Pureza de sangre


NOTA.- Este artículo pertenece una serie publicada en el diario La Verdad de Murcia del Grupo Vocento y que continúa hasta el día de la fecha.

En España hemos tenido épocas en las que no se admitía en determinados estratos sociales a aquellos que no podían probar su “pureza de sangre”, un racismo avant la lettre practicado en tiempos de los Reyes Católicos, por ejemplo, con los judíos. No hace tanto se hablaba de “españoles de bien” con una ambigüedad evidente para incluir en el conjunto a todo el que estuviera conforme con la ideología del que hacía tal declaración. En la actualidad, y conforme a los usos “sinceros” que han impuesto las redes insociales, ya se llama al adversario directamente “comunista” o “fascista” sin matices. Son ejercicios verbales que sigilosamente preparan los ánimos para la ira y para la conducta bárbara.

Una de las expresiones actuales más antipáticas de este viejo puritanismo es el montaje y desmontaje con alguna excusa de placas con nombres propios de hombres y mujeres ilustres. Con cierta facilidad se tiene clara la justa descalificación para carniceros de la guerra civil, de los que está acreditada la participación en matanzas de civiles en ambos bandos o para los que en el bando ganador tras la guerra depuraron de forma demente a personas que simplemente pensaban distinto respecto de la ilegitimidad golpista. Pero, falta finura para casos fronterizos de ilustres con posiciones ideológicas bien definidas.

Así en el ámbito del arte y el pensamiento son muchos los que han cometido fechorías por las que deben pagar proporcionalmente a la ofensa, sin que nada de eso impida el reconocimiento generalizado a sus logros. Ya sean tenores libidinosos como Plácido Domingo o escritores que delataban a colegas como Camilo José Cela. El mismísimo Cervantes tuvo problemas con la justicia y, nada menos, que Isaac Newton ahorcaba falsificadores como director de la Casa de la Moneda. Einstein, por su parte, propuso la fabricación de la bomba atómica en una carta al presidente Roosevelt, que, en su momento, asoló ciudades llenas de inocentes.

Empieza a ser cargante la pretensión de condicionar de forma radical cualquier homenaje en forma de nominación de calles e instituciones si el elegido tiene alguna sombra en su currículo por haberse posicionado alguna vez de forma “torcida”, según el criterio de los que juzgan la cuestión. Vienen a cuento estas digresiones por la noticia de que ha sido denegada la propuesta de que el aeropuerto de la región de Murcia se llame Juan de la Cierva. Este ingeniero, ilustre por sus logros tecnológicos aún vigentes, es acusado de haber alquilado el Dragon Rapid para el traslado de Franco a Marruecos y así comenzar el asalto rebelde a la república española. Suponiendo que eso sea verdad, no traspasa, en mi opinión, el umbral de lo que anula su reputación por los logros como genial inventor,  pues habría apoyado a un ejército rebelde ante una república supuestamente conducida hacia un régimen filo soviético. Cuestión en la que discrepo radicalmente, lo que no me impide rechazar el puritanismo reinante. El aeropuerto de Madrid tiene el nombre de un probado falangista español que, sin embargo, hizo grandes servicios a la nación cuando la historia le dio la oportunidad. Suárez hubiera alquilado lo que hubiera hecho falta si se lo hubiera pedido Franco antes de su conversión a la democracia. Laín Entralgo fue falangista de primera hora y autor de la leyenda que corona el arco de la victoria de Franco en Madrid. Todavía tenemos instituciones honorables que honran a quienes tienen un pasado sombrío, como Juan March, que está probado que financió la rebelión militar de 1936, y al que nadie discute que tenga una calle en Mallorca. Marconi, el declarado fascista —éste sí merece el apelativo—, tiene una calle en Coslada. Y, seguramente, algunos cerriles estarán incómodos, desde otras posiciones, con calles dedicadas a Largo Caballero, Dolores Ibárruri o Alberti.

En definitiva, si no somos capaces de aceptar que las personas con grandes méritos tienen también sombras, es que creemos en los unicornios. Si no somos capaces de distinguir entre esas sombras y el comportamiento criminal nos vamos a quedar sin nombres para las calles y tendremos que hacer como los promotores inmobiliarios al escoger un tema y nombrar a las calles tirando perezosamente de una  enciclopedia. Así, contaríamos con calles dedicadas al diamante, el topacio o la esmeralda.

Si Juan de la Cierva y Peñafiel —padre de nuestro ingeniero—, merecería al menos un callejón estrecho por el extraordinario mérito, siendo ministro, de prohibir el uso del sombrero a las damas y caballeros durante las funciones teatrales, cómo puede discutirse los méritos de su hijo para dar su nombre a un modesto aeropuerto de una esquina de España, dado que, cuando no se ocupaba en alquilar supuestamente aviones históricos, inventaba inmortales artefactos voladores.

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