No sé si todo el mundo estará de acuerdo pero creo que consideramos, actualmente, de izquierda moderada o socialdemocracia a aquel pensamiento que se caracteriza principalmente por tener una visión laica de la vida con fe en las posibilidades del ser humano y su transformación sin posponer nada a «otra vida». Sus presupuestos serían los siguientes:

  1. Aceptar el mercado como sistema de producción de riqueza evitando su acumulación en pocas manos.
  2. Proponer el reparto de la riqueza entre los agentes que la producen dejando espacio al mérito personal.
  3. Combatir todo tipo de corrupción política y económica persiguiendo el fraude fiscal y promoviendo la eliminación de capital inactivo en paraísos fiscales.
  4. Sostener sistemas de asistencias sanitaria universales y gratuitas controlando el abuso.
  5. Sostener sistemas educativos públicos universales y gratuitos desalentando el parasitismo y promoviendo una visión pacífica, democrática y proactiva de la vida en sociedad.
  6. En asuntos sociales como la igualdad de género, aborto, pena de muerte y relaciones personales, adoptar posturas a favor de la igualdad de derechos y felicidad del individuo sin tener en cuenta su religión o raza.
  7. Promover la investigación científica como fuente de futuros recursos.
  8. Promover la defensa del medio ambiente como soporte imprescindible de la vida.
  9. Evitar la conversión en mercancía de los bienes comunes tales como el agua, el aire, el sol, los polos terrestres, los mares…
  10. Contribuir a la paz mundial con la eliminación de la explotación generadora de inestabilidad mundial y desalentando la formación de sistemas de gobierno dictatoriales.

Y, quizá, estemos de acuerdo en que se considera izquierda extrema a aquella que no comparte el primer punto del listado anterior pues, sin proporcionar alternativas conocidas, rechazan el capitalismos como estructura económica.

Naturalmente la derecha vendría definida por una visión trágica de la vida, según la cual el ser humano no tiene remedio «en este mundo» por lo que hay que disciplinarlo mientras llega un esotérico juicio final por altísimas instancias extrahumanas. Todavía la derecha moderada comparte algunos de los puntos del decálogo, pero la derecha extrema propone la sustitución por los conceptos de competencia sin limitación, privatización sin mecanismos de control, prohibición de comportamientos sociales heterodoxos, explotación del medio ambiente y de los bienes comunes, además de una gestión interesada de los conflictos mundiales.

Siendo esto así, en una visión tópica, parece que todo ser humano «compasivo y cooperador» optaría por apoyar políticamente a la izquierda y todo ser humano «conservador e individualista» optaría por apoyar políticamente a la derecha. Pero esto no sucede. Se han dado alternancias hasta ahora que dejan perplejo a los grupos humanos y lo expresan en forma de desesperación, pero también al propio planeta que lo expresa en forma catástrofes. Las sociedades, como muestran los últimos referéndum se dividen por la mitad con un grupo central que, según el éxito de las campañas y los últimos episodios, hacen caer la balanza a un lado o a otro. En esta actitud ejerce su influencia sobre el ánimo grandes conceptos de valor como la seguridad física o económica, la libertad, la compasión, la justicia o la igualdad. Cada uno se fabrica para sí una lista de valores en un determinado orden jerárquico que guía su voto. La derecha pone el énfasis en la libertad y la izquierda en la igualdad.

En esa alternancia, desde la II Guerra Mundial hasta principio del siglo actual, la socialdemocracia ha sido la opción política predominante porque la explosión de la capacidad productiva basada en la tecnología y la fuerza del New Deal con su capacidad para compartir la riqueza como fundamento de paz social ha mantenido su inercia en el mundo occidental hasta el final del siglo XX. Una situación en la que la derecha no combatió el crecimiento de los presupuestos estatales para servicios sociales debido a la Guerra Fría, por lo que la izquierda podía darle sentido a su valor central de igualdad con grandes presupuestos a su disposición. Una vez creado el hábito social de disfrutar de los servicios sociales, la derecha ideológica aceptó este estado de cosas hasta los años 80 en que empezó a tener la impresión de que el parasitismo se había instalado en la sociedad desplazando grandes capitales fuera del alcance de las minorías que gestionaban el sistema económico. Una vez elaborada la teoría sobre la situación, se trataba de llevarla a la práctica eliminando todas las barreras legales que impedían que los capitales fluyeran del control social al control privado. Para eso era necesaria la complicidad de la política. A esa tarea se aplicaron durante veinte años. La caída del muro incluso hizo que la propuesta se acelerara. Entre tanto la izquierda adormecida en el éxito no advirtió el peligro, hasta el punto de que creyó que la situación era irreversible y que, incluso, se podía ser político de izquierdas y rico porque la sociedad estaba ya satisfecha con el grado de igualdad alcanzado y su éxito electoral ya sólo dependía de la brillantez de los candidatos para seducir a los electores. Al acabar el siglo la derecha ya tenía listas las armas legales y económicas para dar el golpe. Cada país lo hizo a su manera. En España el mecanismo fue triple: 1) abaratar la energía artificialmente trasladando al Estado el diferencial entre costos y precios; 2) liberalizar el suelo para construir sin limitación alguna y 3) promover el crédito fácil a partir, no del ahorro nacional, sino de los capitales ociosos de países ricos. Este mecanismo creó la burbuja inmobiliaria que endeudó al Estado a las empresas y a las familias a cambio de millones de metros cuadrados de viviendas en lugares inverosímiles que han lastrado la riqueza nacional. Pero el efecto más perverso y, probablemente buscado, fue el de desacreditar a la izquierda que, por méritos propios, no quiso parar el desastre cuando un terrible atentado le dió la oportunidad de gobernar que no hubieran tenido nunca en las condiciones de borrachera financiera que se estaban viviendo. Así dieron lugar a cargar con la culpa de la catástrofe de 2008 como si hubiera sido, no sólo un cómplice ingenuo, sino promotores irresponsable de la misma. De este modo el cuatrienio 2011-2015 fue aprovechado por la derecha para desmontar el estado de cosas que se había consolidado durante cincuenta años. Y se hizo con el contundente argumento de que estábamos endeudados y no había dinero para alegrías. Una situación promovida por la derecha y tolerada por la izquierda «cueste lo que cueste, me cueste lo que me cueste«.

De modo que una izquierda moderada, vista como un cómplice del atentado económico, es castigada por su estupidez política y se vuelve completamente inútil como factor de vuelta a la sensatez. Entendiendo por sensatez la búsqueda del equilibrio entre las necesidades sociales y el riesgo de catástrofe mundial por la sobreexplotación del planeta y el crecimiento exponencial de la población con la consiguiente necesidad de compartir recursos. Muy al contrario, en su despiste, ahora se encuentra desacreditada y trabajando para su hundimiento definitivo al no encontrar un discurso alternativo al de una derecha que va a mantener el rumbo acientífico de la negación del riesgo planetario mientras los propietarios de los mecanismos económicos abducen mayores proporciones de capital y corrompen a la clases política en un ¡sálvese quien pueda! universal.

Pero, dado que las oscilaciones de las marcas políticas no se corresponden con las oscilaciones de base del electorado, el hueco dejado por la socialdemocracia es ocupado por la izquierda extrema que ve la oportunidad de acercarse a su sueño eterno (que no sé cual es). Y lo hace con la grosería propia de los extremos. Hasta el punto de que aún mantiene el «cuanto peor mejor» de otras épocas y prefiere apoyar disimuladamente a la derecha extrema, para crear, en su delirio, las condiciones de lucha cósmica ante un enemigo bien perfilado.

Y aquí estamos la gente, viendo el espectáculo de malos actores que simulan ser los dueños de su destino y el nuestro. Seguros de sí mismos con discursos vibrantes y celebrando un carnaval en el que ya nadie es lo que parece y nadie parece lo que es. Estas dos izquierdas se neutralizan, se cogen del cuello mutuamente, se golpean y se traicionan mostrando una incapacidad total de control de la situación. La derecha observa satisfecha, pues va a poder limpiar su imagen manchada por la corrupción a base de ir tirando por la borda los pocos sinvergüenzas que el sistema judicial puede alcanzar lastrado por las maniobras dilatorias de quien, por creer en la visión trágica de la vida, piensan que esto no es más que una muestra de la «naturaleza humana». La izquierda moderada ayuda con su propia corrupción donde tiene poder y la izquierda extrema con sus incoherencias detectadas por su histriónico enfoque puritano que es imposible de cumplir hasta por sus propios dirigentes.

La consecuencia de tanta incompetencia es que aquellos que votan a izquierdas mientras perciben que les benefician sus políticas han decidido prescindir de ella para «probar a ver» cómo les irá con el neofascismo.  Al fin y al cabo, sólo hace sesenta años que las máquinas de gobierno dictatorial llegaron casi a la perfección con sus capacidad para crear la ficción de seguridad para todos si se renuncia a la seguridad de cada uno. Que derecha y derecha extrema coincidan en el individualismo personal y el patriotismo nacional es natural, pero que los votantes de la izquierda (mientras hubo dinero para ser generosos) pasen a ser votantes de la derecha es una lección muy dura. Pero sobre todo es un enorme peligro que trae al mundo la victoria del darwinismo social con la consecuencia de renuncia del ser humano a diferenciarse del mundo biológico. El enorme lastre de nuestra naturaleza animal ha sido neutralizado durante quinientos años por una visión de la capacidad de la cultura para diferenciarnos como especie. Mucho esfuerzo y sangre se ha derramado para conseguirlo. Cuando al final del siglo XX hacíamos cumbre, el siguiente paso ha mostrado un abismo insondable. Mientras se cae no duele y, por eso, grandes capas de la sociedad se permiten jugar con la idea de tentar al diablo y dejan caer su papeleta a favor de monstruos sin apreciar que apuntalan sistemas a los que no les gustan las papeletas precisamente. El dinero no tiene color político. Si se permite su alianza con el extremismo trágico de la derecha extrema que cree que el ser humano debe ser sojuzgado, las distopías de Blade Runner o Elysium se van a quedar cortas en su anticipación del mundo futuro. Toda la inteligencia emocional debe activarse antes de que sea tarde. La humanidad quizá volverá a encontrar el camino, pero ¿a costa de cuántas generaciones?

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