente a sus rivales biológicos.

El pensamiento es actividad intencional silenciosa y privada en su formato originario, pero ruidosa y pública en su formato social. Su contenido es, en gran medida, conformado por la  traducción al lenguaje codificado del cerebro y el simbólico e imaginario de la conciencia de la herencia genética, la actividad del cuerpo y los estímulos del exterior, tanto físicos como cognitivos, procedentes de su entorno social. Su más potente herramienta es el lenguaje tanto para la comunicación con otros individuos, como para la propia conversación interna en la que participa en intercambio productivo con imágenes y emociones. La mente inmadura de un niño o la de un chimpancé probablemente se nutre sólo de emociones e imágenes, pero la mente madura de un ser humano suma con enorme éxito al lenguaje como soporte de pensamiento y comunicación. Edelman y Tononi  (7, p. 247) hablan de una vida mental I basada en imágenes y emociones y una vida mental II basada en el lenguaje que interactúan continuamente en nuestros actos mentales y su correlato la acción.

Pensar es un tarea complicada, dos mil quinientos años después del primer registro de su empleo en una región de Asia Menor, cerca del río Meandros, Hannah Arendt (1, p. 49) nos dice que:

La creencia de que una causa debería ostentar un rango de realidad mayor  que el efecto (de modo que este último pueda ser degradado con facilidad remitiéndolo a su causa) puede figurar entre las más antiguas y tercas falacias metafísicas.

Así reivindica para el pensamiento la libertad que obtendrá librándose del mundo real que Parménides opone a las apariencias, del brillo a la boca de la caverna de Platón que opone a las sombras de su interior y de la divinidad medieval que elude la inmanencia de la naturaleza. Quizá sea el mito de la Caverna de Platón (15)  el mejor exprese ese punto de vista:

Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en todas su extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biombo, los muñecos… del otro lado del tabique pasan sombras que llevan todo tipo de utensilios y figurillas de hombres y otros animales, hechos en piedra y madera de diversas clases… ¿crees que han visto de sí mismos o unos de los otros, otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí?…

Con esta libertad elabora sofisticadas formas de fruición, placer, creencias y teorías constituyendo nuestro universo cultural. Si los placeres se consumen en sí mismos. las creencias perduran y se renuevan con dificultad, expresando una gran tendencia a la inercia, es decir, a conservar las primeras que se adquieren en detrimento de las que pueden presentarse más tarde porfiando con ellas. Una capacidad que resulta muy útil para operaciones de cooperación entre individuos. Una ventaja que es generada por el pensamiento conservador como expresión de que el cambio debe ser sobre una estructura previa a una velocidad no destructiva. Al tiempo, la capacidad creativa busca y rebusca explicaciones al mundo en el sentido de origen y destino. Expresión en este caso de la dinámica natural que empuja hacia nuevas formas más explicativas y más seguras al tiempo para la supervivencia de la especie y, dada nuestra posición privilegiada, también la supervivencia del mundo natural que nos soporta.

Para esta breve discusión diferenciamos entre cerebro y mente. Y en la mente entre conciencia y autoconciencia. Esta distinción es compatible con los nexos entre el órgano y sus función. La mente es una función del cerebro; la conciencia es una función de la mente, como lo es la memoria. La autoconciencia es un función derivada de la conciencia cuando se observa a sí misma reflejada.  Nuestros antecedentes biológicos tienen cerebro y mente y, ésta es consciente, pero no autoconsciente. El animal se siente vivo y está atento a su entorno y a sus aflicciones corporales, pero no está atento a su propia conciencia. La autoconciencia surge en el momento en que la función de atención de la mente es atraída hacia su propia acción mental debido a su nueva y compleja actividad que llega a neutralizar los estímulos externos, sostenida por la memoria y la capacidad de imaginar. Así, sabemos que la mente animal ya convierte el flujo de estímulos en experiencias cualitativas como el color o el sonido, aunque no sean los mismos colores, ni los mismos sonidos. Y que un animal tiene que prestar mucha atención consciente al exterior lleno de potenciales enemigos, pero que no recibe estímulos de su mente como para que se distraiga de la amenaza exterior. Por eso, quizá, el animal cuando no es acuciado por el peligro o el hambre, dormita.

Sin embargo, la mente humana  autoconsciente es resultado de una progresiva atención al «ruido» interno generado por la capacidad del cerebro de crear imágenes que conforman como dice Antonio Damasio «una biografía». En tanto que evolución de la mente animal, ya se heredó esa capacidad de atención de sus antecesores en la cadena biológica. La autoconciencia, en tanto que observadora de un mundo creado por su cerebro, pero suficientemente correlacionado con los estímulos y sus emisores, se encontró en condiciones de operar con ese mundo para, en una primera fase, ganar la batalla a otras especies para su supervivencia y, después, domesticar a aquellas que le podían servir para alimentarse sin el albur de la caza diaria. En una segunda fase, la conciencia pudo pasar a la extraordinaria experiencia de transformación de los estímulos externos en fuente de cultura. Al hacerlo el hombre le proporcionó un atractivo nuevo a su vida de animal acosado al que la mente sólo le servía en principio para aumentar su sufrimiento. Pero las habilidades cognitivas heredadas y desarrolladas en la resolución de los problemas de supervivencia, junto con las emociones nacidas para mejor reaccionar ante el peligro tenían unas posibilidades que pronto empezaron a dar sus frutos. El sentido de la vista y la capacidad creativa del cerebro le proporcionaba emociones inefables ante el espectáculo multicolor, por lo que pronto encontró atractiva su imitación burda, pero extraordinariamente expresiva en las paredes de las grutas. Había nacido el arte que ya era figurativo y abstracto al tiempo. La felicidad de la reproducción echó raíces y fue acompañada de la adecuación de la domesticación de los ritmos sonoros a los ritmos de su propio cuerpo.

La cultura, a la espera del hallazgo de la depuración del lenguaje y su codificación en la escritura ya estaba presente con  toda su carga de imitación de la naturaleza y ficción religiosa o épica para justificar y calmar la ansiedad de una vida azarosa y una muerte demasiado temprana. El olfato seguramente encontraba satisfacción en los olores saludables de algunos alimentos y el perfume de las flores a su alcance, pero también tuvo que saturarse para considerar normal lo hedores de la falta de higiene. El gusto, especialmente con los frutos y, una vez descubierto el fuego, con los alimentos cocinados, pronto encontró satisfacción para ser estimulado a crear los millares de platos que hoy conocemos. El tacto, tantas veces fuente de dolor por erosiones o heridas en el fragor de las batallas por la vida, fue el primer sentido en ser usado «culturalmente» debido al desconocimiento de su relación con la concepción. Si las cualidades del mundo, tal y como las percibimos, son recreaciones que lleva a cabo nuestro cerebro a partir de los estímulos físicos que recibimos, el ser humano pronto fue capaz de generar un mundo propio completo constituído por el arte en todas sus dimensiones: de la representación plástica a la ficción paliativa. Hoy en día, perdida la conexión con el amanecer de la cultura, aún seguimos practicando aquellos ritos de recreación de nuestros mundo original: la naturaleza. Así, la pintura y la escultura siguen buscando formas de excitar nuestra admiración o nuestra emoción; la música ha explorado todas las formas de que nuestras cuerdas vibren conforme a su múltiple naturaleza; la perfumería y la cocina se han elevado a cotas de refinamiento impensables en el origen de nuestra capacidad creativa y las formas de obtener placer a través de la piel no se han quedado atrás en su sofisticación a veces perversa. Pero explorados y explotadas las posibilidades de los sentidos, quedaba por desarrollar lo que de novedoso suponía la llegada del homo sapiens: el pensamiento y sus correlatos el lenguaje y la escritura.

Probablemente los seres humanos se comunicaban a gritos incluso para hablarse a sí mismos antes de advertir que ya estaba dotados para evitar el aire como transmisor de aquellas ideas que acudían a su cabeza, pues podían hablarse a sí mismos directamente en el silencio de la mente. Aprendieron así que su mente podía generar imágenes o situaciones que podía manejar directamente sin comunicarlas a otros. Que, en definitiva, podía pensar. Inaugurada esta fase estaban puestas las bases para el perfeccionamiento de las ideas, su pulido íntimo antes de comunicarlas. Con esta poderosa herramienta también había llegado la mentira y la hipocresía, pero esas son pequeñas sombras ante la poderosa luz de una capacidad que si primero fue usada para la estrategia de caza o bélica, encontró el momento para ser fuente de ficciones literarias o de explicaciones causales. La escritura surgió para la administración económica o política, pero pronto fue usada para generar cuentos y epopeyas preparando el camino para generar filosofía y ciencia. Con un cerebro tan capaz como el de cualquiera de nosotros, pronto los más atentos y dotados de talento inquisitivo empezaron a hacerse preguntas. Pero, ¿qué es preguntar? una estado de parálisis que quiere movilizarse. No saber produce enfado o inquietud, en todo caso incomodidad. La incertidumbre mueve a la investigación para volver al equilibrio. De ahí el éxito de las respuestas omniabarcantes de la religión que cubren todo el campo de las dudas inocentes y producen un profundo y duradero impacto sobre las esperanzas de la gente. Es una pena que este hambre de conocimiento, de neutralizar la «irritación de la duda» no converja en un interés generalizado no tanto por los resultados de la ciencia, cuanto por la ciencia misma. Charles Peirce consideraba que en todos los muros de la ciudad de la filosofía debía labrarse la sentencia:

Do not block the way of inquiry.

Que libremente podemos traducir por «no estorbe a la curiosidad«.

Kant diferenciaba entre entendimiento y razón. El primero, armado del concepto más abstracto (las categorías), se ocupa de construir juicios científicos con un armazón un tanto rígido, que la epistemología moderna cuestiona por las implicaciones de las microsociedades científicas, como muestra Thomas Khun,  o desarrollando nuevas categorías como hacer Charles Pierce . Y la segunda, la razón, se ocupa de preguntarse por las grandes emociones: el mundo y su realidad, el alma y su inmortalidad y Dios como garante de todo. Ya no pensamos así, tras dos siglos de fracasos de la teodicea y dos siglos de penetración constructivista en la realidad por parte de la ciencia. En el camino se nos ha quedado el alma y el mismísimo Dios. Muchas posiciones que reniegan de aceptar lo que no puede negarse. Durante el siglo XIX y XX se ha demolido cualquier pretensión de la existencia de un dios provisor. Con más lucidez que nunca, la humanidad afronta su absoluta soledad, por más que siga dejándose intoxicar por toda una industria de la estupefacción. En cuanto al mundo, si no hemos terminado de comprenderlo, sí estamos en el camino de su manipulación tecnológica. Un camino peligroso en el que hay que moverse a tientas pensando siempre en las consecuencias de determinados avances.

Con el entendimiento se memoriza, comprende, analiza, sintetiza y evalúa, tras complejas inferencias guiadas por la lógica y el experimento. Además, más a menudo de lo que se cree, el entendimiento es afectado por las emociones, aumentando, en síntesis poderosa, el cuerpo de teorías que transforman intensamente el mundo. Por otra parte, no tanto la razón, en el sentido kantiano, como las emociones y los intereses crean un universo propio con gran influencia sobre la acción lleno de teorías absurdas sobre la salvación del individuo en un transmundo que admiten prácticas sociales crueles con los diferentes y cuerpos de doctrina justificadores de la riqueza obscena como hacía cruelmente Townsend citado por Polanyi en su libro La Gran Transformación (pág. 211):

«El hambre domesticará a los animales más feroces, enseñará a los más perversos la decencia y la civilidad, la obediencia y la sujeción. En general, únicamente el hambre puede espolear y aguijonear a los pobres para obligarlos a trabajar…»

El pensamiento es una capacidad que puede ser utilizada de forma diletante con escasa influencia sobre nuestra vida colectiva o forjando rigurosamente cuerpos de doctrina en el marco de una comunidad de pensadores tratando de cambiar el mundo material o espiritual. Para lo segundo es fundamental que las raíces de ese pensamiento estén bien hundidas en una actitud expectante, antes que una dogmática. La gran virtud del pensamiento es la capacidad de preguntar. Desgraciadamente la incertidumbre va asociada al sufrimiento y es inevitable que el individuo que piensa tenga prisa por llegar a conclusiones o, peor aún, de tener las conclusiones antes de comenzar el doloroso camino de la indagación. Por eso es necesaria esa pureza asociada a la negación de toda ficción paliativa para vivir la emoción genuina de la soledad de seres contingentes impulsados por una corriente de mutación permanente de sus mentes para fundirse con la realidad previa, igualmente mutante, y reconstruir la unidad latente en la acción de ambos. El conocimiento es ese cambio permanente de nuestros patrones mentales buscando la mejor correlación con la realidad a sabiendas de que hay un vacío insalvable entre nuestras representaciones y el mundo, pero que, gracias a ese vacío es posible la convergencia que armonice la adaptación del mundo que nos precede y sostiene y, paralelamente, la construcción de un mundo genuinamente humano. Se trata de salir al frío intelectual abandonando el abrigo de promesas falsas para construirse un nuevo refugio con coraje, lucidez y compasión.

Tres son las tareas que el pensamiento se impone empujado por las tres categorías fundamentales de necesidad, libertad y compasión: 1) impelido por la necesidad, conoce la estructura de la naturaleza física y su correlato en nuestras naturaleza individual y social y 2) impelido por la libertad, aplicar ese conocimiento a impulsar la iniciativa individual y colectiva premiando los resultados y 3) impelido por la compasión, crear un mundo en el que todos tengan la oportunidad de contribuir y ninguno sufra las consecuencias de no poder hacerlo por azar o necesidad. La necesidad y la libertad son egoístas y la compasión altruista. Dos aspectos que desarrollaremos más extensamente en la parte segunda de este libro.

El pensamiento científico debe ocuparse de la necesidad, el pensamiento económico de la libertad y el pensamiento social de la compasión. Los tres tipos de pensamiento tiene que generar sus estructuras para ser capaces de producir sus efectos. Se sustituye la religión trascendente por una acción «religante» por sus connotaciones inmanentes, aunque comparte su sentido de atadura para aplicarse a ese ser humano siempre esperado que renuncie a la ficción paliativa para resistir el frío de la verdad en su cara y busque refugio en una relación lúcida con sus compañeros temporales en el viaje cósmico.

Tradicionalmente se ha pensado que el pensamiento y las emociones constituyen universos muy diferentes e incluso opuestos. Sin embargo, quién no ha sentido entusiasmo al resolver un problema matemático o sufrimiento con las dificultades para encontrar una solución a un problema. Las creencias son familiares menores de las teorías científicas por estar basadas fundamentalmente en el miedo, quizá la emoción más poderosa. Pero también el miedo debe estar en el origen del pensamiento, sin ser su única causa. Sólo una fuerza tan poderosa como el miedo pudo presionar sobre las posibilidades que el desarrollo cerebral permitía. La necesidad de resolver problemas vitales acuciado por el miedo o la mera preocupación tuvieron que ejercer una gran influencia en el proceso de generación y utilización del los símbolos en general y la lógica y el lenguaje en particular. Y qué herramienta tan poderosa la del lenguaje para empezar a crear las ficciones que trajeran algo de paz a un ser acosado por la necesidad recién estrenada de su enorme sensibilidad. Ficciones paliativas religiosas o humorísticas como relatos fundadores y justificadores, formas de aventar el miedo disolviéndolo en devoción o carcajadas. Las ficciones tejen la red de significados que reales o inventados permiten la salud mental y la comunicación afectiva y práctica.

El pensamiento no es observable para los demás, por lo que constituye nuestra experiencia íntima, esa que el ataque de los dispositivos electrónicos que registran nuestra actividad aspira a controlar para fines espurios como la comercialización de nuestros gustos. La gran batalla del futuro será la conservación de esa intimidad a efecto de no perder el interés por el gran argumento de la vida, frente a la disipación de la mente en placeres digitales. No podemos perder el deseo de encontrar sentido a la vida en el respeto a la vida misma. Por eso, la filosofía moderna se ha especializado en la reflexión sobre nuestros juicios éticos, morales y legales superponiéndose a la enorme capacidad de acción que la tecnología proporciona. Una acción mental sobre el cuerpo social que debe regir la política con mayor intensidad cada vez por la cuenta que nos trae.

De todo ese conocimiento millares de seres ingeniosos extrajeron el oro de la tecnología que hoy vemos brillar en la sanidad o en el transporte y envilecernos en las armas o las drogas; en la comodidad de nuestros hogares o en la incomodidad de algunos aspectos de nuestras ciudades. En toda caso unos avances tan evidentes  que han persuadido al común de que sólo la ciencia se mueve mientras el ser humano sigue estancado en el barro de sus conflictos. Sin embargo la ciencia social también tiene sus artefactos y no sólo son poderosos, sino que además han hecho posible la ciencia y su correlato la tecnología. Los avances científicos en general se producen en el marco de instituciones académicas o empresariales y hoy explícitamente de investigación sin las cuales no hubieran sido posible avances sustantivos. La investigación requiere financiación creciente y organización compleja. Sin lo uno y lo otro hace tiempo que se habría estancado la producción científica y tecnológica. En cuanto a la vida social se sostiene en las instituciones, permanentemente acosadas por los intereses, y permanentemente afinadas para un mejor desempeño.

La metafísica es el resultado de la aplicación del pensamiento, no a la resolución de problemas prácticos, sino a cuestiones que el ser humano se plantea como necesidades supra evolutivas, sin que, en principio parezcan estar relacionadas con la supervivencia. Estas cuestiones son del tipo «¿el mundo ha sido creado?; ¿si ha sido creado, quién lo hizo?; ¿qué es la existencia?; ¿hay vida tras la muerte? . Son las preguntas que han atormentado a la filosofía y que quien mejor responde son las religiones porque se limitan a satisfacer la necesidad de esperanza de los seres humanos sin más rigor. Los filósofos ha preferido afrontar las dificultades, mientras que los religiosos han preferido inventar un hecho prodigioso en el que una deidad toma contacto con un individuo privilegiado que deja escrita la verdad comunicada que miles de millones de personas deciden creer sin más crítica para dejar ese aspecto de las necesidades emocionales resuelto y pasar a la vida práctica. A los esfuerzos de los filósofos se le ha llamado metafísica y a las propuestas de las religiones teología, y cuando las incoherencias se acumulan, teodicea. 

La metafísica tiene un comienzo ateo con Parménides, origen que se confirma noventa años después con Platón y más tarde con Aristóteles en el que Dios es causa y no persona; es deificada por Tomás de Aquino, postura que es defendida con firmeza por Descartes, complicada por Spinoza y con dudas por parte de Kant; Hegel prescinde del Dios persona y enfatiza el Dios intelecto e infinitud que responde a su vals dialéctico. Finalmente Nietzsche certifica su muerte metafísica. Finalmente, tras años de positivismo, reaparece de nuevo atea con Heidegger y Sartre. Desde entonces silencio, salvo, si acaso, el Deleuze de Diferencia y Repetición. Seguiremos su rastro en los metafísicos surgidos a lo largo de la historia.  

La historia de la metafísica como sistema completo y complejo empieza con Parménides (n. 515 a.C), sigue con Platón que lo lee (n. 427 a.C) y culmina en la antigüedad con Aristóteles (n. 384 a.C) que los lee a ambos. Parmenides ha sido presentado esquemáticamente en el capítulo primero por asemejarse su filosofía a una cosmología. Es el primero en plantearse en toda su profundidad el problema del ser y sus atributos e identifica pensamiento y ser de forma radical. Platón identifica en Parménides el problema de confusión entre el ser y el pensamiento, lo que lleva a este a esperar la realidad de sus conclusiones sobre el ser. Conclusiones tan extremadas como la inmovilidad del ser y caracterización consecuente de la realidad múltiple y mutante como una total apariencia.  Pero Platón toma de Parmenides el instrumento de la razón como forma de penetrar en el conocimiento de la realidad no accesible a los sentidos,  en contraste con la del mundo ordinario percibido por estos. Esta asimilación de la existencia de dos mundos, uno inteligible y otro sensible es el fundamento de su teoría de las Ideas (auténtica realidad) y de sus copias que constituyen el mundo vivido. Hasta este decisivo momento la realidad que conocemos y construimos es pura apariencia frente a la solidez del Ser y la Ideas. Sócrates, por su parte, imita al geómetra que abstrae de la realidad de las figuras geométricas su logos, es decir, sus características esenciales e inventa los conceptos en agotadores diálogos con sus oyentes u oponentes llegando a  extraer su esencia.  Platón toma las esencias y las convierte en realidad máxima y las nombra como Ideas, son eternas y estarán siempre ahí a disposición de cualquier mente que sepa acceder a ellas. Curioso método que construye la idea «quitando» lo accesorio de muchos ejemplares de algo hasta convertirlos en fantasmas abstracto a los que confiere el máximo grado de realidad mientras convierte a lo que nosotros consideramos realidad en una multiplicidad de espectros. Entre las ideas también hay jerarquía y Platón considera que las de Verdad, Belleza y Bien son las más relevante. Todavía hoy en día el platonismo vive en aquellas doctrinas que creen en la universalidad y eternidad de las abstracciones lógicas, matemáticas o metafísicas, aunque es más raro en el ámbito de la ciencia. Pero es más habitual que se dote de realidad a las ideas de Dios y alma inmortal en los ámbito religiosos por razones obvias. Sin embargo, se puede postular que las ideas lógicas y matemáticas de este tipo son reales en la medida que la mente humana lo es y se muestra competente en descubrir dentro de sí misma la estructura más esencial del mundo y probarlas en experimentos que mostrarían su eficacia. Más dudoso es que sin posibilidad alguna de darle contenido real a determinadas ideas se decrete su realidad por el mero hecho de ser pensadas, que fue el error de Parménides. Cierto es que los griegos buscaban el ser utilizando el pensamiento y consideraban que el resultado de sus reflexiones era el ser real y no una ficción. Esto es tan verdad en Parménides, como en Platón o Aristóteles, sólo que éste señala como ser real aquello que los dos primeros consideraban espectros, apariencias. Se puede considerar que todos ellos eran realistas. Pero sí se puede decir que esta asignación de realidad es desde Kant más dudosa para los puntos de vista de Parménides y Platón porque le asignan existencia a los resultados de su actividad mental. En efecto Kant considera que la existencia, la realidad de algo no es un característica de ese algo, sino la condición de que ese algo pueda tener rasgos, propiedades, etc. Por tanto la existencia no puede ser anticipada, sino que debe ser comprobada. 

Como se puede apreciar, ya los filósofos griegos se planteaban en toda su profundidad el estatuto de la realidad y, al tiempo, del pensamiento. Unos daban prioridad al pensamiento como generador de realidad (el ser pensado en Parménides o las Ideas en Platón). Una posición que obligaba a considerar la realidad vivida como carente de verdadera realidad. Otros, como Aristóteles, le daban al pensamiento un carácter neutro que se limitaba a observar una realidad que quedaba inalterable al ser pensada. 

«Todos los hombres desean por naturaleza saber» dice Aristóteles en el comienza de su Metafísica (2, p. 980a). Lo que no dice el sabio griego es que lo que no está tan claro es que todos los hombres deseen el esfuerzo de adquirir ese saber. En la experiencia cotidiana es fácil advertir cuándo un interlocutor trata de salvar su reputación con prudentes asentimiento de cabeza a cuestiones que no está entendiendo.  Si por saber se entiende, en un enfoque naturalista, la necesidad de contar con todos los recursos cognitivos (mapas cerebrales e imágenes mentales) para sobrevivir en un mundo en el que la competencia se sitúa en el plano de la información y el  conocimiento, es natural que el individuo experimente el deseo de saber, tanto por prestigio, como por el poder que le otorga para situarse en la disputa social por las mejores posiciones. El prestigio puede parecer una cuestión banal, pero no lo es, puesto que forma parte del adorno con el que, en términos de Hegel, la autoconciencia se postula para ser deseado por otras autoconciencias. Haciendo una digresión, creo que este deseo del deseo, está en el origen de gran parte de la violencia que ciertos hombres ejercen sobre las mujeres, pues de la frustración de este deseo, surge un impulso homicida del que la dimensión sexual sólo es un componente secundario, salvo en los casos de dominación patológica asociada a las violaciones. 

Aristóteles considera que los presocráticos están equivocados porque no indagan la causa de los cambios y la corrupción de los seres que se observa por doquier. Él lo explica con sus conceptos de potencia y acto, además de su taxonomía de cuatro causas para los cambios. Parte de la materia que es potencia de cualquier cosa hasta que es conformada por la forma que especifica al ser concreto. Aristóteles, por tanto, rechaza el planteamiento de Platón que otorga el estatuto de real a las Ideas. Por eso funde las ideas con lo seres reales que nos rodean convirtiéndola en su esencia. Es decir, funde la esencia contenida en el concepto con el ser material. Al conjunto lo llama substancia. Una substancia soy yo o una mesa y nuestra esencia respectiva aquello que me hace un ser humano varón o un mueble. La esencia reúne las características que no puede dejar de poseer si debe seguir siendo tal substancia, pero ésta puede tener, también, características no imprescindibles que llama accidentes (ser calvo o una mesa azul).

Aristóteles considera (2, p. 982a.20) que  «el conocimiento más difícil para los hombres es el de las cosas más universales, pues son las más alejadas de los sentidos» y que (2, p. 982b.4) «… es preciso que ésta (la ciencia) sea especulativa de los primeros principios y causas». Por eso, Aristóteles, una vez que renuncia a mundos espectralmente reales, se centra en comprender la naturaleza de los cambios que observa en el mundo y su causa. Para ello concibe a los seres reales como compuestos de materia y forma, siendo la materia aquello de lo que esté hecho el ente al que se refiera, y la forma todo aquello que de una forma esencial lo hace tal cual es y diferente a todo los demás. Pero más allá busca la causa primera de todo, y aquí se vuelve realmente metafísico, pues cree en la contingencia de todo lo que conocemos (es decir su carencia de necesidad); dado el hecho de que todo tiene una causa y, dado el hecho, de que todo está en movimiento, concluye que debe haber un ser necesario, inmóvil y sin causa. Un ser, además que sólo piensa, pues es el origen de todo lo que de inteligible (su esencia o forma) hay en las cosas. Parece un salto demasiado grande, pero con él proporciona las bases para la cristianización de su metafísica a manos de Tomás de Aquino, que utiliza los mismos argumentos para «demostrar» la existencia de Dios, dando un salto adicional, desde la impersonal causa primera pensante, al muy persona y acogedor dios de los cristianos. 

Entre los que le precedieron (Platón aparte) le merece respeto Anaxágoras por proponer una inteligencia en la naturaleza como explicación general. Aristóteles, al que no le gustan las series infinitas, dice (2, p. 994a) que

«… es evidente que hay un principio, y que no son infinitas las causas de los entes… por ejemplo, la carne de la Tierra, y la Tierra del Aire, y el Aire del Fuego… (o que) el hombre sea puesto en movimiento por el Aire, y éste por el Sol, y el Sol por el Odio, y que de esto no haya nunca fin.»

Una serie, la última, realmente extravagante, señal de la confusión de la época sobre la que reflexiona Aristóteles.  Su aversión a las cadenas infinitas lo obliga a parar arbitrariamente en causas incausadas. La razón es que no acepta la eternidad del mundo, y no lo hace porque confunde eternidad con infinidad. Si sólo existe un permanente presente en mutación continua, no hay nada extraño en que las causas, una o muchas estén permanentemente actualizadas en ese presente continuo generando y manteniendo los entes en su continuo cambiar. Así dice (2, p. 994a.15) que «… si no hay ningún término primero, no hay en absoluto ninguna causa». 

Armado con todo esto, Aristóteles ataca el problema central de la metafísica que no es otro que qué cosas hay (ontología) y por qué existen, que en el argot de los metafísicos se reduce al problema del Ser.  Su respuesta es: hay una substancia primera que son los entes reales dotados de materia y forma; hay una substancia segunda que serían las formas o esencias que hacen a las cosas específicas y que permite el pensamiento abstracto en una peligrosa vuelta al mundo de las ideas de Platón. Las substancias llegan a ser en un proceso que va de la potencia (la posibilidad de ser) al acto (que es la plena realidad de su substancia). Por otra parte, la substancia, los entes concretos, tienen características que fundamentan su predicación en forma de juicios, sentencias, en las que la substancia es el sujeto y la característica es el predicado. Finalmente, lo que activa todo el proceso de acceso a la realidad de la substancia, son las causas, que para Aristóteles son cuatro: la causa material (qué es lo que se cambia), la causa formal (qué características esenciales ha de tener), la causa eficiente (con qué se lleva a cabo el cambio) y la causa final (qué objetivo tendrá el cambio aunque sea el medio para un fin posterior). Para Aristóteles, las substancias se pueden comprender porque son inteligibles gracias a su forma. Es decir, el ser es inteligible, se puede conocer, y ese conocimiento concluye que hay una causa primera incausada, inmóvil, que es puro pensamiento y que crea  todo lo demás. Todo los demás son substancias compuestas de materia y forma, que pasan de la potencia, de la posibilidad, al acto, es decir, su realidad mediante las cuatro causas. Es una especie de optimismo bien estructurado pues todo está en su sitio desde siempre y el conocimiento es poseer el concepto que acoge los rasgos que constituyen la esencia de las substancias. Unas substancias que constituyen una especie de catálogo bien ordenado creado por la causa primera y, en segunda instancia, por el propio ser humano como artífice. 

Tras Aristóteles hay vueltas y revueltas la platonismo (Plotino, San Agustín) hasta el siglo XIII en que Tomás de Aquino funde la metafísica de Aristóteles con el cristianismo básicamente adjudicándole al Dios cristiano las propiedades de la Causa Primera de Aristóteles.

Nada cambia sustancialmente hasta Descartes en el siglo XVII, que constituye la conciencia moderna y, desconfiando de todo, funda su certeza en sí misma y su duda, problematizando la realidad. Duda que surge cuando los descubrimientos geográficos confirman la esfericidad de la Tierra, los avances de la ciencia derriban el modelo cósmico ptolemaico y las tesis, precisamente de Aristóteles, sobre la gravedad y el movimiento. Pero no eran tiempos para dudar de Dios o la inmortalidad del alma, por eso en el prólogo se asegura de que su fe no es puesta en duda (6) 

… es absolutamente verdadero que hay que creer que hay un Dios, porque así lo enseña la Sagrada Escritura, y, por otra parte, hay que dar crédito a la Sagrada Escritura, porque viene de Dios (y la razón de esto es que, siendo la fe un don de Dios, el mismo que concede la gracia para creer en las otras cosas, puede concederla también para creer en su propia existencia),

Como se ve Descartes que lo había puesto todo en duda, no se atreve con lo que podía costarle caro, tan caro, que a pesar de su prudencia tuvo que irse a Suecia buscando la protección de la reina Cristina. Descartes tras volar el realismo imperante dando carta de naturaleza al idealismo, encuentra el modo de salvar las ideas medievales de Dios y alma. 

Para la existencia de Dios incurre en el error de Parménides de darle existencia a productos de la mente y su lógica. Así, Descarte argumenta que la idea de Dios se nos impone con sus rasgos de infinitud y necesidad con tal fuerza que sólo puede venir del exterior de nuestra conciencia, luego son objetivas. También reitera el argumento de Aristóteles del carácter no necesario de todos los seres, incluidos nosotros, concluyendo que seres contingentes necesitan que exista un ser, al meno, que sea necesario. Es decir Dios. Finalmente, acude al famoso argumento ontológico de San Anselmo en su meditación quinta, que formula así (6)

… cuando pienso en ello con más atención, encuentro manifiestamente que es tan imposible separar de la esencia de Dios su existencia, como de la esencia de un triángulo rectilíneo el que la magnitud de sus tres ángulos sea igual a dos rectos, o bien de la idea de una montaña la idea de un valle; de suerte que no hay menos repugnancia en concebir un Dios, esto es, un ser sumamente perfecto a quien faltare la existencia, esto es, a quien faltare una perfección, que en concebir una montaña sin valle.

Un argumento que un siglo después destruye Kant en su publicación The Only Possible Argument in Support of a Demonstration of the Existence of God al exponer que la existencia no es un predicado sino la condición para que existan entes que puedan tener esencia. Primero es la existencia y luego la esencia. Sin embargo él mismo no puede eludir la cuestión, pues siguen siendo tiempos complicados para exhibir dudas la respecto. 

Tras el intento autoprotector de Descartes, que se produce en Francia, el siguiente gran escalón metafísico se sube en Alemania, pues el Reino Unido (en esa época se une Escocia a Inglaterra), por la mano de sus filósofos más relevantes (Locke, Hume, Hobbes), abre la puerta a un enfoque analítico que culminó en un escepticismo y el pragmatismo del siglo XX y que dejó de lado la cuestión de Dios y el Alma para centrarse en la democracia, el lenguaje, la ciencia y la psicología.

Así pues, se puede decir que el hilo conductor de la metafísica es, como se suele decir, continental. Así pues, es, el entonces prusiano Immanuel Kant, el que renueva la cuestión de una forma completamente original. Kant se encuentra con siglos de realismo aristotélico y décadas de empirismo británico en contraste con el racionalismo de base cartesiana pasando por Leibniz. Es decir, de fe ingenua en que los que se percibe del mundo es tal cual ese mundo es; de creencia en que todo conocimiento viene de la experiencia o de creencia en que la fuente genuina de conocimiento es la razón humana. Con estos antecedentes Kant propone una síntesis genial: el conocimiento es alimentado por la experiencia, pero conformado por la razón. Un planteamiento que tiene una fisura por la que se cuela la metafísica idealista del siglo XIX: lo que él llama la «cosa en sí» y que es el objetivo de la metafísica. Es decir, lo que constituye la verdadera naturaleza de las cosas que quedaría oculta por el inevitable tratamiento de los datos de la experiencia que lleva a cabo nuestra mente. Él distingue entre el entendimiento, que genera la ciencia, y la razón, que sería aquella parte de nuestro pensamiento que se ocupa de dar respuesta a nuestros anhelos y esperanzas y que coincide con lo que estamos llamando metafísica. No es el sitio para entrar en detalles respecto del entendimiento, pero sí para tratar el modo en que Kant aborda, por última vez (hasta ahora) en un gran pensador, la justificación de Dios y la inmortalidad del Alma.

La Razón tiene una potencia especial que es la capacidad de sintetizar lo múltiple buscando la unidad. Es la capacidad que se ejemplifica en la creación de conceptos. Cuando pensamos en el animal doméstico que tenemos en casa, vemos su imagen concreta, pero si pensamos en los gatos en general, tendremos una imagen vaga de gato, algo así como su silueta, si seguimos generalizando y pensamos a los felino y, más allá, a pensar en los mamíferos, ya no nos queda imagen ninguna, nada más que los rasgos comunes a estos animales (sangre caliente, vivíparos, etc). En este viaje mental al pasar del animal concreto a la especie ya manejamos rasgos comunes a esa especie (los gatos), es decir conceptos. Pero los conceptos también pueden se agrupados en categorías más abstractas que son cada vez más vagas porque agrupan a más tipos. Así el concepto de animal, ser vivo, ser en general, que ya incluye tanto a un mineral como a un ser humana. Esta capacidad de síntesis que también se manifiesta en la capacidad de nuestra mente de unir sujetos y predicados, da como resultado una libertad de síntesis que, del mismo modo que sirve para la creatividad, conduce a desvaríos metafísicos como creer que esos productos de la creatividad son reales. Y esto es lo que Kant combate quitando legitimidad a los tres productos de los más altos vuelos de la capacidad de síntesis de la razón: Dios, el alma inmortal y el mundo como totalidad. Y lo hace porque son la respuesta a un anhelo y no la aplicación de la mente a los datos de la experiencia. Un anhelo de hallar lo que no depende de nada para poder descansar allí. Es, como dice George Steiner (16) la «Nostalgia del Absoluto«. 

Una vez deslegitimada la pretensión de la metafísica como ciencia, Kant la sitúa en otro nivel, nouménico, desde el que encuentra un lugar para la idea de Dios y el alma inmortal, condición necesaria, según él para alcanzar el Bien Supremo al que aspiramos. Ese lugar es el sentido moral, el sentido del bien y del mal que Kant constata en el ser humano como una constante estructural, ana apertura a un mundo distinto, según él, de la experiencia sensible que, por una parte, nos desliga de la espacialidad, temporalidad y causalidad y, de otra, nos pone en contacto con la realidad más profunda: la valorativa. Aquella en la que el ser humano comprende sin razonamientos porque está en su terreno y puede intuir directamente la verdad de lo que allí acontece. Es el ámbito de la libertad del alma que fundamenta su estado moral. Tenemos así dos dimensiones de la realidad de un mismo hecho en el que interviene un ser humano: de una parte, como hecho físico, una cadena de causas en el tiempo y en el espacio y, de otra parte, un acto de voluntad libre sometida sólo a la ley moral. En la diferencia entre esos dos mundos: el de la necesidad y el de la libertad que se traduce en un alma psicológica sometida a todo tipo de tentaciones y un alma moral atenta al deber, está el motor que propulsa al hombre a una tarea que sólo un alma inmortal puede culminar. En lo relativo a Dios, su necesidad se deriva de otro desideratum: el de que el ser y el deber ser se puedan conciliar siendo necesaria su fusión en un ser que reúna la máxima realidad con la máxima moralidad; y ese ser es Dios. 

Tras este enorme esfuerzo metafísico, a su vez, Kant salva para su época los dos tabúes fundamentales, al tiempo que saca a la metafísica del ámbito de la ciencia para ponerla en el ámbito de la voluntad dotándola de un «órgano» específico, la razón, para contemplar la verdad directamente. Un esfuerzo que da sus frutos «profesionales» en la filosofía idealista alemana con Fichte, Schelling y hace cumbre en Hegel, el último gran metafísicos sistemático y el primero que ya no usa a Dios como meta de su reflexión, sino al espíritu absoluto del propio ser humano, aunque es el último filósofo que se ve en la necesidad de salvar a Dios en sus formas intelectuales y en su expresión en el Estado como expresión máxima de la eticidad. Para Hegel Dios es el abstracto infinito, el aristotélico pensamiento puro, que la conciencia persigue en sus fases infelices. Pero, a pesar de ellos los vuelos metafísicos de Hegel no desmerecen de los de Aristóteles o los de Tomás de Aquino o Kant. En Hegel, tras la sublime historia de la conciencia hacia la comprensión de su estatuto de única realidad: «La razón es la certeza de la conciencia de ser toda la realidad», se da un violento conflicto entre el reconocimiento de la realidad como lo que debe aceptarse tal y como se da en el proceso de su devenir o si la conciencia debe influir en su modificación. La famosa frase de la Filosofía del Derecho «Lo que es racional es real, y lo que es real es racional» fue interpretada por unos como una invitación al conformismo con la realidad como se da y, por otros, como una invitación a la revolución. Creo que si Hegel aceptó el Estado prusiano como la expresión del espíritu absoluto encarnado en la acción política, es más justo pensar que Hegel se inclina por la aceptación de la realidad y con ella a la propia razón, no como actor protagonista del devenir, sino como espectador auto consciente que interpreta debidamente su posición. En este sentido la afirmación de que la conciencia es toda la realidad se puede referir antes a una realidad contemplativa que hace suya la realidad pero no la cambia nada más que en la medida en que sólo es real aquello que la conciencia domina. Al límite, cambios en la realidad no captados por la conciencia, por encontrarse en fases más primitivas, no existen.  Así lo afirma con sus propias palabras en la enciclopedia: «(la filosofía debe)… mantenerse en paz con la realidad«. Pero, a pesar de que a Hegel se le reconoce como el filósofo del devenir, no parece interesado, en tanto que conciencia, en ser actor de ese flujo. El devenir en Hegel es resultado de la articulación entre el ser y la nada. Por eso polemiza, de Parménides en adelante, con aquellos que afirman por separado a uno y otra sin comprender la relación dialéctica que las une. No cabe duda de que antes de que la física se plantee de dónde pudo surgir el universo, la razón ya porfiaba por entender esa paradójica situación más allá de la renuncia a pensar que supone aceptar una entidad creadora que de forma contingente interviene expresándose en forma de naturaleza. Pero Hegel es, sobre todo el gran cartógrafo de la conciencia. Cuenta su historia y sus etapas como figuras en las que la conciencia trata de comprender la realidad hasta el punto de hacerla suya y describe su estructura en su Lógica. Su dialéctica, que no es método, sino proceso de la propia realidad, que es el devenir de la conciencia. Pero la conciencia cambia la realidad al transformarse ella misma y al negar para superar, lo que es necesario para entender la Historia, dado que para Hegel la naturaleza, por el contrario, no evoluciona si no que es repetición. Y la conciencia reinterpreta el pasado y toma del futuro combustible para su movimiento desde sus proyectos. En ese devenir la conciencia llega a un estadio final en el que se armoniza con la realidad y la acepta sin conflicto. Hegel no cuestiona la realidad y considera al Estado la mejor expresión del espíritu absoluto que ha conseguido escapar de la individualidad hacia la universalidad. El papel de Dios es secundario y su carácter más lógico que emocional. Es un Dios preparado para el cierre de la metafísica que realizan en el siglo XIX Marx, Nietzsche y los positivistas y ser sustituido por la Ley. Las brasas de este incendio quedan en el relicario de Kierkegaard. 

Después, la metafísica ha tratado de quitar vuelo a sus pretensiones y se ha centrado en un contenido que dé cuenta de los problemas estructurales del hombre sin pretensión alguna de contar con una visión directa de la realidad última. Digamos que la metafísica se ha vuelto más prudente y queda a la expectativa de lo que las nuevas certezas o paradojas que la ciencia ponga ante la mirada codiciosa de la razón. La pretensión de Hegel de que la conciencia absorbiera a toda la naturaleza, no implica la espiritualización de ésta, sino su conformación a la lógica humana. Del alguna forma está su eco en la pretensión de la ciencia de racionalizar el comportamiento de toda la naturaleza para transformarla conforme a sus propias leyes y los intereses humanos. Pero la posición de Hegel produjo la reacción positivista que acercó Europa al pragmatismo anglosajón. Pero eso no satisface al espíritu metafísico y por eso aún echaremos un vistazo a los tres grandes metafísicos del siglo XX: Martin Heidegger, Jean-Paul Sartre y Gille Deleuze.

Heidegger publica su obra fundamental en 1927 y la título Ser y Tiempo. Una obra enigmática por su forma de expresarse, pero fascinante por su atrevimiento y logros metafísicos. No comentaremos aquí error de confundir el advenimiento del nazismo con la plenitud del ser, pues se mueve entre lo cómico y lo trágico. Es un error que Heidegger pagó con el ostracismo en tiempos de progreso real de la compasión humana más allá de cualquier análisis abstracto, por muy brillante que fuera. Pero no fue el primero en cometerlo, pues la historia está lleno de casos así: Platón en su República, Rousseau con su voluntad general, Hegel con el estado prusiano, Marx con el comunismo revolucionario  o Sartre con el estalinismo criminal. Heidegger produce una obra extraordinaria por su capacidad de penetración en las estructuras del ser humano. Parte de la identificación de una fallo en el desarrollo de la metafísica desde Platón: la limitación de las reflexiones sobre el ser a los entes concretos (cosas, animales, seres humano) que comparten el ser, pero que no hablan del ser mismo. Él se pregunta tanto por el ser como por su sentido. Advierte que el único ente al que puede preguntar por el ser es el ser humano y a él dirige sus preguntas. Lo hace armado del método fenomenológico por su poder de desvelar, tras el quehacer diario las estructuras esenciales del ser humano, aquellas que van a dar cuenta de su verdadera naturaleza. Una labor que es interpretativa (hermenéutica). Lo que busca es aquellos rasgos estructurales, que llama existenciales, y son comunes a todos los seres humanos de todos los tiempos, pasados o futuros. Rasgos que deben diferenciarse de los del resto de los entes, que llama categorías. Escoge a este ente porque, en sus palabras, le va su ser en el preguntar por el ser. Y encuentra que el ser humano existe, lo que no es trivial, pues significa que debe hacerse cargo de sí mismo y sus posibilidades. El ser humano no es un ente, una cosa, ya realizada para siempre, sino que vive proyectado hacia el futuro que puede ser. Hasta tal punto cuando realiza proyectos en un presente son el resultado de una llamada desde el futuro que ha imaginado. De esta manera, desde el principio no examina un ente pasivo, sino que pone al ser humano ante la responsabilidad de cuidar de sí mismo, pues entre sus posibilidades están aquellas que garantizan su autenticidad o las que lo dejan caer en la inautenticidad. Para ello se propone trascender el velo de lo cotidiano que oculta por su cotidianidad las estructuras profundas del ser humano. Por eso no rechaza buscar lo existenciales observando la vida cotidiana de los seres humanos. En ella encuentra como primer existencia que tenemos un mundo organizado con cosas «a la mano», cuya importancia sólo se desvela en su ausencia. Un «estar en el mundo» que el ser humano lleva consigo, pues no es primero y luego contingentemente acude al mundo, sino que existencialmente pertenece a un mundo. Ese estar en el mundo tiene como primer modo el del conocimiento. El conocimiento de los objetos forma parte intrínseca del estar  en el mundo. Se está conociendo. Heidegger también quiere encontrar lo que de común tienen los mundos de cada uno de nosotros para descansar en la estructura del mundo o mundaneidad. 

Sería extraño ya, fuera del ámbito de la teología, que en Occidente surgiera una metafísica con las mismas pretensiones que tuvieron las históricas contando con las únicas armas de las evoluciones parroquiales de la razón. Los frutos de síntesis y coherencia de la razón, en realidad, se han visto en la lógica, tanto formal como informal y en las teorías más atrevidas del ámbito matemático y cosmológico (qué diría Kant de la topología de Poincaré o de la Cosmología Cíclica Conforme de Penrose, en tanto que construcciones sin experiencia sensible sobre los objetos que estudian). Naturalmente nadie niega la capacidad valorativa del ser humano, especialmente en el ámbito moral, pues de ello dependerá nuestro futuro. Sólo unas reglas que tengan como fin el respeto de cada individuo tanto en lo físico como en lo psíquico salvarán a la especie de su autodestrucción por acumulación de poder sin fines morales. Pero no es necesario establecer, como hizo Kant, un mundo especial de intuiciones directas del ser. Basta con reconocer que dependemos de nosotros mismos y que toda metafísica heteroantrópica es una distracción innecesaria. El ser humano está solo y solo deberá afrontar su porvenir.

§ 3. Producir.

El pensamiento es también acción, pero no es observable. Sí lo son los resultados de la acción sobre el mundo que produce artefactos para la solución de problemas. Artefactos que cuando resultan de la organización premeditada de materia deviene en herramientas; cuando lo es de materia y órdenes en autómatas y cuando lo es de ambas cosas, más personas, en instituciones.

Es habitual el error de pensar que el pensamiento científico progresa y el pensamiento social no. Este error se basa en la fuerza de los resultados de la acción científica en forma de artefactos tecnológico cuya presencia en la vida cotidiana y en las epopeyas astrales es tan poderosa que se entiende el error. Pero ni la ciencia ni la tecnología serían posibles sin las instituciones que nos gobiernan en todos los órdenes de la vida: desde la familia al Estado.

La historia de la ciencia está llena de éxitos como consecuencia de la capacidad de algunos individuos de terminar de cerrar la discusión que muchos colegas llevan a cabo buscando la respuesta a un problema práctico o teórico. El pensamiento está tan cargado de inercia y prejuicio que es admirable la capacidad de estos talentos. La ciencia empezó por preguntar por el mundo físico antes que por el ser humano al que no prestó atención rigurosa hasta el siglo XIX, con excepciones muy pragmáticas como la filosofía ética de todos los tiempos  o muy cargadas de ideología como la pretensiones de salvación  transmundana. Una lista incompleta de la porfía científica estaría formada por Eratóstenes por atreverse a medir el diámetro de la Tierra cuando todos pensaban que era plana; a Ptolomeo que construyó un sistema coherente con el conocimiento de la época y las observaciones posibles; a Copérnico por sacar a la Tierra del centro del Mundo; a Kepler por dar la medida de las órbitas planetarias; a Galileo por el principio de inercia y la capacidad de ver la aceleración antes que la velocidad; a Newton por meter al universo en la cabeza humana y a Leibniz por inventar con él cálculo diferencial; a Volta por prestar atención al movimiento de una rana; a Lavoisier por desmitificar el fuego; a Oersted por sentar con Faraday las bases del motor eléctrico; a Maxwell por unas ecuaciones que daban cuenta de toda la complejidad electromagnética; a Michelson y Morley por matar el éter y dejar desnuda a la luz; a Einstein por  terminar el proceso de relativización de nuestra realidad que había comenzado Galileo, hasta el punto de inspirar con su concepto de tiempo a Dalí; a Planck por cortar el mundo a cachitos energéticos; a Borj por diseñar el universo atómico; a Heisenberg por matar toda esperanza de conocimiento absoluto; a Maria Salomea Skłodowska por abrir la puerta de los fuegos artificiales subatómicos; a Bessemer por abaratar el acero; a Aspdin por convertir la arcilla y la cal en ciudades; a Hubble por dar la pista para un universo cíclico; a Penrose por teorizar sobre ese universo cíclico; a Feynman por señalar el camino hacia la nanotecnología; a Mendel, Rosalind Franklin, Watson y Crick por dejarnos mirar en nuestras entretelas biológicas ; a Haeckel por llamar nuestra atención sobre la salud del planeta Tierra; a… pongan ustedes los nombres que hayan echado de menos.

La ciencia social también tiene sus héroes y, aunque la experimentación es más complicada, cuando no imposible por involucrar a grupos humanos, sus progresos han sido tan notables como muestra la democracia moderna, las empresas modernas, la instituciones educativas o las hospitalarias. Sin esos marcos institucionales nada sería posible: ni la convivencia, ni el comercio,  ni la ciencia. Sin embargo hay que conceder que la tecnología es celebrada en su aparición a pesar de que ya se ha instalado en la conciencia la idea de su obsolescencia acelerada. Pero la convicción de que tras una generación tecnológica vendrá otra superior está tan arraigada que será difícil convencer de que también las instituciones sociales tienen una historia de éxito. Una dificultad estriba en el hecho de que toda tecnología es una ayuda, mientras que en toda institución nosotros mismos somos las víctimas de sus fallos. Un artefacto tecnológico con sus prestaciones conocidas se conecta a su fuente de energía y ya está en su desempeño esperado. Una institución social se activa y los destinatarios de sus servicios sólo advertirán su valor cuando desaparezca. En su funcionamiento rutinario sólo advertiremos sus fallos. Fallos que muy habitualmente tienen origen en las desviaciones que las pasiones humanas introducen en su desempeño. Pero hay que recordar que la humanidad ha recorrido un largo y benéfico trayecto desde la horda al gobierno democrático moderno. La lista de teóricos de las instituciones sociales es tan larga como la de la ciencia y la tecnología. En esta dimensión, al contrario que en la tecnológica, valen los retrocesos, si suficiente gente cree que eso será bueno. Sería extraño ver a un empresa produciendo tecnología sobrepasada si no es para el goce estético (el pick-up) o el deporte (el tiro con arco). Sin embargo, en el ámbito social no es extraño encontrar a mucha gente dispuesta a volver a formas de gobierno retrógradas como las dictaduras. Las razones son complejas y las veremos con detalle en la segunda parte de este libro.

A pesar de todo, debemos estar agradecidos a Protágoras por mostrar los límite de la verdad; a Sócrates por inventar los conceptos que están en la base de la creación de las instituciones; a Platón por aventurar la ingeniería social permitiendo advertir sus peligros; a Aristóteles por su ética; a Pericles por creer en la democracia inter pares; a Hammurabi por codificar la conducta social; a Justiniano por compilar el derecho romano; a Maquiavelo por su brusco golpe a la ingenuidad; a Rousseau por teorizar el contrato social; a Locke por inventar la democracia moderna; a Kant por soñar la paz perpetua y teorizar el deber como algoritmo de convivencia; a Adams Smith por describir el egoísmo económico; a Montesquieu por advertir el peligro de la colusión entre poderes; a Jefferson y compañía por aplicar la democracia federal; a Hobbes por señalarnos con sus creencias el peligro de la cesión de la libertad; a la Asamblea Nacional (una institución) por la Declaración de los Derechos del Hombre; a Napoleón por su estado administrativo; a Taylor por teorizar la producción en cadena a la espera de la robótica;a Marx por teorizar sobre las implicaciones económicas del capitalismo; a Comte por inventar la sociología; a Keynes por teorizar sobre el estado como gestor económico; a Hayek por teorizar al individuo como gestor económico; a Louis Blanc por inventar la socialdemocracia; de forma torcida a todos los deletéreos y dementes autócratas que a lo largo de los siglos y, en especial, en el siglo XX nos han mostrado el horror que la persecución de una idea hasta su consumación conlleva y a… ponga el lector quien considere que le falta en la lista.

Este el día en que la humanidad debido a que no se ha desprendido de las ideas que lo distraen de su condición natural continúa en conflicto consigo misma. Pero ya podemos declarar el derecho del ser humano a reclamar sin complejos la legitimidad de imponer sus ideas de bienestar colectivo e individual, lo que supone el respeto a la naturaleza en la medida en que él mismo forma parte de ella. Todo sistema político tendrá que someterse a estos fines en conflicto con las imposiciones ineludibles de las leyes que gobiernan el plano físico de nuestra estructura. 

§ 4. Enjuiciar

Finalmente, el juicio, que es la disposición ineludible de la mente a contrastar el resultado de las acciones con patrones previos formados por creencias, ya sean sobre la naturaleza, sobre el propio pensamiento o sobre la acción. Incluso en cumplimiento de su carácter reflexivo la mente emite juicios sobre sus propios juicios. El juicio ya está presente en forma primitiva en la vida que busca en cada una de sus fases acciones que la benefician gracias a la memoria del fracaso en la elección. Una memoria que está presente en el código genético (memoria genética) y en su memoria individual de la que gozan ya algunos animales superiores y, por supuesto, el ser humano. El olfato y el gusto ya son sentidos que, antes del juicio mental, emiten un juicio en base a los patrones instintivos sobre los alimentos. El poder del juicio, como veremos en la parte tercera de este libro, llega hasta las decisiones estéticas.

Del contraste de las ideas sostenidas en un momento determinado con el patrón de referencia  surge, o un cambio de creencias, o un cambio en las acciones. El cambio de creencias puede tomar la forma de mitigación o silenciamiento hasta que se consigue racionalizar la acción como inevitable reduciendo o eliminando la culpa (sensación corporal de malestar que avisa del conflicto interno) o la vergüenza (sensación corporal de malestar que avisa del conflicto con la sociedad). El juicio es la cumbre de la acción humana como tal, puesto que supone afrontar el conflicto interior entre las enraizadas creencias, las propias tendencias hedonistas y la presión social con potenciales modelos de vida basados en el despojo o de los demás o en su ayuda. Naturalmente la coherencia íntima será benéfica socialmente si el patrón de referencia de la mayoría de la gente es benéfico con anterioridad. Originariamente venimos dispuestos para valores básicos como el no matar o el no robar como emanados de la coherencia de no desear a los demás lo que rechazamos para nosotros mismos, además del mandato biológico de preservación de la especie, pero siempre en conflicto con el egoísmo que surge de nuestras entrañas para conservar la vida. Nunca olvidaré la reacción que expresa el actor irlandés Nick Dunning en la obra cinematográfica Los Tudor cuando conoce al mismo tiempo que su hija en la ficción Ana Bolena va a ser decapitada y él no. La alegría salvaje de ese rostro por salvar la vida se mezcla de una forma magistral, con la pena por la condena de su hija.

Socialmente añadimos patrones de conducta que el tiempo cambia cuando se revisan los efectos según en qué época, como con el principio no desear la mujer del prójimo, que hoy en día está completamente obsoleto, tanto por el sexo mencionado, como por el hecho mismo del deseo. El juicio se ejerce primero  de forma creativa sobre el particular (es el privilegio del talento) y, si tiene éxito, se convierte en saber común y es ejercido aplicando la regla generalmente aceptada sin reflexión adicional (es la servidumbre del común). Naturalmente los seres con talento lo ejercen en su especialidad y se someten a los patrones convencionales en el resto de las cosas.  En la primera fase el juicio llama en su auxilio al ser integral que es el que juzga con su historia vital e intelectual para de forma confusa y dolorosa tomar una decisión sobre un particular que reclama ser valorado.

Gracias a la capacidad de juzgar tomamos decisiones basados en razones más o menos confusas. Vienen tiempos en los que la historia de la especie, que nos condiciona, y la de nuestra propia biografía van a ser utilizadas para guiarnos mediante algoritmos matemáticos que gestionarán una nueva forma de registro de la experiencia. Está en marcha todo un sistema de captación de tendencias individuales que permitirá la optimización de la producción, pero también nos dará la oportunidad de dirigirla, si somos capaces de sobreponernos a nuestras inclinaciones y ponemos como criterios para nuestras decisiones en planos cercanos al bien común.

§ 5. Final

 Conviene familiarizarnos con la idea de que los principios que actúan en el mundo exterior, actúan en nuestro interior, incluida nuestra mente. Somos naturaleza, de ella provenimos y ella nos constituye en nuestro especial modo de ser. Quizá si estuviésemos unidos a la  tierra por poderosas o livianas raíces lo entenderíamos mejor. De hecho esas raíces existen en la cómoda forma de extracción y consumo de minerales, vegetales y animales en cantidad que asusta en relación con la pervivencia del planeta Tierra. Esta condición natural del ser humano tiene poderosos efectos sobre sus reacciones cognitivas a los estímulos del mundo, que se toman como conocimiento de seres ajenos, cuando, en realidad, es reencuentro con nuestra naturaleza en una pirueta tautológica de gran alcance. Alcance que vemos en el buen ajuste de nuestras teorías matemáticas con las estructuras cuantitativas del mundo. Un ajuste que sorprende a los matemáticos cartesianos (en el buen sentido de la palabra), pero no a los kantianos. La búsqueda de Kant del juicio sintético (informativo) y, a la vez, a priori (antes de toda evidencia externa) es resultado de su obsesión por fundar la ciencia en lo universal (aceptado para todas las épocas) y necesario (de negación contradictoria). Esfuerzo que queda resuelto si aceptamos la condición histórica y evolutiva del todo, y que tan necesario es el color de la nieve para una determinada luz incidente como las suma de los ángulos de un triángulo. Siendo esto así, resulta fácil entender bastantes pliegues de nuestro comportamiento general en base a dos principios complementarios: la evolución empujada por la necesidad de supervivencia biológica y la transformación en cultura empujada por la  doble necesidad de supervivencia social y la de mitigar la conmoción de la muerte proyectándola hacia la vida. El tipo de vida cuyas posibilidades están latentes en el punto en que la evolución biológica dejó al homo para dejar paso a la evolución cultural que tomó el relevo por su potencia transformadora del mundo material y de sí misma.

BIBLIOGRAFÍA

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  2. Aristóteles. Metafísica. Editorial Gredos. 1970
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  4. Deleuze, Gille. Diferencia y Repetición. Amorrortu. 2006 
  5. Dennett, Daniel. From Bacteria to Bach and back. Penguin Book. Kindle. 2016
  6. Descartes, René. Discurso del Método y Meditaciones Metafísicas. Editorial Austral. Kindle. 
  7. Edelman, Gerald & Tononi, Giulio. El universo de la Conciencia. Crítica. 2002.
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  9. Hegel, Georg W.F. La fenomenología del Espíritu. FCE. 1978
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  14. Morgado, Ignacio. Cómo percibimos el mundo. Editorial Ariel. Kindle. 2012
  15. Platón. República. Editorial Gredos.
  16. Steiner, George. Nostalgia del Absoluto. Editorial Siruela. 2005
  17. Weiten, Wayne. Psicología, Temas y Variaciones. Thomson. 2004

© Antonio Garrido Hernández. 2018. Todos los derechos reservados. All right reserved. 

Contra Zizek. Julen Robledo. Reseña (22)

El pensamiento, como un dulce, pueden llegar a ser empalagoso. Varios meses leyendo a Zizek, requiere de un descanso o, mejor aún, leer a alguien que oponga a sus puntos de vista otros igualmente discutibles, pero que nos permita una dialéctica esclarecedora. Y en estas aparece en el horizonte un libro que se llama «Contra Zizek», lo que no puede ser más explícito. Está escrito por Julen Robledo, un discípulo de Gustavo Bueno, ese filósofo español tan lleno de energía polemista cuando vivía. El libro tiene la factura de una tesis doctoral, porque en ningún momento se quita la faja de un pretendido rigor expositivo para aventar cualquier ambigüedad. Desde el principio, el autor deja claro que el suyo es un análisis desde una posición concreta ajena a la filosofía de Zizek, pero expuesta igualmente a la crítica. Es en general una crítica externa (etic) realizada desde el Materialismo Filosófico (MF) de Gustavo Bueno y con esta vara mide el pensamiento de Zizek.

Gustavo Bueno proporciona unas coordenadas ontológicas (taxonomía de lo que hay en el mundo según cada cual) compuesta por una ontología particular (Mi) con tres géneros:

  • M1: los cuerpos físicos o biológicos y las relaciones entre ellos.
  • M2: las mentes con sus pensamientos y afecciones concretas
  • M3: las ideas abstractas

Una taxonomía que recuerda a la de Popper sobre mundo 1,2, y 3.  Gustavo Bueno considera que estos tres géneros son inconmensurables, es decir, no se pueden reducir unos a otros sin incurrir en formalismo, aunque sí se pueden interrelacionar (por ejemplo la idea (M3) se da en una mente (M2) que «reside» en un cuerpo (M1). Estos tres géneros se dan en el marco de la simploké (algunas cosas se relacionan con otras cosas), por lo que no es posible un monismo monolítico en el que todo se relaciona con todo, ni un formalismo que todo lo abarque desde cualquiera de los géneros (por ejemplo la pretensión de Platón de que M3 sea la auténtica realidad). Los tres géneros surgen del examen desde M2 el mundo percibible, que mediante «lisado» (búsqueda de rasgos comunes) filtra las realidades para agruparlas. De esta forma se respetan las diferencias entre géneros. Con el mismo método de lisado se consigue la ontología general M, que arrastra la naturaleza del mundo desde la ontología particular hacia una visión no confusa y mezclada de la realidad «observable».

ONTOLOGÍA ZIZEKIANA

Con estas armas Robledo se lanza contra la filosofía de Zizek a la que considera desde dos puntos de vista:

  • Su posición ontológica
  • Su aplicación socio-política

La posición ontológica la encuentra deficiente porque, obviamente la juzga desde la ontología del Materialismo Filosófico. Robledo considera que la filosofía de Zizek es un formalismo secundario, puesto que hace converger en el sujeto concreto (M2)  las ideas simbólicas (M3), al tiempo que hace desaparecer el mundo físico y biológico (M1), que no juega ningún papel en su ontología, salvo en sus chistes preferidos. En el primer caso por considerar que el subconsciente del sujeto (M2) contiene a la parte del mundo del lenguaje (símbolos) reprimido por el gran Otro paterno y social (M3). Además considera que el mundo físico y biológico está supeditado al sujeto (M2) por su concepción de lo real como exceso o resto de la realidad (M) que no ha podido ser simbolizado ni imaginado por el sujeto. En la ontología particular sólo existe M3 (los símbolos) y M2 (el sujeto), pero con el añadido de que ambos residen en el sujeto. De esta forma toda la ontología particular es reducida a M2 que cubre formalmente a las demás. No hay realidad subyacente, pues es absorbida por el sujeto además de perderse la incomensurabiliad entre géneros materiales y resultando, por tanto, en un monismo. Lo Real en Zizek no parte del previo análisis de la ontología particular, sino que lo deduce directamente del mundo observable perdiendo toda capacidad de discriminación. Lo Real sería una materia bruta a la que luego el simbolismo trata de abarcar, dejando un resto que tiene como resultado un sujeto vacío (barrado) como acto fallido. Lo real simbolizado queda como M3 y lo real no simbolizado (lo Real) constituye al sujeto y es constituído indirectamente por la simbolización. El sujeto primero mediante lo imaginario se constituye como un vacío a rellenar por imágenes exteriores (la imagen en el espejo) y, después, por los significantes (símbolos) procedentes del entorno familiar que transmite los significantes sociales (significantes Amo), que sirven de filtro para constituir el subconsciente a partir de los deseos no aceptables socialmente y los significantes sociales que han de dirigir la conducta mental y real del sujeto. De modo que los real (M) se incluye en lo particular a través de los símbolos (M3) y de la idea de Hegel de que la sustancia es sujeto que toma cuerpo en el sujeto (M2). Es el proceso de «Universalidad concreta» de Hegel tan apreciado por Zizek para su aplicación a la realidad socio-política. Finalmente califica a la filosofía de Zizek como idealista (no cuenta con el sustrato físico y biológico) y objetiva (centra en el sujeto genérico toda su ontología)

APLICACIÓN POLÍTICA

Robledo considera que Zizek aplica su idealismo objetivo para explicar el sostenimiento del status quo del capitalismo opresor en una primera versión y para proponer, en una segunda versión, una acción revolucionaria mediante un sujeto absoluto capaz de resistir el engaño inserto en el proceso de constitución del sujeto y liderar la revolución. Así en la primera versión la sustancia social (que preña el lenguaje) está incluida en el sujeto (M2) a través del inconsciente que es el instrumento de la alienación y opresión del sistema capitalista, pues incluye los mensajes del gran Otro sistémico. Por eso, Zizek  considera que el cogito cartesiano, en tanto que sujeto completamente emancipado por el método de la duda, tiene su fundamente en el subconsciente que le hace creer en que su pensamiento es autónomo pues no experimenta la externalidad del origen de su pensamiento, dado que ésta condición está enterrada en el subconsciente. Es un sujeto no condicionado por la sustancia social que cree que sus ideas surgen en libertad en su conciencia.

En la segunda versión, la sustancia social (M3) se transforma en una sustancia revolucionaria nueva que se gesta en una conciencia especial (M2) y se universaliza por su liderazgo. Es la sustancia (universal) hecha sujeto (particular, concreto). Un sujeto que no se deja engañar por los significantes Amo y gesta unos nuevos y, obviamente, anti-sistema, es decir, anti-capitalista o, como Robledo prefiere por coherencia con Bueno, contra-capitalista. Un anticapitalismo que lleva a Zizek a elegir el terror revolucionario «para la nueva conciliación postrevolucionaria entre las exigencias del orden social y la libertad abstracta del individuo«. Para ello, Zizek llega a pedir una «Thatcher de izquierdas» que desembarazada del engaño capitalista, genera una nuevas sustancia revolucionaria que le haga saber a los demás lo que no sabe que sabe. Una propuesta que choca con la democracia directa que articula el movimiento 15-M español. A esto se suma la recuperación del Lenin que no fue y que late en sus propuestas no aplicadas por el estalinismo. En su estilo paradójico, Zizek se pregunta si no será el fallo de nuestra sociedad el que hace inadmisible una revisión de Lenin, en vez de la anacronía de sus propuestas. Robledo llama metafísico a este proyecto, por no articularse sobre la realidad social actual, sino en una repetición voluntarista. Las repeticiones, tan criticadas, precisamente por Marx han dado lugar a todo tipo de revisionismo de ideas inocentes de los resultados de su aplicación positiva (cristianismo, comunismo, nazismo). También encuentra que la filosofía de Zizek, al dirigirse al sistema capitalista, elude la responsabilidad de los individuos que transgreden las leyes y se corrompen. Naturalmente la razón está  en el propósito de Zizek de no resolver el problema por la vía de la corrección de conductas (reflexión circular), sino por el minado del conjunto del sistema (reflexión radial).

EGO TRASCENDENTAL

Para el Materialismo Filosófico la acción de los sujetos a lo largo de la historia genera un mapa del mundo que incluye desde el conocimiento físico y biológico de los entes, los estado subjetivos de los sujetos con mente y las conceptos supra subjetivos. Este conocimiento se podría concebir como producido y depositado en un sujeto que no es una substancia trascendente, sino una materialidad más del mundo, que forma parte de él y que lo constituye. Cualquier sujeto concreto puede ser capaz de tener una cierta visión desde este punto de vista mediante el estudio del desarrollo histórico en el que han intervenido multitud de sujetos. El Ego Trascendental funciona a modo de enlace entre la materia ontológico especial (Mi) y la ontológico general (M). Para evitar el enfoque metafísico, el materialismo filosófico parte de la finitud del ser humano concreto (Mi) para deducir la existencia infinita de la ontología general (M). La infinitud surge de la finitud y no al revés como en la religiones monistas que parten de la infinitud (Dios) para generar lo finito (el mundo, el ser humano). En la ontología general (M) se incluye el mundo prehumano y lo que la ciencia descubra en el futuro. M se induce en su infinitud desde la constatación de que la Mi de una determinada época contiene menos entidades (por ejemplo, tecnología, tipos de conciencia sobre la realidad humana o teorías descriptivas o institucionales) que la de una época posterior. Una visión que requiere del Ego Trascendental para ser intuida, pues en este residen todos esos desarrollos. El Ego trascendental conecta el mundo conocido con el mundo concebido como la totalidad de todo lo que hay. Es el Ego Trascendental el que puede abarcar toda la realidad Mi de una época determinada para incrementar su visión general del mundo totalizándolo.

Gustavo Bueno ya comprobó que el ego en Freud contiene elementos trascendentales como Dios, Nada, Todo o Muerte. En el caso de Lacan, una vez superado el proceso imaginario propio de la etapa del espejo, el sujeto entra en contacto con el deseo del gran Otro socio-cultural con la mediación de la forma simbólica que es el lenguaje. Dado que el sujeto no puede constituirse de forma espontánea siempre será un acto fallido (barrado) que toma su identidad del exterior. En este momento el sujeto se construye un yo entre las alternativas que le ofrece el mundo simbólico del gran Otro. Los traumas derivados de esta constitución vicaria del yo son resueltos mediante autoengaño que lo lleva a pensar que los perfiles escogidos (progresista, reaccionario, feminista, cristiano…) son producto de su espontaneidad. Pero en la concepción de Lacan esta intromisión de lo simbólico (M3) en el sujeto le permite trascender sus límites psicológicos (M2). Así se acepta la astucia de la razón, la divina providencia, la lógica objetiva de la historia, la conspiración judía, pero también la teoría copernicana o de la relatividad, etc… Marcos generales que le permiten al sujeto caer en la paranoia o erigirse en conocedor de toda la epopeya humana. Así el yo psicológico del imaginario inicial deviene en un yo pleno de ideales infinitos de una ideología.

el Ego Trascendental en Zizek incluye, además del mundo simbólico que propone Lacan, elementos tomados del ideario comunista de Lenin y del monismo histórico de Hegel. Así:

  • La revolución contra-capitalista
  • La evolución histórica necesaria para tal revolución

Para Zizek el gran Otro es fundamentalmente el capitalismo, por lo que las categorías y consecuencias de su aplicación que en Lacan tienen un objetivo reconciliado con la realidad social, en Zizek son interpretados en su obsesión contra-capitalista. Un sistema que se mantiene estable por la acción del subconsciente. Por otra parte, el gran Otro, que en Lacan es siempre perverso, puede resultar salvífico mediante la transformación revolucionaria del gran Otro en el espíritu Absoluto de Hegel, justificador de la evolución contra-capitalista, que, como entidad virtual está capacitado para ser explicado por sus efectos porque «postula sus propias presuposiciones». Un proceso en el que gracias al sujeto histórico se curarán los egos particulares que despertarán del autoengaño que les impone su subconsciente lleno de todo lo que el gran Otro ha reprimido a pesar de que las líneas generales de la revolución siempre han estado en el sujeto en forma de lo que «no se sabe que se sabe«.

El Materialismo Filosófico establece ocho teorías sobre la posición del Ego Trascendental (E) en relación con la ontología Mi (particular) de la materialidad:

  1. E = ∅. Es un conjunto vacío. No hay elementos que puedan ser incluidos en E.
  2. E = M1 (E pertenece al género de materialidad corpórea), lo que es compatible con que E pueda ser definido en función de otros géneros de materialidad.
  3. E = M2 (E contiene elementos de M2)
  4. E = M3 (E contiene elementos de M3)
  5. E = M1 ∪ M2 o bien E = (2 ) ∧ (3)
  6. E = M1 ∪ M3 o bien E = (2 ) ∧ (4)
  7. E = M2 ∪ M3 o bien E = (3 ) ∧ (4)
  8. E = M1 ∪ M2 ∪ M3 o bien E = (2 ) ∧ (3) ∧ (4)

(1) no encaja con la posición de Zizek, pues el ego ocupa una posición central en su filosofía. No sólo tiene componentes psicológico-subjetivos (M2) como los traumas y deseos, sino que recoge ideas trascendentales como la ley o una ideología.

(2). (5), (6) y (8) tampoco tienen que ver con la actitud que la filosofía de Zizek adopta respecto del Ego. La razón fundamental es que en estas cuatro posturas el primer género de Materialidad (M1) forma parte del Ego, lo que no es compatible con la posición de Zizek que no tiene en cuenta para nada lo físico o biológico o lo considera de una forma muy débil, debido a la influencia de Lacan y Hegel.

(3) tampoco encaja con Zizek, dado que, en esta postura, el Ego no contiene elementos de M3, que sí son considerados en su filosofía

(4) tampoco encaja con Zizek, dado que, en esta postura, el Ego no contiene elementos de M2, que sí son considerados en su filosofía.

(7) Sí es coherente con la filosofía de Zizek, pues contiene en exclusiva elementos de M2, tales como deseos, traumas, pulsiones… y de M3, tales como significante Amo, Dios, Nada o el gran Otro, la Ley y las ideologías. De esta posición del ego en Zizek se derivan cuatro desajustes:

  1. Ausencia de los físico y biológico, con lo que no puede totalizar el mundo, que queda reducido a conciencias psíquicas subjetivas (M2) y objetivas esencializadas (M3).
  2. El Ego deja de hacer el papel de enlace entre la ontología general (M) y la ontología particular (Mi), al contrario que en el Materialismo Filosófico, donde todos los géneros de materialidad están contenidos en el Ego Trascendental. Dado que la ontología general no es igual a la particular (M ≠ Mi), pues la primera es infinita y la segunda finita, la mediación entre ambas la lleva a cabo el Ego. Pero si faltan contenidos de Mi en la filosofía de Zizek, su ego queda inhabilitado para tal función de mediación.
  3. En la filosofía de Zizek, la ontología general (M) queda incluida dentro del Ego, cuando lo Real es considerado un elemento de la conciencia, tanto en la fase presimbólica como materia bruta que, en la fase simbólica es atrapada en la red de significantes que constituyen al sujeto barrado, fallido por la incapacidad de simbolizar todo lo real, quedando un exceso amenazante y fuente de traumas psicológicos. Una inclusión de M en E (de lo infinito en lo finito) que hace caer a la filosofía de Zizek en la metafísica. Por el contrario, en el Materialismo Filosófico es al revés. En efecto, E = Mi y Mi ⊂ M, luego  E  ⊂ M. Es decir el Ego Trascendental (E) contiene todos los elementos de Mi = M1 ∪ M2 ∪ M3. Además la ontología general M no puede estar contenida en el Ego (E) porque es infinita e incluye potencialmente elementos que el Ego no conoce.
  4. La filosofía de Zizek reduce toda la riqueza histórico institucional del Ego Trascendental a los procesos capitalistas y contracapitalistas revolucionarios. Sin embargo en el Materialismo Filosófico, el Ego incluye no sólo la totalidad de las materialidades contemporáneas, sino la totalidad de su desarrollo histórico. De esta forma los avances «radiales» de la tecnología se suman a los avances «circulares» de las relaciones entre los seres humanos y las «angulares» entre éstos y supuestas divinidades. Es decir, en conjunto la ontología de Zizek deja fuera de sí aspectos demasiado importantes como para que no tengas efectos.

Hecho el análisis ontológico de la filosofía de Zizek, el resto del libro se dedica juzgar a la izquierda actual en relación con las propuestas del filósofo esloveno a quien se aplica el criterio general de que toda reflexión es precedida por un posicionamiento ideológico general. En términos generales a la filosofía de Zizek se la caracteriza como un monismo mundanistas expresado en forma de formalismo secundario (M2) que extiende formalmente las estructuras del sujeto al resto de los ámbitos de materialidad. Por otra parte es un monismo porque históricamente privilegia al proceso capitalistas y sus avatares como eje central del desarrollo histórico. De este modo sólo un sujeto (M2) especial puede llevar a cabo la etapa final del desarrollo histórico del capitalismo. Unos defectos ontológicos que convierten a la totalidad del pensamiento de Zizek en un fundamentalismo sin justificación filosófica. Los caracteres principales de los fundamentalismos según el Materialismo Filosófico son:

  • La identificación de los fieles con los valores más excelsos de la humanidad (libertad, igualdad, democracia) incluidos los del conocimiento científico.
  • Uso de las instituciones relevantes como las políticas, las académicas y culturales para su asentamiento y propagación.
  • La identificación de un líder intelectual o espiritual que es capaz de intuir la salida a los problemas de la humanidad con anticipación al resto de la sociedad y que se convierte en el conductor de la misma. Es un sujeto que se libre del tachado (barrado) que le impone a todos la constitución de su subjetividad. Es un sujeto capaz de simbolizar la parte de lo Real que amenaza al sujeto por su incapacidad de simbolizarla, librando así, al conjunto de la humanidad de sus traumas.

LA IZQUIERDA EN ZIZEK

Para Zizek la derecha mantiene una unidad unívoca, mientras que no es posible reconocerla en la izquierda. Hay, pues, una derechas y muchas izquierdas. Gustavo Bueno establece una taxonomía de dos grupos de izquierdas: las definidas y las indefinidas en su libro El Mito de la Izquierda:

Izquierdas definidas (las que tienen un carácter político claro dentro de los límites del Estado):

  • Radical
  • Liberal
  • Libertaria
  • Socialdemócrata
  • Comunista
  • Asiática

Izquierdas indefinidas (las que tienen un carácter extra-político y se mueven al margen del Estado):

  • Extravagante
  • Divagante
  • Fundamentalista

La posición de Zizek tiene rasgos de las izquierdas definidas, pero la sitúa definitivamente entre las indefinidas por descarte de las definidas en un sentido estricto, fundamentalmente porque no está ligado al Estado. Entre las izquierdas indefinidas, el autor sitúa a la posición de Zizek como divagante por sus devaneos en muchos campos extrapolíticos, adquiriendo más un carácter cultural o ético. La izquierda zizekiana no es extravagantes porque no parte de un contenido ajeno a la política, como puede ser la ciencia. Tampoco es específicamente fundamentalistas porque no tiene un concepto holístico de la izquierda según el cual hay unos rasgos comunes a todas las izquierdas con los mismos valores y fines. Precisamente, Zizek considera que los valores presuntamente de izquierdas o progresistas ya han sido asimilados por el capitalismo que los ha convertido en mercancía (reciclaje, tolerancia, pacifismo, derechos humanos).

Robledo caracteriza la filosofía de Zizek como divagante en base a los siguientes rasgos:

  • Exigencia de intervención estatal en la economía
  • Monismo ontológico al convertir al sujeto en la explicación de todo, aunque sea contradictorio: de la explotación y de la liberación.
  • Progresismo optimista para la solución de los problemas demográficos, ecológicos, escasez de recursos mediante un supuesto desarrollo científico-tecnológico imparable.

Las divagaciones de Zizek lo llevan a campos heterogéneos que van desde la música al cine pasando por la pintura, la arquitectura, la literatura, la historia, la ciencia, la religión, la etnología y el folklore. Sea cual sea el campo, Zizek encuentra el hilo que conduce al lector hacia la revolución contra-capitalista.

  • Propone reapropiarse del protofacista Wagner para hacer de Parsifal un revolucionario.
  • Extrae de Melville la expresión «preferiría no hacerlo«, que clasifica como frase con la estructura de un juicio infinito kantiano y la convierte en un lema de la revolución paradójica de manos caídas antes las injusticias, pues de ser activos ante ellas se incurre en la dulcificación del capitalismo (interpasividad).
  • Encuentra en el incremento de masa del electrón debido a su movimiento un símil del capitalismo financiero que de una «masa» dineraria prácticamente nula, extrae beneficio por su dinamismo prestatario.
  • Refuerza las posiciones de izquierdas con ejemplo cinematográficos en los que la ética es suspendida por razones políticas progresistas.
  • Defiende con el arte constructivista la mecanización de la conducta del individuo en la Rusia leninista que acepta la visión tayloriana y fordista de la producción. De este modo lucha contra el capitalismo con rostro humano, que distrae de la misión revolucionaria. En coherencia rechaza las estrategias de las empresas tipo «precio justo» o «uno por uno«. Esta última (Tom’s Jone) envía un par de zapatos a África por cada para que se compre en Occidente.
  • Reivindica en su lectura de la historia, el «éxito» de toda revuelta fracasada porque adquirirá significado en el futuro.
  • Propone el ejemplo religioso del Dios hecho hombre para ilustrar el fenómeno hegeliano de la sustancia que se convierte en sujeto. De este modo, no hay dispersión de la potencia retrospectiva del Absoluto futuro, pues se concentra en individuos señalados, como es el caso de Cristo o la deseada «Thatcher de izquierdas«.
  • Rebusca en un ejemplo etnológico un apoyo a la afirmación lacaniana de que el deseo del sujeto es siempre el deseo del Otro (social, familiar). Unos expedicionarios creen que una tribu de Nueva Zelanda lleva a cabo una terrorífica danza ancestral y les piden a los aborígenes que la lleven a cabo para ellos. Para hacerse entender describen con detalle la danza imaginada. Los «salvajes» la ejecutan asombrando a los viajeros, aunque luego les confiesan que la han improvisado para ellos a partir de los detalles que les proporcionaron, pues nunca la habían practicado. Un ejemplo que le sirve a Zizek para apoyar su tesis de la dominación del individuo por el sistema capitalista.
  • En terreno sociológico, Zizek acude a la anécdota de Picasso en la que éste, ante el asombro de un oficial alemán ante el Guernica que le preguntó, ante la confusión moderna de la pintura «¿Hizo usted eso?«, le respondió: «¡No, ustedes lo hicieron!«. Este caso le sirve para justificar cualquier tropelía que podrá ser defendida en base a atribuir al agredido la causa de la agresión.

Finalmente, se aborda la cuestión de que el planteamiento de Zizek como izquierda indefinida divagante tiene origen en alguna de las modalidades de izquierda definida. La respuesta es sí y que ésta es la Izquierda Comunista por las pistas que el propio Zizek deja en sus escritos. Así:

  • Considera que la oposición izquierda/derecha no es operativa pues se produce en el marco de y al servicio del capitalismo. La oposición a utilizar es capitalismo/anticapitalismo.
  • En consecuencia se es suspicaz con la democracia liberal, aunque cree que debe ser utilizada para criticar al capitalismo.
  • Propone como modelo de conquista del poder a la ciencia (el comunismo era científico) alejándose de los aspectos sentimentales de reacción ante las desigualdades del capitalismo.
  • Acepta el fracaso de las intentonas habidas como parte de un proceso de ensayo y error para la conquista del comunismo. De hecho llega a proponer que ante dos alternativas es más efectivo escoger la peor para provocar una síntesis creativa. La repetición es un salto al pasado que viene del futuro en su fórmula hegeliana.
  • Siguiendo a Lenin, hay que abandonar todo tipo de activismo de los movimiento sociales y centrarse en la acción de un partido que proporcione un revolución «con revolución» y no una revuelta.
  • Considera que los movimientos reivindicativos, tales como el feminismo, antirracismo, ecologismo carecen de la universalidad necesaria para protagonizar la revolución. No es posible la política sin política.
  • Que Lenin no sea asimilado por el capitalismo es la señal de que algo va mal en nuestra sociedad. Lenin dejó proyectos sin ejecutar que deben ser experimentados ahora.

Estas razones para probar el origen definido de la izquierda zizakiana en la izquierda comunista no debe distraer de su verdadero carácter de izquierda divagante, pues este es su rasgo principal. Esto le permite presentarse como europeísta y sostener algunos punto de vista sobre el desarrollo contemporáneo de la política en Europa siguiendo los cambios leninistas a las previsiones de Marx sobre las condiciones económicas del triunfo imparable del comunismo. En esta caso la cuestión de llevar a cabo la revolución en un país en el que la burguesía no cumplía papel alguno por su falta de desarrollo industrial, como era Rusia en 1917. Zizek estaría, de algún modo, siguiendo esta línea cuando pone sus esperanzas revolucionarias en la Grecia hundida económicamente tras la crisis de 2008. La evolución de los acontecimientos posteriores ponen de manifiesto el delirio del planteamiento de una revolución en cadena en los países del Sur de Europa.

LA ÉTICA COMO REFUGIO

Descrito el carácter de la izquierda zizekiana, que la coloca fuera de la política, Robledo trata de ubicarla y encuentra para ella un lugar en una «ética» igualmente indefinida y omniabarcante que cubre desde el perdón de la deuda de países en apuros a la actitud ante los desastres ecológicos, pasando por la tolerancia multiracial o la generosidad con los pobres. Una ambigüedad de propósito que se critica desde el Materialismo Filosófico en base a la violación del principio de Simploké, que implica que no todo está relacionado con todo, so pena de caída en metafísica. Así, en Zizek la ética se convierte en un monismo formalista que extiende sus alas sobre cualquier actividad socio-política. A ese abuso, según el autor, del concepto de ética se añade el del concepto de cultura, pues Zizek se sirve de todas las manifestaciones culturales para barrer para su vaga propuesta revolucionaria. Desde esta posición denuncia el pensamiento dentro del sistema, la interpasividad entendida como una hiperactividad en aspectos inofensivos para el sistema como son las reivindicaciones sexuales o de género, minorías étnicas, etc. Una actividad que Zizek denomina neurótica obsesiva. En «positivo» propone la violencia como factor inherente de la revolución, pero lo hace con la ambigüedad suficiente para poder escapar por la puerta simbólica, si es el caso. Por eso, habla de la violencia de no actuar parcheando el capitalismo. Es el «preferiría no hacerlo» ya mencionado más arriba. Por eso el proyecto de Zizek es ético en sus fines, pero claramente despiadado en sus medios al descreditar toda acción humanitaria. Para Robledo, Zizek expande su propuesta de izquierda más allá de la acción política convencional por el fracaso de la acción política y económica de las modalidades de izquierdas que le resultan más afines. Por eso se sirve de terrenos abonados para la discusión por su intrínseca ambigüedad estructural como es el caso del psicoanálisis de Lacan o la filosofía de Hegel. Si a esto se añade el atractivo de la navegación por las formas científicas más sólidas y las formas culturales más vivas sumado al innegable ingenio de Zizek para extraer de ellas ejemplos que aplicar a sus planteamiento formales, se puede explicar su éxito. Quizá el ejemplo máximo de esta explotación de la riqueza ajena esté en el uso que hace de la física cuántica para explicar fenómenos económicos. Un éxito desde el que trata de revivir el cadáver de la revolución comunista. Un esfuerzo inútil, según Robledo, pues esta estrategia no tiene la potencia necesaria para influir sobre el curso de la historia.

Robledo descarta que el éxito de la filosofía de Zizek en España tenga que ver con su potencia o veracidad. Al contrario considera que se debe a la crisis económica que ha llevado a muchos españoles a buscar fuentes de alivio de su desazón por el fracaso de las estrategias de la economía financiera a la hora de proporcionar un bienestar duradero a las poblaciones. Se sirve de la herramienta Google Trends para probar la correlación entre la crisis y el incremento del interés por el término «Zizek» o el término»Revolución de Octubre» en las búsquedas por Internet. Dado que se habría instalado la idea fuerza de que el estado del bienestar es un derecho inherente a la naturaleza humana, la reclamación por su recuperación se consideraría prioritaria. Un objetivo al que la filosofía de Zizek viene a apoyar con eficacia simbólica, pues en la práctica es la dialéctica entre instituciones con potencia económica, política y cultural la que determinará el rumbo social futuro.

 

 

 

 

(XX) Menos que nada. Slavoj Zizek. Reseña (20)

Viene del (XIX)…

«Todo acto auténtico crea sus propias condiciones de posibilidad«. Esta es una idea a la que Zizek ha dedicado mucha tinta en este libro. Por eso los números imaginarios primero fueron considerados una cuestión marginal y hoy están en el centro de las matemáticas y de la física para explicar mejor los fenómenos. El capitalismo hace igual con cada nueva sorpresa en el desarrollo de la economía, pues en poco tiempo encuentra en su seno un lugar para la novedad. La humanidad en su conjunto usa esa estrategia de no rehuir lo extraño o lo aparentemente imposible perseverando en su logro. Por eso insiste en su condición de histérico (el que quiere saber) con la búsqueda de la jouissance en el objeto imposible de deseo. Por eso propone investigar aquello de lo que no podemos ser conscientes para mejor conocer esa capacidad de aborda lo radicalmente nuevo, en vez de hacer como los cognitivistas que hacen la lista de lo que la conciencia puede hacer (Dennett), partiendo de lo que ya ha hecho. Los evolucionistas (Pinker, McGinn) dicen que la conciencia no se constituyó para explicarse a sí misma y, por eso, no puede hacerlo. Son las explicaciones científicas de porqué nació la metafísica. Zizek cree que a la conciencia también le interesan los problemas que no tienen aplicación evolutiva. Pero esta compulsión la llevó a resolver problemas con soluciones imaginativas de un órgano cuya condición es la persecución imposible de la satisfacción del deseo. Así su triunfo por la supervivencia tendría origen en su interés por cuestiones no directamente relacionadas con ésta (NOTA.- del mismo modo que el deseo tiene su mediación en el uso placentero de partes del cuerpo más allá de la satisfacción de una necesidad) . Todos los avances son aperturas del ser, en el sentido que lo describe Heidegger. Pero ¿Por qué hay un asunto que incesantemente está en el horizonte de la conciencia: el sentido de la vida? No podemos dejar de preguntar por cuestiones que no parecen tener solución. La versión lacaniana de esta pulsión es el object a como aquel objeto-causa de deseo que proporciona el plus de goce porque es algo más que lo que la materialidad del objeto puede dar. El Object a puede aparecer mediante la sustracción: eliminar todo lo que no es objeto de deseo quedándose con el extracto puro de deseo. Es el caso presentado en la novela El Perfume de Süskind. Otro procedimiento es la prolongación: es el caso de exageración en la duración de una escena para generar la inquietud o el goce extra de lo inalcanzable utilizado por Tarkovski en El Espejo, donde la escena de María corriendo a corregir el error que le puede costar la vida se prolonga yendo más allá del aburrimiento hacia la emergencia de lo desconocido. El tercer procedimiento es la obstrucción: el Object a, como el obstáculo que hace fracasar nuestras metas (la astucia de la razón), como en la película de los hermanos Cohen No es País para Viejos. Javier Barden, el asesino, es ese objeto-obstáculo del destino ciego que se interpone en nuestras intenciones. Es ejemplar el caso de la carta de Bujarin a su esposa en la que la consolaba diciendo que, al margen de su desgracia o de la crueldad de Stalin, la URSS triunfaría. Sin embargo, la carta, escrita en 1938, perdida o retenida en los archivos soviéticos, fue entregada a su destinataria en 1992, justo cuando probaba que la muerte de Bujarin había sido en vano.

Zizek encuentra los tres elementos en el capitalismo: sustracción (la plusvalía), prolongación (la inacabable capacidad de adaptación del capitalismo a las novedades) y obstrucción (la que supone la brecha entre los intereses de los individuos y los mecanismo impersonales que genera). La lucha de clases sería para él un elemento galvanizador sin la que las relaciones entre grupos sociales, al carecer de trauma, entrarían en una relación estéril. Hegel daría soporte, según Zizek, a cuatro momentos dialécticos: El gran Otros consistente, el gran Otro inconsistente debido a la función del Object a, que genera el cuarto elemento que retuerce formalmente el orden simbólico. En los siguientes párrafos, Zizek entra en un juego verbal de iniciados en el uso de conceptos psicoanalíticos muy oscuro:

«Quizá este doble estatuto del objet a proporcione también una pista para entender la relación entre la pulsión de muerte y el superego. Hace algún tiempo, Eric Santner planteó una crítica de mi trabajo, cuestionando «El vínculo, incluso a veces identidad… del órgano sin cuerpo y el superego. ¿Deberíamos colapsar así el superego y la pulsión de muerte? ¿No depende todo de mantener al menos una delgada línea entre ellos? ¿No deberíamos hablar de una superegotización de la pulsión? Como subraya Santner, estamos tratando aquí con una división de paralaje, no con la polaridad cósmica de dos fuerzas opuestas: el órgano sin cuerpo y el superego no son como el yin y el yang o los principios de luz y oscuridad. Además, la tensión en cuestión es asimétrica, los dos polos no están equilibrados, el aspecto OsC (Órgano sin Cuerpo) de algún modo tiene prioridad… ¿pero qué tipo de prioridad? No se trata de otro caso de la lógica de autoalienación, en funcionamiento desde Marx y Nietzsche hasta Deleuze, de un poder generativo que se reconoce erróneamente en su propio producto. Es decir, del mismo modo en que, para Marx, el capital es el resultado del trabajo colectivo que se vuelve contra sí mismo, contra su propio origen; del mismo modo en que, para Nietzsche, el resentimiento moral es la productividad de la vida vuelta contra sí misma, el exceso del superego es el exceso del OsC que se vuelve contra sí mismo. Leído de este modo, la tarea pasa a ser la de devolver el resultado alienado de vuelta a su origen, reestablecer el exceso de OsC sin su distorsión del superego. Esta, no obstante, es la lógica que deberíamos evitar a toda costa».

Yo creo que incluso en una tertulia entre Zizek, Deleuze y Lacan ante las cámaras sería ininteligible la conversación, si la mantienen en estos términos, porque los discursos serían incomensurables. De hecho el intento fallido de Zizek de acuñar lo que el llama «órgano sin cuerpo» lo llevaría a ser insultado por Deleuze. A veces he visto a seguidores de Zizek padecer una especie de desmayo cognitivo cuando quieren explicar estas especulaciones.

Más productiva es su perorata sobre las series paralelas de significantes y significados que vienen a ser, la una, estructura vacía y, la otra, los contenidos, que han sido precedidos por los huecos que han de ocupar. La pura formalidad, en definitiva, se puede organizar sin contenidos, que vendrían después. Las dos series no se acoplan, sino que podemos encontrar lugares vacíos y elementos volantes que literalmente «no encuentran su sitio«. El vacío genera la esperanza de ser ocupado y el elemento homeless perturba la serenidad de la estructura formal que se experimenta incompleta y genera la fantasía de encontrar un lugar desconocido que llenar. El vacío sería en la terminología lacaniana el sujeto barrado (castrado) y el elemento itinerante y pertubador: el Object a. Según Zizek ambos son dos caras de una misma cinta de Möbius y añade pedantemente que el sujeto barrado «no pertenece a las profundidades, sino que emerge de un pliegue topológico de la superficie misma«. Como diría Scruton ¿a qué superficie se refiere?, ¿Qué es un pliegue topológico en este contexto? ¿Qué añade la imagen de la cinta de Möbius a la mera expresión «dos caras de un mismo objeto«? El juego no acaba ahí porque, ahora, el Object a no es un objeto itinerante, sino un vacío, lo que antes era el sujeto barrado. Lo que no es muy chocante, dado que el Object a viene a representar una ausencia (la del Falo) y por eso muestra pero no da satisfacción al sujeto. Por eso Lacan lo presenta como un objeto sin concepto, es decir, un objeto irracional. Pero Zizek no acepta que la discusión se quede en la mera aceptación de que hay una realidad que no puede ser cubierta por la trama conceptual, sino que piensa que el exceso de realidad es un fracaso del concepto universal. Que el Object a no es un exceso de la realidad, sino un defecto del edificio conceptual. Pone el ejemplo de la incapacidad de la izquierda para fijar objetivos que puedan ser objeto de concepto y descarrila fijando sujetos revolucionarios delirantes (Venezuela por ejemplo). El Object a en sus rasgos misteriosos e inabarcables es ese «no sé qué» que me hace amar a alguien en concreto, ese algo que no está en la persona amada, sino en uno mismo a la búsqueda del deseo del otro en su mirada.

Lacan añadió a los objetos parciales de Freud (pechos, heces, falo) dos específicos: la voz y la mirada que son interpeladas desde un otro concreto o desde una psicótica y delirante realidad imaginada. Cuando miramos buscamos una mirada, cuando hablamos respondemos a una llamada primordial. Son las condiciones de posibilidad de nuestra llamada y nuestro habla. Pero ¿dónde incluir en un marco metafísico al Object a?. Según Balmès es Lacan el que le encuentra el sitio al preguntar por el ser. Antes de lo simbólico no es posible comprobar si falta ser en la conceptualización, pues toda la realidad está justificada en su presencia bruta. El ser humano no es un objeto cualquiera en medio del ser, porque el ser (Heidegger) aparece en él. Peor aún, en el «claro del bosque«, donde aparece el ser de la mano del lenguaje, no está todo el ser. Algo falta en el acople del lenguaje, del orden simbólico al ser. Esa falta, esa carencia se vive en la subjetividad como deseo del  Object a. Tanto la mirada como la voz, vienen a complementarse, pues se oye lo que no puede verse, y se ve lo que no puede oírse y para coser ambos universos, la metafísica.

Y de repente nos encontramos leyendo, tras unos tramos del libro parecidos a esos de la carretera en los que no podemos asegurar por dónde hemos pasado, sobre el lacaniano «Nombre del Padre«, representación simbólica de la función «padre», que es inalcanzable por cualquier padre empírico, o de la «Inexistencia de la Mujer«, pero no de la mujer empírica frente a su rival simbólica, que, por lo tanto, se vuelve fantasmática y debe ser soportada por el Object a. Cerca acecha el «Órgano sin Cuerpo» que para Zizek es el Falo en la medida en que es el órgano, no del individuo concreto y de su cuerpo, sino un arma simbólica de un Otro, de un poder ajeno que me utiliza para sus fines. También hace acto de presencia el Amo simbólico, ese que puede encarnarse en la mas desvalida, aunque despiadada criatura (el capo di capi es cruelísimo, pero su poder se ejerce a través del halo que lo rodea y lo hace inaccesible). El que ejerce el poder por tener algo más allá de sí mismo (la fascinación que causan los santones de las sectas), puede ser objeto de odio a través de esa misma energía excedente. El millonario amado por sus millones está más seguro que el que enamora por la fascinación que causa su exceso seductor. Siguiendo con las fantasías como deseo realizado, Zizek avisa: no es nuestro deseo, sino el deseo de los otros. El niño es un campo de batalla de los deseos de todos los que le rodean y genera una fantasía que dé respuesta. Esta llamada de los demás alcanza su paroxismo en el racismo que lleva al sujeto a una acción tenebrosa para atenderla. Problema al que la ilustración no ha dado respuesta, fascinada como está por el objeto de su crítica. Es la fascinación que el malvado genera en la ficción por su presentación bajo la forma de un actor conocido y admirado. En el catálogo de fantasías eficaces, Zizek menciona los juegos perversos del totalitarismo que describe Kafka en El Proceso y la versión de Orson Welles. De una parte, la pretensión del poder de convencer a los ciudadanos de la existencia de fuerzas secretas poderosas e irracionales (los servicios secretos). K. es culpable por desvelar esta verdad. Es culpable por declararse inocente, por creer en la racionalidad, por no creer en el misterio del Poder. El antídoto es no creer en la fantasía que nos propone el poder, en dejar caer su castillo fantasmático. Un desvelamiento para el que no estamos seguros de estar preparados. Por eso la propuesta de Lacan no es librarse de la fantasía atravesándola, sino identificarse plenamente con ella para su total destrucción.

Lo imaginario tiene que ver con lo visto y lo simbólico con lo que no puede ser visto. Con los simbólico lo imaginario gira hacia la apariencia, escondiendo una realidad oculta. Lo simbólico crea una apariencia de apariencia, un mundo más allá de lo cognoscible. El nombre para esto «que no existe nada más que en sus efectos» es virtualidad. Detrás del telón de la realidad no hay nada más que vacío, por eso lo rellenamos de sueños y fantasías y sacralidad, lo que genera dos niveles de apariencias: las visibles que muestran su negatividad permanente y las invisibles (soñadas, simbólicas) que creamos nosotros tras las primeras. Platón se opuso a la pintura por ser la imitación de una imitación. Los sueños son la cura para la nada, el vacío, que es colindante con las apariencias tangibles (la de las cosas físicas). Entre las dos apariencias hay un velo. Si Dios es la causa de que haya algo «en vez de nada«, Dios es el velo y el contenido máximo de la apariencia simbólica. Dado que Dios es el gran Otro, lo que encontramos tras el velo es la mirada del otro. En toda imagen hay un punto ciego, desde el que somos mirados, pues la pulsión de ver es la de «hacerse ver«, como la Incas hacían imágenes que sólo podían ser observadas desde el aire por una mirada de un otro no definido, una mirada flotante. Lacan no quiere practicar la hermenéutica, sino que reduce el significado al sinsentido del significante. En ningún caso pretende desvelar un significado oculto.

El YO

Partiendo del clásico de la acomodación de una teorías que son los epiciclos que trataron de salvar la visión ptolemaica del universo, para preguntarse si es conveniente salvar o mejor sustituir las teorías psicológicas de Freud por la neurociencia. Hay cuatro versiones del yo:

  1. La cotidiana y precientífica
  2. La filosófica
  3. La neurocientífica
  4. La freudiana y lacaniana

2 y 4 son rechazadas por 3 como curiosidades históricas, que considera 1 legítima y digna de explicación. Zizek considera una tarea comprobar si 2 y 4 indican una dimensión legítima y enriquecedora de la que está carentes tanto 1 como 3.

Zizek empieza explorando la estructura autorreferencial de la conciencia en Hofstadter, quien afirma que el yo es «una ilusión a gran escala creada por la confabulación de muchos sucesos pequeños e indiscutiblemente no ilusorios«. (NOTA.- parece una propuesta revolucionaria, pero eso no hace al espíritu más insustancial, pues toda la realidad tangible es resultado de la ilusión de solidez de una materia vacía). Alude al famoso párrafo de Hume en el que disuelve el yo en impresiones concretas que van y vienen. (NOTA.- Tal parece que el yo es una potencialidad del cuerpo que sólo se hace presente cuando se ocupa de una idea concreta, procedente de un estímulo procedente de su actividad o de su memoria). Para Hume el Yo es una teoría, una idea, pero no una realidad. (NOTA.- Al yo que cree que es un yo, hay que buscarle explicación en el fenómeno de la atención en los animales. El yo es la traza de la capacidad de atención vuelta sobre los procesos cerebrales. Si se explica la atención, se explica el yo, que sería el reflejo que la atención recibe de los procesos cerebrales cognitivos, tales como memoria imaginaria o simbólica). Para Zizek no existe el yo ilusorio de Hofstadter, sino el vacío de Hume y Kant. No es posible el paso cartesiano de «yo pienso» a «yo soy una cosa que piensa». Zizek cree que hay un obstáculo para que el yo se conozca a sí mismo, pues en ese acto desaparecería. Pero también piensa que algo percibe que el yo es una ilusión y que ese observador, la actividad misma de observar es un hecho ontológico positivo. El yo es transparente pues no se «ve» en su actividad de percibir contenidos concretos. Kant distinguía entre el Yo que piensa (los procesos subyacentes) como sustrato ignorado por la subjetividad. Para Kant el yo no sustancial ni es su sustrato nouménico, ni el contenido fenoménico de la subjetividad. El yo no es nouménico ni fenoménico es un vacío que Lacan llamó sujeto barrado. El yo es una representación de «nada». Un tercer término se incorpora a la dualidad sustrato neuronal y automodelo del yo y es un elemento virtual que es el soporte no fenoménico de la apariencia. No es parte de la realidad, sin que es para-sí, como advirtió Fichte. El sujeto existe para un sujeto, no para una visión externa, objetiva. También rechaza la pretensión de que la totalidad del conocimiento físico no explicaría la conciencia. De momento considera que nuestros «espejismos» fenoménicos son construcciones de alto nivel bien correlacionadas con el fenómeno sustantivo susyacente que nos permiten simplificar la relación con la realidad para ser supervivientes eficaces. Son simplificaciones necesarias para nuestra capacidad de proceso. Incluso nuestra sensación de libertad o intencionalidad se funda en la ignorancia de los complejos procesos causales subyacentes. (NOTA.- Y sin embargo en el simplificado nivel fenoménico del sujeto es posible un golpe de timón desde el ático causal porque ante él no se presenta una única opción. Cualquier decisión puede ser explicada a posteriori por la cadena neurológica, pero al cabo el rumbo de la cadena causal fue señalado en el último nivel). 

Zizek, que se encuentra cómodo en lo sorprendente, insiste en que la pretendida realidad del sustrato físico se disuelve en la sucesiva partición de la materia hasta, prácticamente, quedarse sin nada «en las manos». Tras el largo viaje buscando el dorado, la mina está vacía, por lo que la «sustancialidad» del yo, ilusoria o no, hay que buscarla más arriba, en los niveles complejos de la realidad de un sujeto concreto y su biografía. El yo se constituye en la vida de interacciones del sujeto real. El yo se incluye autoreferencialmente en su propio discurso mediante el significante Amo que establece una cadena causal hacia abajo: las palabras crean cosas. Al nombrarme, la pensarme me creo. Es lo contrario que con los significantes rígidos que son creados por las cosas en una cadena causal hacia arriba. El Yo es un vacío en el que se detiene el regreso al infinito de las imágenes especulares en las que un espejo refleja la imagen de otro espejo. «Yo me vivo como ausente». Si para Gödel, la falta de pruebas de lo que no se puede decir, es una prueba de su verdad, la constatación del fracaso en la representación del sujeto, es la prueba de que estamos cerca. El sujeto surge en el fracaso de representarse en una cadena de significantes. El sujeto es una presuposición no comprobable. Algo que no puede demostrarse positivamente, sino inferirse del fracaso de intentarlo. El sujeto sería los inaccesible y, al tiempo, el obstáculo que impide el acceso. El sujeto, según Lacan, es la respuesta de lo Real a la pretensión de simbolizarlo, esto es, expresarlo con el lenguaje. Por mucho que se trate de disolver al Yo en lo inconsciente o involuntario como como una marioneta de las cadenas causales, está ahí interviniendo desde su precariedad de forma efectiva. La libertad es la capacidad de elegir entre alternativas, todas ellas causalmente determinadas que pugnan por ser seleccionadas.  Aunque sea incapaz de «ver más abajo» de los símbolos la burbujeantes actividad neuronal o «más abajo aún» las trepidante actividad subatómica. ¿Pero si toda esta actividad está sostenida por la nada, porque nos resulta más real que nuestro yo que se ha revelado como un vacío?. ¿Por qué llamar ilusión al yo y realidad al resto del mundo?. De todas no habrá en el yo nada que no sea compatible con su sustrato, de modo que la simetría nada-vacío es muy sugerente. Obviamente, acabamos necesitando algún oxímoron como «nada creativa» o «vacío sustancial». Vacío autorelacionado. En este nivel todos somos iguales. Sin embargo en el nivel que incluye nuestra biografía y todos los sentimientos asociados no todos somos iguales, pero ese es un camino hacia peligrosas distinciones en la dignidad humana, que debe ser cortado inmediatamente, en opinión de Zizek.

FINAL

El psicoanálisis nos hace conscientes de lo que realmente somos y lo que deseamos y, así, nos deja, en teoría, en condiciones de tomar decisiones en libertad. Con él estamos preparados para la acción moral. Pero para una acción «de centro», según Freud y el último Lacan, que ya no aspira a saber «toda la verdad» y «atravesar la fantasía». Hay que evitar las turbas que son arrebatadas por la pulsión de muerte, una vez perdido el vínculo social (la masas de Haití portando a los enemigos quemados). A la pretensión de la cura por la palabra se opone el sinthome, el resto indisoluble. El análisis, en última instancia, ayudaría a gestionar el propio yo, reapropiándonos de nuestro deseo, sin permitir que el sinthome lo haga a nuestras espaldas. Se mantiene el goce y el sentido sin que el sujeto se disuelva en el «abismo de lo Real». Para esa lucha la universalización de la ciencia tiene el inconveniente de la laminación del goce individual. El psicoanálisis es perseguido en la medida en que se opone a la uniformización. El mayor peligro vendría de descubrir el esencial carácter de apariencia del entramado social y actuar en consecuencia. La salud vendría de deconstruir apariencias cuando se tengan apariencias alternativas. Es una especie de cinismo pragmático que acepta la arbitrariedad como tránsito hacia otras arbitrariedades. Se vindica al significante Amo porque la alternativa es la destrucción social. Pero siempre queda el goce que nos permite olvidar momentáneamente lo simbólico e instalarnos en lo Real aparcando las apariencias.  Contra la diversidad del goce, la uniformidad de la mercancía. Al final, Zizek se pone el traje ajustado y la capa y sale a defender un comunismo irreconocible de goce individual y lo presenta como una «reconstrucción social que crea el espacio para su despliegue libre«. Como lacaniano sería más interesante que propusiera un nuevo significante para esta posibilidad de armonía entre los particular (el sujeto) y lo universal (la organización social). Es complicado, pero hay que tomarse en serio a las apariencias simbólicas por su carácter virtual, es decir, por su capacidad de producir efectos. Precisamente, Zizek cree que la violencia estalla, no cuando hay mucha contingencia, sino cuando se intenta eliminar. Para ello es necesario eliminar los componentes humillantes de la jerarquía. Una humillación que hace emerger la envidia como el deseo del mal ajeno, antes que el bien propio. El problema no está en el egoísmo del que procura para sí, sino en el envidioso el resentido. Para ello hay que evitar los límites impostados de las ideologías, incluida, según Zizek, la ideología ecologista. Para Zizek, se corre el riesgo de que se convierta en el nuevo opio del pueblo en el capitalismo global. En su gusto por las paradojas nos ofrece una referida al calentamiento global: «habrá una catástrofe, pero esperad pacientemente», pues, en realidad no sabemos cuando llegará. Nuestro conocimiento no es suficiente como para convencernos de que debemos hacer caso de los que sabemos. Entre tanto la maquinaria desubjetiva la acción social que es reducida a pura administración, tanto por la izquierda como por la derecha. En un caso con descaro y otro de forma vergonzante. Para rematar, Zizek trae a su íntimos amigos lacanianos: el object a, forma de todos los deseos y la lamella, ese exceso corporal que es la libido, la vida siempre presente, indestructible. Y también a su alter ego Hegel, que con su inmortal dialéctica del Amo y el Siervo, envuelve la lucha eterna del deseo inagotable por lujos que le puedan ser presentados, lo que se complementa con el goce de la renuncia al goce mismo, mientras se buscan salidas. Zizek rechaza la resistencia a la trama estructural, al dispositif, al gran Otro. La política emancipatoria «está en otro lugar» distinto de la resistencia subjetiva marginal: está en la ruptura radical en el interior del sistema, que tiene su propia dinámica de transformación. Una acción en la que la fantasía juega el papel de sostener la consistencia de la realidad. ¡¡¡

El libro acaba dando la sensación que podría seguir otras mil páginas sin más problemas que encontrarse de nuevo con los remolinos que obsesionan a Zizek: la negatividad, el Object a, la pulsión de muerte, el sujeto barrado, el significante Amo, el exceso plus de goce del deseo, el gran Otro, la autopostulación… y, por supuesto, la revolución imposible a la que no hay que renunciar, precisamente por imposible. Un cambio para el que receta el silencio como arma definitiva, pues todo lo que se diga podrá ser neutralizado. En todo caso, recomienda que lo que haya que decir se haga con la estructura sintáctica del juicio infinito de Kant (afirmando la negación). Asi es preferible decir con Melville «Preferiría no hacerlo» a decir «No quiero hacerlo» directamente. Es una forma de rechazo integral (tipo la CUP) en la que se afirma el rechazo. La diferencia es sutil, es mínima, es pura y abre, según Zizek, el espacio para lo Nuevo. Cualquier acción que se limite a negar y no afirme lo que quiere es, en realidad, un motín del que, en todo caso, surgirá un nuevo Amo. Es necesario considerar alguno de los acontecimientos actuales, no como preguntas a las que buscar respuestas, sino respuestas de preguntas que no conocemos, pero que es decisivo encontrar. Zizek, finalmente acaba el libro flirteando con la recuperación de las causas perdidas y su provocadora propuesta de la incomplitud ontológica de la realidad. Se refiere a su querida mecánica cuántica como adorno científico y soporte de algunas fantasías indemostrables, pero no por ello menos sugerentes. Dado que en el nivel cuántico la realidad se vuelve borrosa, él propone que, en vez de pensar que hay un defecto en nuestra aproximación epistemológica, lo que realmente se da es un fallo en la propia constitución de la realidad. Hace la broma (eso creo) de que el mundo tenga la estructura de un juego de vídeo en el que la simulación de la realidad se lleva hasta donde es necesario para conseguir el objetivo de que el jugador tenga la sensación de realidad. Así cuerpos sin órganos, pero que sangran o edificios perfectos sin un interior visitable, si no ha de ser visitado. Algo parecido a la pretensión de algunos enemigos de la Teoría de la Evolución que, no pudiendo negar la existencia de fósiles, los atribuyen a su contemporaneidad con el acto de creación divina. Algo así como si Dios hubiera gastado la broma de hacernos creer que el mundo era más antiguo de lo que indica la Biblia. Así la borrosidad cuántica, su incertidumbre, sería la señal de un mundo inacabado, no de una incapacidad de comprenderlo del hombre. Respecto del libre albedrío y su rigidización causal, dice que el azar imperante en el nivel cuántico indica la condición de espejismo del determinismo, e incluso de la solidez (aparente) de la realidad. Finalmente hace una forzada sexualización de la ontología, cuando se empeña en llamar femenina a la «multiplicidad irreductible» y en llamar masculina a la operación última de sólo poder dividir «la última» partícula en ese algo y la nada. En el caso masculino toda multiplicidad sería combinatoria de esa particular final indivisible y femenina o borrosa la posición de la multiplicidad irreductible a una única entidad. Obviamente saca la consecuencia de que la posición sexual desfigura al observador. Las antinomias de Kant cobrarían toda su vigencia y la Razón tiene que renunciar a conocer en el sentido convencional toda la realidad. Pero Zizek, dice que este rasgo de incomplitud con origen en la sexualidad es, sin embargo, el único modo de que ese «defecto» ontológico se inscriba en la subjetividad, puesto que la sexualidad no sería una capa contingente al sujeto, sino la condición de su constitución más allá de la segregación hormonal. Para Zizek no debe extrañar que la realidad se muestres esquiva, desde el momento que se postula el logos (una parte) por el todo.

«and so on, and so on«, como suele decir Zizek en sus conferencias…