Foto captada en 2001 desde un Bateau.

Sólo en la desgracia descubrimos repentinamente el valor de algo o alguien. Sabemos que conocemos por contraste, por eso dicen los británicos, cuando se refieren a un escrito, «negro sobre blanco». Por esa misma razón, el cuadro de Malevich «blanco sobre blanco» está en el umbral de lo desconocido, pues no es posible transmitir información sin contraste. Esto es conocer por contraste positivo, pero hay también un conocimiento y este es doloroso, en negativo, es decir, cuando el contraste es por ausencia. Es cuando se produce un agujero en lo cotidiano, en lo que damos por hecho, en lo que no nos preocupa por su generosidad de estar siempre presente.

Esto viene a cuento del incendio de Notre Dame que ha producido en los franceses, por supuesto, y en toda persona sensible una sensación de vacío bruscamente percibido, que es el que produce el impacto emocional que nos afecta hoy. Por supuesto que no es comparable con una pérdida humana, ya de una familiar, ya de un personaje generalmente admirado. Estamos hablando de una cosa, pero qué cosa: un símbolo, un objeto que une, un objeto al que miramos todos y a través de él nos comunicamos en un triángulo que no tiene nada de artificial, pues esta comunicación está cargada de excepcionalidad, ya sea por su belleza, ya sea porque representa los anhelos de mucha gente, ya sea porque, en definitiva, también en lo material nos vemos reflejados, porque los genios que lo hicieron posible lo impregnaron de humanidad.

En un debate poético magníficamente guiado por Salvador Moreno, que como todo el mundo sabe es arquitecto y filósofo, se puso en las pantalla dos citas paralelas que gloso aquí de memoria:

  • «La arquitectura es el arte en el la materia vence a la materia»
  • «La poesía es el arte en el que el lenguaje vence al lenguaje»

Yo propuse sustituir el verbo «vencer» por «reconocer». De este modo las frase quedarían así:

  • «La arquitectura es el arte en el la materia reconoce a la materia»
  • «La poesía es el arte en el que el lenguaje reconoce al lenguaje»

y lo hacía porque creo que el proceso de conocimiento consiste en que el ser humano, que está constituido de materia, incluido su cerebro, «vuelve a conocer» su propia naturaleza constitutiva. Al contrario que vencerla se encuentra de nuevo con ella. Vencer implica derrota del otro y el conocimiento en general y, no digamos el artístico, es un victoria, no contra o a pesar de la materia, sino a favor del progreso en el acercamiento de la materia a la materia. Por eso, la arquitectura es el arte de aproximarse cautelosamente a ese reconocimiento de lo próximo, de lo amado con anticipación. Por eso hay belleza en lo simple y en lo complejo. Porque ambos son juegos que sólo se puede jugar conociendo y reconociendo la materia. Aplíquese el mismo razonamiento a la poesía. El lenguaje es la acumulación de hallazgos simbólicos para representar la palpitante experiencia humana. El lenguaje nos permite capturar la experiencia para su uso práctico o poético. Cuando el poeta hace su labor, reconoce toda la riqueza combinatoria de la que el lenguaje es depósito, mostrándonos toda la belleza sonora, emotiva e intelectiva de que es capaz.

Notre Dame es una obra de arte arquitectónica, y eso quiere decir que es una obra inteligente porque su artífice ha reconocido el funcionamiento de la realidad para desviar las fuerzas y liberar los muros para dejar entrar la luz multicolor; es un poema en piedra porque, en el hallazgo de las formas, hay un reencuentro del hombre con sus posibilidades, que le produce un sublime agrado y es una obra emocionante porque, al producirse la pérdida, se reproduce un hueco en nuestras emociones, que distraídamente no prestaban atención a la joya en medio del quehacer cotidiano.

Este impacto emocional nos llega de una obra de arquitectura que es arte en la calle como ningún otro, pues la obra de arquitectura se ofrece a todos a cambio de exponerse generosamente al desgaste que llevará a la catástrofe, es decir, a la última y trágica escena, si no se le presta atención. Ojalá que los que ahora intervengan sepan acertar en el tratamiento de la parte arruinada para conseguir respeto por la obra original y por la amorosa restauración que Eugène Viollet-Le-Duc llevó a cabo en el siglo XIX.

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