¿Qué es ser mujer?

El género es una vivencia interna, personal e inmodificable, que nos hace ser hombres, mujeres o personas no binarias, independientemente de nuestra corporalidad o de la educación que recibimos”. Esta declaración de principios de un colectivo de hombres y mujeres transexuales plantea varias cuestiones interesantes. Está claro que no cabe más radicalidad a la hora de plantear la cuestión de aquellas personas que nacen con cuerpos distintos respecto de sus sentimientos vitales. También cabe decir que la solución a la discriminación de los transexuales no puede estar en generalizar la ambigüedad entre una mayoría social que se siente perfectamente a gusto en sus cuerpos. Yo creía que, precisamente por la incomodidad irrefrenable de tener un cuerpo en desacuerdo con sentirse del sexo opuesto, los transexuales lo cambiaban utilizando hormonas y cirugía, convirtiéndose en mujeres u hombres de hecho y derecho. Pero me explican que no, que ahora la posición es ser «mujeres con pene» u «hombres con vagina» porque el cuerpo es un accidente y lo que te hace ser hombre o mujer es la mente; una posición con la que estaría plenamente de acuerdo el cartesianismo.

Este enfoque pone de manifiesto con claridad la convicción de estas personas de que ser mujer u hombre está completamente al margen del cuerpo. Yo siempre he pensado que lo que diferencia a la mujer del hombre tiene su fundamento en el cuerpo y sus exigencias de funcionalidad para la procreación natural. Exigencias que tiene efectos sobre nuestras mentes y conductas marcando las diferencias fundamentales ante la vida. Todo ello sin perjuicio de que los medios anticonceptivos permitan hacer del juego sexual un componente de la felicidad sin necesidad de que haya embarazo. Pero no se puede negar que las diferencias de sexo están en la base de la supervivencia de la especie.

Sin embargo, la separación que desde la transexualidad se plantea entre morfología corporal y la mentalidad femenina o masculina permite preguntarse ¿En qué consiste ser hombre o mujer para que se pueda afirmar tal condición sin contar con el cuerpo y sus poderosos mensajes? Una pregunta que no tiene sentido hacerse si el criterio de clarificación alude a la responsabilidad ante los hijos, la capacidad de gerencia en el trabajo, de luchar en las guerras o vivir con amor y respeto las relaciones mutuas. Razones todas ellas para justificar plenamente la igualdad entre sexos. A lo que añado que del cuerpo del hombre tampoco emana la necesidad de dominio sobre la mujer que se ha ejercido injustamente durante siglos. Luego por ahí no hay que buscar la respuesta.

Si el asunto ha tomado tal carácter que ya hay borradores de ley que van a fijar normas al respecto, es necesario reflexionar sobre en qué consiste ser mujer y ser hombre; pregunta de la que se derivaría una respuesta sobre en qué consiste ser transexual. Sólo quien afirma que se puede ser mujer en cuerpo de hombre o viceversa puede responder a la pregunta clave, pues el que disfruta de armonía en mente y cuerpo no está en condiciones de hacerlo. Me quedo a la espera. Desde luego es una cuestión crucial a la que no le voy a restar ni un gramo de su debido peso, por más que todavía estemos en medio de una calamidad que afecta a hombre, mujeres y transexuales.

Rareza hispana

En griego “σπάνιος” (espanios) significa “raro”. Lingüistas tiene el idioma, pero si el nombre de «España» viene del latín “Hispania” y el latín tomó palabras de la fuente griega, no me extrañaría que la cosa empezara con Homero —Ulises y sus compañeros pasaron cerca de nosotros camino del fondo del mar canario—. Obviamente la rareza no puede provenir del pueblo que se limita a salir con vida cada día. Son las élites, esa minoría selecta con el privilegio de ser primus inter pares, las que forzosamente han de dar explicaciones por nuestra rareza. Pues, como dijo Ortega: “Hemos padecido casi sin interrupción una aristocracia deficiente, en cierto modo, la ausencia de minorías selectas”. Por eso, él consideró que su circunstancia lo obligaba a echarse a su país a la espalda para ponerlo a “la altura de los tiempos”. Curioso que él señalara ya a la ciencia como “la que cumple sus promesas”. Hemos necesitado ser arrasados por un virus para descubrir que nuestra aportación a la ciencia y nuestro trato a los científicos son deleznables. No en vano nuestros premios Nobel son expertos en ficción —y no me quejo— , pero, al único que fue premiado habiendo desarrollado su ciencia en España (Ramón y Cajal), se lo reconocemos dándole su nombre a una “beca”.

Raro no sólo significa extravagante, sino, también, escaso. Tratándose de un país, sería un vagar por fuera de lo que los países de nuestro entorno cultural estaban haciendo y, además, hacerlo por escasez de élites solventes. Así, mientras se levantaba el velo de la energía en la primera revolución industrial, nuestra cátedra principal era la de teología. Así salimos del siglo XIX prácticamente sin patentes, cuando se extendía toda la potencia del electromagnetismo por Europa y América. Espero que nadie me recuerde nuestras aportaciones a la fregaza y a que el gran Cruyff dejara de fumar.

Llegados estos tiempos, hay que comprobar cuánto de raro queda en nosotros después de cuarenta años de puesta al día. No debía parecer que aún seamos raros después de entrar en la OTAN, en la Unión Europea y hasta, para favorecer las ventas de libros de los conspiranoicos, haber entrado en el club Bilderberg. Añádase que hasta ya tenemos extrema derecha, la última moda política; que estamos rodeados de “globalistas” y de gente que se quiere vacunar. Tal parece que hemos dejado el territorio “friki”.

Sin embargo, no nos podemos desprender de la sensación de que algo falla y, en efecto, algo falla cuando comprobamos que en nuestro parlamento no tiene un escaño la razón, pero lo tiene la destemplanza. Qué pensar del rechazo del PP a la regulación de los fondos europeos que pueden paliar tanta calamidad sanitaria y económica. Ni la más sutil argucia política puede explicar esta deserción de la responsabilidad. ¿Podrían los partidos políticos, cuando pierden las elecciones, actuar durante tres años como corresponsables de la gobernanza y dejar para el último año el tronar de cañones? Pues no, esta generación de políticos ha decidido torturarnos con la campaña incesante.

Faltaba hacer cumbre en la rareza, pero se ha logrado. No han llegado de Europa casos de violación de los protocolos de vacunación, con la excepción de otro país raro: Polonia. Pues bien, no sólo no inventamos el motor eléctrico, sino que añadimos a nuestros inventos banales, la novedad del “¡sálvese quien pueda!” de nuestras élites de baja estofa. No quiero generalizar, pues creo que hay muchos responsables políticos que no han caído en el error de creerse imprescindibles por su sentido del bien y del mal. Pero a otros les ha librado el escarnio sufrido por los que fueron cazados, sin querer, por las agujas traicioneras que volaron clavándose en sus brazos en el momento en que, casualmente, tenían la camisa subida.

Volviendo a la perspectiva de Ortega, digamos que esta generación tiene la obligación de definir un destino para la nación conforme a las circunstancias heredadas. Destino que ya no pasa por una confianza ciega en lo que él llama la “aristocracia”, sino en la masa, que ya no se presenta como una amenaza, como una ola arrasadora de vulgaridad, sino como muchos millones de individuos bien informados que han escogido una orilla en el mar menor de la política y que son capaces de ser la base de una convivencia próspera. Pero siempre que los líderes no exciten los instintos con su retórica belicista. La masa debe transformarse en musa para los políticos que debían seguir el ejemplo de su trabajo, sacrificio y mesura, una cualidad ésta que hace años que han perdido porque creen, equivocadamente, que el español no es capaz de entender que otro piense de forma distinta sobre como conducir la nación.

Metáforas y Realidad

En plena temporada de caza de responsables políticos, religiosos y militares por haberse vacunado antes de tiempo, cabe preguntarse qué está pasando con nuestros “capitanes” en medio de la tormenta. El término “capitán” procede del latín “capitanus” que deriva de “caput” que todos sabemos que significa cabeza. De repente nos hemos encontrado con que un número significativo de significados capitanes, cabezas de instituciones relevantes, han tenido un ataque de pánico y, como aquel legendario Francesco Schiattino, epítome del cobarde, que al grito “los capitanes y los comodoros primero” huyó del escenario sin esperar a que la orquesta tocara, “Más cerca, oh Dios, de ti”.

Incluso en el habla normal, al comunicarnos empleamos metáforas, que están muertas de tanto usarlas. Son palabras minerales que nos sirven para una transmisión perezosa de ideas. Las metáforas son necesarias porque aumenta el vocabulario de una región de la realidad tomando prestadas palabras de zonas vecinas o lejanas. En la frase precedente he empleado los términos “región” y “mineral” que han reforzado —creo— lo que quería decir: que usamos sin advertirlo un lenguaje metafórico, como se puede comprobar si se presta un poco de atención.

Una fuente de metáforas muy rica es el mundo militar porque está asociado a la vida y la muerte; y porque esa asociación se produce en circunstancias que nos ponen a prueba ante la inminencia del peligro. Por eso el presidente del gobierno gusta de hablar de la lucha contra la pandemia como si de una guerra se tratase. Una vez aceptado el juego, se libran “batallas” y se ganan o pierden “escaramuzas”; hay “víctimas colaterales”, “armas”, heridos y muertos. Qué duda cabe que una guerra, a pesar de que las víctimas son premeditadas, es lo más parecido a una pandemia. El símil es facilón y por eso se abusa.

Durante estas semanas hemos sufrido un shock porque los responsables de un número preocupante de instituciones, al frente de las estrategias de lucha contra el coronavirus, se han saltado el orden protocolario y se han vacunado antes que quienes más lo necesitaban. Una vez que, a través de los medios periodísticos profesionales (apúntese un tanto a La Verdad) se ha conocido el atropello político de mayor rango en forma del Consejero de Sanidad de la Región de Murcia, la indignación sorda y la sonora expresada a través de las redes sociales obligó, primero, a una rueda de excusas y, después, al cese enmascarado de una dimisión anunciada, por un presidente de la comunidad que, por los elogios vertidos, más parecía que estaba procediendo a un nombramiento que a un despido. Una comparecencia en la que la mentira se dibujaba en las comisuras de las mascarillas. Pero un asunto al que cabía aplicar la metáfora militar con plenitud de sentido. Al fin y al cabo, el “capitán” se había vacunado antes que la “tropa” en un acto reflejo carente de gallardía.

Pero la catástrofe metafórica estaba por llegar, pues qué sentido tiene usar metáforas militares cuando son los propios militares los que perpetran el abuso. Aquí ya desaparecen las comillas; el lenguaje pierde su supuesta brillantez metafórica y se vuelve plano, seco, certero, insoportablemente real. Resulta que el más alto de los capitanes, el cargo de más rango de la estructura militar española y toda su cohorte de mandos complementarios se han vacunado antes que toda su tropa estuviera fuera de peligro. Un comportamiento que habla de la relajación del guerrero en la paz, que se vuelve un ciudadano más con las mismas tentaciones de egoísmo y autoestima desbordada. Recuerden aquello que dijo —si la memoria no me falla— el ministro Enrique Barón: “Un ministro es un patrimonio del Estado”. ¿Qué diría Aquiles de estos actos de “prudencia”? ¡Perdón, Aquiles estaba vacunado desde su nacimiento!; vacuna con una eficacia del 99 %, pues sólo el talón estaba expuesto al peligro. Igual resulta que esto del valor es una ficción y que sólo aceptan el peligro para sus vidas los insensatos que se creen los cuentos patrióticos de líderes que no han hecho la mili, no han trabajado nunca, pero se engañan a sí mismos, jurando bandera de mayores o sintiendo los efluvios letales de un arma que no saben usar. Quizá tengamos que concluir que el valor es un privilegio azaroso, —aquel chico que entró a salvar personas en un incendio y no volvió a salir—; que el valor sea una virtud ajena al empleo o responsabilidad. Si es así, de nuevo tenemos que renovar nuestra fe en las instituciones —la prensa libre, la ley, el buen gobierno— que por su estatuto lógico nos obligan al valor y al honor o, en caso contrario, a la dimisión o al cese vergonzoso