Ficciones verdaderas

Todos creemos tener claro qué es la realidad y cómo diferenciarla de la ficción. Bueno, todo el mundo no, como demuestra el perturbador universo global de Twitter. Ahí, incluso quienes actúan de buena fe solamente exhiben su verdad, que puede ser una ficción para el que la lee. Por eso, creo que, a estas alturas, la única realidad es la buena ficción. Pero no la de las ocurrencias tuiteras, sino la que inauguró Moisés u Homero con cumbres como Cervantes o Víctor Hugo y gigantes semejantes de la literatura. En ella el ser humano se reconoce, aunque nunca existieran los personajes que el autor crea para el lector.

Por todo eso, ¿qué más nos da que Elon Musk, el inventor de PayPal, sea capaz de pagar 44.000 millones de dólares para defender la “libertad de expresión? Pues, sí, nos da, porque cuando un solo ser humano puede tener tanto poder, algo va mal. Anuncia que su único interés es eliminar toda traba a esa libertad. ¡Ojo!, pues dado que no hay valores absolutos, cualquier pretensión de que la libertad de expresión no tenga límite alguno, supone abrir la puerta a la sentina del cerebro. La libertad de expresión tiene límites, por supuesto, como bien saben los periodistas, especialmente los de casta, no aquellos que se sirven de tan sagrada misión para poner su teclado al servicio del mejor postor. La verdad es el fruto de un proceso complejo de filtrado y limpieza cuidadosa. Desafortunadamente, tenemos más ejemplos negativos que positivos cuando el nacionalismo irrumpe. Recuérdese el caso de la Ley Patriótica que alineó a la prensa americana con la tesis de las armas de destrucción masiva tras el 11-S y las mentiras a la prensa del 11-M.

Naturalmente, se podría confiar en que la sociedad ya separará en Twitter la verdad de la mentira, pero eso es tan ingenuo como esperar que el consumidor de droga se controle para limitar el poder de los narcotraficantes. La mentira, especialmente aquella que aumenta nuestra sensación de ser poseedores de verdades sin esfuerzo alguno, es una droga que requiere tratamiento de desintoxicación. Por ahí no cabe esperanza alguna. Por eso, el plan de Elon Musk es el de un narco de la información que considera incomprensible dificultar que la gente disfrute con su veneno.

Pero, si las redes sociales son ya el reino del bulo y el murmullo ¿dónde esperar la información veraz? Creo que en la prensa profesional que declara su posición editorial, pero, al tiempo, se siente comprometida con la veracidad de su información. Un tipo de comunicación que parte del hecho y separa su descripción de la interpretación que le es obligada por razones ontológicas. La muerte del periodismo es la muerte social a secas. Pues si declaramos que estamos en la era de la información, no podemos favorecer la desaparición de los informadores. Hubo un tiempo confuso en que la deconstrucción invitaba al informador a que fuera, al tiempo, un escritor de crónicas ficcionales. Así ocurrió con el caso del nuevo periodismo que propugnaban Tom Wolfe o Truman Capote que era consecuencia de que grandes escritores, como García Márquez o Vargas Llosa empezaran como periodistas dejando la huella de su talento en todo lo que escribían, aunque fuera la crónica de los datos del paro.

Si esta situación se resume en informar deleitando, pensemos en la situación inversa: deleitar informando, que sería el caso de una literatura que, sin caer en el didactismo, fuera capaz de transmitir verdades. Este es el caso de la literatura inmortal. Quién puede dudar de que en obras que van desde el Quijote a los Episodios Nacionales o las novelas de Philip Roth, haya información. Pero, también, hay verdad por mucho que se fuerce su carácter metafórico. Los lectores son perfectamente capaces de captar la realidad esencial de las ficciones del autor porque, como dijimos al principio, la realidad tiene estructura literaria. Todos contamos cuentos.

¿Qué dota de realidad a estos personajes o a aquellas situaciones que dan contenido a una novela? El hecho de que el lector aplica a ellos el mismo sentido que le permite distinguir la mentira o el sueño de la realidad. Es decir, es el lector, el que da verosimilitud al contenido literario. De hecho, si tal contenido no ha existido nunca, será materializado por los lectores seducidos por él.

De modo que, acotados los límites del periodismo literario y reconocida la verosimilitud esencial que contiene la literatura, ha llegado el momento de hacerle una pedorreta a Twitter y sus pretensiones. No puede ser nada más que un tablón de anuncios universal donde se felicitan cumpleaños, hazañas deportivas, se declara una guerra o se rumorea que Elon Musk es un caprichoso megalómano.

Cuento de Navidad

El ser humano protege su vulnerabilidad con cuentos y ningunos más amables que los de Navidad. Tiempo cordial en el que, a despecho de la atmósfera de consumo, nos obligamos a un grado de humanidad que suele estar ausente el resto del año. Este cuento es una metáfora del irritante desencuentro político que nos abruma. Es decir, de buscar sin encontrar.

El cartel de Di Caprio mostraba su cara más excitante en la pared de la habitación. Sus ojos de gato y sus mofletes eran perfectos para reunir en una sola imagen al niño con el que Laura soñaba y al atractivo varón que colmara su instinto. En el suelo dos bragas, unas zapatillas, seis calcetines, una mochila y papel de aluminio de un bocadillo a medio comer. Un sostén colgaba de la lámpara y cuatro pantalones en la misma percha luchaban por ser el más arrugado. Laura con un teléfono pegado a su piel hablaba y hablaba con su amiga Carmen del ideal de chico. Su cara se reflejaba en el espejo del armario y mostraba el extraño contraste de la piel morena, el pelo negro y los ojos azul-violeta de la Taylor. Todo su rostro era un ejemplo de eso que llamamos juventud y que no sabemos exactamente qué es.

«Uno ochenta, moreno, inteligente, musculoso pero no un obsesivo body builder. Cariñoso, atento, con sentido del humor y clase, que sepa estar, ya sabes. Que tenga una carrera y sea un activista romántico, pero sin pedantería; deportista, y si es gorrino como mi hermano, ya lo corregiré yo, que seré gruñona», decía Laura con un calcetín en la mano. Sus ojos azules chispeaban; sus senos descubiertos para placer del espacio se negaban a atender la llamada de la gravedad y señalaban al techo.

«Soy Guillermo, tengo veinticuatro años, he terminado la carrera y busco a la mujer de mi vida». Hablando solo, un muchacho fuerte se miraba delante del espejo mientras se ajustaba el pendiente en el lóbulo de su oreja izquierda. «Esta tarde será, de esta tarde no pasa, lo presiento». «Tendrá que ser morena, con ojos azul violeta, con miel en vez de pechos, como quería Salomón, estudiante de ciencias —quiero que tenga conciencia ecológica pero con conocimientos científicos—. Pasearemos, discutiremos sobre política, nos besaremos, nos amaremos y volveremos a discutir sobre el color que debe tener una puesta de sol». Echó la cabeza hacia atrás en un gesto de repugnancia tras su intento de saber si podría ponerse una camiseta usada. No se atrevió a oler los tenis por si necesitaba respiración asistida. 

Refocilón era el macro-mega-centro de diversión de Murcia. Laura entró por la puerta sur y Guillermo por la norte, dos mil cuerpos los separaban. Cada uno vio una película diferente. Noventa minutos después Guillermo se dirigió a la librería y buscó entre las novedades. Se quedó con el último libro de Moyano y Sanz. Pidió que se los envolvieran con papel de regalo con elefantes; le gustaba ligar con algún libro en las manos.

Laura compró los últimos libros de Moyano y Sanz; se los hizo envolver en papel de regalo para su hermana. El papel  era marrón con elefantes indios sobrepuestos. Con los libros entre las manos se dirigió con Carmen a la planta primera, entró en el café y al pasar tropezó en la banqueta de un chico alto que había en la barra con otro compañero, se cogió a él para no caerse, se disculpó, cogió el paquete que él le recogió del suelo y siguió riéndose con Carmen hacia una mesa vacía.

Guillermo estaba a punto de irse cuando notó un golpe y una mano que se posaba en su hombro. Sujetó a la chica que había tropezado con su taburete, admitió sus disculpas y le recogió el paquete que se le había caído. Pidió la cuenta, se despidió de su amigo y se volvió a casa con malas sensaciones.

Laura, un rato después, creyó ver los libros para su hermana en la barra. Extrañada comprobó que, en realidad, los llevaba en el bolso. «Debe ser del chico del tropiezo». Preguntó al camarero si lo conocía, que respondió «no, es la primera vez que lo veo». Cogió el paquete y decidió llevárselo para buscar una solución más tarde.

En su casa, ante el envoltorio abierto de los elefantes, comprobó que se trataba de  ejemplares de los mismos libros que ella había comprado. Se dejó caer sobre la cama y un extraño sentimiento, mezcla de desilusión y enfado por su falta de atención, le hizo pensar que, como una rama de hipérbola, se había acercado hasta su alma gemela, el amor de su vida, sin llegar a poseerlo.