Filosofía y vida: un combate de metáforas.

Para algunos la filosofía no es un ejercicio académico rígido o riguroso, según puntos de vista, con citas, referencias cruzadas, notas al pie, exhaustivos tesauros, análisis comparados o sesuda hermenéutica. Labores dignas de encomio sobre las que nos elevamos los frescos para mirar lejos. Labores llevadas a cabo por los verdaderos filósofos que constituyen los hitos, las piedras miliares del pensamiento. Es útil apoyarse en esa base inabarcable para, de forma más o menos confusa, tener una cierta visión con la que interpretar la realidad. Una misión imposible si se pretende totalmente coherente, pues la coherencia extrema es demencia. Es, pues, una labor iterativa, aproximativa, prudente; un caminar de gato con sus almohadillas que hace de la pisada menos que un susurro. Lecturas y lecturas, paradas y acelerones, incluso periodos sin combustible tirado en una carretera espiritual desértica y desarbolada.

En esa búsqueda no aparecen verdades, sino certezas. Dos cosas bien diferentes. Una verdad absoluta no sé muy bien lo que es; una certeza, sí: es una idea bien encajada en la trama de las ideas previas, familiares. Pero, como esta visión de nuestras ideas es un tanto relativista, aclaro que solo deben ser aceptadas después de frotarlas, una y otra vez, contra la realidad en forma de experiencias y búsqueda de coherencia y acuerdo. Realidad  observada cuidadosamente, metódicamente; como hacen las ciencias sociales o físicas, que someten a cualquier propuesta al agobiante escrutinio de miles de pares de ojos en cráneos con cerebros muy inteligentes y a la antipática experiencia de rozar nuestras convicciones con las de los demás. Antipática porque el cuerpo reacciona con repugnancia a las ideas nuevas y no digamos a las contrarias, como la porfía política muestra cada día.

Toda la filosofía de todos los tiempos ha tratado de encontrar explicaciones al problema que subyace a nuestras tribulaciones: la inevitabilidad de la muerte o, mejor, como afrontarla dignamente, mientras se vive luchando por un mundo mejor para los que se quedan. Unos, agobiados por el ruido de las opiniones —nos suena, ¿no?—, buscaron un fundamento eterno, inmóvil, inmutable… un sueño —el de Parménides—. En contraste, otros, los sofistas, con una visión que hoy podemos compartir —hablamos de hace dos mil quinientos años—, aceptaron el ruido eterno de la diversidad y la paradójica volatilidad del ser como la realidad en la que vivir. Este realismo, esta mirada directa a la realidad, todavía está presente, en su forma negativa, nombrando a las falsedades con apariencia de verdad como sofismas y, en su forma positiva, nombrando a la sutileza intelectual como sofisticada.

Este realismo sofista fue pendularmente contradicho por el rey de la filosofía, Platón, el joven de anchas espaldas —eso significa literalmente su nombre—. El platonismo, en su cara positiva, permite dirigir la mirada a las creencias que, en lógica o matemáticas se han mostrado más resistentes a los sucesivos cribados intelectuales. Por su parte, el sofismo, cuya última versión es la filosofía posmoderna, permite una mirada a los ojos de la realidad en su sutil evanescencia y en su dura inmanencia. Un enfoque que requiere un valor intelectual pocas veces observado.

Unos, pues, huyen de las tribulaciones de la vida —como luego hicieron dentro de los gruesos muros de los monasterios— y, otros, buscan soluciones al día a día. Curiosamente, dado el carácter ficcional del ser humano, todo se ha convertido en una lucha de metáforas. Unas siguiendo la estela de la metáfora de los ríos que nunca dejan de fluir y fuegos que licúan lo sólido —pongamos que hablamos de Heráclito— y otros, siguiendo la inspiración de la metáfora de la caverna —pongamos que hablamos de Platón—. Una metáfora esta cuyo éxito pedagógico habría que ir discutiendo, pues es una expresión de la huida de la realidad de los personajes que en la penumbra son embaucados por el que regresa de la luz contándoles ficciones en una tradición que aún hace estragos en las almas de millones de incautos. Cuántos falsos profetas han regresado de la “luz” para sacarnos de una supuesta oscuridad —no hay nada más que preguntar a cada religión por los fundadores de las religiones rivales—.

Ya en la época inicial de esta batalla entre metáforas surgieron movimientos pragmáticos que proponían el muy moderno abandono de la lucha para refugiarse en el placer o en uno mismo —Epicuro y, pongamos, Zenón—. Fueron sucedidos por las versiones más platónicas de todas, nacidas, precisamente, en metafóricas cavernas: son las religiones con libro, que proponen una huida de la realidad, como los estoicos o epicúreos, pero ahora hacia otro mundo situado más allá: donde está el refugio último de la esperanza. No es de extrañar su éxito.

Se han necesitado siglos para tener un método de desvelamiento, no de la realidad, sino de nuestra confusión. Una confusión que sólo una pedagogía poderosa y constante puede disolver en cada generación. Y siempre al borde del fracaso cuando de sus abrazos se zafan millones de personas que piensan mágicamente.

La filosofía es, debe ser, para la vida. El resto es desvarío. Si la búsqueda de la verdad absoluta fracasó, tenemos certezas de muy buena calidad gracias a la paciencia de científicos y filósofos y así posibilitar no ser arrollados por la propia estupidez y pereza intelectual y moral. Quizá después se pueda hablar de la apasionante —generadora de pasión— actividad de explicar por qué nos emocionamos ante la belleza.

Carlos Alcaraz

“Tranquilo Charly, abierto, todo el peso encima, ¡ahí va!!” Pensó Carlos Alcaraz golpeando la bola a tres metros del suelo obligándola a cruzar la red por donde mide 97 centímetros a 201 km/hora, llegando al punto de impacto en 35 centésimas de segundo. Esa es la duración del tránsito desde un cuerpo en tensión a un cuerpo relajado abierto en cruz de san Andrés sobre el suelo que pisaron figuradamente desde Aquiles a Nadal. Por la cabeza del campeón pasaron dos ideas: una, “¡Ya está!” y, otra, “la próxima vez pediré a Nike camisetas más chulas”. Se sentía tranquilo, porque en la victoria no hay nervios, solo una inmensa serenidad por una borrachera de dopamina. 

Carlos Alcaraz es ahora el mejor, y su fulgurante, fresco y estimulante éxito en el doloroso e icónico 11-S para los neoyorkinos ya justifica una vida deportiva. Su triunfo le supone un goce superior, pongamos, al de recibir el Nobel de literatura, pues, a pesar del tesoro de emociones y razones que se esconden en una obra narrativa, su sosiego difícilmente puede competir con el entusiasmo o decepción que ofrece, con bastante menos esfuerzo para el espectador/lector, la narrativa tenística con efectos inmediatos, con incertidumbre viva, simultánea con el latir del corazón. El tenis, al contrario que el reprimido ping-pong, es un deporte donde, se trata de aplicar toda la fuerza humanamente posible para que la bola vaya lejos sin sobrepasar una línea situada un poco antes de donde llegaría el más fuerte y, al tiempo, toda la dulzura de una suave dejada en la red. Siempre me impresionó, viendo a Agassi en el Godó, que se golpeara mirando obsesivamente a la bola dándole instrucciones para que impacte en una línea veintitantos metros más allá, dimensiones que originariamente fueron en pies (78×27) porque este es un invento inglés (copiado a los franceses), como el golf es también un invento inglés (copiado a los holandeses) o Gibraltar un peñón inglés (pisado a los españoles).

El tenis ya se jugaba en el siglo XVIII (no lo inventó el genial Federer) y se llamaba “Jeu de paume”, literalmente “juego de la palma” —de la mano—inspirado en el juego del frontón. En el museo Thyssen hay un enorme cuadro de Tiepolo compartiendo sala con las “vedute” venecianas de Canaletto. Se llama “La muerte de Jacinto” y está inspirado en la Metamorfosis de Ovidio; cuenta metafóricamente cómo un golpe tenístico mata al joven amante de Apolo provocando que este hiciera brotar de su sangre la flor de su nombre. Este cuadro fue encargado por el conde Schaumburg-Lippe al pintor veneciano como homenaje a su amante español, un joven director de orquesta que murió en 1751, época en la que se pintó el cuadro. El conde era un famoso jugador de tenis (Versalles tiene una pista cubierta). En la esquina inferior derecha de este cuadro hay una raqueta que podría pasar por una Dunlop Maxply junto a dos pelotas de cuero con arena dentro cuyo peso provocaba graves accidentes entre los jugadores.

Todo el peso de esta tradición deportiva ha heredado el audaz Carlos Alcaraz que llega en plenitud y hace cumbre a la primera oportunidad que le ha dado el destino. Una plenitud que es física, técnica —puede golpear hasta de espaldas—, táctica, estratégica y mental por requerir una rápida recuperación después de haber sufrido desconcentración tras ejecutar algunos de sus malabarismos prodigiosos y distraerse enardeciendo al público. Pero, sobre todo, en este chico que quiere seguir siendo un chico, la novedad es que se dan juntos todos estos aspectos claves del juego. Es evidente que nació para este deporte que es tan atractivo porque, salvo en la guerra, en ninguna otra actividad competitiva se da esta perfecta armonía entre el desempeño colectivo y sufrimiento individual. Por una parte, la acción del equipo técnico, comercial y emocional que necesariamente acompaña a un jugador de élite y, por otra, el desempeño individual en un grado tal que asusta por la dureza que supone mantener la tensión y soltura simultánea del brazo en golpes cuya desviación mínima supone la gloria o la derrota. Y todo bajo la mirada compleja de un público que ante el mismo hecho físico —una pelota en el aire girando sobre sí misma— sufre o goza en función de si uno nació en Murcia o nació en Oslo. Si con Nadal los murcianos creímos haber roto el termómetro del sufrimiento deportivo sofístico (de sofá), ahora sabemos que hay un grado más, el de que este prodigio lo ejecute un paisano, tan próximo, que vive cerca de ese edificio rojo por el que toda Murcia, antes o después, ha pasado para ver surgir o declinar la vida.

Estío

Por qué un agosto como Dios manda tiene que ser al borde del mar es un misterio que solamente un ribereño del Mediterráneo puede descifrar. El niño se encuentra en su salsa rebozado de arena con el agua mojándole el culete que, como magdalena proustiana, le recuerda de dónde viene; el adolescente se agota detrás de una pelota mientras nota extrañas sensaciones al ver moverse a Nurita que entra en el agua con la gracia de una ninfa; el veinteañero recupera sensaciones y estrena otras buceando junto a las jaulas de las granjas de peces; el cuarentón mete su cabeza en el agua tratando de evitar el dolor de cabeza de una hipoteca recién firmada; el cincuentón se echa agua en la extraña barriga que le ha salido del diafragma abajo; el sesentón se pregunta qué ha pasado para que Facebook le muestre su edad sin misericordia mientras mira nostálgico el horizonte por el que llegan a veinte nudos las inquietudes relativas a su pensión; el septuagenario tiene los pies a remojo en una roca en la que tiene encajada su caña de pescar mientras mira el agua pensando en cuánta suciedad ha producido su generación. Entre ellas, la niña interpreta el mar como una fuente de emociones agradables —su cuerpo está renovado por la vida sin emitir todavía ninguna de las sensaciones que tanto determinarán su vida después—. Nurita sabe que Mario la mira; su madre, en la sombrilla, piensa en cómo orientar la escuela de la que es directora; su hermana mayor, María navega con calma mientras planea la próxima campaña en el Ártico; la abuela de Nuria se ve joven para sus sesenta y cinco años y celebra su cumpleaños nadando hasta el faro; María la rescata de su cansancio. Han traído a la matriarca de la residencia y descansa en una hamaca mientras planea disiparse en el aire de la playa en la que ha pasado sesenta veranos.

El pueblo veraniego sabe que cien años de baños de mar y simulación de grandes singladuras le han hecho daño. Toda la felicidad con que los humanos han relajado sus mentes para afrontar cada septiembre en todas las dimensiones económicas y sociales, la paga el pueblo costero con un mar cada vez más contaminado y torpes acumulaciones de arena en los sitios equivocados mientras las playas cambian de forma y dejan sus dentaduras rocosas al descubierto. El primer día que alguien se bañó con crema protectora produjo en el Mediterráneo el mismo efecto que un vaso de cianuro en el lago Titicaca, pero, después de muchos millones de aceitados bañistas, las cosas son de otra manera. El Mediterráneo boquea y pide auxilio.

Al anochecer la luna llena de agosto riela en el agua, mientras el sol se oculta por la sierra Escalona. El mar y la tierra intercambian sus papeles y, ahora, es el terral —que seguimos llamando brisa— el que alivia. Un mar que recibe el suave viento que viene de la templada tierra hacia él. Brisa y Terral se suceden en la misión de hacer agradable estar en una terraza cerca de la costa. ¿Qué más se puede pedir?: la luna brillando, los corazones alerta y el diálogo entre la tierra y el mar refrescando nuestras caras. De día, los beneficios son indiferentes a la posición social. Tanto si nos cubre un toldo blanco en una espléndida terraza de un chalet heredado dentro de la zona de costas —candidato al derribo, siempre postergado—, como si estamos en escorzo sobre la arena protegidos por una sombrilla, a todos acaricia la democrática brisa. De noche, las diferencias aumentan. No es lo mismo cenar en el club náutico vestido de blanco que volver a la casa de la ciudad con sombrilla llena de arena y las fiambreras vacías.

En la playa, como en las curvas de noche con sus mujeres fantasmales vestidas de blanco, hay mitos. Uno, que no sabemos cómo de verídico es, se alimenta de los cambios físicos que convierten playas de arena rubia y seca en verdaderos pantanos de barro debido a una supuesta venta de arena para otras localidades. Los toldos desaparecieron con su cutre elegancia. Eran los chalés sobre la arena: aquí el de los Fernández, allí el de los Vidal. Un espacio reservado que daba señorío a estar tirado en la arena a su sombra. Un privilegio de cañizo que, con o sin ocupantes, servía de portería para imitar a Borja en ágiles palomitas sin miedo a la erosión de la piel.

Acaba el verano y el estío amenaza convertirse en hastío, pero la importancia de la tarea que espera y la responsabilidad de la ciudadanía invitan a abonarse al Real Murcia.