¡Aló, Presidente!

Hugo Chávez se contrató a sí mismo en la televisión oficial venezolana para dar los domingos un sermón que empezaba a las once de la mañana y podía acabar a las cinco de la tarde. Ya sé que Fidel Castro tiene el récord no filibustero con siete horas de duración con un discurso ante el parlamento cubano en 1998. Cuando digo no filibustero, entiendo que el lector conoce la práctica del llamado filibusterismo para retrasar las votaciones en el Congreso de lo Estados Unidos. Recientemente, el senador Ted Cruz, que cuentan que estuvo 22 horas hablando se ha acercado al récord de más de 24 horas de otros senador republicano Strom Thurmond, en 1957. Este tipo de alardes prostáticos podría formar parte de la historia del disparate, si no fuera porque su intención fue, en ambos casos, de tendencia muy conservadora, pues Ted Cruz se oponía al Obamacare y Thurmond a la ley de derechos civiles de los afroamericanos.

Sea como sea, los discurso largos en realidad baten el récord de desconsideración hacia los colegas y congéneres, en general, a los que castigan con vaciedades oratorias con el propósito aludido de retrasar la mecánica parlamentaria. Los discursos en el Parlamento español no tienen estas duraciones y, desde luego, el reglamento limita a duraciones razonables la intervenciones de nuestros políticos. Lo que preocupa, por tanto, no es la duración, sino el contenido, que cada vez se parece más en su inanidad y pretendida astucia al filibusterismo o a los derrames verbales de los ínclitos Chávez y Castro.

Ya hace tiempo que cuando un periodista pregunta algo que incomoda en un rueda de prensa el compareciente desvía la cuestión diciendo algo así: «Eso no es lo que preocupa a los españoles, sino esto otro…» o eso de «Ahora, no toca». Es obvio que con este truco, al que el periodista responde tímidamente «No ha contestado a mi pregunta«, el compareciente resuelve cualquier situación y, si el periodista insiste, pues se traslada el derecho a preguntar a otro plumífero. Esta actitud de desprecio a la opinión pública llega al clímax cuando se hace en sede parlamentaria produciendo la irritación de millones de tele-radio-espectoyentes a los que las neuronas se les calientan produciendo cortocircuitos cerebrales que sólo se alivian con otro café.

El «diálogo de sordos» es un clásico de la incomunicación. Yo lo sustituiría por el «diálogo de diputados» porque la incomunicación premeditada es palmaria; la elusión de la cuestión central inhibidora y la inhibición de la presidencia del congreso frustrante. Probablemente, no, seguro que no es posible un moderador en el hemiciclo que interrumpa al parlamentario legítimamente y le conmine a atenerse a lo preguntado o al motivo de la comparecencia. Igualmente, podría obligar al interrogador a preguntar los que es pertinente y no aprovechar para llevar a cabo un acoso verbal para una causa general. No existe ese moderador porque la libertad de expresión exige «expresión de la libertad«. La pertinencia del contenido del discurso, para la salud mental de los que lo escuchan, está encomendada a la honradez parlamentaria del que hace uso de la palabra. Y como tal honradez está sometida a la necesidad de burlar las presiones de la oposición o producir la debilidad de los gobernantes, pues no hay nada que hacer.

De este modo los interesados, en primera instancia, son conducidos al escepticismo y se vuelve resultadistas. O, en todo caso, se queda a la espera de un lapsus para reírse un rato. Pero hay que tener en cuenta que este cinismo parlamentario también corroe a la democracia y aumenta, poco a poco, el número de los que aceptarían gobiernos «técnicos«. Sean cuales sean las palabras pronunciadas, sólo cuenta el número de dóciles diputados que las apoyan o, mejor, que apoyan los intereses políticos en juego. Por eso, frente al filibusterismo cuantitativo, este filibusterismo cualitativo debería dar lugar a un cambio del nombre de la institución que pasaría a llamarse «Aló, diputado«.

Cara y cruz de la radicalidad

En los años ochenta el viejo partido radical italiano con Marco Pannella y Emma Bonino se presentaba como un partido que «iba a las raíces» de los problemas. Esa interpretación de la palabra radical como «fundamental» es compartida por nuestro diccionario de la lengua y sería la cara de lo radical. Pero, el diccionario, ya en su cuarta acepción, afronta la cruz cuando dice «partidario de reformas extremas» y en la quinta «extremoso, tajante, intransigente«.

Cada época tiene sus radicales, seres que viven en un continuo, incesante resentimiento. Siempre hay trazas de verdad en su discurso, pues si no, hasta sus más entregados miembros sospecharían de la inverosimilitud de la causa. Así Israel tiene un punto de verdad histórica en su reivindicación de territorio, pero, quizá, con más razón de haberla empezado en el siglo I de la era y no cuando, dos mil años después, pacíficos árabes vivían y cultivaban la tierra desde hacía seis siglos. Los comunistas soviéticos tenían razón en su diagnóstico sobre la explotación de seres humanos en la Europa dieciochesca, pero tendrían más razón aún si sus dirigentes, tras la Revolución de Octubre, no se hubieran convertido en los nuevos explotadores (todas las revoluciones llevan en sus entrañas los nuevos tiranos). Qué decir de la «liberación» que está llevando a cabo el presidente Maduro (qué gran personaje para una novela irónica del García Márquez), que en su comienzo chavista estaba cargada de razones por la escandalosa corrupción que comenzó en tiempos del presidente Carlos Andrés Pérez y ahora es un esperpento peligroso.

Todo esto, avala el uso del término «radicalización» en el proceso de satanización de jóvenes, que los conduce desde los inocentes problemas de la adolescencia, a la convicción de que la muerte propia y de otros es la solución a unos problemas, ajenos en principio a ellos, en los que se mezclan reivindicaciones históricamente absurdas, con teotoxicidad y fe inatacable en otra vida llena de placeres humanos, muy humanos. A lo que se suma la siempre interesante vida del conspirador que disfruta del placer de contar con un conocimiento subterráneo, invisible, que se expresa con un castizo «os vais a enterar«. Resentimiento alimentado con la continua monserga de «te lo mereces todo y éstos te lo han quitado«. Frases que sirven para todos los procesos de «radicalización«, sean o no letales. Rasgos éstos del proceso que se asemejan en los resultados al comportamiento de los sicarios colombianos o mejicanos produciendo el horror de quienes hemos tenido la fortuna de «no ser estropeados» en nuestra posibilidades y capacidades ni por nuestros padres (maltratándonos), nuestros maestros (aburriéndonos) o nuestros compañeros y amigos (llevándonos hacia el desarreglo de todos los sentidos de Rimbaud). A nosotros no nos ha pasado como a los adolescentes de The Wire cuya lucha por la supervivencia en las esquinas de los barrios marginales, donde se despacha la droga, les proporciona una ridícula fatuidad que les lleva a una dramática violencia. Parece que estos chicos, luego crueles adultos, están instalados en la ética del honor del siglo XVII, cuando un pestañeo podía costar un madrugón y la muerte a pistola o sable. Basta una palabra a destiempo para ser víctima de un cínico asesinato en cuyo ritual no faltan las risas de los criminales, que ya están en otro nivel, aquel en el que la muerte está justificada por dos razones: en realidad es un tránsito a otra «esquina» y su advenimiento está descontado desde niños. Si sumamos el terrible caso de los niños soldados, a los que el líder pide un juramento de lealtad basado en la muerte de los propios a sus manos, matando así, en un sólo acto de infinita crueldad, todo rastro de piedad para el futuro.

La pederastia es un crimen horroro, por lo que supone de desestabilización psicológica de la víctima y la abyecta lubricia y traición del victimario, pero esa máquina de picar almas jóvenes que es el radicalismo impulsado por la ideología, el resentimiento o la codicia es una de las lacras de todos los tiempos (Hitler envió a niños de las Juventudes Hitlerianas a combatir a Berlín cuando todo estaba perdido). Una hoguera de odio en la que se están consumiendo varias generaciones de jóvenes a manos de bastardo adultos que a menudo eluden, en el último momento, el sacrificio que les exigen a ellos. Es una pena que los esfuerzos de nuestra parte para erradicar (desde las raíces) estos procesos generadores del mal humano (el único que reconocemos) estén tan contaminados por los intereses relacionados con el petróleo y la venta de armas y servicios a los países que, ahora como siempre, usan el demente resentimiento de otros para sus fines políticos. Y eso cuando esas armas de matar la esperanza que son los grupos terroristas no han sido promovidos ab initio por gobiernos malintencionados y, desde luego, poco radicales en su versión benéfica. En todo caso, la potencia de diseminación de ideas satánicas que posibilita Internet convierte a actual islamismo radical en un peligro extenso e intenso, cuya neutralización requerirá mucha inteligencia y energía. 

Lamento que la palabra radical se haya despeñado y ya no pueda ser utilizada sin carga negativa para designar el deseo de roer algunas convenciones dañinas. No será para siempre, pues en la biblioteca de Borges, unos pisos más arriba o más abajo, las palabras designan otras cosas. Pero sí será para muchos años, pues todo el mundo, quiero decir estrictamente, todo el planeta, se apunta a ser poseído por ideas estrafalarias debido a nuestro desconcierto actual o, simplemente, por la ignorancia. Desde la empresaria Gina Rinehart que, habiendo heredado su fortuna, se permite decir que hay que esterilizar a los pobres porque asocia pobreza y falta de inteligencia o Peter Thiel que dice que tiene que ir menos gente a la universidad porque los estudiantes no pagan los préstamos que reciben (por falta de job, claro). O la república bolivariana (si Bolivar abriera un ojo). O que «menos seguridad social y más investigación para la inmortalidad«. O «make America great again«, como si Méjico y Canadá fueran a correr sus fronteras para darle gusto al señor. O «ahí os quedáis, europeos sanguijuelas» del brexit. O «hay que acabar con la deuda, cueste lo que cueste, os cueste lo que os cueste«. O, «habría que crear un fondo mundial para acabar con las hambrunas y prevenir epidemias» (¡Vaya!, esta sí me gusta, ésta sí es radical).

© Antonio Garrido Hernández. 2017. Todos los derechos reservados.

Choose freedom. Roy Hattersley. Reseña (12)

Este es un libro que ha llegado a mis manos como consecuencia de la red de enlaces que hace que se llegue de un libro a otro con cierto criterio. No lo he conseguido nuevo, sino a través del mercado de segunda mano. Fue escrito en 1987 por Roy Hattersley, el vice líder del partido laborista británico, siendo Neil Kinnock el líder, en una época de derrota electoral que no se corrigió hasta la victoria de Tony Blair en 1994. Esta situación lo llevó a interesarse por los aspectos teóricos de la acción socialista, al comprobar el avance de los puntos de vista liberales. Él consideraba que la ideología y práctica gubernamental liderada por Margaret Thatcher debían ser neutralizadas por una reflexión genuina desde el bando socialista. Especialmente se revela contra la consideración de que la libertad es patrimonio de los conservadores y que el socialismo sólo apuesta por la igualdad. En combate intelectual con Hayek y Berlin reclama para el socialismo la aplicación de un libertad basada en la igualdad. Por eso, quizá, con el advenimiento de Tony Blair al liderazgo del partido y posterior victoria en las elecciones generales, con sus propuestas de centrar al partido laborista, si no colocarlo en el centro derecha, no se encontró cómodo y dijo aquello de que «Blair’s Labour Party is not the Labour Party I joined» = «El partido laborista de Tony Blair no es el Partido Laborista al que yo me uní».

Dado el momento de desconcierto en la filas socialistas españolas sobre su posición teórica que le lleva a colocar en el centro de sus preocupaciones la estructura política del Estado español, antes que los problemas materiales de la gente, lo que probablemente esté en el origen de su caída electoral, parece oportuno traer las reflexiones de este socialista inglés en tiempos parecidos de derrota electoral y pérdida de posición intelectual.

La historia enseña que ni siquiera intentos tan enérgicos y trágicos como la Revolución Francesa trajeron la justicia social. Muy al contrario, casi inmediatamente, dio lugar a la emergencia de un poder centralizado que imponía sus criterios y, desde luego, restableció los privilegios a nuevos aristócratas. Esa misma historia muestra que las mayorías han mejorado su situación realmente cuando la ciencia y la tecnología ha aumentado exponencialmente la eficacia del trabajo. Un éxito que que sólo ha quedado mitigado por la paradójica circunstancia de que, ese propio conocimiento científico y tecnológico, han favorecido el crecimiento de la población en una carrera dramática entre conocimiento y demografía. Lo que parece claro es que, en todas las etapas de esa carrera, unos pocos se han llevado una parte desproporcionada de la riqueza por su habilidad para manejar las reglas del juego económico, incluida su elusión siempre que pueden.

RESEÑA

Para esta reseña vamos a seguir la estructura del libro con algunas citas relevantes del propio autor y los comentarios que parezca oportuno hacer.

El elogio de la ideología

Hattersley arranca con esta declaración:

«El verdadero objetivo del socialismo es la creación de una sociedad genuinamente libre, en la que la protección y extensión de la libertad individual es el primer deber del estado» (pág. xv)

Para quien pueda resultarle sorprendente esta declaración hay que señalar que en el término «genuinamente» está la clave. En efecto, a lo largo del libro muy a menudo se refiere a la «verdadera libertad» como veremos. Muy cerca de esta primera declaración encontramos esta otra:

«(la libertad)… debe ser acompañada por suficiente poder económico para dar un significado práctico a su teórica existencia» (pág. xv)

Esta es la base del libro. Hattersley proclama el deber de buscar la libertad, entendiendo por ésta, a la capacidad de elección de los individuos en un contexto de igualdad económica. Sin esta condición le parece que la libertad es una burla. De él mismo declara que no podría haber estudiado sin haber sido becado por la administración y el gobierno socialista. Estudios que le permitieron hacer una larga carrera política conforme a sus deseos. Igualmente declara, en el momento de escribir este libro tiene 55 años, que es un usuario de los cuidados del Servicio Nacional de Salud británico. Este convencimiento le lleva a considerar que:

«… considero la idea de la libertad negativa (libertad como ausencia de coerción) como una broma cruel» (pág. xvi)

Por tanto, le exige al socialismo que debe ejercer y promover una «efectiva» libertad. Una posición que polemiza directamente con la posición expuesta por Isaiah Berlin en Oxford durante una conferencia en 1958. En esta ocasión Berlin propuso la expresión «libertad positiva» para aquella pretensión de dotarse, un gobernante, del enorme poder que requiere dotar de medios económicos o de otro tipo a los individuos a fin de que cuenten con el poder y los recursos para ejercer la libertad. Berlin considera que perseguir un ideal que dará la «verdadera» libertad a los individuos, sea éste la igualdad o la justicia, concentra el poder y da instrumentos para la tiranía. Esta definición de la libertad positiva es muy general y en la aplicación a la economía el peligro reside en el enorme poder que se requiere para vencer las fuerzas que se oponen a la igualdad de ingresos por parte de los más favorecidos por el juego mercantil. Igualdad que, para los socialistas, no sólo es la base de la justicia social, sino de la libertad, al proporcionar los medios económicos para la elección libre que propugna la libertad negativa definida por John Stuart Mill. Esta visión amplia de Berlin según la cual cualquier ideal monolítico corre el riesgo de acabar vertiendo sangre si alcanza el poder, tropieza con el hecho evidente de que la mayoría de los hombres rechazan la pobreza con la misma energía que unos pocos reclaman la libertad de ser ricos.

NOTA 1.- Parece claro que si la parte de la renta que llega a los más ricos se reparte entre toda la población el aumento no es significativo para éstos. En España, en 2016 la renta de las personas físicas declaradas son, en números gordos, de 400.000 millones de euros después de impuestos. Este dinero se reparte entre 18 millones de trabajadores y 9 millones de pensionistas y, puesto que hay 36 millones de adultos, los desocupados por todas las razones son 9 millones.  Las 5.000 personas que declararon rentas mayores de 600.000 euros anuales ganaron 3.000 millones de euros que, si los reducimos a la mitad y le sumamos los 40.000 millones de las rentas del capital, suponen entre los más necesitados (8 millones con ingresos por debajo de 12.000 euros anuales y 9 millones sin trabajo), unos 200 euros al mes a cada uno y divididos entre los 36 millones adultos unos  100 euros al mes,  recursos que así distribuidos no sirven para mucho, pero concentrados pueden resultar decisivos. La cuestión es la distribución. De modo que, parece sensato pensar que reducir las ganancias de los ricos no debe ser para un general reparto, sino para dirigir recursos a cuestiones estratégicas de interés general, como la inversión en empresas, los servicios sociales y la búsqueda incesante de conocimiento para la solución de los problemas prácticos de salud, alimento, medioambientales, etc. Por otra parte, se estima que hay 150.000 millones de euros que se ocultan en paraísos fiscales por parte de contribuyentes nacionales. Si ese dinero pagara impuestos pondría a disposición, al menos, 75.000 millones (con un tipo del 50 %) que repartido por una sola vez entre los 36 millones de adultos resultaría en una alegría momentánea de 2.000 euros, que acabaría en el consumo sin implicaciones estratégicas para los intereses generales. Por otra parte otras cifras globales conocidas por el último informe Oxfam nos dice que 62 millonarios poseen la misma riqueza que la mitad de la población mundial (3.500 millones de personas). Estos millonarios poseen según la lista Forbes 1,8 billones de dólares. Pues bien, si dividimos este dinero entre la mitad de la población mundial resultan 500 euros de una sóla vez. Está claro que no tiene sentido tal reparto, sino concentrar ese dinero en abordar las infraestructuras que eliminen las hambrunas, en mejorar los servicios sociales que garanticen la asistencia sanitaria, la educación, las pensiones y la investigación que aumente las probabilidades de abordar los grandes problemas y, al tiempo, se reduce la escandalosa industria del lujo que se exhibe en Internet generando ambiciones y corrupción. Cuestiones que pueden ser perfectamente legisladas mediante medidas fiscales duras (en los años setenta en E.E.U.U. los impuestos llegaban a tener un tipo superior al 80 %) y obligando a las empresas a repartir meno beneficios y a invertir en proyectos innovadores. Un enfoque de muy complicada aplicación sin que se comprendiese la importancia de estas transformaciones por extensas capas de población. Dificultades que tienen gran arraigo, pues todas las grandes transformaciones políticas que se han llevado a cabo con estas pretensiones han acabado generando nuevas élites que se las han arreglado para mantener las diferencias a la fuerza en regímenes tiránicos y mediante la persuasión de que «es lo que conviene» en los regímenes democráticos. Vistas estas cifras los conceptos claves van a ser concentración de capital para:

  • Inversión en empresas
  • Inversión en conocimiento
  • Gasto en Seguridad Social

Lo que requiere:

  • Democracia.
  • Fuerte presión fiscal para redistribuir la renta e impedir que los recursos vayan a la industria del lujo.
  • Alto grado de transparencia pública y privada para el control de las inversiones públicas y privadas.
  • Alto grado de rendición de cuentas.
  • Castigo rápido de la corrupción.

Consiguiendo:

  • Niveles razonables de libertad negativa para mantener el estímulo por el trabajo manteniendo una tasa de Gini por debajo de 0,25 como en Noruega.
  • Niveles suficientes de libertad positiva que permita un alto grado de asistencia social en salud, educación y pensiones para una vejez activa sin alimentar una burocracia estatal indeseable.

A este régimen se le podría llamar… Democracia Socio-Liberal

Este enfoque según Hattersley tropieza con el atractivo de los puntos de vista de los economistas austríacos von Mises y Hayek:

«Las teorías de von Mises y Hayek poseen, para los privilegiados, la irresistible atracción de legitimar el egoísmo y la codicia» (pág. xvi)

Y considera que ha pasado el tiempo para que los socialistas se muestren agnósticos ideológicamente hablando, pues la igualdad no es un fin en sí mismo, sino que tiene la vocación de aumentar la libertad del conjunto de la población, al dotarla de recursos para ejercerla. Hattersley cita al también político socialistas Anthony Crosland que dijo:

«Socialismo es perseguir la igualdad y la protección de la libertad, en el buen entendido que hasta que no seamos verdaderamente iguales, no seremos verdaderamente libres» (pág. xix)

Cuando Hattersley escribe el ambiente político está impregnado de la ideología liberal como muestra que, poco después el liderazgo de Blair, lleva al partido a la victoria electoral mediante su corrimiento a la derecha. Por eso, no aborda sus propuestas de renovación socialista ignorando los desafíos intelectuales que planteaba el éxito creciente de las posiciones de Hayek, Friedman y otros entre los gestores económicos del mundo occidental. También se da cuenta de que los laboristas no pueden atraer a los electores que necesitan para desarrollar sus políticas, al menos desde las posiciones mantenidas hasta ese momento. Por eso reclama una reflexión que lleve a postulados que neutralicen a los adversarios ideológicos, que, con Thatcher a la cabeza, parecían traer frescura a la política británica eliminado lo viejo que representaban los sindicatos y los socialistas con sus reminiscencias marxistas. Hattersley reclama para su partido una clarificación ideológica porque, en su opinión la impopularidad cosechada es resultado del miedo a que el partido esté más por la regulación radical de la economía, antes que por la emancipación de los ciudadanos o, en el peor de los casos, por nada en absoluto, habiendo derivado en un partido de profesionales de la política sin más objetivo que mantener sus puestos.

Por eso arranca su combate declarando que:

«El propósito fundamental del socialismo, el de la búsqueda de la igualdad, es la ampliación de la política. El socialismo puede, a corto plazo, estar preocupado por los problemas de la propiedad, riqueza, ingresos y la organización económica, pero ésta es una preocupación instrumental mediante la cual conseguir un propósito más fundamental (la libertad)» (pág. 22)

El cree que:

«El socialismo es la promesa de que la generalidad de los seres humanos obtendrán de la economía la fuerza que les permitirán hacer las elecciones que dan significado a una sociedad libre. Es el compromiso de organizar la sociedad de tal modo que se asegure el aumento de la libertad» (pág. 22)

Precisamente considera que las ideologías liberal-conservadoras lo que pretenden es reducir la libertad efectiva de grandes capas de población que, al no contar con recursos económicos, no pueden elegir. Por esos Hattersley considera que:

«Una sociedad socialista ve la libertad, no como una posesión a ser defendida, sino como una meta a conseguir… La libertad es el propósito. La igualdad es el camino en el que puede verdaderamente ser conseguida» (pág. 22)

¿Está la igualdad obsoleta?

La propuesta de Hattersley de lograr la libertad a través de la igualdad es contestada por los neoliberales de forma brusca diciendo que la igualdad es el enemigo de la libertad y que se requiere un alto grado de desigualdad para el éxito de la económico y para un alto grado de consumo por parte de todas las clases sociales. Que la igualdad es imposible por la naturaleza diversa de los seres humanos, y que la igualdad es un ideal que, cualquiera que sea sus valores éticos en años de pobreza extrema, es completamente inapropiada cuando habitamos un sociedad en la que se poseen coches, se es propietario de casas con todos los electrodomésticos, etc. Es usual, también decir que reclamar igualdad en la sociedad actual (la de 1984) es consecuencia de una mentalidad antigua.

Richard Tawney, un historiador de la economía y teórico de la educación social advierte, citado por Hattersley que:

«…(el Partido Laborista) olvida su misión cuando busca un orden social del mismo tipo, en el que el dinero y el poder serán distribuidos de forma diferente, en vez de un nuevo orden» (pág 26)

Este nuevo orden tiene como referente la igualdad como fundamento de la libertad. Hattersley denuncia la intención de confundir «igualdad» con «igualdad de oportunidades«, pues, en su opinión:

«Cuando se hacen sinónimos estos términos su defensores, tanto si lo saben como si no, apuestan por una forma esencialmente competitiva de la sociedad, una organización de las cosas basada en la competencia de los fuerte por naturaleza contra los débiles por naturaleza para el reparto de los escasos recursos» (pág. 32)

De ahí el interés de los neoliberales por combatir la pretendida obsolescencia del concepto de igualdad. Por esa misma razón se opone a su confusión con la «igualdad de oportunidades«, un concepto que ya se defendía en 1860 en el Congreso de los Sindicatos:

«Nuestro sistema educativo debe ser completamente reformado sobre la base de asegurar el objetivo democrático de la igualdad de oportunidades» (pág. 34)

Enfrente estaban aquello que defendían que:

«Dentro de poco la educación deberá ser organizada en base al principio de que sólo un pequeña minoría está preparada para ser educada. Es decir la educación es para unos pocos» (pág. 34)

Así, el partido conservador británico basa sus política en el progreso:

«El progreso general depende del progreso y desempeño de una élite» (pág. 35)

Este es un principio que los partidos conservadores piensan, pero no aplican. Más bien, en la práctica aplican el principio de igualdad de oportunidades al financiar cuando gobiernan una educación secundaria para todos. Pero la igualdad, en opinión de Hattersley, tiene que ir más allá, pues el joven que llega desde un barrio deprimido con familias desestructuradas a una educación igualitaria tiene muy pocas probabilidades de progresar en sus estudios. Esto lo saben bien los profesores de barrios conflictivos. Su labor se vuelve inútil ante unos jóvenes que llegan ya con tan fuertes desviaciones sobre la convivencia y el aprovechamiento del conocimiento puesto a su disposición. Esto es puesto por manifiesto por el informe del National Childen’s Bureau denominado «Born to fail» = «nacidos para fracasar»:

«Los niños que proceden de hogares pobres experimentan un progreso espectacular cuando han sido adoptados por familias, cuyo nivel de vida es mucho mejor» (pág. 39)

Hattersley se revela contra la pretensión de los neoliberales como Hayek y Friedman de que las discrepancias en los premios, estima, salud y mortalidad es el resultado natural de fuerzas azarosas, sin intención y que, por tanto, no procede discutir si esto es razonable o llevar a cabo juicios morales. Rechazada, pues, esta opinión de abandono al azar de las diferencias naturales, educativas y sociales, Hattersley combate la pretensión de resolver el problema con la «igualdad de oportunidades» reclamando la «igualdad de resultados«.

Muy a menudo se compara la gestión de una nación con la tarea de los padres en una familia para explicar determinadas decisiones, como por ejemplo el recorte de gastos, cuando aumenta la deuda. En este caso, Hattersley la usa, igualmente, para explicar porqué es necesaria la igualdad:

«Qué se pensaría de un padre que privilegie en el reparto de los ingresos familiares a su hijo más saludable o la madre que concentre sus cuidados en su hija más inteligente?» (pág. 41)

Termina el capítulo reprochando a sus correligionarios que:

«… hayan sido reticentes en centrarse en la teoría de la igualdad hasta el punto de permitir que sus oponentes propagaran sin oposición la peligrosa tontería, según la cual la distribución de la riqueza se ha de producir en una sociedad competitiva y desigual» (pág. 44)

¿Necesitan los pobres a los ricos?

Dice Hattersley que la igualdad es más fácil de promover en tiempos de crecimiento, pero considera que es precisamente en tiempos de estancamiento o depresión, cuando la igualdad es más necesaria. Por eso se queja del impulso que Margaret Thatcher le dió a los puntos de vista de Friedrich Hayek, que habían sido considerados absurdos en el Reino Unido veinte años antes. En su opinión las pretensiones de las teoría de Hayek se basan en tres puntos atractivos para mucha gente:

«Primero: da respuesta pretendidamente completa y consistente a cualquier cuestión política; Segundo: la mascarada de la defensa de la libertad y, por tanto, el disfrute de la apariencia de ser una doctrina que emancipa y libera. Tercero: justifica grandes disparidades en el poder y la riqueza (unas características que siempre son atractivas, precisamente para los poderosos y los ricos)» (pág. 46)

Identifica el campo de la salud como el que los conservadores más radicales consideran más generador de gasto inútil. Si el pobre no puede pagarse los cuidados médicos, pues que muera. Esta postura tan radical, mantenida por la que ya era «nueva derecha» cuando Hattersley escribió su libro, tiene su fundamento en la cristalización de las teorías de Hayek y Friedman que con el paso del tiempo, en manos de sus seguidores, han perdido los matices (por ejemplo Hayek no descarta la existencia de un sistema de sanidad público). Sin embargo los neoliberales consideran que:

«La tradición de defensa de la libertad de mercado nunca ha sido tan necesaria y nunca ha sido más descuidada» (pág 48)

Hattersley se escandaliza de que Hayek considere que es necesario que una minoría gaste en lo que en determinada época se considera un lujo, para que, con el paso del tiempo, esas comodidades se generalicen.  Hirsch usa la metáfora un grupo ordenado de personas que avanza en formación en la que los de la cabeza alcanzan el disfrute de determinados bienes antes que los de la cola, pero que siempre acaban llegando a las antiguas posiciones pisadas por la cabeza. También es usual utilizar la metáfora de la pirámide de copas de champán en la que vertiendo el líquido en la cúspide, éste se derrama hacia abajo, hacia la base, a medida que se llenan las copas superiores.

La nueva derecha considera que las reglas y las consecuencias de la economía de mercado deben respetarse siempre, con la excepción de los tiempos de guerra o epidemia. Sin embargo no mencionan los períodos de hambruna porque afectan solamente a los pobres. Pero, llama la atención a los socialistas, sobre que no cabe, tampoco, decir que las reglas del mercado siempre están equivocadas, pues en algunos casos son esenciales y, en otros, inaceptables.

Este argumento de la prosperidad extendida a partir de su disfrute por las élites se debilita enormemente cuando llegan los tiempos difíciles en que los ricos encuentras excusas para poner a salvo sus riquezas cortando el flujo hacia abajo y dejando que los más pobres soporten el peso de la crisis. Muy al contrario, tanto Hayek como Friedman, consideran que el estado del bienestar es:

«… siempre y automáticamente un detrimento para la sociedad en su conjunto desde el momento en que disminuye la libertad y daña la eficiencia de la distribución de bienes» (pág. 51)

Hattersley le recuerda a los socialistas que la búsqueda de la igualdad es esencial para el logro de la libertad (para todos) que ellos persiguen. Que hasta que no haya igualdad, no habrá libertad. Los socialistas que crean en la libertad tanto como en la igualdad, no deben apoyar una imposición de la igualdad que la dañe y les advierte que los neoliberales sospechan de la democracia, pues consideran que no se puede dejar en manos de la gente los gastos que una nación debe tener. Esto les lleva a creer, paradójicamente, en gobiernos autoritarios como los más adecuados para que la única libertad que les interesa, la económica, pueda prevalecer. Paradoja ésta de las teorías liberales que ya fueron denunciadas en el pasado, cuando el mercado libre fue compatible con dictaduras fascistas como la de Franco en España o Pinochet en Chile.

El hecho de que la democracia tienda a promover el igualitarismo es objeto de preocupación por los neoliberales. En estos días, se han dado casos de ensayos tecnócratas como el de Italia con el economista Mario Monti nombrado sin elecciones, pero «dando tranquilidad a los mercados«, lo que no deja de ser una tautología, pues los mercados pedían, precisamente, un tecnócrata en el gobierno para estar tranquilos.

Hattersley sospecha que la teoría del «derrame hacia abajo» sólo proporciona un pretexto para eludir la redistribución de recursos, corrigiendo la tendencia del mercado a redistribuirlos injustamente, pues no premia, como pretende Margaret Thatcher, a los que lo merecen. Punto de vista contrario al de su maestro Hayek que considera que el mercado es impredecible y que hay que estar preparado para que premie a los que no lo merecen y castigue a los lo merecen. Para Hayek el mercado es como la gravedad física.

NOTA 2.- Si en un juego hay reglas y ha de jugarse con esas reglas o se incurre en infracción, en el caso del mercado, los neoliberales pretenden que sea un juego con la única regla de la libre competencia. Si esto se acepta, cabe un metajuego en el que se corrigen los resultados del juego al final, dado que tal corrección no se produce al principio, sino que produce la desgracia de los que, contribuyendo al juego, no ven el modo de ganar nunca.

Por tanto, Hattersley responde a su propia pregunta sobre si los pobres necesitan a los ricos, que no, en el sentido de que la sociedad no necesita que haya ricos, sino una verdadera igualdad en términos de posesión de los bienes esenciales que le den sentido a la llamada «igualdad de oportunidades«. En este sentido, considera un error de los socialistas haber permitido que los liberales de la extrema derecha hayan monopolizado la defensa de la libertad.

La organización de la libertad

Hayek considera inmoral la igualdad e incompatible con la libertad (el concepto de libertad que él sostiene). Desde este punto de vista cuanto menos gobierno haya, mejor, pues se eliminan los obstáculos a la libertad (de comercio).

En esta frase, citada en el libro, Hayek expone su punto de vista:

«Naturalmente ha de admitirse que el modo en el que los beneficios y las cargas proporcionados por los mecanismo del mercado podría, en muchos casos, considerarse injustos si fueran el resultado de una distribución deliberada a determinada gente. Pero éste no es el caso. Este reparto es el resultado de un proceso, cuyo efecto sobre determinada gente no es ni premeditado ni previsible. Reclamar justicia de tal tipo de proceso es claramente absurdo y singularizar la responsabilidad sobre algunas personas es evidentemente injusto» (pág. 70)

NOTA 3.- Es decir, no hay injusticia ni inmoralidad allí donde rige la naturaleza, lo que es un error categorial, pues si hay algo artificial (y beneficioso en ocasiones) es el mercado. Pero confundir la correcta creación y adaptación del mercado a las transacciones entre humanos con la aspiración de todos los participantes a repartir el beneficio es grave. Al fin y al cabo aceptar que la competencia ayuda a fijar los precios, no es aceptar que el beneficio de esta estrategia de intercambio tenga que acabar en la únicas manos de la dirección de la empresa considerando a los trabajadores «materia prima» o «recurso humano«, como lo es una máquina o un local cuyo precio también fija el mercado. Y sea dicho todo esto sin olvidar que la naturaleza humana exige estímulos diferenciales, cuestión ésta perfectamente compatible con que al final todos tengan acceso a los recursos que les permiten ejercer la libertad: cobijo, educación, atención sanitaria, pensiones.  Es, la de Hayek, una curiosa propuesta de  rendición de la especie humana y sus aspiraciones a leyes supuestamente naturales y, por tanto, imposibles de cambiar o modular, una acción ésta que los científicos están llevando a cabo continuamente: conocer la leyes de la naturaleza para el beneficio de la especie. El problema se puede plantear en términos civilizados considerando que si determinados mercados funcionan mejor dejados a la libre competencia, sus resultados deben ser redistribuidos, puesto que todos los participantes son imprescindibles. O se puede plantear en términos de confrontación, pues frente a la pretensión de naturalidad de la codicia de unos pocos, se puede colocar el, igualmente natural, deseo irrefrenable de las mayorías a compartir los beneficios de sus esfuerzos.

Hattersley pone bajo sospecha a los defensores de la libertad en que se han convertido los neoliberales al resultar, al final, que sólo les interesa la libertad económica y sus resultados en forma de propiedad injusta, pero inviolable, de la riqueza. Y ello es más evidente hoy, porque en los países occidentales las libertades políticas, en un sentido centrado, no requieren conquista alguna.

Las propuestas de Hattersley de fundamentar la libertad generalizada en la igualdad de acceso a los bienes de la sociedad, choca frontalmente con el concepto de libertad positiva de Isaiah Berlin que lastró las intenciones socialistas con la sospecha de que toda redistribución premeditada de la riqueza implica un poder estatal que conduce a la tiranía. Un peligro que no ve en la libertad negativa, a pesar de que su expresión máxima en la libertad económica produce grandes monopolios en los que, por cierto si se aplican, de momento, acciones de clara libertad positiva cuando el Estado limita su crecimiento y obliga a vender activos. Aquí no protestan los empresarios no afectados pues eliminan la inconveniencias del cártel. Coacciones al pleno desarrollo de la libertad individual que tiene su imagen especular en las coacciones que las constituciones en occidente ponen al desarrollo hipertrófico de los Estados mediante el concepto de Derechos Fundamentales.

Hattersley introduce el concepto de «agenciamiento (agency)» = «poder y derecho de actuar» para reforzar su concepto de igualdad como fundamento de la libertad.

Libertad y Estado

Para un clásico como Hobbes (1588-1679), un hombre libre era aquel que «… que no le es impedido hacer lo que deseara» y para Helvetius (1715-1771) «… un hombre libre es aquel que no está enjaulado, no está prisionero y no es aterrorizado como esclavo» y para Hayek la libertad  sólo puede ser impedida mediante coerción llevada a cabo por otros. Helvetius aclara su concepto de libertad diciendo que no se deja de ser libre por no volar como un águila o nadar como una ballena. Isaiah Berlin dice que es una excentricidad decir que no se es libre si, por estar ciego, no se ve. Ejemplos todos dirigidos a neutralizar el deseo de los pobres que contribuyen a la riqueza general (pero no tiene alas) para tener derecho al bienestar (el vuelo).

En 1876 se prohibió en Gran Bretaña la costumbre de usar niños desde los 4 años para limpiar chimeneas por dentro. Una práctica activada desde el gran incendio de Londres de 1666, que llevaba a los niños esclavos a la muerte por cáncer de escroto y otros males asociado a las condiciones inhumanas en las que practicaban su oficio. Pues bien, los limpiadores adultos (que usaban a los niños) consideraron esta prohibición un «atentado a su libertad«. ¿Es la intervención del Parlamento Británico una coerción a la libertad en el sentido en que la define Hayek?. ¿Qué diferencia hay con el uso que hacen las grandes corporaciones de ropa y calzado o la petroquímicas de los niños y mujeres en Asia? ¿Qué decir de la empresaria australiana Gina Rinehart (una heredera) que propone un salario máximo de 2 dólares al día como salario y que los que ganen poco deben ser esterilizados porque pobreza y estupidez van asociados?

Hattersley dice que los neoliberales, expresión que, por cierto, no le gusta a Hayek, dice por boca de éste que cualquier sistema distinto del que resulta de las fuerzas del mercado es imponer la justicia social sobre la sociedad (pág. 91). Hattersley considera que el error consiste en:

«… fingir que aceptar la distribución (de riqueza) del mercado no supone una elección de un sistema (igualmente arbitrario)» (pág. 91)

A los liberales hay que recordarles que, si Hayek defiende al mercado como el sistema «natural», los ordoliberales rechazaban, nada menos, que el laissez faire de los fisiócratas como «naturalista«, prefiriendo la artificial y bien ajustada «competencia«.

Hattersley aspira a que, además de la igualdad en el reparto de la riqueza, haya equidad en el reparto de la libertad, que no puede quedar acumulada en unas pocas manos. Quien mejor puede contribuir a la libertad para todos es el Estado, que es el enemigo número 1 de los neoliberales (Hayek llega a proponer que sean las empresas las que emitan papel moneda, una cuestión que ahora se plantea con los bitcoins).

La intervención del Estado no tiene porque ser mediante la propiedad de grandes empresas de servicios distintas, en principio, de la sanidad, educación y pensiones. Es suficiente que legisle para dirigir los extras de riqueza a inversiones inteligentes por parte de los generadores de tales riquezas.

A Hattersley le preocupa tanto como a Hayek el estatismo opresor, del que Europa estaba a punto de librarse cuando él escribió su libro con la caída del sistema soviético en 1989. Por eso propone una «igualdad de resultados» en vez de una «igualdad de oportunidades«. Para los neoliberales el proceso de intervención del Estado no debe empezar nunca, porque, una vez en marcha, no parará nunca hasta la tiranía. Sin embargo, no habrá verdadera justicia «libertaria» sin expansión de la justicia social. Justicia social que debe surgir de las condiciones legales establecidas, pero no de la peor cara de la libertad positiva, que es la del paternalismo, según el cual es el Estado quien sabe lo que es bueno para el ciudadano y se lo impone. Es decir la política estatal del socialismo que propone Hattersley es aumentar la libertad de todos poniendo los recursos a disposición y dejar que cada uno haga uso de esos recursos según considere.

Hattersley considera que:

«La línea entre las dos condiciones (aumentar la igualdad o el estatismo paternalista) no puede ser fijada con exactitud. La fuerza política y la debilidad intelectual de los neoliberales es contar con leyes de hierro que creen que pueden aplicar a cualquier situación humana… (y que los liberales creen que) distribuir cualquier producto o servicio mediante un mecanismo distinto del libre mercado es automáticamente negar la justicia del disfrute de los beneficios que el mercado habría proporcionado» (pág. 97)

Hattersley se pregunta ¿Por qué debe haber leyes para restringir el robo de la propiedad privada, pero no leyes para que, mediante impuestos, se reduzca la pobreza? Obviamente se responde que ambas son legítimas. Considera los puntos de vistas de los neoliberales unas simplezas que no contemplan el mundo en toda su complejidad. Por eso se apoya en el filósofo John Rawls para decir:

«… la desigualdad sólo se justifica si la diferencia de expectativas (de una mayor riqueza) es para el beneficio del hombre medio entre los más pobres» (pág. 98)

Él lo resume así:

«Cuando no haya certeza en que la reducción en las libertades (negativas) de un grupo resulta en el aumento de las libertades de otros, tal que se produzca un aumento neto de la suma de libertades, no debemos imponer la nueva legislación» (pág. 98)

Hattersley se escandaliza con la pretensión de los comerciantes estadounidenses de órganos, sangre y tejidos que defienden su comercio de este modo en palabras del gerente de Pioneer Blood Services Inc.:

«Si la competencia por la sangre fuera eliminada sería el principio de la destrucción completa de nuestra estructura anti monopolio» (pág. 99)

Añade que los partidarios de este tráfico declaran que impedirlo es un «ataque a la libertad«. Es claro que el único modo de preservar a los pobres de poner en el mercado su sangre, órganos y tejidos es que no necesiten el dinero y puedan libremente aportar partes o, en su caso, la totalidad de su cuerpo de forma altruista como sucede hasta ahora.

Lo contrario sería convertir a los más desfavorecidos en un banco (curiosa metáfora) biológico a mayor y mejor vida de los pocos favorecidos que pudieran pagar.

Para Hattersley el tráfico del cuerpo humano no puede ser aceptado por una sociedad civilizada y denuncia que :

«Los escritos de Hayek sobre libertad, y la acción de los políticos que son guiados por él, demuestran que la noble aspiración de la libertad ha sido interpretada, en los tiempos actuales, en el lenguaje de los intereses de clase» (pág 104)

Cuando todos son alguien

Para hattersley es un misterio que:

«El miedo de una mayor igualdad, que beneficiaría sin duda a la mayoría, ha infectado a millones de personas y han aceptado la, patentemente falsa, premisa de que un sistema que no favorezca a las élites es contrario a los intereses de la comunidad en su conjunto» (pág. 106)

Denuncia que se crea que, si las élites no están satisfechas (y nunca lo están), la sociedad en su conjunto se perjudica porque sin estímulos los más esforzados e inteligentes abandonaran a la sociedad a su suerte.

Una objeción inmediata surge a este pesimismo de las mayorías: los más inteligentes y beneficiosos entre los miembros de la sociedad son los científicos y en el mejor de los casos son premiados con el honor y unos ingresos de clase media. A la élite que se estimula con grandes beneficios es a la compuesta por los «businessmen«, cuyas habilidades son fundamentalmente la gestión de los recursos, sin que aporten novedad alguna al conocimiento humano (véase la lista Forbes). Es el propietario por esfuerzo propio o heredado, el que realmente absorbe las rentas. Una curiosa élite que, más allá de algunos trucos, como los complejos Collateral Debt Obligation (CDO), un verdadero ejercicio de prestidigitación financiera que se convirtió en una estafa mundial en 2007, ponen todo su talento en blindar con obscenas indemnizaciones su segura salida cuando sus burbujas estallan.

Hattersley propone que los socialistas no se preocupen de la distribución de productos y servicios, pero sí de la distribución de los resultados en forma de ingresos. Algo así como esperar al sistema a la salida para una redistribución justa.

Este libro tiene dos partes. Hemos resumido la primera, la más teórica, la segunda es esclava de su tiempo y puede ser leída con el interés de los detalles sobre los problemas del Labour Party británico y las propuestas concretas de Hattersley para salir del pozo político que le tocó vivir en plena era Thatcheriana hasta el advenimiento del brillante Tony Blair de la «tercera vía» y el oscuro Tony Blair de la Guerra de Irak.

© Antonio Garrido Hernández. 2017. Todos los derechos reservados.

Teotoxicidad

La religión cumple una función pacificadora en general, que se torna belicista cuando entra en contacto con otra versión agresiva de la trascendencia. Y no porque la mayoría de los fieles, que viven la religión como fuente de consuelo, dejen salir la bestia vengativa, sino porque es inevitable la existencia de una minoría afectada por la teotoxicidad, un efecto sobre la mente que lleva al intoxicado a convertirse en un criminal en nombre de su religión. Los atentados en Cataluña son un ejemplo del grado de inhumanidad al que pueden llegar los afectados al transformarse en verdaderos monstruos corrompiendo su mente hasta hacer inevitable el crimen y la inmolación en la creencia de una inmediata transfiguración que lo transportará al paraíso. Una promesa ésta que convierte al creyente intoxicado en un comerciante que cambia una vida indeseable para él por otra llena de satisfacciones supuestas.

Cuando decimos Dios usamos una palabra que para muchos tiene como referente un ser personal y real, otros colocan en el centro de sus esperanzas a la madre naturaleza practicando lo que llamamos panteísmo, mientras para otros, la palabra no significa nada en absoluto. Los que creen en un Dios real son fieles de las grandes religiones monistas. Otras las llamamos politeístas, porque creen en muchos dioses, al modo de la antigua Grecia, que cumplen papeles especializados, aunque siempre hay una divinidad especial. Los que no creen en Dios sin matices son llamados ateos. Es una palabra con poca reputación, pero que es considerada el mejor modo de designar su posición espiritual, mejor que la ambigua denominación de agnóstico. Alberto Moravia dijo una vez, en una entrevista, que él «creía en el misterio de la vida, pero no en las novelas que se habían escrito sobre él«. El agnosticismo es una posición que adoptaron algunos intelectuales a mediados del siglo XIX, cuando la publicación en 1859 del «Origen de las especies» de Darwin produjo un terremoto en la conservadora sociedad occidental de la época. La palabra la inventó uno de los más destacados intelectuales del momento: Thomas Huxley, tío de Aldous Huxley que escribió el anticipatorio libro «Un mundo Feliz«. La palabra significa etimológicamente «No conozco» y coloquialmente algo así como «y yo qué sé«. Los ateos proliferan entre los científicos. El diario El País publicó un artículo sobre la posición entre ellos del que extraemos el párrafo inicial:

La comunidad científica nunca ha destacado por su fervor religioso, pero los últimos datos recogidos en Estados Unidos muestran que la espiritualidad vive momentos francamente bajos entre los investigadores de primera línea: un 72% se declaran ateos, lo que sumado al 21% que se dicen agnósticos deja a los creyentes reducidos a una mera traza residual del 7%. Los resultados han sido obtenidos por Edward Larson, del departamento de Historia de la Universidad de Georgia (EEUU), que los ha dado a conocer en una carta publicada en la revista Nature.

La asociación de estudiantes de la Universidad de Oxford (Oxford Union), organiza unos magníficos debates sobre lo que es objeto de polémica (es decir sobre todo). Esto me permitió conocer a los más acerados combatientes sobre religión en la actualidad. Es célebre el debate entre Richard Dawkins (biólogo) y John Lennox (matemático) sobre el Dios cristiano. En otra ocasión el cruce de argumentos fue con Mehdi Hasan (periodista de Al Jazeera) sobre el Dios del Islam. Dawkins ha recorrido el mundo entero discutiendo con teístas de todo origen y posición en el espectro de la fe. Su libro «The God delusion» ha convertido a Dawkins en célebre en la defensa del ateísmo.

A pesar de lo que antecede, miles de millones de personas tienen puestas sus esperanzas en Dios, en sus distintas versiones. Versiones que relativizan la descripción de su figura, puesto que supongo que los dirigentes de las distintas religiones habrán renunciado ya a la «evangelización» mutua. Por eso, la voluntad está en la convivencia y respeto entre religiones porque, creyendo en Dios, discrepan en cientos de detalles teológicos. Pero todas las religiones tienen figuras ejemplares que apoyadas en la fe propugnan sociedades pacíficas aunque, al tiempo, impongan prácticas a los fieles con las que se sorprenden unas a otras.

El problema empieza cuando una proporción de fieles, afortunadamente pequeña, de todas las religiones niegan el ecumenismo y consideran que hay que imponer la religión propia a toda la humanidad. Es una fase de inmadurez de las religiones que para algunas ya pasó y para otras está presente aún. En Asia, musulmanes e indúes se infligen dolor unos a otros, además de dañar a los correligionarios cuando incumplen determinadas prácticas que podríamos llamar sociales más que religiosas. En Oriente Medio las religión judía y la islámica conviven sazonados en sangre; en América los racistas que proclaman la prevalencia de la raza blanca lo hacen usando como herramienta su condición de cristianos. Afortunadamente el catolicismo hace tiempo que dejó, forzado por la sociedad civil, sus pretensiones de imponer la religión a la vida civil a sangre y fuego.

El Islam tiene, hoy en día, una presencia exagerada en las preocupaciones del mundo entero, porque los desequilibrios de todo tipo en Oriente Medio, que probablemente empezaron con el derrocamiento del Sha de Persia, y siguieron con todas las torpezas occidentales en la zona, creando un estado de anarquía en el que el fanatismo, que siempre está latente, encontró alimento material en forma trafico de armas y almas. Después, el egoísmo estatal de Arabia Saudita que no quiere problemas en su  territorio, ha provocado con su enorme capacidad de financiación, el fortalecimiento de grupos de fanáticos que han creado el actual estado de cosas. Es sumamente llamativo que países como Jordania y el Líbano están saturados de refugiados sirios, mientras Arabia Saudita no ha aceptado ni uno. De modo que, primero inestabilidad política y, después, uso del fanatismo para hacerse mutuamente daños unos países a otros y unas versiones de la religión a otras, dependiendo de que el grupo esté financiado por sunitas o chiítas, bahawistas o salafistas. Más o menos es como el estado de cosas de las guerras europeas en los siglos XVI y XVII con la religión como espantajo y herramienta para la solución de problemas de dominio político. Por ejemplo, en la Guerra de los treinta años, el exterminio era la norma y hubo poblaciones que fueron reducidas a un tercio de los habitantes previos a la guerra. En Francia, el rechazo de la población católica a los conversos al protestantismo, dio lugar a la ominosa «Noche de San Bartolomé» en agosto de 1572, en la que comenzó la masacre de protestantes que en el mes siguiente acabó con la vida de 20.000 franceses. Pero no hay que remontarse tan atrás, pues todavía en los años ochenta una pareja de adolescentes, que se fugaron de las respectivas casas familiares, fueron asesinados en Irlanda del Norte por la mera razón de pertenecer a comunidades religiosas cristianas distintas (catolicismo y protestantismo). ¿Qué diferencia hay con ese padre y hermano que asesinaron en Alemania a su hija y hermana por no seguir las prescripciones de su religión islámica?.

La religión es fuente de esperanza para mucha gente y, aunque también mucha gente tiene buenas razones para dudar de sus dogmas, la cuestión no está ahí, sino en la capacidad de cumplir las leyes que basadas en la costumbre, el pragmatismo y la razón facilitan la vida civilizada. Hoy en día, las fuertes corrientes migratorias, por razones de persecución o por razones económicas, están provocando graves tensiones en los países occidentales porque, desde el foco genuino de los fanáticos en los países árabes, se piensa que se puede provocar en nuestros países una reacción simétrica que le de fundamento a posteriori a su odio cultural. Algunas reacciones entre nosotros parecen avalar la teoría de los que conciben estas provocaciones, pero estoy convencido que no habrá nuevas noches de San Bartolomé en nuestros territorios y, además, espero que la medicina que neutralice el deseo de venganza sea, precisamente, el cristianismo. Porque, si no, quedaría completamente desacreditado. Otra cuestión es cómo abordar los problemas de convivencia originados por los propios países cuando aceptan emigrantes para ocuparse de las labores a precios de esclavitud, sin tener en cuenta, ni prepararse para las consecuencias. La irresponsabilidad de los gobernantes, con su dejadez, alienta las fracturas violentas, cuando la población que sufre las consecuencias reacciona irracionalmente. En todo caso hay un flujo de comunidades culturalmente diferentes que debe aceptar que la religión se ha de llevar en el corazón, pero deben que someter sus costumbres a la ley. Ley que fundamenta la civilidad y debe aplicarse sin complejos y con toda la firmeza. En caso contrario la sociedad se fragmenta y nuestro propios teotoxicómanos saldrán de sus cavernas.

© Antonio Garrido Hernández. 2017. Todos los derechos reservados.

Barcelona, lo siento.

La ciudad de Barcelona ya sabe lo que es el terrorismo. Lo vivió cuando en 1987 ETA puso una bomba en un local comercial asesinando a 21 personas, pero ayer fue sorprendida en su complejo devenir de ciudad abierta. La historia nos pone los pies en el suelo respecto de la capacidad de la humanidad de infligirse dolor, pues producir dolor a la gente indefensa es una cruel costumbre bélica. Recuérdese Dresde o Alepo. Pero el terrorismo, como forma de reducir las defensas psicológica en épocas de paz, es relativamente reciente. No hace mucho, los ataques tomaban la forma de crímenes individuales, como ocurría con el terrorismo anarquista de principio del siglo XX. Pero, el aumento de la seguridad en los edificios públicos, incluidos centros de distribución de pasajeros, que ha cerrado el camino a los secuestros aéreos, ha llevado a las elementales mentes de los fanáticos a utilizar el crimen banal utilizando herramientas banales: un cuchillo o un vehículo ligero. No cabe más capacidad de hacer daño con menos preparación. De hecho llevará más tiempo intoxicar a los perpetradores con creencias de muerte, que preparar el atentado.

Es un buena nueva el que ningún político español haya utilizado la ocasión para algún propósito impertinente. Si cabe, el único exabrupto escuchado viene de la Casa Blanca, o mejor de Bedminster en Nueva Jersey, de la boca o del tuits de Donald Trump, que ha ensuciado la ocasión con una sugerencia de actuación basada en la desmentida leyenda del general Pershing, según la cual, mataba musulmanes con una bala bañada en grasa de cerdo. Todos nuestros políticos están reaccionando como corresponde: con gran delicadeza y sincero horror por lo sucedido. Nadie ha lanzado proclamas contra comunidades pacíficas.

El atentado ha sucedido en un bulevar que todos conocemos por su aspecto de normalidad urbana, inocencia ciudadana y el atractivo de ser una vía de pueblo en una ciudad cosmopolita.  La foto de cabecera muestra el desconcierto del horror, el final de toda agenda lúdica, pues se impone salvar la vida. No lo merece ninguna ciudad y menos Barcelona, una ciudad plena de encanto modernista y serenidad ciudadana. Las Ramblas son avenidas en la que gente de todo el mundo transita entre dibujantes ambulantes, malabaristas, flores y risas. Una felicidad humana interrumpida por un joven que se niega a sí mismo lo que Cataluña le ofrece en forma de oportunidades para su vida e, intoxicado por una ideología tóxica, mata cortando para siempre la vida de muchos inocentes, mientras odia de una forma inconcebible para sus víctimas. Dicen que ha huído. No sabe que ya nunca volverá a sí mismo, tanto si muere como si vive. Dicen que es un menor de edad. Dicen que es de Marruecos (mi tierra natal). Dicen que lo hace en nombre de un casi desaparecido califato. Digo que nadie le llorará.

El vehículo utilizado se paró sobre un solado de Miró, uno de los artistas más personales en su arte de la cataluña culta. No cabe más paradoja. El autor de las muertes no sabrá quién es, pero no porque él pertenezca a una cultura iconoclasta (tampoco sabe lo que es eso), sino porque nosotros sí sabemos hasta qué punto la alegría de Miró sí merece estar en las Ramblas y ser pisado suavemente, como Keats pide para sus sueños, por quienes visitan la ciudad para admirar su peculiar forma de ser surrealista. El surrealismo proclama un arte que nace de la inconsciencia, mientras el terrorismo nace de la conciencia torcida como el fuste de la humanidad de Kant. El inconsciente expresa en Miró la alegría, mientras el consciente se deja manchar por ideas tan elementales como la lógica de la venganza o, peor aún, la lógica de la religión entendida como promesa de vida para el creyente y promesa de muerte para el infiel.

Sólo quien ha sufrido una muerte a destiempo puede imaginar el horror de los familiares de las víctimas. Sorprendidos en el paseo a media tarde, pillados de frente o por la espalda, habrán sentido el aliento frío de la inhumanidad en la forma trivial de un vehículo conducido en su sofisticada mecánica por la simpleza de la toxicidad ideológica. Gente sorprendidas en la vida cotidiana o en la emoción de llenar los ojos con una ciudad nueva y tan abierta a lo nuevo. Sorpresa, dolor, desgarro y, de nuevo, desgarro, dolor y sorpresa con unas secuelas que, una vez que pase el vértigo de lo recién acontecido, será sustituido por el vértigo de nuevos efectos del consciente y el inconsciente. Para estas familias quedan años de pesadillas porque ayer quedaron marcados en una profundidad que el resto de la comunidad no puede igualar. Con ellos estará toda la compasión de la que seamos capaces y vuelta a la vida para no permitir que el terrorismo gane ni una sola baza. La Barcelona culta y fuerte sabrá hacerlo, como lo hizo Madrid en su momento de agonía.

© Antonio Garrido Hernández. 2017. Todos los derechos reservados.

Venezuela inmadura

Resulta un poco descorazonador, a estas alturas de la experiencia humana, tener que soportar la pretensión de un gobernante de repetir el manido espectáculo de una deriva hacia la dictadura, disfrazada de democracia. Así se desacredita, tanto la democracia, como la dictadura. Éstas tuvieron su tiempo y, desgraciadamente, a la vista de determinadas sutilezas de los modernos libertarios, volverá a tenerlo de nuevo, revestida de tecnología y proclamas a la libertad. Pero la que se está gestando en Venezuela tiene el tufo de lo caricaturesco. Una dictadura pasada de moda, con todos los adornos obsoletos que tanto hemos sufrido en el pasado, tanto iberoamericanos, como asiáticos y españoles. De esta en concreto destaca, porque el idioma español lo permite, la facundia aburrida, doctrinaria, populachera, poligonera de un dirigente que es una caricatura de otra caricatura a la que no pudo salvar ni la avanzada medicina de esa anomalía caribeña que es Cuba a estas alturas. Maduro, ese dirigente, que parece un jubilado sin ganas de ponerse el traje por pereza y va siempre en chándal a ver las obras. Como cuentan los libros de etimología, «chándal» proviene de los mercaderes de ajos (marchands d’ail) del Marais parisino, que usaban para su negocio un traje cómodo y amplio. Pues, en efecto, del noble ajo se trata, un manjar que no ha podido desprenderse del aroma de grosería social que supone comerlo crudo, justo antes de una reunión social.

¡Qué paciencia la del pueblo venezolano!: soportar discursos vacíos, largos, narcisistas y diarios de los dirigentes, de antes y ahora. ¡Qué mala suerte!: que cuando tuvieron democracia fue corrupta hasta la descomposición vermicular, creando las condiciones para que se aceptara un régimen destinado a la torpeza económica y el vocerío ideológico dieciochesco. ¡Qué sufrimiento!: pues ahora, salvo descomposición del Mago de Hoz, queda un largo camino de farsa política y dolor real. ¡Qué bochorno!: cuando un país es dirigido por botarates crueles, como le pasó a tantos vecinos del sur y el centro. Botarates que llegan para quedarse vestidos con trajes ajenos apolillados, cuyo diseño no entienden y del que sacan soflamas insoportables.

La perplejidad de observador externo (un océano por medio) se hace estupefacción cuando comprueba que hay políticos en mi país que revolotean alrededor de un régimen como este: tan estéril intelectualmente y tan sospechoso políticamente. En fín, si no ser maduro suele ser un calificativo despectivo o, en todo caso de prevención para asumir tareas complicadas, está claro que Venezuela necesita ahora pasar por un periodo de inmadurez.

La libertad en Hayek

«El mundo no tenido jamás una buena definición de la la palabra «libertad», y los americanos, justo ahora, la necesitan. Todos reclamamos libertad, pero aún usando la misma palabra, no queremos decir lo mismo… aquí tenemos dos cosas diferentes e incompatibles a las que damos el mismo nombre: libertad» – Abraham Lincoln.

«No hay ninguna palabra que admita más diferentes significado o que haya producido impresiones más variadas en la mente humana, que la palabra «libertad». Algunos consideran que significa deponer a alguien que ejerce una autoridad tiránica; otros el poder de elegir a quien han de obedecer, otros al derecho a llevar armas, y así poder usar la violencia; otros, finalmente, por el privilegio o ser gobernados por un compatriota, o por sus propias leyes» – Montesquieu

Friedrich Hayek (1899-1992) fue un economista vienés, que vivió de cerca las dos grandes catástrofes bélicas europeas durante el siglo XX. La tradición intelectual a la que pertenecía lo colocó desde el principio enfrente de su colosal rival, el inglés John Maynard Keynes. Pero, aunque recibió el Premio Nobel de Economía en 1974, será más recordado por su influencia ideológica en los grupos liberales y conservadores a partir de la publicación de sus libros «Camino de Servidumbre» de 1943 y «El Fundamento de la Libertad» de 1960. Éste último un libro que influyó sobre estadistas como Margaret Thatcher y es la biblia de todo liberal moderno.

Los liberales menos intelectualizados, en general los empresarios, se limitan a proclamar la libertad económica y a rechazar cualquier restricción a sus movimientos durante las épocas expansivas para enriquecerse y suelen acudir en tropel a pedir ayudas al Estado cuando truena en las épocas depresivas. El propio Hayek se sorprendió de los escasos conocimientos que los grandes empresario norteamericanos tenían cuando hizo su primera visita a Estados Unidos. Sin embargo, Hayek quiso proporcionar unas sólidas bases al liberalismo, no sólo como una doctrina económica que rechaza toda planificación centralizada, sino como una actitud ante la realidad. Por eso la libertad le parece un concepto tan importante y así lo trata en su libro más importante.

En este artículo, solamente haremos ver su posición respecto de la libertad como concepto y su convergencia con los puntos de vista de Isaiah Berlin sobre la misma cuestión. En general los textos citados provienen del libro de 1960 Fundamentos de la Libertad.

La libertad proporcionaba en los siglos XVII y XVIII cuatro derechos:

  • Estatus legal como miembro protegido de la comunidad
  • Inmunidad frente de una detención arbitraria
  • Trabajar donde uno deseara hacerlo
  • Moverse a dónde uno le plazca

Estos derechos eran considerados las condiciones esenciales de la libertad en estos siglos. Se omitía el derecho de propiedad privada solamente porque incluso los esclavos podían disfrutarla.

Hayek considera que la libertad genuina implica la reducción hasta el máximo posible de la coerción que un ser humano puede infligir a otro. Por tanto define la libertad como la independencia de la voluntad arbitraria de otro. Por simple que sea esta definición, considera que debe ser defendida frente a otras versiones de la libertad que, en su opinión, confunden y abren la vía a regímenes opresivos. Los conceptos inaceptables de libertad son:

  • Libertad política

El consentimiento tácito al orden social que un joven se encuentra cuando crece no implica su libertad aunque, ése régimen, incluya la participación en la elección de gobierno, los procesos legislativos y de control económico. Se puede elegir gobernantes y participar en procesos legislativos en sociedades no libres. Cuando se participa en un proceso de independencia de territorio respecto de una nación, se busca ser gobernados por los semejantes, pero no hay garantía alguna de libertad individual. Es complicado mantener que mientras se está bajo la autoridad militar o bajo las reglas de una orden religiosa se es libre,

  • Libertad psicológica o interior

Según Berlin tiene origen en el concepto de autonomía en Kant, que supone el control de la razón sobre las «bajas» tendencias de los individuos. Según Berlin es fácil deslizarse de esta aceptación de la razón propia razón a la aceptación de la razón colectiva de una ideología o de las creencias de una religión o una secta. Hayek, sin embargo, simplemente considera que este tipo de libertad, en la que se controlan las pasiones para evitar ser prisionero de ellas, no es otra cosa que una confusión adicional sobre en qué consiste la libertad, que es, fundamentalmente, una cuestión que concierne a las relaciones entre personas y no a un conflicto interior con un supuesto deber racional para comportarse de una u otra manera.

  • Libertad como poder

Hayek considera que, de todas las versiones espúreas de la libertad, la más dañina es la de confundirla con la capacidad para hacer algo que se desea. Su fundamento psicológico está en la pulsión de volar que muchos experimentan en sueños. Hayek cree que no se puede confundir la capacidad de hacer con la libertad individual que puede asegurar un determinado orden social. Además, cuando el socialismo ha identificado la libertad con el poder, pudiendo dar lugar a la paradoja de que la palabra «libertad» pueda usarse para apoyar medidas que destruyen la libertad individual. Esta concepción de la libertad conllevaría que la libertad aumenta cuando se cuenta con mayores recursos. Así un rico sería más libre que un pobre. Hayek rechaza de plano esta concepción de la libertad como poder por lo que él considera peligro de tiranía. Esta libertad es la que Isaiah Berlin llama «Libertad positiva» y a la que atribuye los mismos efectos dañinos para la libertad individual genuina que él llama «Libertad negativa» y cuya definición coincide con la de Hayek y, más atrás, con la de John Stuart Mill. Hayek cree que se puede ser miserable económicamente y, al tiempo, libre.

Hayek dice que la definición de libertad depende del significado del concepto de coerción. Entendemos por «coerción» un control del entorno o las circunstancias de una persona por otros, con el objeto de evitar males mayores, se le fuerza a actuar no de acuerdo a un plan coherente establecido por él, sino para servir los fines de otros. Las sociedades libre debe reducir al máximo la coerción mediante reglas generales para que los individuos sepan en condiciones pueden sufrir tales coerciones.

CONOCIMIENTO Y LIBERTAD

Hayek justifica, de forma muy original, su concepción de la única libertad a partir de la finitud del ser humano y la correspondiente limitación en relación con el conocimiento. La civilización se configura a partir de los conocimientos individuales que surgen y se acumulan en un clima de libertad. Los individuos se encuentra con un acervo intelectual adquirido en generaciones anteriores y, si no tiene trabas a su creatividad aumentan el conocimiento de una sociedad con sus aportaciones. Sin embargo, ningún individuo es capaz de reunir toda la información que el progresos social requiere, por lo que éste se produce en una mezcla de propuestas racionales, descubrimientos azarosos y mecanismo de prueba y error sin fundamento teórico. Cuando un plan se activa empieza inmediatamente a tener fricciones con la realidad que obligan a modificaciones imprescindibles para continuar. La propuesta de utopías tiene un componente de fe en la perfección de nuestros conocimientos que ha llevado en su aplicación ortodoxa a grandes desastres, se llame la utopía «El Capital» o se llame «Mi lucha». Dice Hayek .

Si queremos entender cómo funciona la sociedad debemos intentar definir la naturaleza general y el rango de nuestra ignorancia. Aunque no podamos ver en la oscuridad debemos ser capaces de trazar lo límites de las áreas oscuras.

En base al autoengaño el hombre puede creer que las instituciones sociales en sus prestaciones actuales son resultado de un diseño premeditado. En realidad son el resultado de las correcciones llevadas a cabo por cientos de generaciones. Por esos Hayek considera que:

 Si el hombre fuera omnisciente habría poco espacio para la libertad, pues sabríamos exactamente qué hacer y no hacerlo sería una irresponsabilidad. La libertad es esencial para dejar espacio para los imprevisto e impredecible.

Hay, pues, una relación entre la incertidumbre asociada al futuro y la libertad. No se puede abordar la solución de problemas consecuencia de nuestra ignorancia planificando a partir de lo conocido, sino dejando que las creatividad individual y el azar seguido con atención presione sobre la opacidad de la realidad para progresar. Nada debe quedar fuera de escrutinio, pues ninguna teoría actual puede explicar acontecimientos aún no producidos de forma significativa. En todo caso, no se puede llamar irracional a los hechos que no encajan en nuestros esquemas actuales.

Hayek insiste:

La argumentación a favor de la libertad no son argumentos contra la organización social, que es uno de los más poderosos instrumentos que la razón humana puede emplear, pero sí un argumento contra todo lo exclusivo, privilegiado, monopolístico. contra el uso de la coerción para para impedir que otros lo hagan mejor.

El éxito de una organización reside en la creación de un atmósfera de libertad sin prejuicios. Obviamente de aquí se deduce la impertinencia del intervencionismo de un Estado prohibiendo por razones ideológicas o de mero interés político las ideas. Pero, esto último, se refiere a la imposición de límites a la libertad por razones espúreas, pero el racionalismo cree en el control y la predictibilidad cuando el avance de la propia razón depende de la libertad y la imprevisibilidad. La razón necesita ser usada, pero a condición de que se deje formar por los resultados de su acción previa. En definitiva,

«el proceso social del que emerge el crecimiento de la razón debe permanecer libre de su control… No cabe duda de que el hombre debe algunos de sus mayores éxitos en el pasado al hecho de que no ha podido controlar la vida social. Su continuo avance bien puede depender de que se abstiene deliberadamente de ejercer los controles que ahora están en su poder«

Por eso, Hayek, se teme que el exceso de control con la ayuda tecnológica pueda destruir las fuerzas espontáneas que han hecho posible el avance.

RIQUEZA Y LIBERTAD

Hayek considera que cabe la posibilidad de una tendencia al conservadurismo en un sentido muy amplio, con sesgo de izquierdas, que detesta el avance tecnológico, el capitalismo o, lo que él llama, exceso de refinamiento, debido al desfase entre los producido por el hombre y sus propias mentalidad, aún presente, de cazador errantes. Pero hay que considerar que, como el progreso es el descubrimiento de lo no conocido, sus consecuencias deben ser impredecibles. El progreso no puede planificarse. En su ayuda cita a Adam Smith:

«El estado progresista es en realidad el estado alegre y cordial de todos los órdenes de la sociedad. El estacionario es aburrido; La triste melancolía «

Pero el progreso empieza entre unos pocos que generan y disfrutan riquezas gracias a sus esfuerzos. Riquezas que se difunde más tarde a todos, pero de forma progresiva:

«Es engañoso pensar en esas nuevas posibilidades como si fueran, desde el principio, una posesión común de la sociedad que sus miembros pudieran compartir deliberadamente; Se convierten en una posesión común sólo a través de ese proceso lento por el cual los logros de unos pocos se ponen a disposición de los muchos»

Y aunque el crecimiento de los ingresos depende en parte de la acumulación de capital, depende más probablemente de nuestro aprendizaje de nuevo conocimiento. Pero el despliegue de los descubrimiento necesitan concentración de capital en pocas manos.

Hayek dice con claridad:

«En una sociedad progresista tal como la conocemos, los relativamente ricos están por lo tanto un poco adelantados al resto en las ventajas materiales de que disfrutan. Ya están viviendo en una fase de evolución que los demás aún no han alcanzado»

Emplea la expresión relativamente ricos, porque, simétricamente, hablará de pobreza relativa. Y ello porque la pobreza absoluta no la concibe, como ha dejado dicho en su texto Camino de Servidumbre: que no hay razón para que en una sociedad que ha alcanzado un nivel general de riqueza que tiene la nuestra, no pueda ser garantizada la seguridad basada en dotar de medios para la subsistencia (alimento, cobijo, vestido para preservar la salud) a aquellos que ha quedado al margen. Tampoco hay razón alguna para que el Estado no deba ayudar a organizar un sistema de seguridad social para cubrir los riesgos habituales que sólo unos pocos puede adecuadamente cubrir.

La pobreza, en consecuencia, se ha convertido en un concepto relativo, más que absoluto. Esto no lo hace menos amargo. Aunque en una sociedad avanzada las necesidades insatisfechas suelen ser no más las necesidades físicas sino los resultados de la civilización, sigue siendo cierto que en cada etapa algunas de las cosas que la mayoría de la gente desea pueden ser proporcionados sólo para unos pocos y sólo puede ser accesible a todos por nuevos avances.

«Aunque hoy en día la mayoría de las personas del mundo se benefician de los esfuerzos de los demás, ciertamente no tenemos ninguna razón para considerar el producto del mundo como el resultado de un esfuerzo unificado de humanidad colectiva. No sólo son más ricos los países de Occidente porque poseen conocimientos tecnológicos más avanzados, sino que poseen conocimientos tecnológicos más avanzados porque son más ricos. Y el don gratuito del conocimiento que ha costado mucho a los que lideran, permite a los que siguen alcanzar el mismo nivel a un costo mucho menor»

Hayek aplica este enfoque al Reino Unido de esta curiosa forma, que justifica la desigualdad entre sus élites y el pueblo:

«Todas las clases habían aprovechado el hecho de que una clase rica de viejas tradiciones había exigido productos de calidad y sabor insuperables en otros lugares y que Gran Bretaña, en consecuencia, vino a abastecer al resto del mundo. El liderazgo británico se ha ido con la desaparición de la clase cuyo estilo de vida los otros imitaron. No pasará mucho tiempo antes de que los trabajadores británicos descubran que se han beneficiado de ser miembros de una comunidad que contiene muchas personas más ricas que ellos y que su ventaja sobre los trabajadores de otros países es en parte un efecto de una ventaja similar de su Propios ricos sobre los ricos en otros países… Si a escala internacional, incluso grandes desigualdades pueden ser de gran ayuda para el progreso de todos, ¿puede haber muchas dudas de que lo mismo ocurre con esas desigualdades dentro de una nación?

Hayek cree sinceramente que la igualdad lleva a la paralización. Una sociedad justa, desde el punto de vista de la igualdad, es una sociedad desincentivada, sin razones para progresar. Cree que el disfrute de los más de los avances sociales debe llegar a largo plazo, pues a corto es un lastre para el progreso:

«En cualquier momento podríamos mejorar la posición de los más pobres dándoles lo que tomamos de los ricos. Sin embargo, si bien esta equiparación de las posiciones en la columna de progreso aceleraría temporalmente el cierre de las filas, con el tiempo, ralentizaría el movimiento del conjunto y, a la larga, retendría los de atrás… La reciente experiencia europea lo confirma firmemente. La rapidez con la que las sociedades ricas aquí se han convertido en sociedades estáticas, si no estancadas, a través de políticas igualitarias, mientras que los países empobrecidos, pero altamente competitivos se han convertido en muy dinámico y progresista, ha sido uno de los más conspicuos»

LIBERTAD Y MORAL

Un mundo esterilizado de creencias, purgado de todos los elementos cuyo valor no podría ser demostrado positivamente, probablemente no sería menos letal que un estado equivalente en la esfera biológica.

Si bien esto se aplica a todos nuestros valores, es muy importante en el caso de las reglas morales de conducta. Al lado del lenguaje, son quizás el ejemplo más importante de un crecimiento no diseñado, de un conjunto de reglas que gobiernan nuestras vidas pero de las cuales no podemos decir ni por qué son lo que son ni lo que nos hacen. Y es contra la exigencia de sumisión a tales reglas que el espíritu racionalista está en constante revuelta. Insiste en aplicarles el principio de Descartes que era «rechazar como absolutamente falsas todas las opiniones respecto de las cuales podría suponer el mínimo motivo de duda». Los racionalistas del siglo xviii, en efecto, argumentaron explícitamente que, puesto que conocían la naturaleza humana, «podían fácilmente encontrar la moral que le convenía». No entendían que lo que llamaban «naturaleza humana» era en gran medida el resultado de Las concepciones morales que cada individuo aprende con el lenguaje y el pensamiento.

El argumento racionalista aquí pasa por alto el punto de que, en general, la dependencia de las reglas abstractas es un dispositivo que hemos aprendido a usar porque nuestra razón es insuficiente para dominar los detalles completos de la realidad compleja. Todos sabemos que, en la búsqueda de nuestros objetivos individuales, no es probable que tengamos éxito a menos que establezcamos para nosotros algunas reglas generales a las cuales nos adheriremos sin reexaminar su justificación en cada caso particular.

Y en este punto de aceptación de lo heredado por su aparición paulatina y tras múltiples pruebas de ensayo y error, que Hayek reivindica la libertad individual como un principio a respetar sobre toda consideración.

«El más importante entre los pocos principios de este tipo que hemos desarrollado es la libertad individual, que es más apropiado considerar como un principio moral de la acción política. Como todos los principios morales, exige que sea aceptado como un valor en sí mismo, como un principio que debe ser respetado sin preguntarnos si las consecuencias en el caso particular serán benéficas. No lograremos los resultados que deseamos si no lo aceptamos como un credo o presunción tan fuerte que no se puede permitir que ninguna consideración de conveniencia lo limite»

La reciente experiencia europea lo confirma firmemente. La rapidez con la que las sociedades ricas aquí se han convertido en sociedades estáticas, si no estancadas, a través de políticas igualitarias, mientras que los países empobrecidos, pero altamente competitivos se han convertido en muy dinámico y progresista, ha sido uno de los más conspicuos.

«La razón es, sin duda, la posesión más preciada del hombre. Nuestro argumento pretende mostrar simplemente que no es todopoderoso y que la creencia de que puede convertirse en su propio amo y controlar su propio desarrollo puede destruirlo. Lo que hemos intentado es una defensa de la razón, contra su abuso por parte de quienes no comprenden las condiciones de su funcionamiento efectivo y su crecimiento continuo».

FINAL

Hayek depura el concepto de libertad de competidores y lo reduce a la eliminación de obstáculos a la acción individual, al tiempo que combate otros conceptos que se ha refugiado bajo el nombre de libertad. Especialmente la asociación de la libertad con el poder de hacer o tener. Cree que es una ideología socialistas que conduce a la igualdad y, por tanto, a la paralización de las energías creativas de la sociedad. Razona que, como el conocimiento de la realidad no puede ser abarcado totalmente en el continuo progreso de la sociedad, se debe rechazar toda coerción, pues es el progreso es una mezcla de azar y propuestas teóricas, cuyos errores, deben ser puestos de manifiesto para corregir. Finalmente, considera que la pobreza relativa no debe ser corregida a corto plazo, transfiriendo dinero de los más ricos a los más pobres, sino a largo plazo difundiendo los adelantos al resto de la humanidad porque considera que la desigualdad es fuente de progreso y, por tanto, la igualdad un lastre que paraliza a la sociedad. Sin embargo, si cree que la pobreza absoluta debe ser combatida para hacer posible la subsistencia y la atención social a la enfermedad y la vejez.