Estío


Por qué un agosto como Dios manda tiene que ser al borde del mar es un misterio que solamente un ribereño del Mediterráneo puede descifrar. El niño se encuentra en su salsa rebozado de arena con el agua mojándole el culete que, como magdalena proustiana, le recuerda de dónde viene; el adolescente se agota detrás de una pelota mientras nota extrañas sensaciones al ver moverse a Nurita que entra en el agua con la gracia de una ninfa; el veinteañero recupera sensaciones y estrena otras buceando junto a las jaulas de las granjas de peces; el cuarentón mete su cabeza en el agua tratando de evitar el dolor de cabeza de una hipoteca recién firmada; el cincuentón se echa agua en la extraña barriga que le ha salido del diafragma abajo; el sesentón se pregunta qué ha pasado para que Facebook le muestre su edad sin misericordia mientras mira nostálgico el horizonte por el que llegan a veinte nudos las inquietudes relativas a su pensión; el septuagenario tiene los pies a remojo en una roca en la que tiene encajada su caña de pescar mientras mira el agua pensando en cuánta suciedad ha producido su generación. Entre ellas, la niña interpreta el mar como una fuente de emociones agradables —su cuerpo está renovado por la vida sin emitir todavía ninguna de las sensaciones que tanto determinarán su vida después—. Nurita sabe que Mario la mira; su madre, en la sombrilla, piensa en cómo orientar la escuela de la que es directora; su hermana mayor, María navega con calma mientras planea la próxima campaña en el Ártico; la abuela de Nuria se ve joven para sus sesenta y cinco años y celebra su cumpleaños nadando hasta el faro; María la rescata de su cansancio. Han traído a la matriarca de la residencia y descansa en una hamaca mientras planea disiparse en el aire de la playa en la que ha pasado sesenta veranos.

El pueblo veraniego sabe que cien años de baños de mar y simulación de grandes singladuras le han hecho daño. Toda la felicidad con que los humanos han relajado sus mentes para afrontar cada septiembre en todas las dimensiones económicas y sociales, la paga el pueblo costero con un mar cada vez más contaminado y torpes acumulaciones de arena en los sitios equivocados mientras las playas cambian de forma y dejan sus dentaduras rocosas al descubierto. El primer día que alguien se bañó con crema protectora produjo en el Mediterráneo el mismo efecto que un vaso de cianuro en el lago Titicaca, pero, después de muchos millones de aceitados bañistas, las cosas son de otra manera. El Mediterráneo boquea y pide auxilio.

Al anochecer la luna llena de agosto riela en el agua, mientras el sol se oculta por la sierra Escalona. El mar y la tierra intercambian sus papeles y, ahora, es el terral —que seguimos llamando brisa— el que alivia. Un mar que recibe el suave viento que viene de la templada tierra hacia él. Brisa y Terral se suceden en la misión de hacer agradable estar en una terraza cerca de la costa. ¿Qué más se puede pedir?: la luna brillando, los corazones alerta y el diálogo entre la tierra y el mar refrescando nuestras caras. De día, los beneficios son indiferentes a la posición social. Tanto si nos cubre un toldo blanco en una espléndida terraza de un chalet heredado dentro de la zona de costas —candidato al derribo, siempre postergado—, como si estamos en escorzo sobre la arena protegidos por una sombrilla, a todos acaricia la democrática brisa. De noche, las diferencias aumentan. No es lo mismo cenar en el club náutico vestido de blanco que volver a la casa de la ciudad con sombrilla llena de arena y las fiambreras vacías.

En la playa, como en las curvas de noche con sus mujeres fantasmales vestidas de blanco, hay mitos. Uno, que no sabemos cómo de verídico es, se alimenta de los cambios físicos que convierten playas de arena rubia y seca en verdaderos pantanos de barro debido a una supuesta venta de arena para otras localidades. Los toldos desaparecieron con su cutre elegancia. Eran los chalés sobre la arena: aquí el de los Fernández, allí el de los Vidal. Un espacio reservado que daba señorío a estar tirado en la arena a su sombra. Un privilegio de cañizo que, con o sin ocupantes, servía de portería para imitar a Borja en ágiles palomitas sin miedo a la erosión de la piel.

Acaba el verano y el estío amenaza convertirse en hastío, pero la importancia de la tarea que espera y la responsabilidad de la ciudadanía invitan a abonarse al Real Murcia.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.