La ciencia biológica y neurológica evolutivas han entrado en convergencia hasta el punto de que ésta última avanza en la investigación en el marco de la convicción de que el cerebro produce la mente consciente como resultado de una evolución adaptativa. Esta posición ha borrado la barrera entre lo vivo y lo mental que pertenecerían a un mismo universo físico. Sin embargo, todavía están presentes la dudas sobre el salto de lo biológico a lo mental en términos de su producción cultural. Es decir, todavía se considera que tanto la conducta de los seres humanos, como la cultura como producto refinado de sus necesidades espirituales, pertenecen a un universo distinto del biológico que constituye al cerebro. Un universo constituido por las interacciones sociales en el marco de una determinada cultura. Pero, si como parece cada vez más claro, la conducta individual, la producción social en forma de instituciones o la cultura  como expresión del talento tienen una buena parte de su origen en la naturaleza humana heredada, es llegado el momento de derribar la última barrera: la que en la educación separa las humanidades de la tecnología y la ciencia. Es decir al ser del deber ser. Una división perniciosa para una sociedad verdaderamente humana.

Este planteamiento nos llevaría a que el modelo del antiguo bachiller en el que se armonizaban ciencias y letras hasta el final debe ser reconsiderado en sus virtudes y extrapolado a la universidad. Es el momento de que, como ya prescribía Ortega en 1927, se forme al universitario en unas determinadas técnicas especializadas y, al tiempo, en todos aquellos conocimiento que se han acumulado para interpretar el mundo y expandir la capacidad de verlo de forma polifacética. No más tiempo con carreras exclusivamente tecnológica e incluso científicas sin que una parte del tiempo curricular obligatorio esté destinado a formar al alumno en la flexibilidad  que le prestan disciplinas envolventes como la filosofía, la ética, el pensamiento lateral, la retórica y la lógica.  Igualmente no más carreras de humanidades sin formación tecnológica integrada.

Este enfoque devolvería a la universidad su carácter «universal» y conseguiría la integración en cada estudiante de su doble condición de ser de razón y ser pragmático. Se unirían el qué, cómo y el cuándo con el por qué de la acción en el mundo moderno. La fragmentación del estudiante lo condena a condición de pieza de «lego» en una estructura global que no comprenderá. Y cuándo su conocimiento se quede obsoleto o se presenten la oportunidades de progreso profesional no tendrá los elementos para tomar buenas decisiones.

Es necesario evitar que el talento en ambos ámbitos se desarrolle sin influencia mutua. Generando en unos casos artefactos frívolos o dañinos y en el otro teorías sobre el ser humano completamente desencarnadas por ignorancia de los avances del conocimiento científico.

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