Hipérbola

El cartel de Di Caprio mostraba su cara más excitante en la pared de la habitación. Su ojos de gato y sus mofletes eran perfectos para reunir en una sola imagen al niño que todas adolescente desea y al peligroso macho que las rapta hacia el instinto.  En el suelo dos bragas, unas zapatillas deportivas, seis calcetines, una mochila y el papel de aluminio de un bocadillo a medio comer. En la mesa de estudio trataba de mantener el equilibrio un cuaderno con apuntes del instituto y varias fotos esperaban su turno antes de pasarlas al tablero de corcho de la pared. Un sostén colgaba de la lámpara y cuatro pantalones en la misma percha luchaban por ser el más arrugado. En la cama dos toallas mojadas y tres ositos se disputaban el espacio que les dejaba Laura que con un teléfono pegado a su piel hablaba y hablaba con su amiga Carmen del ideal de chico. Su cara se reflejaba en el espejo del armario y mostraba el extraño contraste de la piel morena, el pelo negro y los ojos azul-violeta de la Taylor. La sonrisa que mostraba una y otra vez en su charla relajada iluminaba la habitación produciendo incluso sombras al interferir con los múltiples objetos que simulaban la explosión de toda disciplina. Todo su rostro era un ejemplo de eso que llamamos juventud y que no sabemos exactamente qué es. Suma compleja de tersura de la piel, que hace que todo esté «en su sitio», brillo de las largas pestañas, sombras de las formas para mejor perfilar, humedad de los tejidos que piden acariciar y ser acariciados.

En la calle que dejaba ver la persiana a medio bajar la lluvia limpiaba el basalto de la Plaza del Cardenal Belluga que acumulaba en una de las esquinas restos de los últimos clientes de la heladería. La moda, que da y quita popularidad, había convertido esta esquina en un centro para los aprendices de adultos de la ciudad. La catedral, al fondo se mostraba paciente con la irreverencia y abría la puerta de San Juan en el gesto de displicencia que dan los siglos. En el cristal, el último chicle pegado por fuera dividía el frente de gotas en dos, permitiendo a Laura el juego de adivinar hacía donde iría la siguiente gota mientras le terminaba de perfilar a Carmen los últimos detalles de cómo era el hombre de su vida. Nunca la imaginación ha sido tan útil. Toda la potencia de representación era empleada para dibujar en el aire mental de Laura el hombre que le traería pasión, equilibrio, alegría, seguridad y, claro, amor, es decir, todo.

«Uno ochenta, moreno, inteligente, musculoso pero no un obsesivo body builder. Cariñoso, atento, con sentido del humor y clase, saber estar, ya sabes. Que tenga un carrera que le de un toque cultural, pero sin pedantería. Deportista, ágil, y si es gorrino como mi hermano, ya lo corregiré yo, que seré gruñona», decía Laura con un calcetín en la mano, mientras retorcía sus veintiún espléndidos años en el edredón de su cama y corregía la posición de una foto de París con el pié. Su piel morena destacaba sobre la cama de color de crema. Su ojos azules chispeaban con la descripción de su «imposible mejor». Sus senos descubiertos para placer del espacio se negaban a atender la llamada de la gravedad y señalaban al techo, mientras que el tiempo pasaba sin que su padre, al contrario que la Gran Compañía de Teléfonos, supiera nada de lo que se le venía encima. «Te espero a las seis en Dublín. No, en la Gran Vía ya no está, al lado de Rumbo, enfrente de Singolare. De ahí nos vamos al Refocilón» remató con la cara plena de seguridad de quien brillaba en su carrera de biológicas (hay que salvar el planeta). Lo conseguiría. Antes o después, toda su capacidad de amar encontraría al ser amado. Era cuestión de paciencia y de no dejarse llevar por la comodidad sentimental y quedarse con este amigo de mi hermano o aquel compañero de clase.

«Soy Guillermo, tengo veinticuatro años, he terminado la carrera y no he encontrado a la mujer de mi vida». Hablando solo, un muchacho fuerte se lamentaba delante del espejo mientras se ajustaba el pendiente en el lóbulo de su oreja izquierda. Un discreto brillante que le había regalada su hermana en un ataque de locura. «Esta tarde será, de esta tarde no pasa, lo presiento». «No me conformo con cualquiera». «Tendrá que ser morena, con ojos azules, con miel en vez de pechos, como quería Salomón, estudiante de biológicas, quiero que tenga conciencia ecológica pero con conocimientos científicos. Pasearemos, discutiremos sobre política, nos besaremos, nos amaremos y volveremos a discutir sobre el color que debe tener una puesta de sol». Echó la cabeza hacia atrás en un gesto de repugnancia tras su intento se saber si podría ponerse una camiseta usada. No se atrevió a oler los tenis por si necesitaba respiración asistida.  «Vamos a hacerlo bien, una ducha primero, ropa limpia y a buscar mi Sigrid de Thule». Miró a la pared donde un ligero Jordan se mantenía en el aire de papel con un balón que pedía a gritos ser encestado y pensó que debía ordenar aquella jungla de habitación si quería que ella no lo considerara un adán.

Refocilón era el macro-mega-centro de diversión de Murcia. Allí todo el mundo encontraba lo que buscaba: o la soledad de la cinefilia o la multitud bailante, pasando por la conversación reposada sobre cuántos aros cabían en un ombligo.  Laura entró por la puerta sur y Guillermo por la norte, dos mil cuerpos los separaban y toda una tarde para que dos desconocidos provocaran una explosión de feromonas y transformaran sus vidas. Ella se dirigió hacia la franquicia de cafés Boli junto a los minicines, él hacia los minicines directamente (le habían dicho que «el diario de Bridget Jones» era mejor que la novela). En la puerta de los multicines miró la cartelera y vio que se estrenaba «los otros» de Amenabar, cambió de idea. Ella se tomó un café con Carmen mientras decidían qué película ver. Eligieron «el diario…».

Noventa minutos después, con los dos mil chicos y chicas revoloteando arriba y debajo de un local a otro, con las papeleras llenas de fundas de helados y frutos secos, con la calefacción mitigada para aprovechar el calor emanado de tanta juventud palpitante, Guillermo se dirigió a la librería que había en el segundo piso, junto a la tienda de deportes, buscó entre las novedades y se quedó con el último libro de Eduardo Mendoza, no sin contenerse para comprar los tres tomos de poesía de Borges que Alianza había publicado recientemente. Pidió que le envolvieran el libro con papel de regalo; le gustaba ligar con un libro en las manos. Pensaba que en el peor de los casos pasaba por un chico leído y, en el mejor, si encontraba por fin  a la mujer de sus sueños, le haría el primer regalo el primer día, el primer minuto. Incluso le gustaría darle el primer beso. En ningún caso pensaría que si le daba un beso tan prematuro, en realidad se lo estaba dando a cualquiera. Porque su encuentro sería único, resultado de la acción del destino. «Pronto encontraré a mi morena de ojos azules y la reconoceré entre mil a la primera». El dependiente le envolvió el libro en un papel con elefantes indios sobre fondo marrón. Dos minutos después estaba otra vez en el primer piso tomando un café con Antonio, su colega de la universidad, con el que había preparado el trabajo fin de carrera. Su charla sobre fútbol le aburría esa tarde, respondía de modo mecánico mientras metía bolitas de servilleta en su taza de café. Con la mirada escrutaba a la multitud que en ese momento se dirigía hacia la discoteca. Eran ya las ocho.

Laura y Carmen no paraban de comentar las andanzas de Bridget. ¡qué torpe y encantadora!. «Al final se queda con su hombre predestinado, no podía ser de otro modo», decía Laura. «y mira que el tonto de Hugh se lo pone difícil», «claro como Bridget ya había visto Sentido y Sensibilidad pensaba que se iba a quedar con él, pero no, no era el predestinado». «yo lo sabré a la primera». Se dirigieron a la planta segunda y entraron en la librería. Laura compró el último libro de Eduardo Mendoza y se lo hizo envolver en papel de regalo para su hermana. El papel  era marrón con elefantes indios sobrepuestos. Con el libro entre las manos se dirigió con Carmen a la planta primera, entró en el café y al pasar tropezó en la banqueta de un chico alto que había en la barra con otro compañero, se cogió a él para no caerse, se disculpó, cogió el paquete con el libro que él le recogió del suelo y siguió riéndose con Carmen hacia una mesa vacía.

Guillermo estaba a punto de irse cuando notó un golpe y una mano que se posaba en su hombro. Sujetó a la chica que había tropezado con su taburete admitió su disculpa le recogió el paquete que se le había caído y pidió la cuenta. Se despidió de su amigo en el pasillo caminó hacia la puerta del macro. En vista de que no se había encontrado a la chica de su vida esa tarde decidió volver a casa. Al salir recibió un golpe de viento frío, que tratándose de Murcia, tenía que venir del norte, muy del norte. Se abrigó y paso por el escaparate brillante de luz de la cafetería que acababa de dejar. Distraído en sus pensamientos, que empezaban a orientarse a los próximos y atareados días preparando currículos y buscando trabajo, miró de soslayo a la chica que había tropezado con él un momento antes y se perdió en la oscuridad camino de su casa.

Laura y Carmen hablaron de todos y todas. Se lamentaron de que fuera domingo y de que pocas horas después tuvieran que soportar de nuevo a «la comadreja», su profesora de bioética, esa extraña asignatura de la que no comprendían nada. «a mí lo que me gusta son las matemáticas, tan redondas, tan perfectas, sin ambigüedades». Ese recuerdo les sugirió la conveniencia de volver a casa. Pagaron y al salir comprobó que el libro para su hermana estaba en la barra. Extrañada comprobó que, en realidad lo llevaba en la mano. «Debe ser del chico del tropiezo». Preguntó al camarero si lo conocía y le dijo que no, que era la primera vez que lo veía. Se quedó con el libro para pensar después qué hacer. Juntas abrieron la puerta del macro y salieron al frío.

En su casa, ante el envoltorio de los elefantes abierto, tras concluir que nunca podría devolverlo, comprobó que se trataba del mismo libro que ella había comprado. Se dejó caer sobre la cama y un extraño sentimiento, mezcla de desilusión y enfado por su falta de atención le hizo pensar que, como una rama de hipérbola, se había acercado hasta su gemela, el amor de su vida, sin llegar a poseerlo.

Ser jubilado

La foto en blanco y negro que ilustra la portada de este blog es la del día de mi jubilación en la Universidad Politécnica de Cartagena el 30 de septiembre de 2016. Cuatro años después ya tengo cierta experiencia como jubilado y he tratado de plasmarla en un libro en el que comparto mis reflexiones tras abandonar el vértigo de la vida laboral y saborear esta especie de premio que, salud mediante, la sociedad moderna concede a sus componentes, si son capaces de disfrutarla en todas sus dimensiones.

Quien acabe interesado por el libro puede hacerse con él en este enlace: https://tinyurl.com/y3lae4so

Prólogo   

Nacido en 1950, soy un babyboomer, que ha disfrutado de las ventajas que trajeron para la gente la expansión de la industria del consumo y el estado del bienestar. Me jubilé el 30 de septiembre de 2016. La jubilación no me pilló por sorpresa, porque dos años antes de que llegara el día, ya había planeado cómo me gustaría que fuera. En el año final, terminé mis obligaciones de gestor en la universidad, para, durante seis meses, dar clase exclusivamente y tomar café con todos, unos por leales y otros porque se sintieron perjudicados por mi gestión. Así todos tuvieron su explicación a mis decisiones. De esta forma dejé mi trabajo en la universidad con la tarjeta limpia y me preparé para afrontar el último tercio de mi vida tras cuarenta y cinco años de ejercicio profesional.

Uno de los rasgos de la jubilación que más me preocupaban era el del supuesto vacío que se debía producir tras el cese de la exigente actividad profesional. Así me lo habían anunciado, unos por experiencia propia y otros, indirectamente, por los casos de sus padres. Vacío que tiene relación con un problema que la sociedad no ha afrontado todavía: el de cómo tratar a los ancianos y cómo hacer para financiar las vidas de las crecientes cantidades de personas con larga vida potencial tras cumplir 65 años o la edad que se acabe fijando a medida que el fenómeno aumente su importancia. Obviamente, es un problema económico y social que tiene sus expertos, pero es también un problema íntimo, por lo que este libro mira en otra dirección: la de cómo hacer de esa vida una vida auténtica con tanta calidad como pudo ser la vida en la fase profesional (o más). Las dos dimensiones, la económica y la espiritual, son importantes. La una para una vida material autónoma y la otra para que la inevitable decadencia física no vaya acompañada de una decadencia espiritual que amargue absurdamente casi un tercio de la vida de cada jubilado[1].

Creo que ambos problemas pueden ser resueltos de una vez, si consideramos que sentirse útiles es una condición fundamental para evitar el vacío vital, y que la sociedad puede obtener algún tipo de compensación por la actividad de los jubilados, si se establece con inteligencia, proporción y sensibilidad el cómo hacerlo.

Yo no he esperado a que lo resuelvan, pues en mí han convivido con naturalidad el ejercicio profesional de aparejador y docente con mi interés por la filosofía, a la que le he dedicado cinco años de estudio y mucho más de lecturas. Por eso, en mi jubilación, tengo la oportunidad de madurar esta vocación que fue preterida por la profesión y que, ahora, tiene su oportunidad. Una oportunidad que me doy de afrontar los cambios espirituales que seguramente traerá la proximidad de la muerte.

Con ese bagaje estoy dispuesto a servir a la sociedad si se formaran servicios asistenciales que no colisionaran con trabajos ya definidos y atendidos por personas en la edad adecuada para ellos, puesto que hay más trabajo que puestos de trabajo y, ahí, es donde el jubilado puede ayudar, desde mi punto de vista. Naturalmente, todo sometido a la evolución de la automatización generalizada que asoma su oreja por el horizonte y que podría acabar, no ya con las ocupaciones sociales de los jubilados, sino con la de los jóvenes ávidos de ser útiles. En ese caso, sería necesario que cualquier idea para cubrir una necesidad humana fuera cubierta por los jóvenes que necesitan un proyecto de vida, antes que por un jubilado. Por ejemplo, ahora los ecologistas recogen plásticos del mar por amor a la naturaleza. Mañana puede o deberá ser una profesión. África languidece ente sátrapas y epidemias; sería mejor invertir el sentido de la emigración y enviar contingentes de europeos a aportar su conocimiento y a emprender negocios con los nativos para que mejoren sus vidas en sus propios paisajes espirituales. Ya viajarán por placer.

Porque la alternativa de cobrar sin trabajar, cuando hay tanto por hacer, parece una estupidez. Mientras no se arbitren medidas de este tipo, la amenaza del desempleo provocado por la automatización se trasladaría a grandes masas de ciudadanos a los que nadie estaría dispuesto a formar, dada su “inutilidad” potencial. Quizá muchos de los jubilados podrían ocuparse, entonces, de formar a los jóvenes para que éstos a su vez emprendieran servicios no cubiertos por la robótica y así justificar sus emolumentos. Además de que la tecnología que trae el problema trae con ella la solución, pues la educación convencional, académica y reglada, tendrá que convivir con otras en plataformas digitales, que deberán alcanzar los grados de seducción que alcanzan algunos “influyentes” en las redes distribuyendo basura mental.

Me pasé quince años cantando la primera estrofa del Gaudeamus Igitur de memoria. En ella figura dos versos que señalo con (*) en los que parece anunciarse que, a la frescura de la juventud, sigue una permanente molestia que debe llevarnos a vivir al horaciano modo del Carpe Diem:

A pesar de este pesimismo, los jóvenes estudiantes alemanes que entonaban este himno en el siglo XVIII hacen un canto a la vida y recomiendan, en el resto del texto, no perderla en el odio y la tristeza. Al contrario, proclaman el goce, el estudio y el cultivo de la verdad. Este es el plan que propongo para ser jubilado. Y digo “ser” y no “estar” jubilado porque la jubilación no es un sitio en el que se está, sino una forma de ser que puede abarcar treinta años de la vida propia. Una forma de ser que debe construirse explorando lo que hemos sido cuando hemos estado cumpliendo con nuestra cuota de esfuerzo a la sociedad.

Seguro que algo estaba ahí latente que ahora se puede desarrollar. De no ser así, habría que sospechar que se puede ser workalcoholic o trabajólico, en una versión léxica más propia de Mario Moreno (Cantinflas) (1911-1993) de la expresión inglesa de “adicto al trabajo”. Lo que, de ser así, hace necesaria una cura, que pasa por alejarse de la empresa y probar el ocio, hasta casi el hastío. Momento en el que toda la mente reclamará una ocupación que debe responder a la propia naturaleza que, sólo o con ayuda, debe uno haber identificado en el periodo de desintoxicación del que ha resultado para mucha gente algo así como “trabajos forzados”.

Merece la pena intentarlo y, ante la duda, leer un tiempo buena literatura; nada de aquella que te manipula haciéndote creer que la vida tiene que ser emocionante a toda costa. Unas emociones que pretenden invitar a poner en riesgo toda la estructura social con giros bruscos, como ocurre con el extrañamente popular Juego de Tronos, que ni enseña política, ni invita a la piedad. Un tipo de arte cinematográfico que, eso sí, hace renacer el gusto por la violencia que parece estar sumergido en nuestras profundidades y es cultivado en susurros.

El buen jubilado no nace, se hace. Aquí lo que se propone es un ejercicio, un hacerse primario de reubicación en la vida, haya pasado lo que haya pasado previamente. De esta forma, el último tramo de la existencia puede tener un significado nuevo. El hecho es que, cuando se está jubilado, se puede dejar de estarlo volviendo al trabajo como hizo un conocido mío harto, como el decía, de “empujar carros de Mercadona” (según su propia expresión). Pero si se es jubilado, esa condición ya no se abandona nunca, porque se habrá encontrado el buen vivir para el bien morir.

El secreto de una buena vejez es considerar que las molestias, incluso las enfermedades graves no son exclusivas de estas edades, sino que se pueden presentar en cualquier momento, lo que las elimina como factor diferenciador. Queda pues el gobierno del cerebro, la mente y el espíritu (que no es lo mismo). El cerebro es consciente, la mente autoconsciente y el espíritu libre. Éste último es el refugio de la inteligencia para estar en “solitud”, término que Hannah Arendt (1906-1975) utiliza para referirse a la intimidad del pensamiento consigo mismo en ausencia de otros. No hay que confundir con la soledad, que es la ausencia de los otros y de la propia compañía.

Y ese gobierno del espíritu (del alma, castizamente) es una aventura para el ser humano, tenga la edad que tenga. Por el alma han transcurrido los mismos acontecimientos que por el cuerpo, pero, si el soporte cerebral resiste, estos acontecimientos pueden dar la felicidad que compense la decadencia del cuerpo. La juventud del alma de un viejo es formal, se refiere a sus deseos de saber y sentir, que pueden permanecer intactos, pero no su contenido. Su maduración nunca es la misma, evoluciona buscando el equilibrio entre el conocimiento estructurado y el estremecimiento orgánico; entre el concepto y la intuición, entre comprender y poetizar.

Por tanto, la vejez es una época en la que hay que evitar que los cambios en el cuerpo depriman a la mente, para que ésta mantenga su fortaleza e interés por el entorno a sabiendas de que somos corporalmente intermediarios entre nuestros padres y nuestros hijos; pero en la certeza de que, espiritualmente, somos propietarios de nuestras vidas. Si nos parece poco premio habremos fracasado al sustituir la vida por su espectro.


[1] En todo este texto, cuando se dice “jubilado”, se quiere decir también “jubilada”.

La ineludible realidad

El filósofo Nicolai Hartmann (1882-1950) dedicó muchas páginas a sentar sus tesis nuclear: la realidad en sí misma nos trasciende y se presenta ante nosotros tozuda, impenetrable, indiferente a nuestros padecimientos o esperanzas. La realidad se experimenta por la resistencia a nuestras acciones y cualquier modificación de su estructura solamente es posible mediante la paciente humildad, desde el trabajo empírico de la artesanía, al cargado de teoría y experimentos controlados de  la ciencia. Ciencia que no siempre ha de ser de bata blanca y matraz. Hay ciencia en el estudio del hombre en tanto que tal, de su mente, de la sociedad, sus ventajas y patologías. Pero, si algo está claro, es que no hay ciencia sin contar con la realidad, su terquedad y su verdad ontológica.

Pues bien, si algo está caracterizando el momento actual de nuestro país es su incapacidad para abordar los problemas desde el respeto por la realidad de una calamidad biológica que es ineludible una vez activada. Una falta de respeto objetiva que tiene origen en muy distintos grados en función de la aproximación al problema de los responsables políticos de su gestión. Así tenemos el ignorante que no cree en lo que no puede ver – y el virus, ciertamente, no es visible con sus 67 nanómetros de tamaño medio -; sin duda un ejemplar de gestor peligroso porque estará a cualquier cosa que considere que le viene bien al mantenimiento de su situación en su nicho político. Además de que serán proclive a cualquier explicación delirante de lo que ocurre. También tenemos al que vagamente cree en lo que no ve, sin entrar en detalles, pero que piensa que la difusión del virus sigue leyes cuyos efectos tienen la amabilidad de esperar a la oportunidad de establecer medidas antipáticas para la población. No faltan aquellos que sí saben, porque incluso profesan la condición de médicos y, al compatibilizarla con el ejercicio político, se presentan como conocedores por el uso del argot, mientras en realidad sirven de coartada a quienes los colocaron en tan ventajosa situación. Hay también gestores políticos, y estos son especialmente dañinos, que están convencidos de la realidad insoslayable de la enfermedad, pero ven en ella una oportunidad de minar la credibilidad de sus oponentes políticos y consiguen amortiguar el pellizco de la culpa para lanzarse a las más burda manipulación de la situación.

Dicho esto, no se me escapa que hay políticos y profesionales politizados que actúan correctamente porque conocen y reconocen la silueta de la realidad, y cuando su disonancia con el entorno supera determinado umbral, hacen algo tan sencillo como dimitir. Pero, desgraciadamente, estamos comprobado estos días que son mayoría los que niegan la realidad o la manipulan. Ambos tipos simplemente actúan como los defraudadores que comienzan su andadura delictiva creyendo que sus amaños contables no serán descubiertos. Pero la realidad, al igual que se nos contaba sobre el registro de méritos por los entes espectrales del cielo y el infierno, apunta con todo detalles cada uno de nuestros actos. Lamentablemente, el desfalco metafórico acaba, como suele ocurrir con los desfalcos reales, siendo pagado por el ciudadano, que realmente abrumado física y moralmente en una cama UCI, roza su cuerpo y su alma con la abrasiva realidad que despreciaron los que deberían haber cuidado de él.

Caricaturas

En el principio de estas letras diré lo mismo que en su final: el terrorismo, en general, y el yihadista, en particular, me parece la faz lunática de cualquier ideología. El terrorismo no vencerá a sociedades modernas bien cohesionadas alrededor de principios que conecten con la real naturaleza humana. El terrorismo religioso fue practicado en el pasado por la propia religión de nuestra civilización. Desde Hipatia a las brujas de Salem pasando por los procesos de la Inquisición española o los horrores del proceso luterano en Inglaterra con Isabel I, nuestra religión ha practicado el terrorismo, que entonces se llamó “lucha contra la herejía”; lo que no está muy lejos de las motivaciones de un Ayatola cuando emite una fatwa. Es la cara demente de la religión, que se expresa cuando la coherencia con la letra de los libros “sagrados” son el objetivo de la pureza que se proclama. Ni entonces, ni ahora faltan individuos que se sienten llamados a castigar ofensas a esta pureza.

Estos días se ha producido en Francia el tercer atentado con víctimas relacionado con las caricaturas de Mahoma – el cuarto en el mundo, si se tienen en cuenta los disturbios letales cuando fueron publicadas por primera vez en Dinamarca -. En este caso, sin perjuicio del horror por los anteriores, se han querido matar muchas cosas al matar a Samuel Paty: se ha matado irreversiblemente a un hombre concreto con su vida portada en esa cabeza cruelmente separada de su cuerpo; se ha querido matar la convivencia en la escuela, esperanza de toda civilidad; se ha querido matar la confianza de cada profesor a la hora de expresar los contenidos que considerase oportuno para su labor docente y se ha querido matar la sacrosanta libertad de expresión. De todas esas muertes, la única conseguida es la del ser humano concreto sacrificado en el altar del fanatismo ignorante y zafio con un vulgar cuchillo de cocina.

            Pero en medio de ese horror y desde la ausencia de creencias religiosas ¿Queda espacio para una reflexión perpleja y arriesgada?. ¿La libertad de expresión no se concibió como una herramienta contra la tiranía? ¿Su compañera la libertad de pensamiento no la acompaña en el progreso de la humanidad? ¿Por qué perversa pendiente se ha deslizado hacia el punto de que se puede decir cualquier cosa sin obstáculo para no manchar la inmaculada pureza de tal principio? Siempre he imaginado la libertad de expresión como una herramienta que, usando la más seca prosa o la más burlesca sátira, tenía como objetivo mejorar la vida de los individuos y las sociedades. Y que la lucha estaba en oponerse a los poderes que estorbaban la libertad política y la de pensamiento utilizando la libertad de expresión. Pero si Galileo fue víctima de la represión a todas las libertades, ¿en qué avanzan éstas con las caricaturas de Mahoma y, sobre todo, cuál es la ventaja añadida de su repetición tozuda? Por eso, tantos militantes de la libertad política han perdido la vida en manos de los sicarios de los poderes dictatoriales cuando eran portadores de panfletos subversivos. Trabajando en la clandestinidad han puesto en peligro sus vidas queriendo denunciar atrocidades o anunciar revoluciones liberadoras, como hicieron tantos y tantos desde la Francia revolucionaria a los estertores del franquismo. La democracia ha enervado estas pasiones, por innecesarias, y han abusado de ellas degradado la libertad de expresión hasta las estancias de la ofensa gratuita. En este momento es oportuno decir que no creo que ni la más burda de las sátiras tenga que ser objeto de reproche penal, sino, en todo caso de reproche moral, incluida la del caso que nos concierne. No hay éxito de ninguna trasgresión si no hay consumidores de su expresión material. Pero en este caso me sorprende la unanimidad en aceptar como un logro de los valores de la república francesa estas caricaturas, que ya podemos denominar como letales. O, lo que es lo mismo, la ausencia de todo reproche a su publicación reiterada a pesar de su carácter y consecuencias.

Pero dicho esto, en un primer plano teórico ¿no hay una reflexión necesaria acerca de esta contumacia en reproducir unas caricaturas ofensivas para los musulmanes?; y, en un plano pragmático, ¿No hay una cierta falta de inteligencia en esta reiterada puesta en peligro de personas cuando es sabido que pululan los monstruos capaces de ser igualmente contumaces en repetir los crímenes? ¿No hay mejores ejemplos para mostrar la excelencia de la libertad de expresión a unos jóvenes alumnos? Reconozco que no entiendo esta actitud de caer, una y otra vez, en la ofensa gratuita y sin gracia y en el peligro cierto de ser atacado por la bestia intoxicada de pureza y muerte. Creo que el hecho de que la emigración cree comunidades musulmanas o de otras creencias en Francia plantea, qué duda cabe, problemas, pero ninguno de ellos avanza un ápice en su resolución con la publicación de estas caricaturas. Y ello porque Francia, como cualquier otra nación, tiene derecho a sacrificar y sacrificarse por el respeto a sus leyes constitutivas, que pueden ser violadas, por ejemplo, por el uso del burka que oculta la identidad o por el adoctrinamiento de jóvenes para la comisión de crímenes, pero en ningún caso es violada por la creencia de que sus profetas deben ser respetados. Y aquí se discrimina sutilmente lo que es libertad de expresión y lo que no lo es. Toda manifestación oral o escrita de rechazo a actitudes que colisionan con las leyes de la nación que acoge son necesarias y quienes las expresan son dignos de admiración. Por eso, quien se arriesga en capturar o reprimir a quien comete viola las leyes incluyendo los crímenes de odio merece reconocimiento. Pero no lo tengo tan claro con quien desborda la defensa de su legalidad – como expresión de sus valores – mediante la ofensa gratuita.

Respondiendo a la segunda pregunta sobre la contumacia en la ofensa, creo que aún en el caso de una defensa genuina de la libertad de expresión no hay que arriesgar la vida inútilmente, como no lo hace ni policía en la paz, ni los soldados en la guerra. En ambos casos se usan tácticas y estrategias para conseguir los fines con las mínimas bajas posibles. No imagino ni a unos u otros acudiendo a detenciones u operaciones bélicas de peligrosos delincuentes o poderosos enemigos sin armas, sin protección física ni preparación inteligente de la acción. Prudencia que alabamos cuando se trata de la defensa de la legalidad y rechazamos cuando no. Prudencia que, de hecho, lleva a estas instituciones a considerar la actitud temeraria como inaceptable en general y admirable, en particular, cuando la exposición se justifica por el peligro para inocentes indefensos. De modo que, aún supuesta la legitimidad de la ofensa a los musulmanes, ¿tendría sentido llevarla a cabo de forma temeraria?. Pero si añadimos que esta ofensa no es legítima, ¿tiene sentido insistir en su reproducción a pesar del peligro de sufrir violencia? ¿Desde qué principios? Desde luego desde la defensa de la libertad de expresión no. Ya he dado argumentos sobre en qué consiste la libertad de expresión más arriba. Añado ahora que esa lucha hay que llevarla a cabo, por quien considere oportuno contribuir, contra la pretensión de imponer costumbres que violen las leyes del país, como ocurre en el ejemplo nítido de la ablación del clítoris. Una lucha en la que -ahora sí- la heroicidad tiene su espacio. Dicho todo eso en la convicción de que la ofensa no puede tener como consecuencia, en ningún caso, la pérdida de la vida o maltrato alguno.

Estas caricaturas nacieron en un contexto racista de una Dinamarca asustada por la inmigración y sus consecuencias en formas políticas de extrema derecha. ¿Es comprensible que la prensa europea no encuentre un resquicio intelectual en este comportamiento para que, al mismo tiempo que se rechaza con fiereza la acción terrorista, se desaliente la repetición de este sacrificio estéril e ilegítimo? Creo que es compatible la defensa de la libertad de expresión y el posicionamiento de estos hechos en sus auténticas coordenadas morales y sociales. Creo que merece el esfuerzo de reflexionar más allá del horror y más allá de esta heroicidad incomprensible para mí, y así mirar hacia el corazón de la civilidad. Me ha costado escribir esto por los equívocos que pueden derivarse de mi análisis, pero si estoy equivocado, pido perdón después de reiterar mi desprecio al terrorismo y, especialmente, a los que desde la seguridad de sus teclados o púlpitos lanzan a jóvenes confusos hacia la claridad fulgurante del crimen.

Madrid es de todos

Mi primer viaje a Madrid se remonta a septiembre de 1966 cuando estuve en él unas horas entre mi llegada en tren desde Murcia y mi salida en autobús para Burgos desde la calle Alenza. Un autobús que tomé muchas veces en los siguientes años de estudios. En ese primer día madrileño, me fui a la Plaza de España y me hice una foto delante del monumento a Cervantes y con el Edificio España de decorado. La foto la hizo un fotógrafo profesional con un trípode y blusa negra en la que meter la cabeza. En el trípode había un cartel que decía “tres veinticinco”. Cuando acabamos me dio un sobre con las fotos y yo, adolescente paleto, le di cuatro pesetas para que se cobrara. Aún recuerdo su cara de indignación sospechando que aquel jovenzuelo de dieciséis años le estaba tomando el pelo. Sospecha fundada en que aquella escueta frase quería decir para él: “tres fotos veinticinco pesetas”. Pagué con dinero y dignidad y me fui a dejarme impresionar por la Gran Vía. En los siguientes años Madrid fue una ciudad en la que pernoctar como sistemático viajero, acampar en sus ministerios, pasear como asombrado voyeur de sus edificios, sufrir vahídos en sus museos como un Stendhal de baja estofa o desvaríos estéticos en el Teatro Real. Pero disfrutar ese Madrid complejo tuvo un episodio digno, por oportuno, de ser destacado.

Empezó la experiencia por averiguar qué cosa era aquella torre (campanile) neo renacentista que asomaba por encima de los tejados cuando la llegada en el talgo a la estación de Atocha era inminente. Resolví el misterio andando hasta llegar al sitio y encontrarme con que la entrada era gratis y que dentro había una sorpresa: bajo el rimbombante nombre de Panteón de los Hombres Ilustres el curioso se encuentra en un edificio neo bizantino de 1899. Supe entonces que era un proyecto fallido de enterramiento de los hombres célebres que respondía a un intento de las Cortes de 1834 de enterrar allí desde Cervantes a Quevedo, desde Jovellanos a Goya, añadiendo cada cincuenta años a aquellos para los que se considerase que cumplían las condiciones para ser ilustres de la patria. Se desistió porque, al parecer, no archivamos bien ni los datos de las pandemias ni los huesos ínclitos.

El pabellón actual es un claustro mágico en cuya galería hay una verdadera exhibición de escultura española de alto nivel. Así, una magnífica tumba o, quizá cenotafio de Mariano Benlliure (valenciano) para el malogrado Eduardo Dato (coruñés), que muestra al presidente de la nación caído bajo los veinte disparos de los tres sicarios que lo mataron en 1921. O las magníficas alegorías de Agustín Querol (tortosino) en el monumento funerario de Antonio Cánovas del Castillo (malagueño). Y digo tumbas y monumentos funerarios porque en el Panteón están o estuvieron los restos de Antonio de los Ríos Rosas (rondeño), José Canalejas (ferrolano), Juan Prim (reusense), Francisco Martínez de la Rosa (granadino), José de Palafox (zaragozano) y otros nombres decisivos en la historia de España, como el tantas veces mencionado Juan Álvarez Mendizábal (chiclanero), por aquello de la amortización de los bienes de la iglesia de la que, últimamente, se está resarciendo inmatriculando hasta plazas de garaje. No es fácil salir de esta atmósfera feérica sin experimentar la sensación de cosa inacabada. Tal parece que los españoles vamos por espasmos. Pero si esta obra quedó inacabada, “inválida” – haciendo referencia oblicua al trato francés a sus ilustres –, sin embargo, oculto a las miradas no atentas, es una prueba de que la historia de España pasa, en gran medida, por su capital, pero “producida” por eminentes nacidos en todo el territorio nacional, aunque muertos en Madrid. Tradición que ha seguido hasta la fecha con políticos señalados, como es fácil de comprobar.

Por todo eso, más que un espasmo, lo que experimentamos estos días es auténtico pasmo por la pretensión del gobierno de la comunidad autónoma de quedarse todo Madrid para ellos o, peor aún, quedarse España para el espíritu que creen encarnar del Madrid que es de todos. Cualquier pretensión de teñir Madrid de catetismo político es vana y es una usurpación. Parafraseando al torero Ricardo Torres: “Madrid está donde tiene que estar”. Y, por ello, obligado a dar ejemplo de lealtad y de sentido del cuidado de su gente, que somos todos. Lo que allí ocurra, aquí repercute, lo que allí se traiciona a todos traiciona. El espíritu de una España unida, pasa por la videncia de un España diversa que, de algún modo, metafóricamente, acontece en Madrid. Su actual gobierno ha emprendido una carrera negligente en lo sanitario y malsana en lo político a estos efectos. Si es habitual decir que cualquier ciudadano del mundo debería poder votar en los Estados Unidos de América por la influencia global de sus políticas, estoy empezando a pensar que igual debería ocurrir con los españoles en las elecciones a la comunidad autónoma de Madrid. Me quedo a la espera.