INTRODUCCIÓN
Ernst Gombrich el afamado historiador del arte nacido en Austria dejó dicho en su biografía que lamentaba haber vivido en un siglo en el que se consideró a La Fontaine de Marcel Duchamp una obra de arte. Bueno, ya veremos qué se dice dentro de unos años. Porque el siglo XX ha sido atropellado por los efectos de la tecnología hasta el extremo de ver alterada o transformada su sensibilidad estética, que nadie dijo que debía quedar asociada a la representación figurativa. A nadie le extraña que los edificios muestren sus entrañas desde la obra de Richard Rogers y Renzo Piano en París, ni que en las paredes blancas de los museos aparecen enmarcados exquisitas muestras de la imaginación matérica o colorista abstracta.

Un día en la Francia de la III república, las formas de Ingres se disolvieron en un proceso de unos veinte años hasta llegar a la acuarela informe de Kandinsky. Otro día, en los años veinte, en el café Voltaire los dadaístas conceptualizan el arte y llevan a cabo las primeras performances. Y aún queda otro día imaginario para que aparezcan las instalaciones, esas provocaciones tridimensionales que, a menudo, desconciertan al público dada la finura de la raya de separación con la realidad, si no fuera por el efecto pedestal. Una propuesta artística que nace en el propio Duchamp con sus ready-made.




Un proceso de búsqueda, a veces infructuosa, que parece estancado en este momento en que el arte vuelve, cansado del viaje al interior del ser humano, y regresa a la realidad exterior tal y como la percibimos. Se ha cerrado un ciclo, un círculo en el que el arte se busca así mismo transitando los mismos caminos mientras combina materia y energía sin más resultados que el efectismo. Quizá la tecnología digital con su promesa de realidad virtual, traiga novedades que aún no se perciben, quizá, las fuertes transformaciones del espíritu humano en estos últimos años provoque una eclosión artística proveniente de la desesperación que el futuro ofrece a los jóvenes. En todo caso, el artista actual no tiene la culpa de no haber estado en los efervescentes años del siglo XX en que la ruptura la protagonizaron los titanes de lo no convencional en las artes musicales, literarias, plásticas y escénicas. Y, desde luego, si es un artista real estará atravesado, como en el Ión de Platón, por el rayo divino de la inspiración y producirá gran arte aunque su tiempo lastre su vuelo artístico.
Dicho todo esto, quiero comentar una exposición que he visitado esta mañana en la más completa soledad en el Centro Párraga ubicado en uno de los pabellones del antiguo cuartel de artillería, Campaña 18, en el que, por cierto, pasé un año preguntándome qué hacía allí yendo de un pabellón a otro vestido de caqui. Esta mañana sí sabía a qué iba. Por cierto, qué gran transformación de la zona, una vez derribados los muros del cuartel que, en aquellos tiempos (los años setenta) ya sólo servían, no para que no entrara el «enemigo», sino para que no se escaparan los soldados de reemplazo para irse de juerga (un ejemplo más de cómo se han derrumbado todos los relatos sin que tengamos uno alternativo que compartir). El entorno africanista de los pabellones militares están tan lejos de lo que albergan que parecen pertenecer a otra dimensión.

LA EXPOSICIÓN
Pues bien, ya en la sala, veo el manifiesto de la exposición que se titula:
FUENTES DE SOMBRAS. Visiones femeninas sobre Duchamp y el urinario, y leo que el propósito es «un intento de ampliar el marco de reflexión del urinario a partir del punto de vista de nueve artistas mujeres, cuyos trabajos reabren un debate aparentemente cerrado»
Hay que decir que no hay debate cerrado mientras queden dos seres humanos vivos, uno que abre el debate y otro que atiende o no la petición de discusión. Pero hay debates multitudinarios y otros más marginales, como probablemente sea este. La sala está vacía, desoladoramente vacía. Probablemente sea por el día (lunes) y la hora (las 12). De modo que los objetos se interpelan unos a otros. Una vez repasada geográficamente la exposición destaca una instalación que no parece guardar relación alguna con el resto. En ella predomina el color rosa y el buen gusto. Transparencia plástica y evocación primitiva. Se trata de la propuesta del colectivo Fru-Fru. El misterio sólo lo podría desvelar la comisario de la exposición. Pero vamos poco a poco:
El visitante se sube a la pared de la izquierda y reptando encuentra una imagen letrada en la que faltan algunas vocales. Le evoca la pipa de Magritte. De la lectura de la tarjeta obtenemos la ayuda para interpretar la obra Te siento tanto (2016) de Jana Leo:

Hay un mensaje truncado y una imagen sangrante. Sangre que se usa para trazar los arañazos. La relación con Duchamp estriba en las ausencias de vocales que evocan el Ruido Secreto del lenguaje ausente como extrapolación del ruido de cualquier objeto físico al que se excite convenientemente. Es el ruido del universo ¿la armonía de las esferas celestiales de los pitagóricos?
Un poco más allá, una foto de Jana Leo con unas provocadoras siglas en la frente evoca las fotografías de Man Ray y el propio Duchamp transvestido. Pero Jana reclama la atención sobre el urinario de Duchamp como flecha que señala el espeso clímax de las relaciones homosexuales de su época. La alusión al sida es la alusión a la marginación. Si los varones de la época se crearon su propio ambiente, Jana reclama que se preste atención a la marginación de otros grupos castigados por las convenciones sociales. Entre ellos a las mujeres. La obra se titula Estigmas fatales (1994).

Más allá, encontramos las instalación de Fru-Fru, que ya hemos comentado que no encaja en el propósito de la exposición, si no es tangencialmente, pero que reclama nuestra mirada magnéticamente. Su tamaño, su frescura e, incluso, su posición ladeada atrae a nuestro observador que se baja de la pared para acercarse a todos sus matices. Es una obra que nos permite un descanso entre el alto simbolismo de las funciones bológicas. Como no hay nadie, el observador sube a la cresta y recorre los espacios llenos y vacíos de la obra. La obra se titula Eurasic Bath (2017) y no habla del urinario, sino que evoca el conjunto de la estancia para la higiene como lugar sagrado para el alma y el cuerpo en su intimidad.

Provocadoramente sugiere que son formas y colores para el año 4017 (de nuestra era). En rosa se propone al cuarto de baño como una especie de Aleph desde el que mundo se contempla y hacia el que el mundo mira condicionando lo que en él ocurre haciendo caer las paredes para que se advierta hasta qué punto en él todas las barreras caen mientras el individuo se resiste a disolverse por las fuerzas de la ambigüedad, lo biológico y lo económicos. En un sector del círculo interpretativo habla de la intimidad difusa de Amanda Lear, una de las musas de Dalí. Enorme esfuerzo sintético de esta instalación que posiblemente fuera más explícita en su formato original en la exposición en el Victoria & Albert Museum de Londres en febrero de 2017.

Refrescado el observador vuelve a la pared y avanza hacia la esquina donde hay una figura con apariencia informe sobre un pedestal. El ojo se ajusta para aplicar patrones a las formas y encontrar similitudes con algunas de sus partes. La operación tiene éxito y una vagina aparece en la parte posterior, mientras un pene emerge hacia las alturas como el promontorio de Whitman. Pero al leer su tarjeta, un escalofrío recorre la espalda del observador varón, pues se trata de una picadora de carne. Chelo Matesanz presenta una obra El fuente de (2017) cuya relación con La Fontaine está más cogida por los pelos, pero que, una vez establecida, hace inevitable un pensamiento funesto cada vez que en el futuro el observador haga uso de un urinario. Las emociones del arte contemporáneo no tienen que ser placenteras. Pero podemos hacer un viaje de retorno desde el punto al que la analogía urinario-picadora nos ha llevado, pero requiere un esfuerzo de anulación de la memoria que hoy no vamos a hacer, para irnos bajo el efecto de la ansiedad que la obra produce.

Dos pasos más por la pared, un tránsito por el techo y el observador baja acercándose a una obra enigmática en primera instancia. Es la obra A diamond or a Coin (1984) de Almudena Lobera. Es una obra que evoca a Duchamp, pero el observador no se resiste a que su mente piense en Magritte de nuevo. Se trata de un dibujo de la obra Un ruido secreto del propio Duchamp, pero la artista ha llevado a cabo un atrevido gesto para provocar la sorpresa y las sinapsis del observador. Del dibujo bidimensional «ha extraído» los cuatro clavos. Clavos que, en la realidad, harían posible el montaje y en el dibujo son echados de menos aunque toda representación tiene derecho a la incoherencia. Tal parece que, en cualquier momento, la mano va a salir del plano para reclamar sus clavos. La contemplación de la obra obliga a un viaje entre dimensiones sumamente sugerente. Desde la capacidad de «engañar al ojo» del descubrimiento de Brunelleschi no había visto nada igual. Porque aquí no se quiere «trompe l’oil» sino dejar la mente en suspenso una milésima de segundo mientras descifra el rompecabezas. El observador no toca los clavos por si es absorbido hacia el interior del dibujo.

Aún sobrecogido por las dos últimas obras que le han producido espasmos físicos y calambres mentales (Wittgenstein), es decir placer estético, se dirige al cuarto oscuro. Oscuridad que despierta todos los temores infantiles y desorientado el observador va hacia la luz del fondo donde la cartagenera Rocío Abellán ha instalado su habitación Été donné. La mère, la chambre, la pot (2017) (lo dado, la madre, la habitación, el orinal). Desde luego, la familia es dada y los amigos elegidos. Miedos infantiles resueltos con el familiar orinal. Tiempos de retrete (lugar retirado) y fantasmas. El vestido de novia, quizá, evoca la huída de lo dado hacia lo elegido.

Un sonido reclama la atención del observador que se vuelve y se ve ante una pared negra en la que una forma de transforma e interpela. Al modo del test de Rorschach reta a nuestros patrones para interpretar su dinámica. Así ante este observador aparecen abrazos y cuevas (amor y sexo).
Cerrado el ciclo se vuelve a la luz y repta rápido por la pared izquierda, pasa por encima de «A diamond…» y «Eurasic…» y dobla una esquina sin esfuerzo y tropieza con Montserrat Mesalles y su interpretación de la Fontaine a la que llama Punto i aria (2017). Un urinario masculino se ve feminizado por una urdimbre que enlaza con el Gran Vidrio de Duchamp, donde una novia conceptual pinta en el aire como se teje el tejido utilizado para enfundar la pieza. Todo son alusiones al salto del arte desde lo matérico a lo mental que propuso Deschamps.

Sin solución de continuidad, en la misma pared, con sólo tres o cuatro ondas, el observador se encuentra con las obra de Paula Rubio Instalación (2017), Fotografía I (1998) y II (2007) y Prototipo I, II yIII (2017). Todas ellas voceando su mensaje de marginación desde las ruinas urinarias de la prisión de Carabanchel. Paradójicamente recuerdan que el primer urinario exhibido fue indultado y ensalzado por el Gran Arte a pesar de las objeciones de Gombrich.

El arte conceptual cansa, porque el ser humano tiene «pereza de concepto» como Hegel nos hizo saber. No en vano fuimos instinto, primero, emoción, después, y reflexión al final de un largo camino del que todavía tenemos el recuerdo. Pero el observador está solo y puede descansar hasta la siguiente etapa.
Recuperado, ordenadas las ideas, afronta una instalación de la que no tiene tarjeta. Respira aliviado, porque puede interpretarla por su cuenta. Una barandilla de escalera que conduce a ninguna parte y, sin embargo, el observador quiere subir por ella. Sabe que detrás le esperan los recipientes para recoger sus restos si la aventura acaba mal, pero persiste. Espera a que se abra la no puerta a la que conduce la no escalera. Dicho esto, reflexiona y llega a la conclusión que esta instalación forma parte de la de Paula Rubio, por lo que expulsa sus propias reflexiones y abandona la sala con los ojos mirando hacia dentro para encontrar el hilo de Ariadna.