El principio admiración

Agosto es la oportunidad de curarse gracias a meditaciones auspiciadas por la bajada del ritmo laboral, la calma propiciada por la luna y la felicidad fugitiva inspirada por las estrellas. Desde esa serenidad, favorecida por el final de la campaña electoral, podemos pensar en otras cosas, dejar a los políticos sus pactos y descansar hasta que la Constitución haga sus efectos benéficos. Así, virando la mirada, comprobamos que hay personas que nos deslumbran por su encanto, su capacidad intelectual o su entereza moral. Ese deslumbramiento se traduce en admiración. Desde esa experiencia de admiración personal, que es fundamento de las más sólidas amistades, es fácil entender el sentimiento de admiración por la realidad toda, lo que incluye el goce por la existencia. Anhelamos existir y admiramos todo lo que contribuye a que existamos nosotros y la gente que amamos.

Todo ello, sin dejar de mirar de reojo los problemas que nos acucian: enfermedad, sufrimiento y muerte. Problemas que, a pesar de todo, dejan espacio para reconciliarnos con la vida y para el goce en determinados momentos de la existencia. Momentos provocados por pequeños detalles: un susurro, un poema, un destello sobre el agua, o grandes acontecimientos: la llegada del hombre a la luna, la caída de una dictadura o la derrota del fascismo emergente. A otra escala, también se da ese entusiasmo, cayendo en banalidad, cuando un tal Iniesta empuja una bolita más allá de una raya en el suelo.

Pues bien, todo este preámbulo tiene que ver con la deprimente y generalizada convicción de que el conocimiento sobre el sentido de la existencia solo será satisfecho al final de los tiempos. Tiempos futuros en los que la acumulación de sabiduría proporcionaría a los humanos de ese momento por llegar la plenitud de la comprensión del enigma de vivir. Sin embargo, en este artículo se propone, sin anestesia, que el sentido de la existencia ha estado y está al alcance de cada generación de humanos. No es necesario esperar a una parusía y al cumplimiento de profecías milenarias, ni a que los cielos se abran y un nuevo mesías descienda proporcionando la visión que nos dotaría de la claridad intelectual y la fuerza emotiva que daría respuesta a todas las incógnitas de la existencia.

No es necesario esperar. Hay esperanza, aunque la ciencia «solo» nos informe de cómo funciona el mundo y aunque la filosofía no nos proporcione «nada más» que la respuesta a «qué» cosas del mundo merecen la pena para convivir civilizadamente. Aclarando esto último, digo que es sabido que a la pregunta sobre qué es algo respondemos con un concepto más amplio. Por ejemplo, a la pregunta ¿qué es una silla? respondemos que «un mueble» y ya estamos aliviados. Pero ¿Qué es un mueble? Sigan y verán que llegan, como María Moliner dejó escrito, al concepto vacío de «cosa» o, si nos ponemos cursis, al de Ser. Pero ¿qué es el Ser o qué es la existencia? Pues para esa pregunta la respuesta es el silencio, porque no hay un concepto más general en el que encajar el de ser o existencia. Golpeados por esa verdad nos encontramos ante «lo que es» como si fuera un muro infranqueable. Pero un muro que no es, sino que acontece, como una nube movida por el viento. Más que un conjunto de cosas inmortales, el mundo es un vértigo de caricias fugaces.

Como nadie puede verse la nuca con sus propios ojos, nosotros no podemos preguntar por el sentido de la realidad toda porque esa pregunta está vacía. Siendo así ¿qué cabe hacer ¿desesperarse?, no. Cabe «experimentar» el sentido de la vida como salud, amor y acción productiva. Es decir, admirar la vida y sentirla. Ahora ya sabemos que solo tendremos a nuestro alcance la comprensión de la estructura funcional del mundo y que la filosofía, liberada de la misión de explicar lo inexplicable, deberá centrarse en guiar nuestro comportamiento ético ante los aparentemente irresolubles viejos problemas ¾injusticia, desigualdad, inhumanidad, ecocidio¾ y los que asoman ante las enormes trasformaciones que implica la tecnología actual.

Si es así, descubramos nuestro pecho a la fascinación de la realidad para que nos inunde con su opacidad admirable; disfrutemos el tiempo donado con tensa paz, relajante amor y arte musical, plástico, narrativo y poético mientras gozamos sensualmente de nuestra piel y nuestras papilas. La vida merece la pena, más allá de la pasión de coherencia extrema que conduce fatalmente a la demencia que mata. Sí, merece la pena porque «el paraíso son los demás».

En estas cosas pensaba yo mirando las estrellas mientras sentía en mis pies el agua transparente que aún quedaba en la laguna en una noche cualquiera del mes de agosto.

Enigmas electorales

Algunas personas cuando dicen que tiene las ideas claras, en realidad, lo que tienen es claras las ideas, es decir, aguadas. Solo así se pueden entender que haya ideas que propicien el daño a las personas. Pero está ocurriendo, aquí, ahora, en España. Un país que inventó el liberalismo, pero en el que muchos de los que profesan su versión económica consideran que el liberalismo social es una llaga que cerrar. Le llaman guerra cultural.

Enigma se llamaba la máquina que descifró Alan Turing para el ejército aliado durante la II Guerra Mundial salvando miles de vidas. Lo que no lo libró de ser encarcelado por homosexual pocos años después provocando su castración química y su suicidio mordiendo una manzana con cianuro ¾se dice que el emblema de Apple es un homenaje a este extraordinario talento¾.  

Creo que ni Turing podría descifrar el enigma de por qué los votos de un país se dividen entre los que defienden lo público y los que proponen la privatización de servicios tan esenciales como la sanidad, la educación y las pensiones lanzando los capitales empleados actualmente por el Estado a la arena de la voracidad privada. Nadie duda de que haya clases de luchas, pero, a estas alturas, ya debería considerarse falso que exista la lucha de clases, encontrándonos, así, ante el enigma incomprensible de que millones de personas de rentas medias o bajas apoyen a quienes consideran que «es mejor que el dinero esté en sus bolsillos». No advirtiendo que esta opción de los bolsillos es prestidigitación para bajadas de impuestos que hagan imposibles los servicios públicos al generar un «estado mínimo», propuesto ya por Nietzsche, y tematizado por el anarcocapitalista Nozick. De esta forma, se impide que se mutualice la enfermedad, la educación y la decrepitud; servicios que se pueden considerar virtualmente un sobresueldo para cada ciudadano. Un sobresueldo que de «estar en sus bolsillos» ¾lo que es bastante improbable¾, se gastaría en cervezas y vacacioncillas y «a vivir que son dos días». Alegría que dura hasta que una enfermedad grave o la decrepitud hagan necesario hipotecarse ¾el que pueda¾ para hacer frente a los gastos de una inmisericorde sanidad privada.

Pero Turing lo tendría todavía más difícil para entender por qué hay ciudadanos que odian lo que no entra en sus esquemas de cómo debe ser vivida la vida. O para explicar por qué no se ha cumplido la esperanza de que la mujer trajera otra ética a la política. Es desolador el caso de Guardiola, la candidata a la Junta de Extremadura. Con el añadido abracadabrante de que, simultáneamente, Feijóo proclamase que «sin palabra, no hay política». Es también un enigma que, con todas las conquistas para la mujer que el feminismo ha propiciado, haya mujeres que jaleen a los señoritos que las han de tratar, de nuevo, como mujeres-mujeres a la grupa de sus caballos, al tiempo que Vox clava sus espuelas en los flancos del PP hasta destruirlo moral y políticamente.

No voy a caer en la tentación de reprochar a la derecha moderada sus intentos de disimular la triste caída en la misma impureza de alianzas que detestaba en el “sanchismo”: es tan obvio que estamos ya ante otro grotesco ismo: el “Feijoismo”. No voy, tampoco a mencionar cómo los síntomas se han ido convirtiendo en enfermedad que acabará deslizándonos a la sociedad intolerante, esencialista, lunática y peligrosa en sus propósitos que se perfila en los conocidos cien puntos programáticos de Vox: conquistar Gibraltar, suprimir el concierto Vasco y convenio Navarro, suspender la autonomía catalana, erigir muros infranqueables para emigrantes, nuevo concepto de legítima defensa (¿uso de armas?), eliminación generalizada de impuestos y cotizaciones, control moral, estímulo de tradiciones (¿volverá el toro de la Vega?), fuerzas armadas autónomas, sin vínculos internacionales (¡uf!), supresión del Tribunal Constitucional, indiferencia ante la violencia contra la mujer… En fin, para qué reprochar lo obvio.

Algo falla, cuando en unas elecciones autonómicas regresan, cuarenta años después, los intolerantes, los que quieren volver a relaciones amo-siervo. Recientemente contemplé una escena en la que se mezclaba la aporofobia ¾literalmente el asco al mendigo¾  con la soberbia del señorito. Algo falla, sí, cuando ya están en las instituciones los ignorantes que desprecian la ciencia y los intolerantes que quieren acabar con la felicidad ajena mientras ocultan a la vista los vicios que practican en privado.

Queda solamente por descifrar ¾señor Turing¾ el enigma de por qué hay ciudadanos de izquierdas que se quedan en el sofá en cuanto no pueden disfrutar del entusiasmo por la llegada de «un mundo nuevo». Irresponsabilidad que hace posible que lleguen los que hacen del planeta una falla y del individuo, en su libertad, una liebre para los nuevos galgos.