La tradición de recordar a los muertos sigue viva . El ser humano se mueve, respecto de la muerte entre el respeto, el morbo y la risa. El respeto por el recuerdo de familiares y amigos que lo merecieron; el morbo por el escalofrío de la experiencia de la muerte real o imaginada, como en el espectáculo sangriento del circo romano a costa de personas o el más soportable de la tauromaquia a costa de animales y, por fin, la risa como convulsión del cuerpo al vencer la muerte despreciándola como si fuera una caricatura. El teatro y el cine están llenos de obras tétricas que al menor descuido son cómicas. Tampoco faltan obras premeditadamente cómicas con la muerte como protagonista. Con Bergman la muerte era cosa seria. Con Beetlejuice una mascarada musical. Con Shakespeare una forma profunda y sangrienta de prosperar. Con Enrique VIII, una forma rápida de divorciarse sin pagar. Con los Papas del siglo XV una forma de bendecir acelerando el disfrute del paraíso. Con el terrorismo actual, una forma de incultura cruel. Con las guerras una forma de hacer negocio y aliviar la presión demográfica. Con la enfermedad una crueldad que sólo nuestro carácter irrefutablemente natural puede explicar, que no justificar.

La muerte es el nombre de un proceso lamentable y un estado: el de muerto. La condición de muerto no me preocupa, pero el proceso de transición de ser todo a no ser nada, sí. Espero protagonizarlo en medio de un sueño agradable, aunque lo siento por el soponcio de mi compañera por la mañana. Pero la forma definitiva sería volviéndose transparente poco a poco hasta desvanecerse. Es limpio, te da tiempo a despedirte, no es doloroso, no deja residuos y puedes presumir de ser más transparente que tu vecino. Pero, para eso, se necesita estar reconciliado con la muerte, considerarlo un episodio de tu vida natural, lo que requiere que antes aceptes la naturalidad de tu ser. Que eres el privilegiado que surgió de una lotería vital fantástica en el seno de tu madre con la cooperación de tu padre. Que es una estupidez quejarse por encima de determinados niveles de vida buena. Si todo eso no lo tienes claro, si crees que eres hijo de un dios, lo que me parece muy bien, la cosa se complica. Si crees que una parte de ti, distinta de la información genética, es inmortal, no tengo nada que decir. Solo silencio y admiración.

Espero que en mi funeral no sea de esos con un acartonados responsos con fórmulas tópica repetidas todos los días en todas partes que tanta veces he oído en mi larga nómina de funerales. A ver si, además de la celebración del miedo a la muerte del Halloween, nos llega de Estados Unidos la costumbre de la elegía civil, sin fórmulas preestablecidas. Es un reto, pero siempre habrá un familiar o un amigo dispuesto a excavar en tu vida para encontrar algo bueno que decir ese día. A ser posible que sea alguien con gracia para que pueda hacer reír en el funeral. No por que estén contentos por que el alma del finado esté ya en estado gaseoso paseándose por los cielos, sino porque en el peor de los casos fue la elogiada una vida decente.

Tengo entendido que los jóvenes millonarios de Silicon Valley están impulsando el llamado proyecto «Gilgamesh» por el protagonista de un poema de la antigua mesopotamia. Un héroe desolado por la muerte de un joven amigo que va en busca de un método para acabar con la Parca. No lo consiguió, pero ha inspirado a aquellos que tiene tanto que, además, quieren la amortalidad. Se llama así a la prolongación de la vida que sólo evita la muerte por enfermedad o envejecimiento, porque no puede evitar que si te cae un piano desde un quinto piso suene para tí la pavana para una infanta difunta. Supongo que el método será caro y para pocos, primero, y un buen negocio, después, cuando su producción baje los precios. De lo que no estoy tan seguro es de qué tipo de ser humano resultará de la prolongación de la vida si no se acompañada de una mejor visión de qué debe ser la humanidad. Si sólo se trata de que las misma personas con el alma más seca, más dura nos lleven por los mismos trillados caminos de la injusticia y la muerte de la libertad, estamos listos.

En todo caso, ha estado bien. Lo de vivir, digo. Es bastante mejor que no haber vivido. Soy consciente de que son todavía muchas las personas a las que la enfermedad o maldad les hace vivir vidas miserables.  La existencia en general es un misterio extraordinario, incluso estupendo; de hecho, es el gran misterio. El que debería ocuparnos antes que banales formas de entretenimiento. Pero lo gracioso es que entre celebraciones y guerras, el ser humano no hace otra cosa que estudiar ese misterio. De hecho hay dos ondas que son lo realmente permanente en esta aventura: la onda del material genético, cuya información portadora del talento, el genio, la gracia o la desgracia de los individuos se traslada de un ser concreto a otros dejándolos en el camino. Algo así como el método que usan las langosta para cruzar el océano. Cuando las primeras caen agotadas al mar las siguientes oleadas descansan en sus cuerpos flotantes para poder seguir. La otra gran ola es el conocimiento acumulado que pasa de un individuo a otro como el testigo pasa de la mano de un atleta a otro en las carreras de relevos. La ola genética mantiene la vida de la especie y la ola informativa genera nuevas formas sociales de vivir y de generar nuevos avances en el conocimiento del gran misterio. Este es el juego. Pretender ser una langosta que cruza olímpicamente el océano entero parece un poco egoísta, porque las que vienen detrás caerán agotadas al mar sin haber servido ni para ayudar a sus congéneres a disfrutar su vuelo. Cada individuo tiene derecho a su tramo y después ponemos el cuerpo para que otros, nuestros hijos, tengan el suyo.

¿Dónde acabará este viaje de la especie? Pues lo más épico que se me ocurre es que hasta que la naturaleza, que «abre los ojos en nosotros«, encuentre el equilibrio entre su sustrato físico y su faz inteligente y sensible. Una sensibilidad e inteligencia capaz de las más estupefacientes teorías científicas, las más bellas composiciones musicales, las más extraordinarias obras plásticas, la más emocionante poesía, las más dramáticas obras escénicas, la más justas instituciones culturales y políticas, la más profunda capacidad de vivir en el amor y la esperanza.

 

 

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