Elogio de la amistad

NOTA.- Este artículo pertenece una serie publicada en el diario La Verdad de Murcia del Grupo Vocento y que continúa hasta el día de la fecha.

FEBRERO 2022

Rodeados de crisis geopolíticas, viene bien una pausa para una mirada atenta a una de las plagas del siglo. Hannah Arendt distinguía sutilmente entre soledad y solitud. En ésta, al menos, están presente las propias reflexiones y recuerdos. En la soledad nadie acompaña, ni siquiera uno mismo. Pero, no estamos hechos para la soledad. Nacemos de una pareja, nos criamos rodeados de gente bulliciosa. Luego, crecemos y pasamos ese período confuso de la adolescencia buscando relaciones más profundas con coetáneos, al tiempo que nos desprendemos de la cutícula que supone la atención de nuestros padres, que, a veces, nos atosiga. Queremos volar solos, lo que, en realidad, significa que queremos volar con otros.

Luego vienen largos años llenos de energía en los que pretendemos cambiar el mundo descuidando algunas cosas esenciales. Aún así, nos enamoramos, tenemos hijos, trabajamos sin descanso y cumplimos con el papel que antes cumplieron nuestros padres con nosotros. Y cerramos el ciclo cuando nuestros hijos se casan. ¡De repente, estamos jubilados!, tenemos nietos y afrontamos casi un tercio de nuestra vida perdiendo vitalidad, confusos cuando pensamos en el futuro. Ha llegado, con la dicha de la longevidad, el riesgo de la soledad favorecido con ecos de voces que, sin acompañarnos, nos impiden escuchar nuestra propia intimidad. Y si no oímos nuestra voz no sabremos interpretar la de los otros.

Cada vez parece pasar antes, pues las cifras de divorcios y las de parejas que no se deciden a comprometerse son muy altas. Son circunstancias que generan la abrumadora cantidad de seres humanos que se sienten solos sin advertir la causa. No ayuda que el rostro de una persona no nos dé siempre información certera de lo que ocurre en su interior. Quizá por eso, no descifro a un hombre que veo muy frecuentemente solo, sentado en una cafetería, con el rostro taciturno y con aspecto de haber olvidado hablar. Nos cruzamos, pero no me ve, pues mira oblicuamente. Y no es una persona sin hogar. Ese es otro capítulo del que no faltan casos. Aunque, en general, éstos suelen ir en grupo o, al menos en pareja. Pero, eso sí, con las marcas de la calle en la cara: tez oscura, profundas grietas en sus mejillas y una mirada turbia.

En el mundo “avanzado” hay ya quien se ofrece por dinero a hacerte compañía sin sexo. El mercado está atento, incluso, a estos detalles del catálogo de necesidades humanas. Pero, esto ocurre, entre otras razones, por falta de escuela de vida. Durante la educación no parece quedar hueco para tratar lo que de verdad le importa al ser humano: cómo adquirir códigos éticos de conducta; cómo influir para que la sociedad cubra los espacios morales a los que no debe llegar la ley. Y, sobre todo, cómo saber vivir auténticamente, al menos eludiendo la soledad consiguiendo y conservando la fidelidad de amigas, amigos y, en sinergia infinita, la amistad en el amor.

Siempre quise saber mantener mi selecto grupo de amigos, unos ganados antes de la jubilación y, otros, como novedad gozosa. Sin perjuicio de reuniones conmemorativas con colegas o condiscípulos, me gusta el trato directo con los amigos de carne y alma: de forma pausada, con tiempo para repasar las peripecias personales, para quejarnos de esto o aquello y para sentir una alegría profunda por lo que de bueno le ocurra al amigo. Tiempo de serenidad frente a un café, recuerdos de la infancia compartida o no; repaso del crecimiento de la familia o rememoración delicada de desgracias sufridas en el pasado o curando las heridas de las presentes.  Conmiseración recíproca por la memoria que se desvanece o por el destino de nuestras vejigas y nuestras articulaciones. Anticipación humorística del balanceo al andar que, como marineros de la vida, nos espera en unos años. Bromas sobre la calvicie y los crecepelos. Sin que falten las expresiones de sorpresa por los usos y costumbres de los jóvenes de hoy —lo que ya le pasaba, casi tres mil años atrás, a Hesíodo. Comentario de noticias, interpretación de películas, intercambio de libros, recuerdos de viajes y, por que no, repaso bienintencionado a los defectos de algunos conocidos, sobre todo si son políticos profesionales, esos extraños titanes.

La amistad genuina es más fuerte que las diferencias políticas. La amistad es una bendición cuando tantas cosas pugnan por separarnos. La amistad fue cantada famosamente por Horacio refiriéndose a su fraternal Virgilio. A mí también me gustaría tener cerca alguien que escribiera algo tan hermoso como  “et serves animae dimidium meae”, hablándole al Céfiro, un viento que podía hacer naufragar la nave del amigo. Supongo que ya habrán adivinado que significa: “… y cuida de la mitad de mi alma”.  ¡Amén!

Real Murcia-PSG

NOTA.- Este artículo pertenece una serie publicada en el diario La Verdad de Murcia del Grupo Vocento y que continúa hasta el día de la fecha.

ENERO 2022

El Real Murcia se revuelve en las redes de la pobreza como un animal noble y herido sufriendo con el mismo dilema de los políticos de la pandemia: economía o salud. Y todavía nuestros mandamases pueden subir los impuestos y tener economía y salud, pero el Real Murcia no. Caído como un ejecutivo que dado al juego (de eso se trata) llega hasta ser propietario de un banco en el parque del Salitre; con su pelo plateado lleno de grasa, estirado y orgulloso de su procedencia, busca en sus recuerdos cómo salir del aprieto. El Real Murcia sólo tiene su historia y busca un milagro o, mejor, dos.

Uno sería que con los jugadores que puede permitirse subiera categorías hasta hacer rentable que se invierta en él. Y otro el que algunos de los millonarios discretos que habitan en Murcia tuvieran entre sus metas contar con una estatua de bronce en la explanada de la Nueva Condomina. Una estatua como la de José María Muñoz y Bajo de Mengíbar al final del Malecón. Que le quiten al probo de don José María su eterna gloria. Estatua que se repite hasta tres veces por toda la Vega Baja. Fue este señor protagonista por su generosidad en la aún no olvidada riada de Santa Teresa de 1879. Una riada a la altura de los tiempos en que ocurrió. Un centenar de muertos y miles desalojados. Pero, por ser la primera de la que hay imágenes, pronto despertó la compasión de amplias capas de población nacional y, más allá, llegó a interesar a Swann uno de los protagonistas de Marcel Proust en su celebérrima novela “En busca del tiempo perdido”, que, ante un desastre tan asombroso — “catástrofe planetaria”, la llamó Jocelyn Grange—, visita la exposición París-Murcia entre cotilleos en el salón de madame Verdurin.

¿Se imagina ese añorado millonario observando desde sus ojos de bronce a todos los murcianos acercándose agradecidos a la tablilla en la que estaría su nombre y sus méritos? José María Muñoz era extremeño y conquistó toda la Vega Baja. Seguro que le reconforta su fama en la frialdad de su tumba. El millonario que buscamos sería murciano. Un paisano que ahora vive en la tristeza de su anonimato, con dinero sí, mucho, pero aburrido, repitiendo inversiones ya sabidas, sin emoción: un solar aquí, tres edificios allá, acciones en el gas ruso. Una vida anodina de masajista por la mañana, aperitivo cervecero con Beluga, comida con Clio, tardeo con Cristal Rosé y cena a la orilla del mar con una amante que le dobla en lozanía. Vida gris, sin vítores, sin reconocimiento de su arrojo financiero y su osadía empresarial. Vida sin biografía, sin hagiografía, sin elegía, sin panegírico…

No es fácil que a los presidentes de clubes de fútbol le pongan estatuas. Pero los hay, como el primer presidente del Recreativo, el escocés Charles Adams o el recordado Santiago Bernabéu. Todos ellos con grandes méritos, como los que esperan a un presidente que lleve al Real Murcia a donde la historia le espera. Unos méritos que no solo afectarían a la reputación del club, sino que impulsarían la autoestima de los murcianos, el conocimiento universal de la región y, por supuesto, la entrada en los libros de historia, la movilización de la chiquillada, la presencia de las lumbreras del deporte mediático, la construcción de una ciudad deportiva, la revalorización de los terrenos baldíos del entorno, la subida de precios en el Cabezo de Torres… en fin, seguiremos soñando… en Murcia a 1 de enero de 2022.

Posdata1. Hemos sabido que, al leer este artículo, este murciano, añorado antes de ser conocido, se ha caído del Ferrari y ha comprendido su destino, se ha sacudido su traje de Armani, se ha quitado el polvo del Rolex y se relame ya pensando cómo va a ser apreciado, o incluso, amado, reconocido por las calles, vitoreado en los restaurantes, aplaudido en el palco, saludado en el teatro… como un guerrero romano con su toga Picta. Se ha decidido: es el momento de dar el paso y recuperar la gloria del Real Murcia, uno de los pocos clubes españoles con derecho a portar en su nombre la mención a la realeza, gracias a que así lo autorizó el Rey Alfonso XIII en 1923. Si es así, admitiríamos que su estatua estuviera en el extremo opuesto a la de Alfonso X el Sabio, pero, claro, si consigue traer al PSG a Murcia en una semifinal de la Champions.

Posdata2. Este artículo está dedicado a los héroes que en sucesivas oleadas han resistido y resisten en la directiva conscientes de que no hay milagros, sino sólo, y nada menos, que inteligencia y esfuerzo.

Cuento de Navidad

NOTA.- Este artículo pertenece una serie publicada en el diario La Verdad de Murcia del Grupo Vocento y que continúa hasta el día de la fecha.

DICIEMBRE 2021

Levantando el tejado de una nave industrial, Mr. Scrooger, el viejo avaro e inmisericorde de Charles Dickens, hubiera conocido la vida de un colega en la dureza de corazón. Este cuento es real al principio e imaginario al final.

Un día de hace al menos cuarenta años fui a jugar al tenis a un chalé de la costa, cuyo propietario era amigo de mi acompañante. Después del partido se sirvió un aperitivo. Mientras masticábamos mojama y hueva de excelente calidad, el anfitrión empezó a pontificar sobre sus métodos como empresario. De todo lo que dijo, unas cosas sensatas y otras fuera del tiesto, la que me impactó imperecederamente fue esta frase: “al llegar a la oficina dejo el corazón en el armario con el abrigo”. Se refería, obviamente, a los sentimientos que pudieran distraerlo de la dureza que, según él, debía presidir la gestión en su empresa. De ese comentario sale este cuento:

Aquel día 24 de diciembre el señor Ortega se bajó del coche muy impaciente. Había pasado una mala noche que atribuyó a la bajada de producción que denunciaba el último informe sobre su mesa. Necesitaba subir la dosis de dureza en la línea de producción para que todo el mundo advirtiese que en su empresa no había sitio para vagos. El frío de diciembre había llegado una semana antes de cuando correspondía, según su cuidadosa estadística. En su cara notó el fino corte de bisturí de la brisa de aquella mañana inquietante para sus finanzas. Casi resbaló al pisar un charco helado —nunca estuvo seguro de si fue oportuno construir la nave tan alto, a pesar de que, al haber pagado como suelo rústico donde luego construyó su nave, le produjo beneficios cuantiosos por la venta de los terrenos adyacentes, consolidando un polígono industrial salvaje ante la impotencia municipal.

Se mantuvo de pie, se estiró y avanzó con su gran tranco hacia la oficina. Subió a su despacho, se quitó el abrigo y metió su corazón cuidadosamente en el bolsillo derecho, donde había una bolsa sanitaria tomada del cajón de su mesa. Ya estaba listo para la jornada. Bajó a la nave y empezó a dar gritos. Dos horas después entre dos líneas de mujeres y hombres con la cabeza baja a los que miraba fieramente, sufrió un colapso y cayó a plomo al suelo agarrándose el pecho. Los trabajadores llamaron al capataz, el capataz llamó al 112, los sanitarios lo llamaron a él: “¡señor Ortega, señor Ortega!” mientras apretaban rítmicamente su pecho y le insuflaban oxígeno en los pulmones. No supieron interpretar el farfullar angustiado del Sr. Ortega “¡¡en el arfario!!” con lo ojos queriendo salir de sus órbitas para señalarles que sus maniobras debía hacerlas en su despacho. Fue imposible recuperar al Sr. Ortega. Uno de los sanitarios comentó que notó algo extraño en la morfología del tórax del caído: “Parecía hueco”. Su sorpresa no es nada comparado con la que se llevó el forense al hacerle la autopsia. Desde que abrió advirtió que allí tenía un caso que le daría celebridad en el próximo congreso de su especialidad. Dos semanas después, los servicios de limpieza de la empresa, advertidos por un extraño olor, abrieron el armario y dentro del abrigo encontraron una víscera ennegrecida y jibarizada por la deshidratación. Era el corazón infartado del Sr. Ortega. El forense se llevó un gran disgusto, aunque todavía vio una oportunidad en que el muerto hubiera podido sobrevivir dos horas sin corazón. No sabía que, eso, el Sr. Ortega lo hacía cada día. Fin del cuento.

Parece mentira, pero los humanos nos hemos dado oficialmente un solo mes para llevar el corazón puesto, mientras pasamos once meses con el corazón en algún armario. Tan es así, que, en política, se ha acuñado el término “buenismo” para reprochar las actitudes compasivas que se niegan a aceptar una supuesta dureza de la vida, y deben proceder con destemplanza ante los demás.

Nietzsche sugirió que en las relaciones comerciales está la base de la moral, de lo justo y lo injusto, anticipando oblicuamente lo que iba a ocurrir. Quizá por eso escuchamos a algún divorciado decir: “Estoy de nuevo en el mercado” queriendo ofrecerse como mercancía a los demás. Sé de mucha gente que lleva su corazón puesto siempre, casi por profesión. Se arriesgan cuidando a otros, en los naufragios humanitarios o en los exabruptos naturales. Pero también sé de otros que no parecen llevarlo encima nunca, cuando, quizá, sea el corazón el único lugar donde un ser humano puede realmente encontrar reposo. Tal vez esta Navidad sea una ocasión para plantearse si esta España democrática está ya madura para llevar su corazón puesto en su sitio todo el año.

Perplejidad real

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NOVIEMBRE 2021

Hace unas semanas compareció en el congreso el espía del siglo: Villarejo y soltó una bomba fétida, acerca de una supuesta conspiración para “moderar” la libido del, entonces, rey de España Juan Carlos I. Una circunstancia curiosa porque a los jóvenes soldados de remplazo se nos hacía lo mismo en la mili, se decía, lo que nos iguala “por abajo” con el rey. Era lo que faltaba para terminar de colmar el vaso de los disparates asociados al monarca que enamoró a los republicanos. Este bulo del villano —aunque fuera verdadero— viene a minar un poco más la reputación del que prometía ser el mejor de los borbones: un rey entregado a la causa de la nación y su pueblo.

Quien propusiera el asunto pretendería evitar así un reguero de bastardos y, sobre todo, un reguero de potenciales amantes amenazadoras. Amantes que, incluida a la que llamaba “my girl”, no nos han defraudado con su deslealtad. Esta declaración chusca ha dado en hueso español, el hueso de los seres ficticios que somos, en contraste a la realidad “real” de los que articulaban con sus dinastías la gran Historia, pues nos da exactamente igual qué hacía el rey con su “espada” —un artilugio que, por lo oído, este monarca guardaba a menudo en vaina ajena.

En efecto, para su suerte, el español varón siempre ha sido tolerante con los asuntos de sexo, que comprende, si no envidia. Por lo que no creo que sus andanzas amorosas ocupen más de una línea en su biografía futura, dado que se produjeron en tiempos muy liberales y sin repercusión dinástica. Indiferencia que contrasta con el puritanismo en la cumbre que le ha costado una abdicación que, seguramente, siempre le habrá parecido prematura, a pesar del beso en la mejilla que la reina Sofía le dio en el balcón del palacio real por hacer rey a su hijo.

Muy distinta ha sido la actitud popular ante la falta de escrúpulos con el dinero. Por eso, qué decir de sus acciones de prestidigitación financiera en tiempos tan sensibles a la corrupción y a la elusión de capitales. Pues, lo más benevolente que se me ocurre, es que nuestro rey se consideraba un pordiosero entre los suyos, los seres reales. Vivir a cuerpo de rey es caro. Y estoy convencido de que la mala cara de nuestro, por otra parte, providencial rey Juan Carlos I, se debe a que cree firmemente que el sueldo que se le pagaba era una ridiculez para alguien real. Que tal situación le impedía mostrar dignamente la majestad asociada a su cargo y aumentaba su desprecio por la racanería constitucional de los españoles, esos seres ficticios, decíamos, que nunca habrían entendido ni la gran Historia ni sus servidumbres. Creo que está ofendido y que le parece mentira que lo hayamos tratado así. Probablemente no pida perdón, sino que lo exija en su fuero interno. Sus paseos en el exilio estarán llenos de amargura porque sus méritos políticos, quién los puede negar, hayan sido correspondidos con esta falta de discreción que nos lleva a desvelar sus “inocentes” prácticas comisionistas para hacerse con una fortuna.

Alguien debería hacerle ver que, en efecto, los reyes de antaño se apoderaban del dinero de los adversarios o del común (Augusto con Cicerón o Leopoldo II con el Congo), pero que era porque no había democracia, prensa libre, ni redes sociales. Una libertad que él contribuyó decisivamente a proporcionarnos y que, al cabo, lo ha dejado desnudo ante la mirada de niños y adultos.

Sea como sea, las disipaciones de nuestro rey han traído de nuevo a la discusión nacional el compulsivo tema de la república como sistema de gobierno aún no experimentado con serenidad por los españoles porque, en ausencia de la clave de arco divina, el rey es el último recurso de la necesidad que media España tiene de contar con un referente conservado en su pureza fuera del alcance de todos, excepto de sí mismo. En este sentido Juan Carlos I ha muerto en vida, pues ha jugado a ser un rey de los de antaño en tiempos poco tolerantes con la ausencia de ejemplaridad.

Mi propuesta para esta lacerante situación sería alojarlo en Yuste, como hizo su ilustre predecesor, el emperador Carlos V, hasta que se extinga en la perplejidad que le debe producir el cómo se han invertido los papeles al disolverse la realeza en figuras ficcionales (de prensa rosa), mientras la ciudadanía emerge como realidad tangible. Perplejidad agravada por haber sido un rey fronterizo entre la realeza tradicional saqueadora y la moderna funcionarial y a sueldo, como la de su hijo y nieta, cuya fortuna sólo podrá basarse en el plebeyo ahorro.

Objetores

NOTA.- Este artículo pertenece una serie publicada en el diario La Verdad de Murcia del Grupo Vocento y que continúa hasta el día de la fecha.

OCTUBRE 2021

Hace unas semanas, entre la conmoción de la isla de La Palma, tan perturbadora, y la reaparición del martirio impostado del “heroico” Puigdemont, tan tedioso, se discutió sobre el escándalo de que las mujeres que quieren abortar no pueden hacerlo en los hospitales públicos, ante la llamada objeción de conciencia. Mi generación, que hizo la mili estándar, la guerrera, supo de los objetores por los chicos que estaban en los calabozos cuarteleros por negarse al servicio de armas.

Pero, ahora, emerge un tipo de objeción muy curioso, a la vista de cuadros médicos completos que se declaran objetores en bloque —lo que es estadísticamente imposible. Probablemente, lo hagan unos por convicciones y otros por precaución ante el riesgo de ver su carrera profesional malograda. Unas actitudes con el aborto que ahora parecen amagar con repetirse con la eutanasia. Objeciones basadas en falacias del tipo “yo soy médico para curar, no para matar”. Curar, precisamente, es lo que hace un médico que practica un aborto terapéutico ante un feto con deformidades irreversibles; curar es lo que hace un médico que aplica la eutanasia a quien el dolor no le permite ni maldecir su suerte. El mundo moderno ya no acepta la muerte cruel como redención, ni considerar a la mujer un medio involuntario para la procreación. Estas objeciones en equipo tienen los días contados si los medios de comunicación mantienen vivo el escándalo de que instituciones públicas incumplan la ley y si la justicia no mira, indiferente, para otro lado.

Entre el principio (el nacimiento) y el final (la muerte), la medicina se dedica sin objeciones a curar a los enfermos. Donde todo se emborrona es en los márgenes. Desde hace siglos la humanidad ha practicado abortos por muy diversas razones y, en eso, la religión no fue obstáculo para esa actividad dolorosa para la madre. Sin embargo. desde 1864, en que la doctrina de Tomás de Aquino decayó, la influencia moral sobre la legislación ha contribuido a que se produzcan muertes por las condiciones insanas en las que se producían los abortos. Hoy, las leyes vienen a dotar de seguridad sanitaria a esta práctica. Sólo cuando la ciencia separe la concepción de la gestación permitiendo encapsular la sexualidad en sus coordenadas hedonistas, será posible, probablemente, evitar los abortos.

Por otra parte, quien haya leído la novela “La acabadora” de Michela Murgia o haya visto la película “La montaña de Narayama” de Shohei Imamura puede imaginar que la eutanasia es, también, un rito cultural practicado por el ser humano desde un pasado remoto, ya por necesidad, ya por piedad. En España, esta semana hemos tenido noticia de un suicidio cuando una mujer encontró barreras morales a su propósito. Y, ello, a pesar de que había pedido la eutanasia estando en vigor la ley desde el 25 de junio.

Hablando de la vida, todo el mundo tiene derecho a tener una concepción propia de su misterio. Hay quien cree legítimamente que tras la muerte habrá resurrección y vida eterna. No seré yo quien les desvele que los reyes son los padres. Pero, sería óptimo ofrecer lo mejor de cada uno mientras se está vivo y, después esperar la vida espectral o dejar llegar la desaparición que nuestra condición exige: “de la nada a la nada”, que dijo el poeta. Las sociedades modernas tienen que advertir su propia estructura relativa en vez de negarla propugnando valores “para los demás”. Hay que propiciar un encuentro consensuado en valores de convergencia, que eso es la ley. Hay que hacer saltar la pretensión de imponer verdades absolutas al otro, por la sencilla razón de que la convicción no es el fundamento de la verdad. Sin confundir, claro, este rasgo de la verdad con la mentira, que es puro simulacro interesado.

Yo no soy feliz ante el aborto hedonista ni si un amigo me informa de su deseo de morir, pero a nadie se obliga a abortar, a nadie se obliga a pedir la muerte. Pero, a muchos se pide legítimamente que cumplan con su deber ayudando a estos propósitos en el marco de la ley. Los contrarios al aborto y a la eutanasia que se pregunten qué harán cuando la dureza de la vida los ponga en situación con familiares o consigo mismos. Los doctores no pueden confundir su misión, curar, en efecto, con sus convicciones metafísicas. El mismo temple que muestran en tantas y tantas ocasiones para nuestra suerte, deben mostrarlo en esta en que la sociedad les reclama profesionalidad para evitar que jóvenes embarazadas y ancianos lacerados sufran. Los pacientes deben ser asistidos en su hospital público natural y las autoridades, si han de derivar algo hacia centros privados, que sea a los objetores.

Hastío del bien

NOTA.- Este artículo pertenece una serie publicada en el diario La Verdad de Murcia del Grupo Vocento y que continúa hasta el día de la fecha.

SEPTIEMBRE 2021

El aburrimiento es un estado de ánimo del que procuramos huir. La razón, probablemente, resida en que la vida es puro dinamismo incesante y, por eso, nuestra conciencia, nacida en ese vértigo, no se encuentra cómoda ante la monotonía. Todos huimos de compañías que llamamos coloquialmente muermos. También de películas sin acción o novelas que no pueden disimular que son, en realidad, textos de ensayo camuflados. Pero, si esto se entiende con los pequeños acontecimientos que componen nuestra vida cotidiana, es inquietante que nos pase con cuestiones trascendentales, aquellas en las que nos jugamos las cosas de comer. Parece anómalo cansarse de la verdad y preferir la mentira para variar; o cansarse de la belleza y huir al universo de lo feo y lo grotesco. Pero el colmo sería cansarse del bien y lanzarnos a hacernos daño unos a otros.

Antes de quejarnos de esta patología individual o —más peligroso—, de esta patología social, conviene decir que, frente al bien y el mal, sufrimos espejismos, debido, entre otras cosas, a la necesidad que tenemos de contar historias de desgracias antes que historias felices. Raramente un relato escrito o filmado se hace célebre describiendo hechos venturosos. Muy potente tiene que ser la prosa, el verso o el estilo cinematográfico para superar la excesiva dulzura de un relato. Este goce que proporciona el transmitir malas noticias es una especie de mecanismo natural de alerta. Un mecanismo que se vuelve disfuncional en la política porque, literalmente, se inventan los conflictos, con lo que, pase lo que pase en la realidad, se desvía la atención hacia una supuesta mala noticia. Hasta aquí, la política contribuye, en cierto modo, a salir del aburrimiento, una vez que los medios la han convertido en un espectáculo frenético del que nos hacen saber “minuto y resultado”. Pero todo esto se vuelve peligroso cuando se traspasan determinados límites con el propósito de despertar frívolamente la fiera que duerme en cada uno de nosotros con la intención a corto plazo de obtener ventaja política.

Las repúblicas, raramente son sucedidas por repúblicas cuando son aplastadas. En general son sucedidas por largas décadas de algún tipo de tiranía. La república de Weimar y la segunda española son ejemplares en esa desgracia. En la alemana se dieron todas las tensiones que un régimen político puede soportar antes de reventar en una explosión telúrica. En la española ocurrió lo mismo con el añadido cruel de que el fracaso del golpe de estado militar provocó una larga y cruenta guerra. En ambos casos el crimen y la intolerancia eran reales y sólo dioses de la política podrían haber evitado el drama.

Pero, ahora, en la España actual, un país capaz de superar una crisis económica y una crisis sanitaria sin que sus estructuras claves se desguacen, no parece que haya razones para que el horizonte se vuelva negro. Hay el natural disgusto de los que pierden las elecciones, que deberían aprestarse críticamente a esperar su turno sin quemar la casa común. Sin embargo, se advierte una dramatización del ambiente y una perversión de las palabras y las acciones que huelen a azufre. Se percibe un cierto juego morboso de acercar el dedo a las aspas del ventilador, de sacar un pie fuera del borde del acantilado. No sé, un cierto gusto por provocar descargas de adrenalina en las propias venas para que corran por ellas “gotas de sangre jacobina”. Una irresponsabilidad que sólo se explica por el hastío del bien, el aburrimiento de respetarnos y, en definitiva, el cansancio de atender las promesas que nos hicimos hace cuarenta y tres años.

Cautivo y desarmado el ejército del bien, han alcanzado las tropas extremistas sus últimos objetivos: alterar la verdad, enfrentar a cada uno con cada otro. Pero, aunque el bien parece un ideal irrealizable si advertimos las muchas mentirijillas que sirven cada día para evitar un problema conyugal, los muchos gestos de alegría fingida en la vida social o si recordamos las rituales mentiras para engañar —no sé a quién— en una campaña electoral, hay, a pesar de todo, un bien de fondo en el funcionamiento aún renqueante de instituciones bien diseñadas que dan estabilidad a la vida democrática y nos preserva de la locura de volver al estimulante salvajismo. Las instituciones son los artefactos de la ciencia política como un móvil es el artefacto de la ciencia física. ¡Fuera, pues, las manos de ellas! ¡Fuera los pies sucios del suelo de la democracia! Quien gana unas elecciones es ya legítimo hasta que la sociedad lo releve. Quien esté hastiado del bien y necesite emociones que las busque en el vicio y deje a esta república coronada seguir ocupándose de los afanes diarios en paz.

Agosto

NOTA.- Este artículo pertenece una serie publicada en el diario La Verdad de Murcia del Grupo Vocento y que continúa hasta el día de la fecha.

AGOSTO 2021

El mes de agosto recibe su nombre de César Augusto, el primer gran emperador romano que murió en su cama. Fue él mismo el que cambió el antiguo nombre ordinal del mes (sixtilio) por el suyo propio sin saber que moriría precisamente en agosto del año 14. El nombre fue respetado cuando el papa Gregorio XIII decidió reformar el calendario para establecer ciertas fechas litúrgicas que tenían problemas de ubicación, por el erróneo cómputo del calendario Juliano. Este calendario se empezó a implantar en 1582, pero algunos países no lo adoptaron hasta el siglo XX. Los franceses tan suyos, hicieron un buen intento entre 1792 y 1806 basado, no en dioses griegos, celebridades políticas, los ancianos (mayo) o los ordinales, sino en las características climáticas de cada período. Por eso, el mes del calor tenía que llamarse “Termidor” del griego “thermos”, calor. De modo que, en resumen, este mes se llama como un César venerado por su majestad y excelencia. Pero “augusto” también es el nombre que damos al compañero de “clown”, el payaso serio, es decir, augusto es el payaso dicharachero al que su compañero quiere aleccionar afectadamente. He aquí, pues un mes que se mueve entre la majestad y la payasada. Un carácter que nos deja bastante libertad para pasarlo leyendo a Heidegger o, casi en pelotas, dando saltos por las playas con mascarilla en las partes pudendas: las que Sancho no le quiso ver a don Quijote en Sierra Morena.

Agosto para nuestra juventud era el mes en que nos quemábamos imprudentemente viendo, tras el mal rato del vinagre sobre nuestra piel irritada, como nos quedaban los hombros policromados entre restos de piel quemada pidiendo ser expulsada de nuestra dermis y piel nueva y rosada que lucíamos como ahora se hace con los tatuajes. Una piel que vibraba con nuestros corazones en los guateques al aire libre en el porche de un chalé vigilados por la dueña de la casa, mientras rozábamos otras pieles morenas, tan atractivas y brillantes que nos permitieron más tarde entender qué eran las diosas. Torpes besos, quemantes toques, explosivas miradas, mientras Roberta Flack musitaba: “killing me softly with his song” y nosotros experimentábamos como la inocencia, afortunadamente, pasaba del estado sólido al líquido para acabar evaporándose sin que nadie lo notara, ni nosotros mismos, que éramos presa de una sensación poderosa por haber traspasado un umbral de la vida dejando atrás para siempre la infancia. Así, surgían en nosotros sentimientos violentos ante los avances de un rival con nuestro objeto de deseo o, simétricamente, de paz universal en la victoria. Sólo una mujer podría relatar que ocurría en sus cabezas y corazones ante nuestros inarmónicos movimientos.

Pero agosto ha sido también el mes de la despreocupación del adulto afortunado que podía disiparse durante un mes. Mes de ropa ligera, estrafalaria durante el día y afectadamente elegante de noche, blanca y holgada a juego con el pescado a la plancha, el vino blanco y el gin tónic que desata feromonas, distendiendo el músculo y la lengua para disfrutar de la amistad, volar con pensamientos poco castos y otros francamente pecaminosos, mientras se simula hablando con la lengua zompa de política o del cielo estrellado. Es el afán eterno que nos hace oscilar entre la filosofía y el amor, entre la razón y el deseo. Flujos de vida que solamente agosto es capaz de hacer correr por nuestras venas con la intensidad que requiere el caso. Una experiencia que nos hace contemporáneos de los sabios griegos de antaño y los sofisticados franceses de hogaño. Costas de Lesbos tan encanalladas hoy, costas de la Niza atacada por la locura o de la atormentada laguna del Mar Menor ofendida por tanta irresponsabilidad política. Menos mal que agosto nos redime con su salada dulzura de todas las tonterías que hacemos el resto del año.

Honor a este mes que en el hemisferio norte tanta prosperidad trajo a los países del sur antes del año 2020 después de Cristo. Año calamitoso que sólo va a tener una virtud: habernos despertado del sueño de un progreso automático para situarnos ante la soledad de la especie y el deber que ha de guiarnos hacia una sociedad más segura basada en el conocimiento no supersticioso, la justicia y la libertad de ser responsables.

La luna, ya hollada por nosotros, nos perdona desde su divertida órbita. Este año brillará con su cara iluminada el 22 de agosto y no pedirá nada a cambio por alumbrar la noche para que, en cualquier colina, creamos en la promesa de que podemos salvar el abismo de nuestra finitud hacia el colmo de nuestras posibilidades. Promesa de que, en ese bendito día, nacerá mi tercera nieta.

Jorismós

NOTA.- Este artículo pertenece una serie publicada en el diario La Verdad de Murcia del Grupo Vocento y que continúa hasta el día de la fecha.

JULIO 2021

Todos los hombres desean por naturaleza saber”. Esta frase con la que Aristóteles comienza su Metafísica podría haberla redondeado así: “… pero no desean el esfuerzo necesario”. Si aplicamos este esquema a la ética o la estética nos saldría lo siguiente: “Todos los hombres desean por naturaleza el bien… pero no el esfuerzo de vencer las pasiones” y, finalmente: “Todos los hombres desean por naturaleza la belleza… pero se abandonan al mal gusto y lo soez”. Es decir, la verdad, la bondad y la belleza son anhelos, no dones, de la realidad. Entre su logro y nuestra conducta se interpone un abismo que hay que salvar para pasar de la ignorancia, la maldad y la vulgaridad a sus deseados opuestos. Pero, a menudo, nos encontramos con gente que quiere simular sabiduría —el caso estruendoso de Albert Rivera citando a Kant temerariamente en una universidad—; o gente simulando el cumplimiento del deber —el caso escandaloso de Rodrigo Rato amonestando a la ciudadanía sobre el pago de impuestos— y, desde luego, gente fingiendo buen gusto simplemente comprando caro o complacidos con una giralda de plástico con una luz dentro.

Se advierte que hay un abismo entre el deseo de alcanzar esos valores rectores y su logro permanente. De hecho, vivir es perseguir esos logros en el ocio y en el negocio. Esos barrancos para el deseo los nombro con una preciosa palabra griega: Jorismós. Su primer uso en el pensamiento fue para la sima que separaba las ideas de Platón de las cosas y las criaturas del mundo, pues siendo sus copias, no supo el genial filósofo resolver el problema de cómo era posible tal reproducción. La vida no es “perfecta” y los ideales sí, o eso cree el idealista, sin advertir que lo esencial es su carácter único. Si para Platón el problema era cómo copiar las ideas, para nosotros el problema es inverso: cómo construir lo ideal a partir del irrenunciable mundo actual.

El busilis del asunto, como diría mi amigo Álvaro García Meseguer, es el carácter invariante, insoluble de estos abismos dada nuestra naturaleza inercial y las interpretaciones históricas de los ideales. No hay nada más que echar un vistazo alrededor para ver los torbellinos verbales que manosean la verdad cuando las ideologías fijan las creencias de cada uno con el pegamento de las emociones. Y mirar con atención cómo la compasión huyó de los países, los mares y las fronteras perseguida por devotos de Dios y del diablo; o cómo el mal gusto se desparrama por las televisiones.

Pero contabilizados estos abismos insalvables, queda un cuarto que, precisamente, socava las condiciones para que los tres descritos tengan alguna posibilidad. Pues, la ciencia, la ejemplaridad pública y el conocimiento de nuestros más sensibles genios del arte deben ser el núcleo de las políticas educativas. Este decisivo Jorismós se percibe en la incesante división en toda época de personas seducidas políticamente por lo individual y personas seducidas por lo comunitario. Lo que se podría explicar por el hecho de que, puesto que la naturaleza no “ha sabido” crear al ser humano equilibrado entre estos dos polos, nos reparte en dos grupos de tamaño similar para que la vida salga adelante a base de bandazos alternos hacia los aspectos positivos del egoísmo y el altruismo. Para refrescar el lenguaje, podemos llamar, pedantemente, a unos, “filautes” y, a los otros, “koinitas”. En griego el filautes es el que se ama a sí mismo y el koinita —neologismo— el que se ocupa de lo común. En medio, los no interesados por los asuntos de la polis, que Pericles llamaba, certeramente, idiotés.

El filautes moderno quiere que el Estado —máxima expresión de lo común— suponga un gasto máximo del 4 % del PIB, frente al 42 % actual en año no pandémico. Sólo quieren gastar en policía, ejército y jueces —¿les suena? Se hacen llamar libertarios, creen en un curioso tipo de libertad —la de ellos— y, están dispuestos a luchar duro. Los koinitas modernos aspiran a que el Estado lo ejecute todo, lo controle todo. Se han exagerado ambas posturas caricaturescamente, pero así se ve mejor que, ni unos ni otros, pueden monopolizar el poder. Unos cuidan del individuo, su impulso y su creatividad; los otros se ocupan de la especie, de que no se pierda talento ni haya sufrimiento por falta de condiciones materiales o espirituales.

Conclusión necesaria: alternancia en el poder y justicia vigilante. Es estéril la pretensión de buscar el exterminio, aún simbólico, del otro. Que es el brutal mensaje que nuestros políticos nos envían de lunes a viernes, pues los fines de semana sólo nos alteran los desastres naturales, mientras, como canta el tango, “… la ambición descansa

Cuentos

Este texto se corresponde con el prólogo del libro del mismo título que puede ser adquirido en Amazon. Para más comodidad en la barra lateral del Blog figura una miniatura del libro y el link para acceder directamente. Una alternativa es introducir en el buscador de Amazon la expresión «Filosofía Ingenua» que conduce a los cuatro libros de la serie.

Este libro[1] cierra la serie Filosofía Ingenua del que es el cuarto componente. Se dedica a una cuestión crucial: la necesidad de mentiras de un ser que anhela la verdad. Así de paradójica es la vida de un ser humano. Mentiras que quieren cubrir las aristas de la vida para que no nos cortemos. Exigimos la verdad en los demás y en los asuntos públicos y practicamos la mentira con los niños y en nuestras vidas cotidianas. Como no parece ser un asunto baladí, conviene reflexionar sobre su utilidad, pues alguna razón habrá para esta actitud compulsiva de generar ficciones.

Advertidas las escisiones en nuestra relación con la naturaleza física, la ética, la estética y política, se comprueba que la humanidad raramente afrontó la realidad desde que se tiene noticia. Más bien, trató de dulcificarla con cuentos y mitos explicativos de hechos naturales y sociales que, de una parte, saciaban la necesidad de saber y, de otra, la de perseverar en el ser. Una capacidad de fabulación narrativa que llegó a la cima con las religiones que prendieron tan fuertemente que todavía hoy sigue vigente su influencia en amplias capas de la población mundial. Una influencia que en el caso de la religión de nuestra civilización —la cristiana— ha sido decisiva en la construcción del mito que paliaba la amargura de la conducta real de las sociedades. Desde Maquiavelo (1469-1527) se puso en evidencia lo que muchos pensarían sin tematizar: el abismo (jorismós) entre los códigos éticos y morales y la conducta real desde el ciudadano ordinario a los príncipes y otros ostentadores de poder. Un abismo que se refuerza con el hecho de que filautes y koinitas incumplen los códigos cada uno a su manera. La contumacia de esta escisión en la realidad llega hasta nuestros días en los que el epítome de código moral que es la religión aún mantiene sus contradicciones internas intactas. Ya sea en su alineamiento político (la guerra civil española o la bendición de cañones a ambos lados de las trincheras de la Gran Guerra) a su tolerancia con la pedofilia practicada por muchos de sus clérigos.

Obviamente, situados en la perspectiva del carácter indomable del jorismós moral, no podemos perder la referencia que supone la depurada doctrina cristiana, al menos en relación con otras religiones donde la crueldad es todavía el correlato de los textos sagrados como método de sometimiento. Del cristianismo debe quedar su desiderátum ético ocurra lo que ocurra con las instituciones que le dan soporte. Podremos pasar sin la Iglesia, pero no sin parte del mensaje de Jesús de Nazaret, por mucho que se queje Bertrand Russel (1872-1970). Hagamos ahora una aproximación a las ficciones con las que vivimos, para nuestra salud mental, en tregua con la realidad. Las ficciones en el arte ayudan a unir las dos orillas del jorismós ético. Son las ficciones con las que experimentamos el placer de un nudo en la garganta.

Este libro da una versión de la realidad a través de disquisiciones sobre la estructura y la infraestructura de la falsedad desde el evanescente yo, las emociones y el conocimiento, incluyendo el extraño fenómeno de la comprensión. Pero antes habla de los cuentos, porque “en el principio fueron los cuentos” y luego la razón y sus órganos entraron en combate desigual con las emociones. En ese mismo orden ocurren en nuestra evolución ontogenética. Empezamos contándoles a los niños cuentos hasta que ellos solos, al menos hasta ahora, se desprendían de ellos. Porque lo cierto es que en la actualidad hay una tendencia a desencantar el mundo de forma prematura. Quizá, ello contribuya a que los críos lleguen ya con un poso de amargura a la edad adulta. Habría que mirar ese empeño con atención. Al fin y al cabo, los adultos todavía no nos hemos desprendido de los cuentos milenarios que mantenemos tozudamente. En eso no podemos dar ejemplo. Estamos deslegitimados para acortar la infancia, aumentando la desesperación. Un niño feliz será, con más probabilidad, un adulto sin cuentas pendientes con la vida.


[1] Este libro no tiene citas precisas, ni notas a pie de página (excepto unas pocas de auto referencia a la serie a la que pertenece), pero todo lo que le resulte de interés complementario al lector lo tiene a un clic en Google y si quiere más compre libros o matricúlese en la facultad de filosofía donde hay mucho talento y, asombrosamente, pocos alumnos. Necesitamos ser más.

Las tres gracias

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Las tres gracias son la Verdad, el Bien y la Belleza. Tres aspiraciones del ser humano que enigmáticamente han resistido los cambios más profundos en la concepción de la cultura sin que hayan perdido su reputación como valores supremos del anhelo humano.  Lo que no es de extrañar pues éste es el día en el que la Falsedad, el Mal y la Fealdad dominan amplias zonas de nuestra vida. De hecho, la Verdad sufre hoy como no lo hizo ni en tiempos de los sofistas, el Bien es zarandeado en las mismas trincheras de siempre y la Belleza ha sido desafiada por un arte que trasgrediendo lo pactado ha pretendido utilizar lo feo como parte de su misión, cuando siempre había sido la literatura, incluso la poesía (Baudelaire) las encargadas por su discreción plástica de mover nuestras emociones éticas.

Cada una de estas tres gracias mira de reojo a las otras dos cubriéndolas con su manto metafórico. Así no hay reflexión éticas ni estética sin pulsión de verdad. No hay investigación sobre la verdad del mundo o sobre la emoción de la belleza que no esté teñida de deseo, goce  o culpa y no hay plenitud estética sin que intervenga nuestra inteligencia en pesquisas o nuestra moral recortando espacio a la creatividad.

En este libro se elucubra sobre estas tres escurridizas categorías y se trata de encontrarles sitio en una teoría sobre la realidad con fundamento en la naturaleza, en general, y la de nuestro cuerpo, en particular. No corren tiempos para buscar fundamentos trascendentes, después de todo un siglo XX sangriento y cruel. La teodicea ya tuvo su momento. Este no es el mejor de los mundos posibles. Este es el mundo y como en el dicho español: son lentejas. Pero hay formas y formas de cocinar las lentejas: aguadas o sabrosas. Por eso distingo entre el conocimiento que nos da la ciencia y el pensamiento que da sabor jugando con el sentido de la vida. ¿Por qué el pensamiento en una determinada fase de la especie humana ha de renunciar a pensar metafísicamente? La respuesta es que no ha de renunciar, pero no puede hacerlo sin saber que lo que aporte no es conocimiento, sino pensamiento en el sentido de la diferencia kantiana. Y no debe hacerlo de espaldas al conocimiento científico, sino partiendo de esa sólida pista de despegue.

Postulo que la realidad es energía que confinada se convierte en materia múltiple que asociada crea entes en sucesivos procesos de complicación estructural, en los que se combinan la pulsión interna de permanencia en el ser y las condiciones del entorno. Estos procesos culminan, hasta ahora, en el ser humano y sus instituciones, el ente que reúne en su ser a todos los estratos previos de la realidad: lo atómico, lo mineral, lo vivo, lo sensible y lo inteligente. La tendencia seguida ha alternado una pulsión de dominio sobre el entorno con otra de cooperación para formar estructuras más complejas. Esta tendencia parece indicarle a ser humano que la salida a sus aporías es crear estratos nuevos “sobre su cabeza” siguiendo la tendencia de complementar la libertad del individuo de un nivel de complejidad con la asociación en otro de mayor complejidad para afrontar los problemas que el dinamismo de la realidad genera. En este proceder de la realidad de modo incesante se forman y se destruyen entes que porfían por su conservación como especies mientras sus ejemplares quedan en el camino tras contribuir, en el más pobre de los casos, al menos con nuevos ejemplares. Esta metafísica banal[1]proporciona un marco en el que insertar la descripción de nuestro propio estrato. Sirva de ejemplo la secuencia de nuestra relación con el entorno:

  1. La primera experiencia de un cuerpo es estética. Una catarata de estímulos entra por sus terminaciones nerviosas y se dirigen al centro de transformación donde ondas electromagnéticas, mecánicas e impulsos eléctricos llegan al lado convexo de la membrana[2] y aparecen en el escenario de la conciencia como color, sonido, sabor, olor o presión.
  2. La reacción del cuerpo es valorativa. El cuerpo interpreta esta información como pacífica o peligrosa; agradable o desagradable y reacciona lanzando hormonas al torrente sanguíneo que modifican determinados parámetros fisiológicos como tensión arterial, temperatura, ritmo cardíaco, distribución del riego sanguíneo… que la conciencia interpreta como emociones. Cada emoción es una combinación diferente de los parámetros fisiológicos, lo que le proporciona un timbre especial.
  3. El cuerpo interpreta las emociones proporcionando estados generales de bienestar o malestar que llamo sentimientos. Son el balance de los dos procesos anteriores.
  4. El cuerpo puede responder al estímulo sin pasar por el cerebro mediante un acto reflejo. Son respuestas estereotipadas que no necesitan deliberación de la conciencia —por ejemplo, el contacto con una fuente de calor. La información va del receptor a la médula espinal donde entra por el axón aferente de la neurona afectada, que dialoga con otras enviando información a través del axón de la neurona eferente para la respuesta de un efector —por ejemplo, un músculo.
  5. Si no hay acto reflejo, la información llega a la médula espinal y de ahí al bulbo raquídeo que la envía a hemisferio opuesto al del receptor en la corteza cerebral y ahí, una vez transformado en la membrana, le espera la conciencia. La conciencia, todavía aturdida, se concentra en el suceso en el que todavía no ha intervenido y llama en su ayuda a la memoria y a la razón. La primera busca en su biblioteca de conceptos aquellos que le den sentido a lo que acaba de acontecer. La razón interviene induciendo y deduciendo, analizando y sintetizando los conceptos para emitir un juicio de alto nivel. Es el informe final para la conciencia. Este informe presenta ante la conciencia las opciones recomendadas:es la oportunidad para lo que llamamos libertad.
  6. La conciencia evalúa si ordenar una respuesta de reposo o de acción —ya sea esconderse o huir, acariciar o escribir.
  7. Si la decisión es actuar y el cuerpo no ha reaccionado con un acto reflejo, se activa el proceso inverso. La voluntad —que nadie sabe lo que es— activa las actas ventrales que transmiten la información a los efectores —en general, músculos— y se produce la respuesta visible.
  8. Pero también puede ser que la conciencia se quede en la deliberación y juegue con los recuerdos evocados por el acontecimiento —un viejo poema, una olvidada amistad—, que haga cálculos, razonamientos, previsiones o pronósticos; que componga música o un poema; que experimente un éxtasis amoroso o estético. Todos ellos procesos tan reales como disparar el brazo hacia el mentón de alguien o echar a correr.

Este complejo proceso es real, está sumergido en realidad y sería imposible sin un cuerpo, el más complejo de los sistemas conocidos que, sin embargo, muestra una capacidad de coordinación motora —que ya observamos en los animales— y cognitiva que es, al tiempo, asombrosa para nuestra capacidad de procesar complejidad y esperanzadora porque anuncia como nuestro futuro una aún mayor coordinación en forma de entes supraindividuales.

Esta carnalidad palpitante de los procesos más espirituales no le quita ni un ápice de sutileza ni de finura a los sentimientos asociados. Cierto es que la ausencia de vibración o ruido alguno en los procesos mentales han confundido hasta tal extremo a los pensadores del pasado que no dudaron en atribuirles entidad independiente del cuerpo. Lo que facilitaba la conclusión de que estaba al margen de la corrupción observada en derredor y, que, en consecuencia, era inmortal. La muerte es rechazada por el ser humano con toda la energía que le llega del principio de permanencia en el ser que atraviesa a todo ente. Y es que la naturaleza, siempre sobreabundante, no modula el deseo de vivir con lo que se garantiza la pervivencia de la especie, aunque a costa del sufrimiento psicológico del individuo.

Tradicionalmente, los llamados universales trascendentes —Verdad, Bien y Belleza—, atributos del ente en la jerga metafísica, se ofrecen en este orden. Sin embargo, aquí invertimos el orden pivotando sobre el Bien. De modo que hablaremos primero de la experiencia estética, después de las valoraciones y, finalmente de lo cognitivo.

Naturalmente, le quitamos las mayúsculas a estos atributos generales de los entes pues todos ellos han sufrido duros varapalos desde la anti metafísica positivista que rechaza la ingenuidad de pensar que el objeto de conocimiento son sustancias —entes existentes desde siempre—, esencias —rasgos inmutables de los entes— e identidades —entes siempre iguales a sí mismos o causas generadoras de cadenas de efectos que explican la realidad. También ha recibido duros golpes el concepto de belleza ante el provocador arte moderno. No poco ha sufrido el concepto de bien que, ahora se asocia a la supervivencia y al ejercicio del poder —lo bueno es lo que interesa al que puede imponerlo— y, desde luego, el concepto de verdad está pasando en estos momentos por su peor situación al asociarse con el interés de quien emite una proposición, además de minar su relación con los acontecimientos sucedidos. Una fisura por la que está entrando ciertas corrientes política que esperar réditos de los sesgos cognitivos y la falta general de formación científica para hacer creer las más delirantes interpretaciones de la realidad.

Un debilitamiento que tiene origen en una crítica obligada a las concepciones de la antigua metafísica que todo lo cristalizaba en esencias inmutables para mayor comodidad intelectual. Sin embargo, cabe aceptar la crítica a los llamados universales, para, a continuación, reconstruir la confianza en estos rasgos de la realidad una vez despojados de falsas certezas y considerados en su dinamismo esencial. La realidad es procesual, los entes son procesos y los acontecimientos encuentros entre procesos. Procesos de muy diferentes ritmos y duraciones relativas que componen una compleja sinfonía que hemos de ser capaces de entender, aunque exija de nosotros un cambio de paradigma mental.

Cualquiera que quiera, aunque sólo sea acariciar la realidad que lo constituye y en la que habita, sufre y disfruta, debe seguir los movimientos, aún superficialmente, de la ciencia y estar atento a propuestas de metafísicas dinámicas, bien pegadas a los conceptos científicos y, al tiempo, capaces de cerrar la cúpula de la necesidad de sentido para la existencia.

No parece difícil reconocer algunos hechos elementales: somos seres procesuales finitos, resultado de un lento proceso evolutivo, dotados de la capacidad de ser conscientes de nuestra realidad y de nuestros procesos conscientes, capaces de tejer una red conceptual, cuya eficacia tecnológica parece mostrar que está suficiente y crecientemente correlacionada con las estructuras de los procesos reales. Nada sabemos del origen de este proceso, por lo que se puede postular su eternidad, pero incluyendo ciclos que rompan los crecimientos infinitos, como propone Roger Penrose con su Cosmología Cíclica Conforme. Somos parte de una realidad en perpetuo cambio que sólo muestra una tendencia: el aumento de complejidad de las unidades procesuales que van paulatinamente apareciendo. Somos seres sensitivos y sentimentales. Experimentamos los estímulos exteriores y reaccionamos con felicidad o sufrimiento. Curiosamente, aún contando con la posibilidad de consuelo mutuo, hemos optado durante mucho tiempo por el conflicto cruento, confiando en entes espectrales que acabaran dando o quitando razones en un más allá improbable, si no imposible. El anhelo de inmortalidad plasmado en mitos religiosos de diversa factura es complementado con una maravillosa capacidad de pasar de, simplemente recibir los estímulos exteriores y reaccionar para la supervivencia, a tomar el control de esos mismos estímulos generándolos por nosotros mismos para provocar a voluntad la respuesta emocional agradable que hemos dado en llamar alta cultura. Además, ese mismo espíritu generador de emociones no naturales, ha utilizado el don de la razón como conocimiento heredado genéticamente de las estructuras más abstractas de la realidad, para crear ciencia, que es una descripción crecientemente fina de la realidad que contribuye a la resolución de problemas y al sentido que la metafísica busca.

Todo apunta a que la ciencia nos dice cómo funciona la realidad, pero no nos proporciona su sentido íntegro. Por eso, acabaremos aceptando la realidad en la forma sutil y compleja de la ciencia, que sustituye con ventaja a los atajos empleados por los místicos. Todo eso somos, y todo eso invita al recogimiento de la humanidad sobre sí misma para, confortada, seguir la tarea a la que, con finalidad o sin ella, no invita nuestra propia naturaleza.

A pesar de que los tres ámbitos que aquí tratamos pueden ser distinguidos y tratados en su especificidad, están unidos por un potente lazo: el principio de permanencia en el ser. La verdad, la bondad y la belleza y todos los procesos asociados —pensar, desear y gozar— están orientados fuertemente al cumplimiento de ese principio. Por eso, los descubrimientos empíricos cambian nuestras valoraciones y nuestras valoraciones influyen en nuestras creencias y gustos. Vivir consiste en encontrar la armonía entre estas tres formas interrelacionadas de existir. La siempre emocionante pretensión de emancipación de la humanidad pasa por el amor a la verdad, la realización de los deseos compatibles con la realidad y la capacidad de producir y disfrutar los estímulos sublimados de los sentidos en el marco de una actitud de religación inmanente con la vida.

Sin embargo, la conducta que puede conducir a la emancipación está lastrada por las diferencias ontológicas entre visiones orientadas a la individualidad o al colectivismo radical. Es decir, a las diferencias entre filautes y koinitas. La afirmación de que del ser no se deriva el deber ser. Un enfrentamiento que se expresa en la moral y en la política condicionado conflictivamente las relaciones. Una dimensión muy relevante que considerar para la solución de conflictos es el nexo ser/deber-ser, que no sólo existe, sino que se hace más evidente a medida que mejoramos nuestra percepción de la realidad. A lo que añadimos que ese deber ser depurado estará más cerca de ser útil al principio rector de permanencia en el ser. En efecto, una humanidad en la que los prejuicios no estorben ni al egoísmo imprescindible ni a la pulsión de cooperación fluirá mejor hacia formas complejas que preserven al conjunto del peligro de extinción. Si hay un deber ser natural en nuestra naturaleza, aunque esté permanentemente siendo desafiado por nuestra conducta, eludimos el riesgo de relativismo fuerte, aunque siempre estemos influidos por el relativismo débil de fundar la conducta en el interés exclusivo de la especie humana, no respetando al resto de la naturaleza afectada por nuestra civilización.


[1] Ver el libro Metafísica banal del mismo autor.

[2][2] Ver el libro Jorismós del mismo autor.