El Malecón


NOTA.- Este artículo pertenece una serie publicada en el diario La Verdad de Murcia del Grupo Vocento y que continúa hasta el día de la fecha.

MARZO 2021

Aprovechando el valle de la última ola pandémica, aliviemos tensión. Un malecón, dice el diccionario es un “paseo que corre paralelo a la orilla del mar o de un río”. La estatua de José María Muñoz es testigo del ambular de todo murciano por esta superficie elevada sobre huertos cada vez más teselados con esas construcciones que, poco a poco, devoran la huerta convirtiéndola en un laberinto urbanístico. Desde que sé que fue construido en el siglo XV piso más suave en su suelo. Es una especie de camino de Santiago local — sé de amigos que entrenaron aquí sus piernas para el recorrer el genuino Camino. Raro es el cruce en el que no hay una ligera inclinación de la cabeza en señal de saludo, cuando no una parada de unos minutos para intercambiar alguna impresión fugaz o un “el lunes hablamos…”.

En la película “Pajarico” de Carlos Saura aparece el Malecón furtivamente cuando el abuelo interpretado por Paco Rabal se pierde en su propia identidad. En esa escena no dice la tautológica frase “qué bien se está, cuando se está bien”, pero hubiera encajado perfectamente con las sensaciones que se experimentan paseando por el Malecón. Es raro hacerlo en solitario. Es más habitual ir acompañado de buenos conversadores y así, mientras el sol entra por babor — se trata de una construcción sobre un “mar” de limoneros —, por estribor, el oído que mejor me funciona, llega la conversación informada, afilada o sarcástica, pero siempre amena. Tan estupefaciente resulta que cuando se levanta la vista ya se está de vuelta en la Plaza de las Flores para el café que todo lo cura.

Conversar en el Malecón es un arte, pues requiere acompasar tu tranco al de tus compañeros, también controlar tu balanceo para no incomodar  con tus codos. Añádase, estos funestos días, el uso microfónico de la mascarilla, que tanta risa nos producía viéndosela a los orientales hace unos años. Una vez en armonía cinética, hay que acoplarse con las propuestas temáticas de tus compañeros, además de habilitar un ritmo pertinente de apostillas o interrupciones bien medidas. Por eso, hay que intervenir sin interrumpir, atento a las flexiones de la voz amiga para confirmar con más datos, asentir discretamente o, si es necesario, contradecir educadamente. Al fin y al cabo, se trata de arreglar el mundo, cosa seria que requiere firmeza para pulir las propias ideas, tan familiares y queridas, en dulce contraste con las ajenas. En esta tertulia ambulatoria, los argumentos van desde los temas locales hasta la cosmología, pasando por los conflictos de este pequeño planeta. Es la práctica de la amistad como la concebían Horacio y Virgilio.

Por nuestros cerebros pasan las sutilezas del derecho, aderezadas con frases en el latín de Cicerón, sabios análisis de experiencias vitales de nuestra nación vividas en el corazón palpitante de una redacción periodística y sofisticadas ideas filosóficas que caen sobre la banalidad aplastándola como una cucaracha. Y todo ello en chándal, sin togas, mucetas, manguitos o túnicas socráticas. Lo que favorece un ágil tránsito a etimologías costumbristas, como “clujir”, “minso”, “cornijal” o “japulir”. Tampoco se libran los nombres del callejero de pasar por caja, para interpretar el honor de que un nombre esté en una placa o el deshonor de que se caiga. Así se desentrañan arcanos como el nombre de la “Puxmarina” o la pérdida de una rúa principal que sufrió Isaac Peral un día en que estaba distraído.

Cuando la tempranera provoca nostalgia de un café con tostada no es extraño que surja la conversación culinaria, que evoca olores imaginarios a medida que el ponente de la cuestión menciona platos de su preferencia o de su oficio anárgico de cocinillas. El paso por el colegio de los maristas es raro que no evoque a algún condiscípulo de celebridad moderada, cuyas andanzas justifican su aparición en el orden del día. Igual ocurre con el chasquido del agua bajo una losa suelta, con el consiguiente mojado de los calcetines, que provoca una queja sobre el mantenimiento de este salón de la ciudad, que bien podría decirse que imita a las seculares tertulias del Casino. Un salón sin más arañas en el techo que los reflejos del sol sobre las farolas, ni más frescos en las paredes que las hojas de los limoneros con vocación de paparajote. El Malecón es probablemente la sede parlamentaria popular de nuestra ciudad. El hemiciclo severo donde se legisla sin taquígrafos y, desde luego, sin la mala uva reinante en la política. Aquí el “palique” es elegante, sabio y coral. Así lo veía Ortega: “La vieja ciudad, tiene, mirada desde el malecón, entre las huertas profundas, la silueta más dulce y elegante que pueda imaginarse…”

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