El atentado de ayer en Londres es una nueva oportunidad para la inconsistencia política. Es odioso que alguien alcance un nivel de desatino tal que vea el mundo a través de unos ojos inyectados en sangre que lo conduzcan a matar indiscriminadamente a seres humanos y a inmolarse él mismo en medio del éxtasis. Es difícil de aceptar que personas inocentes vean truncada sus vidas de forma tan cruel y sorpresiva. Pero es insoportable que aquellos a los que encargamos que dirijan nuestros países de la forma más racional y equilibrada desde el punto de vista de los intereses generales se comporten de forma tan inconsistente con las causas de nuestros males.

Del asesino de ayer, aún no sabemos si tuvo motivaciones políticas o religiosas. En todo caso, este tipo de acciones se llevan por delante a cualquiera dado su carácter ciego y cruel. Todas las semanas oímos de atentados en oriente próximo que acaban con la vida de cientos de árabes a manos de árabes, dejando los atentados de Europa en mantillas. Los atentados en Occidente suelen estar protagonizados por marginados fanatizados en su última etapa de resentimiento social, ya sean espontáneos o enviados formados y armados desde los focos de terrorismo internacional. A medida que las autoridades han ido tapando las fisuras por las que llegaban los terroristas profesionales, han proliferado los ataques artesanales cuyo ejemplo máximo fue el ataque con aviones civiles llenos de pasajeros a las Torres Gemelas de Nueva York, pero también son ejemplificados con ataques con algo tan trivial como un coche. Añádase el carácter suicida de mucho de ellos para elevar la dificultad de detección y prevención a niveles inaccesibles. Si hay otro lobo solitario por ahí, esta misma mañana en cualquier lugar del mundo podría producirse un ataque similar y nadie podría impedirlo.

Pero la inconsistencia que da título a este artículo tiene que ver con la respuesta que dan nuestros políticos. No se sigue de un atentado como el de ayer cerrar las fronteras ni sacar el ejército a las calles. Serían dos medidas absurdas. Los atentados los cometen gente que está ya dentro y el ejército es inútil contra la voluntad homicida de un sólo hombre. Lo que sí se sigue de estos actos es lo que los gobiernos no están dispuestos a hacer por razones enigmáticas. ¿Qué cosas? pues no liberar pueblos ajenos con guerras; no comerciar con el país que financia descaradamente al terrorismo mientras no acepta a un solo refugiado de su raza y cortar radicalmente la circulación de armas que hacen posible la existencia y resistencia de núcleos de terror con aspiraciones de gobierno en Oriente Próximo. Si hay países estables los fanáticos se diluyen como nosotros tenemos diluidos a los nuestros. ¿Alguién piensa que entre nosotros y con nuestro mismo aspecto no hay gente dispuesta a practicar el terror si se permite que se cree un caldo ideológico suficientemente tóxico? Pues véase lo que ha costado acabar con ETA y juéguese con suficiente torpeza en otros territorios nacionales y se comprobará lo dicho a un alto precio. Si no hay focos de terrorismo, no será necesario prohibirle a nadie que visite un país o que, dentro de leyes universalmente aceptadas, emigre. Mucho menos será necesario deportar a individuos o familias.

En el Reino Unido mueren por violencia de todo tipo unas 600 personas cada año (9 por millón).En Francia 800 (12 por millón) y en el país del xenófobo Trump 12.000 (40 por millón). En España, afortunadamente, las cifras son menores: 300 (6 por millón)  Sin embargo la conmoción de estos crímenes afecta solamente a los familiares, mientras que la del terrorismo a toda la nación y a toda Europa o América. La razón es que el terrorista no sólo quita una vida, sino que aspira con ello a demoler una sociedad. Lo paradójico es que eludiendo las medidas contra las causas profundas se facilita su pretensión, mientras que tomando solamente las medidas típicas y de contenido nulo se minan los fundamentos de nuestras sociedades democráticas. Dureza con lo síntomas, sí y sí. Pero, también y sobre todo con las causas.

Una frase apócrifa dice sensatamente que la locura es hacer siempre lo mismo y esperar resultados diferentes. En ciencia se considera que hay una probable relación causa-efecto cuando al variar la intensidad de un acontecimiento siempre varía la intensidad de otro. Tampoco hace falta ser un sabio. ¿Cuántas veces se necesita quemarse la lengua con una sopa caliente para no hacerlo más?. Pues bien, los políticos de las grandes potencias no tienen en cuenta el ejemplo de la sopa ni el de España con su ejemplar resistencia y paciencia para acabar con el terrorismo de ETA. Muy al contrario, tozudamente siguen haciendo lo mismo esperando resultados diferentes. Es decir están técnicamente locos. ¿O no? ¿y si el grado de terrorismo que se produce en Europa lo consideran un efecto colateral soportable frente al éxito geoestratégico de seguir enredando en países cuyas materias primas desean controlar? ¿Y si ese grado de terrorismo permite que el miedo facilite las políticas más convenientes a los fines señalados?. En ese caso sus respuesta habituales del tipo: «no podrán con la democracia»; «estamos en guerra con el terrorismo»; «acabarán pagando sus crímenes», etc. no serían producto de una locura convencional, sino de la peor de todas: la locura lúcida, hiperracional del ejercicio homicida del poder de quien cree que el ser humano no tiene remedio y que los recursos son escasos. Y que, por tanto, lo que hay que hacer es ejercer un egoísmo institucional inmisericorde y ¡sálvese quien pueda que somos demasiados para repartir!. Si esto es lo que hay detrás de las declaraciones enfáticas, retiro lo de que son inconsistentes y afirmo lo de la locura de ciertos hombres y mujeres.

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