La economía como disciplina ha sido un asunto de especialistas, de la que no supe nada hasta 2007. En el verano de ese año, empezaron a llegar noticias de una crisis en Estados Unidos asociadas a las llamadas «hipotecas subprime». Se dió el caso, ese verano, de que asistí a un funeral en un tanatorio y coincidí con un alto responsable de una caja de ahorros y pronto estábamos hablando de ese neologismo. Me explicó la temeridad premeditada que habían cometido algunos bancos norteamericanos poniendo en circulación activos, compuestos de distintos tipos de deuda, incluyendo hipotecas de dudoso cobro. Durante años, y una vez que el presidente Clinton eliminó las últimas barreras para la «creatividad financiera», se había buscado, irresponsablemente, a ciudadanos que firmaran hipotecas cuyo pago mensual era más que dudoso por la precariedad económica de los titulares. Se crearon unos novedosos activos de diseño, a los que pusieron el nombre de CDO (collateralized debt obligations), incluyeron todo tipo de títulos: seguros de estudios, seguros de vida e, intercaladas, la llamadas «hipotecas basura». Unos activos complejos que los bancos del mundo entero compraron poniendo cara de saber lo que hacían. Para ello los emisores contaban con la complicidad de las agencias de Rating que avalaron con la máxima categoría estos valores. El resultado es que, después,  a estos activos se les tuvo que cambiar el nombre a activos tóxicos, cuya definición es:

«Los activos tóxicos son fondos de inversión de muy baja calidad que se crean a partir de hipotecas a personas con solvencia económica baja (respaldados por una vivienda cuyo precio real difiere bastante del especulativo). El valor de estos fondos de inversión es prácticamente cero o negativo»

Con estas prácticas se estaban creando las condiciones para un nuevo Crack financiero, pero al contrario que en el año 1929, fue consecuencia de una acción premeditada de ciertos bancos financieros que vieron una oportunidad de gran negocio a costa de la ingenuidad del infeliz que quería una casa que no podía pagar y la de los supuestos expertos de la banca mundial. La oportunidad estaba basada en la derogación de la ley Glass-Steagall que tras la crisis de 1929 prohibió que los bancos comerciales pudieran tener actividades con los banco de inversión. Eliminada esta barrera y otras muchas a lo largo de treinta años, estaban puestas las condiciones para llevar a cabo acciones, poco éticas pero legales, de la crisis. Esto permitió que los presidente de los bancos involucrados declararan, cuando el castillo en el aire se desplomó, conteniendo la risa ante las comisiones que se crearon. El buen humor procedía de que la crisis los dejaba a ellos en la más obscena riqueza imaginable en sus resort tropicales. Lo efectos fueron globales y las haciendas públicas pagaron los platos rotos con inyecciones de liquidez a bancos al borde de la ruina por su estulticia de acumulación de valores tóxicos.

Esto es historia reciente. Si alguien no tiene claro qué pasó, seguro que sí ha padecido alguna de las secuelas de esta «estafa» consentida por los no menos estúpidos poderes públicos que la hicieron posible a gran escala. Pero lo más estupefaciente es que, tras comprobar qué ocurre cuando se deja al mercado las manos sueltas, se haya impuesto urbi et orbe la versión más liberal posible del capitalismo, a pesar de las proclamas de refundación del sistema por parte de algunos políticos y empresarios en aquellos años. La amarga experiencia es que los Estados, a despecho de quien los gobernara: conservadores, liberales o socialdemócratas, abrazaron con entusiasmo la gestión de las burbujas financieras. Pero, el recuerdo de los buenos tiempo aparentes, en los que se estaban creando las condiciones para el hundimiento financiero de sus políticas, les impide ver la necesidad de actuar controlando las estrategias privadas que puedan desestabilizar las economías nacionales y se entregan a prácticas en las que le aprietan el cinturón a la ciudadanía mientras crecen los beneficios privados. Así se olvida, de nuevo, que toda actividad económica sólo tiene como fin mantener física y moralmente al conjunto de las sociedades y no la práctica de un juego perverso de listos y tontos.

Quizá, el curioso fenómeno de apoyo electoral de los ciudadanos a opciones liberales o conservadoras sea, todavía, el resultado del recuerdo de que estas opciones gobernaban cuando las burbujas financieras cautivaron la imaginación haciendo posible que el común pudiera disfrutar de un tipo de vida que sólo era posible financiar con dinero ajeno. Un espejismo del que se despierta con 800 euros de salario al mes y la amenaza del desempleo siempre sobrevolando sus esperanzas. En el caso español la irresponsabilidad alcanzó al partido socialista que no quiso parar la burbuja y pagó los platos políticos rotos cuando todo estalló irreversible y tardíamente  en 2010.

Todo esto me pareció que debía tener sus antecedentes intelectuales que permitieran entender algo desde el punto de vista de un ciudadano corriente. En mi búsqueda naif he dado con el libro que es objeto de esta reseña: Keynes versus Hayek de Nicholas Wapshott. Su iluminadora lectura me ha llevado a trabajar en los textos de estos autores claves en la comprensión del fundamento económico de nuestras vidas, lo que será objeto de otros artículos.

Nunca como ahora la economía ha estado tan a la vista de cualquiera que se interese por ella, dado que ha salido de la penumbra para estar en los telediarios y las tertulias tratando de explicar lo que nos pasa. Desde luego hay dos cuestiones claves a la vista:

  1. Para evitar una nueva catástrofe económica, el ciudadano debe salir de su modorra y actuar como un actor económico inteligente y responsable para evitar que los expertos, ya sea por codicia o estulticia, vuelvan a comprometer el patrimonio de todos.
  2. Las sociedades modernas tiene que resolver qué estándar de vida se pueden permitir para: evitar el colapso del planeta y garantizar a toda la población mundial su subsistencia.

El segundo punto tiene dos corolarios:

  • La conservaciónCalico del planeta requiere contención consumista. Pero este propósito requiere ejemplaridad, por lo que la riqueza individual debe ser limitada con el doble propósito de que la mayor parte de la riqueza vaya a la resolución de los graves problemas que nos acucian, pero sin matar la meritocracia que activa las ambiciones. Si no, la enorme riqueza acumulada lleva a sus tenedores a emplear el dinero en proyectos tan delirantes como la inmortalidad (Véase la provocadora portada de Time)
  • La igualdad de oportunidades es la base de la optimización del talento individual. Por tanto, la educación debe alcanzar las más altas cotas de excelencia para todos, aunque no todos sean capaces de aprovechar la oportunidad. En consecuencia la herencia, que coloca con gran ventaja económica a los hijos de los más ricos, que no tiene porqué ser los más listos, será, con mucha probabilidad, revisada en el futuro.

RESEÑA

KeynesJohn Maynard Keynes (1883-1946) fue un economista británico cuya influencia aún tiene vigor y fue decisiva a lo largo del siglo XX y, aún la tuvo en la crisis de 2008. De algún modo es el inventor de la macroeconomía a partir de su obra: Teoría General sobre el Empleo, el Interés y el dinero (1936) . A grandes rasgos, es partidario de la planificación económica por parte de los Estados para controlar los principales factores de su funcionamiento. Tuvo el acierto de profetizar la II Guerra Mundial a la vista de las condiciones del Tratado de Versalles.

 

Hayek

Friedrich Hayek (1899-1992) fue un economista austríaco cuya influencia está de plena actualidad, puesto que inspira a las escuelas más radicalmente liberales de los países más influyentes. Tuvo el acierto de relacionar el sustrato económico con sus efectos políticos. Su posición fundamental es dejar que el mercado establezca los precios sin interferencia alguna, evitando todo tipo de planificación centralizada por su efectos perversos conducentes, en su opinión, al totalitarismo. En este sentido su gran obras es: Fundamentos de la Libertad (1960) 

Hayek era 16 años más joven que Keynes y le sobrevivió en 46 años. Sus vidas se cruzaron con mayor o menor intensidad desde que en 1927, un joven Hayek le pidió al ya célebre Keynes un libro, petición que fue resuelta de forma irónica por éste, además de no enviarle el libro. Hayek ya sabía que se dirigía a una celebridad, que en su libro de 1919: Las Consecuencias Económicas de la Paz profetizaba una segunda guerra mundial, dado el irresponsable trato económico que los aliados dieron a la vencida Alemania. Hayek, que estaba sufriendo en sus propias carnes estos efectos en su Viena natal, devoró el libro y empezó a pensar en relacionarse con el ya célebre economista inglés. En 1928, Hayek fue invitado a una conferencia en Londres y se produjo el primer encuentro entre estos dos altísimos personajes (medían más de 1,90 cada uno). A partir de ahí pronto se pusieron de manifiesto las diferencias entre la escuela de Cambridge, liderada por Keynes, y la London School of Economic, a la que Hayek dotaba de munición contra la creciente influencia de Keynes y sus propuestas de intervención en el mercado.

El libro del que hacemos la reseña cuenta con detalle la evolución de la confrontación hasta llegar al presente, tratando de determinar si la economía moderna se rige por los puntos de vista de uno u otro o por mezclas más o menos pertinentes de ambas. Veamos ahora la posición de cada uno en dos planos: el económico y el político

Plano político:

  • Keynes pensaba que la economía tenía como último fin que todo el mundo tuviera trabajo, lo que hacía necesario que los gobiernos planificaran e intervinieran en el mercado. Keynes no temía que la planificación en democracia derivara a estados totalitarios. Al contrario pensaba que sin control el capitalismo produce crisis que traen gran sufrimiento a las poblaciones. En todo caso, no era socialista en el sentido europeo, sino liberal. El capitalismo era la materia prima con la que trabajaba. Un sistema que él no dudaba que producía gran riqueza pero que no garantizaba un reparto equitativo.
  • Hayek creía que lo principal es la libertad y, en consecuencia había que evitar, a toda costa, que los gobiernos planificaran e intervinieran en el funcionamiento del mercado.  Lo que sostiene por su temor al socialismo como umbral hacia regímenes totalitarios. El éxito de la socialdemocracia en los países nórdicos le quitó fuerza a este argumento. Sin embargo sostenía que los perdedores de esa libertad mercantil (desempleados y pobres) debían recibir un subsidio que les garantizara asistencia médica y subsistencia física. Paradójicamente, sus discípulos chilenos, formados en la Escuela de Chicago asesoraron sin problemas al dictador Pinochet. También su seguidora más pertinaz, Margaret Thatcher colaboró con el dictador sin grandes problemas de conciencia. En la actualidad el régimen chino compatibiliza el mercado libre con una dictadura firme en lo político.

Plano económico:

Se parte de que nuestros protagonistas tienen, ambos, buenas intenciones que quieren llevar a cabo mediante el conocimiento y la aplicación de técnicas a gran escala para encontrar los equilibrios económicos de una sociedad. Obviamente, todo esto ocurre en una época determinada con unos acontecimientos históricos determinados. En todo caso, la enseñanza de este libro es comprobar hasta qué punto la economía (avanzada) influye en las decisiones de la política (atrasada) a partir de las propuestas de nuestros dos protagonistas, a lo que se puede añadir la influencia de un alumno de ambos: Milton Friedman, líder de la, así llamada, Escuela de Chicago.

Los acontecimientos históricos aludidos son los siguientes:

  • I Guerra Mundial (1914-1918)
  • Tratado de Versalles (1919)
  • I Gran depresión (1929)
  • Ascenso del nazismo (1933)
  • II Guerra mundial (1939 – 1945)
  • Plan Marshall (1948)
  • Guerra fría (1945 – 1989)
  • Despliegue de la economía capitalista (1945 – 2008)
  • Reunión de Bretton Woods (1945)
  • Elección de Ronald Reagan (1981-1989) y Margaret Thatcher (1979 – 1989)
  • II Guerra de Irak
  • II Gran depresión (2008)

Para entender las diferencia es conveniente saber qué parámetros relevantes se manejan tratando de que la economía cumpla con su propósito. Estos son, a grandes rasgos: tasa de desempleo – salario – interés de los préstamos – tasa de inflación – devaluación de la moneda – precios de las mercancías y servicios – impuestos – aranceles – producto interior bruto (PIB), demanda agregada, oferta agregada.

Keynes tenía tendencia a la visión global de la economía, mientras que Hayek prefería el estudio de detalle de determinados procesos económicos. Con distintos enfoques, ambos, abordan el estudio del capitalismo como sistema indiscutible para la creación de riqueza y el equilibrio social. Keynes pone más énfasis en intervenir desde el Estado sobre los parámetros de la economía y Hayek rechaza de plano toda intervención, incluida la emisión de dinero. En el siglo transcurrido desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial ha dado tiempo a que ambos puntos de vista hayan sido aplicados con más o menos energía por la clase política, aunque, raramente, dados los ciclos electorales en las democracias, se han aplicado con suficiente paciencia para observar los resultados.

En general, Los criterios de Keynes fueron universalmente aplicados durante décadas, pero su aviso sobre las consecuencias de la sanciones a la derrotada Alemania en la Pacto de Versalles, expuestos en su publicación Las Consecuencias Económicas de la Paz, no fueron atendidos y lo que se preveía sucedió: la llegada de la mayor explosión de demagogia jamás vista para aprovechar el hundimiento moral y económico de la población alemana. La consecuencia terrible fue una segunda guerra mundial sobre el suelo europeo.

El libro de Wapshott explica con mucha claridad el proceso de acople entre los puntos de vista de Keynes y las políticas de las dos posguerras. Primero con la salida de la crisis de 1929 por parte del presidente Roosevelt y, tras la segunda guerra, en las políticas de los sucesivos gobiernos. Se identifican cuatro fases fundamentalmente:

  1. Desde 1914 hasta 1939, periodo que incluye el hundimiento económico de Alemania en 1918 y la Gran Depresión en 1929
  2. Desde 1939 hasta 1945, año en que finaliza la II Guerra Mundial.
  3. Desde 1946 hasta 1989, año en que finaliza el mandato de Ronald Reagan
  4. Desde 1990 hasta 2008, año de la crisis financiera simbolizada por la quiebra del Lehman Brothers

FASE 1 Desde 1914 hasta 1939

Hasta 1914 el capitalismo había funcionado sin ningún tipo de cortapisas, por lo que Keynes y sus propuestas macroeconómicas para el control de los ciclos de la economía resultaron muy novedosas. La Gran Guerra tuvo origen en el plano político de los nacionalismos y el respeto por los pactos de defensa entre estados. El crimen de Sarajevo produjo la amenaza de Alemania a Serbia porque ésta pertenecía al imperio Austro-Húngaro y había un pacto con Alemania. La agresión a Serbia provoca la intervención de Francia y Gran Bretaña fundamentalmente. Nada de economía en la toma de decisiones. Pero al final de la guerra, el deseo de venganza de Francia, que aún sangraba por la herida de la derrota infligida por los alemanes en 1871, provocó con la cooperación de Inglaterra y Estados Unidos unas condiciones de reparación para Alemania que la hundieron en la más absoluta miseria. Una situación que provocó el ascenso de Hitler al poder con las consecuencias ya anticipadas por Keynes en su análisis económico del tratado de Versalles. Para los detalles hay que leer su libro Las consecuencias económicas de la paz, publicado en 1919. Como aperitivo este párrafo:

«Alemania debe una gran suma a los aliados; los aliados deben una gran suma a Gran Bretaña, y Gran Bretaña debe una gran suma a los Estados Unidos. A los tenedores de préstamos de guerra de cada país les debe una gran suma el Estado, y al Estado, a su vez, le deben una gran suma éstos y los demás contribuyentes… Una hoguera general es una necesidad tan grande, que si no hacemos de ella un asunto ordenado y sereno, en el que no se cometa ninguna injusticia grave con nadie, cuando llegue al final se convertirá en una conflagración que puede destruir otras muchas cosas.«

Pero mientras se gestaba esta nueva catástrofe, en Estados Unidos, a pesar de la victoria de los revolucionarios comunistas en Rusia, vivió una época de expansión económica típica de los pueblos vencedores que aprovechan la energía humana tras la guerra para aumentar la productividad. Además los Estados Unidos encontraban en Europa un cliente a su merced, dadas las consecuencias de la guerra en las infraestructuras económicas. Para mantener esta euforia había grandes inyecciones de capital a la economía por la euforia que provocó la subida incesante de la bolsa, lo que como descubrió Milton Friedman más tarde, provocó una gran inflación que trajo consigo depresión y desempleo.  Se había producido un hundimiento desde el cénit de las cotizaciones por un brusco cambio de los tenedores de acciones más avisados, que sospechaban de una subida aparentemente imparable. El resto entró en pánico y este pánico se propagó al mundo entero, dadas las implicaciones mutuas. Una muestra de hasta qué punto la economía se basa, antes que en cualquier defecto humano, en la confianza que dota de valor a simples papeles (dinero, escrituras o pagarés).

Keynes emerge como un visionario que proporciona las claves para acabar con la depresión atribuyendo al Estado, contra toda la ortodoxia liberal, la responsabilidad de intervenir corrigiendo con gasto público la debilidad de la economía, aunque aumentara el déficit público. Y lo hace a lo grande, enviando una carta al presidente Roosevelt, que lo recibió a continuación. En ella trató de convencerle de la potencia del gasto público, que se convertía en inversión en base al multiplicador de Kahn. Un índice que mostraba cómo se multiplicaban los efectos de la inversión pública al activarse la cadena de gasto de los nuevos contratados, generando nuevos empleos y, por tanto, incrementando la demanda agregada. El caso es que el New Deal de Roosevelt parecía haber acabado con el laissez-faire reinante hasta la Gran Depresión. Por cierto, en ese viaje Keynes se asombró de la ignorancia de los empresarios y banqueros estadounidenses. Cualidad que aún parecen mantener a la vista del engaño masivo perpetrado durante la primera década del siglo XXI.

FASE 2 Desde 1939 hasta 1945

La Segunda Guerra Mundial devastó Europa, pero reforzó a Estados Unidos que desarrolló un poder industrial desconocido hasta ahora en su esfuerzo bélico. Al acabar la contienda el Estado se encontraba en condiciones de reforzar las políticas de intervención en la economía buscando el pleno empleo que ya había puesto en marcha, inspirado por Keynes, para dar salida a la crisis de 1929.

En la sombra de la celebridad económica, Hayek provoca un impacto ideológico con su obra de 1944  Camino a la Servidumbre y reúne en Mont Pelerin (Suiza) a 39 economistas adversarios del keynesianismo en 1947. La sociedad activa las relaciones entre neoliberales y el libro sembró sus bases ideológicas. Mientras, las teorías de Keynes influyen en todos los gobiernos generando el llamado Estado del Bienestar.  Hayek pierde como economista, pero articula una resistencia ideológica con su fundación. Un joven Milton Friedman se suma a la sociedad con sólo 35 años. Lionel Robbins, el mentor de Hayek en el Reino Unido, resumió la reunión fundadora de la Sociedad de Mont Pelerin como una llamada de atención porque «los valores fundamentales de la civilización están en peligro… (una amenaza) incrementada por el auge de una visión de la historia que niega todas las normas morales… y el Estado de Derecho… con pérdida de confianza en la propiedad privada y en el mercado competitivo».

FASE 3 Desde 1946 hasta 1981

Keynes muere en 1946 en pleno éxito de sus ideas. Con Rusia en Berlín y una Europa destrozada, Estados Unidos no quiere cometer el error de los aliados en 1919, que con tanta elocuencia explicó Keynes. Por eso, esta segunda guerra, aunque fue devastadora para Europa, no tuvo la misma salida tras el armisticio. Seguro que Hoover, el presidente de la bomba atómica sobre Hiroshima, había leído el libro de Keynes y pensó que era mejor recuperar cuanto antes al vencido que vengarse provocando una nueva catástrofe humana que trajera una respuesta demente, como ocurrió a partir de 1918. El Plan Marshall fue la respuesta. Una respuesta de la que se esperaba, no sólo evitar el populismo, sino competir en éxito económico con el sistema implantado en Rusia tras la revolución de 1917.

En estos años de culpa colectiva por la atrocidad de la guerra recién acabada se establece el deber de «promover y mantener un alto nivel de producción y consumo nacional por todos los medios apropiados». Uno de los derechos establecidos es el de pleno empleo. Ha nacido, para escándalo de Hayek, el Estado del Bienestar, que Europa empieza disfrutar en los años sesenta y España en los ochenta. Esta explosión es vista de forma crítica. Así Haberler consideró que

«si los desempleados se concentran en ciertas áreas e industrias deprimidas, mientra que en los otros sectores hay pleno empleo, el aumento general del gasto sólo servirá para provocar un aumento de los precios en el área de pleno empleo, y no tendrá mucho efecto sobre las industrias deprimidas. Luego, en plena inflación, se experimentaría la paradoja de la depresión y el desempleo».

Harry Truman (1945-1953) fue un presidente keynesiano, pero cuidó el déficit. Sin embargo la guerra de Corea al aumentar los gastos militares provocó el aumento de la inflación. Se propuso cortar estos gastos y subir los tipos de interés por parte de la Reserva Federal para parar la inflación. Sin embargo, ganaron los que sostenían que era mejor incrementar el gasto público. En 1948 se publica «El Samuelson», como se conoce al libro del premio Nobel Paul Samuelson: Economía. Un análisis introductorio. Un texto célebre en apoyo de las teorías de Keynes en el que no se menciona a Hayek y cuyo magisterio ha llegado hasta años recientes.

Ike Eisenhower (1953-1961) temía más la inflación que el desempleo, pero no pudo parar la inercia de responsabilidad de intervención del gobierno en los desequilibrios económicos. Por eso, al acabar la guerra de Corea, hizo un recorte de impuestos de 7.000 millones de dólares que provocó un déficit en el presupuesto federal. Además hizo correcciones económicas con los llamados «estabilizadores fiscales automáticos» como subsidio de desempleo y ayudas sociales a costa del gobierno o reducción de impuestos. Además se atrevió a la financiación con déficit para crear la red de autopistas e incrementar los gastos de defensa por la guerra fría. En su mandato Ike gastó más en defensa que lo que necesitó Roosevelt para ganar la Segunda Guerra Mundial. Fue el primer presidente en asociar la gestión gubernamental de la economía y los ciclos electorales. Antes de irse quiso dejar como legado un déficit reducido, pero, además, los demócratas pensando que una recesión les ayudaría a vencer al candidato republicano Nixon con su candidato Kennedy, llevaron a cabo desde el Congreso unos recortes aún mayores.

Mientras esto ocurría en el mundo oficial, entre 1956 y 1969 Milton Friedman publica su libro The Quantity of Money y su artículo A Monetary History of the United States: 1867-1960 en los que muestra que todas las depresiones han sido precedidas de una explosión en la oferta de dinero. Friedman propone el control estricto de la oferta de dinero. Ha nacido el monetarismo. Por su parte, en 1960, Hayek refuerza la posición ideológica del neoliberalismo con su texto: Los Fundamentos de la Libertad, que inspirará la acción política de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Mientras el keynesianismo triunfaba en cualquiera de sus formas, pero siempre como acción gubernamental, Hayek insistía en su argumento principal: la planificación mata la libertad. Estas ideas y su difusión desde la Sociedad Mont Pelerin se mantienen aún veinte años en el congelador, pues las políticas gubernamentales siguen siendo keynesianas, es decir expansionistas a la búsqueda del pleno empleo, aumentando el tamaño de los gobiernos. Es de destacar que la teoría monetarista de Friedman no nace de la tradición austriaca de Hayek. En realidad, ellos coincidían en la ideología de la libertad del mercado, pero con diferencias importantes, pues el monetarismo necesita intervenciones del Estado y Hayek prefiere que el mercado se regule por sí mismo. Desde luego coincidían en que cuanto más pequeño el Estado mejor y que la inflación era más peligrosa que el desempleo.

John Fitzgerald Kennedy (1961-1963) se encontró con la depresión inducida por el recorte del déficit de la anterior administración que fue responsabilizada de la situación, por no haber utilizado los recursos a su disposición: recorte de los tipos de interés y reducción de impuestos. Nixon le echó la culpa de haber perdido a la inacción de Eisenhower, pero los dos partidos mayoritarios aprendieron la lección de que la economía, manejada desde el Estado, podía ser una poderosa arma electoral. Con Kennedy el «keynesianismo instrumental» se incorporó a la política general del gobierno. La meta era el pleno empleo (4 % estructural) sin inflación. Políticamente Kennedy tenía el propósito de encontrar el «crecimiento perdido» si se dejaba a la economía a la iniciativa privada exclusivamente. Pensaba que si la economía funcionaba a pleno rendimiento, el aumento de los impuestos sobre la renta cubriría la deuda nacional. Pero a pesar de las enormes sumas empleadas en defensa e investigación espacial, el desempleo siguió creciendo en otros sectores. Por eso en diciembre de 1962 se dirigió a Wall Street para decir que

«para incrementar la demanda y animar al economía, lo mejor que puede hacer el Gobierno Federal no es volcarse rápidamente en un programa de incrementos excesivos del gasto público, sino ampliar los incentivos y las oportunidades de gasto privado. Resulta paradójicamente cierto que los tipos impositivos sean demasiado altos y que los ingresos por recaudación sean demasiado bajos y que la mejor manera de aumentar los ingresos a largo plazo sea recortando los tipos ahora»

Era el plan B de Keynes de 1933, siendo el plan A el gasto público. Le pidió al congreso una reducción de impuestos sobre la renta a pesar del déficit y los riesgos de inflación de la aportación de dinero al bolsillo privado. Era la aplicación de la «curva de Phillips» que correlacionaba el desempleo con la inflación. Se buscaba empleo sin inflación, cuando Kennedy fue asesinado en 1963.

Phillips Curve

Keynes Time

Lyndon Johnson (1963-1969) empezó continuando con el plan de Kennedy y consiguió que se aprobara una reducción del impuesto máximo de la renta del 91 al 65 % (sic) y todo le salió bien: aumentaron los ingresos del Estado, aumentó el PIB, disminuyó el paro y se contuvo la inflación. Time nombró a Keynes «hombre del año» en su número de diciembre de 1965. El empresariado aceptaba ya como natural la intervención del Estado para controlar la inflación y evitar las recesiones cíclicas. Parecía que los economistas keynesianos habían encontrado el modo de estabilizar a voluntad la economía del país. Animado por el éxito Johnson libró y ganó la batalla de los derechos civiles y creó la seguridad social pública Medicare para los mayores y Medicaid para los que no tenían seguro médico. La sensación de riqueza era generalizada y el Estado cuidaba de los menos favorecidos. La planificación se ejercía sin que hubiera signo alguno de caminar hacia el autoritarismo, como había predicho Hayek en 1944. Muy al contrario, los afroamericanos, las mujeres y los jóvenes amplían los espacios de libertad en una innovación cultural extraordinaria que marcaron la década como prodigiosa. Una libertad que se ejerció contra la Guerra de Vietnam mantenida por la tozudez norteamericana. Una guerra que requirió 90.000 millones de dólares sin que afectara a la economía nacional que, aún con esa enorme suma, contaba con superávit. A pesar de todo el éxito económico, cultural y social, la guerra le costó a Johnson la salida del gobierno.

Johnson le había ganado las elecciones al senador de Arizona Barry Goldwater, quien contó en su equipo con Friedman. Este político fue el primero que afirmaba estar convencido de que el gobierno federal debía reducir su influencia sobre la economía y la vida de los individuos (típica preocupación del que no necesita nada). Declaró expresamente que le preocupaba poco una buena organización del gobierno, pues su objetivo era la reducción radical de su tamaño. Específicamente rechazaba los impuestos progresivos porque suponía que el Estado no trataba por igual a todo el mundo. En su opinión, corroborada por Friedman, «el control gubernamental centralizado de la economía… nunca ha sido capaz de proporcionar libertad ni un nivel de vida decente a la gente«.

Richard Nixon (1969-1974) llega con la intención de acabar con el éxito keynesiano por el gasto público que suponía y, a pesar del superávit prometió contarlo. Consideraba que el pleno empleo provocaba aumento de salarios e inflación, por lo que había que cortar los gastos de raíz. La «preocupación» por el pleno empleo debe estar basada en la necesidad de contar con el marxiano «ejército de reserva» con el que el empresario pueda presionar al trabajador.  Pero a Nixon, un oportunista como pocos, le duró poco su propósito y temiendo por la reelección propuso unos presupuestos expansivo para que el paro no bajase. Asumió que los programas de gasto ayudaban en los años electorales y actuó en consecuencia, una vez vista la capacidad de gobernar la economía desde el Estado. El mismo Friedman dijo que «Nixon ha sido el más socialista de todos los presidentes de Estados Unidos».  Pero llegó la crisis del petróleo de la OPEP y todo cambió. De repente los precios subieron por la subida del crudo, sin que fuera consecuencia de una política de empleo con aumento de demanda. Muy al contrario hubo retracción de la demanda y desempleo sin que bajara la inflación. Un factor externo ponía en compromiso la ley keynesiana de que esto no era posible. Había llegado la «estanflación». A pesar de ello, ganó la elecciones para ser echado por su paranoicas escuchas de los rivales demócratas. Dejó el legado de la creación de la Agencia Medio Ambiental, introduciendo en opinión de Friedman más gastos y regulaciones a la economía de los que se podrían esperar de un presidente republicano.

Gerald Ford (1974-1977) tuvo que sufrir la estanflación que le dejó como herencia Nixon. Solamente cuando el Congreso demócrata le permitió recortar impuestos y reducir el gasto del Estado, empezaron las cifras de la macroeconomía a moderarse. Friedman pensó que el keynesianismo se había acabado, al constatarse que la inflación y el desempleo podían crecer simultáneamente. Esta idea acabó conduciendo al monetarismo que pone a la inflación en la diana de cualquier acción de gobierno.

Jimmy Carter (1977-1981) llega a la presidencia con la promesa de pleno empleo con una ley que contradictoriamente requería equilibrar el presupuesto y la balanza comercial.  Esto lo obligó a medidas antiinflacionarias con la austeridad asociada. Solicitó a la Reserva Federal la subida de tipos para frenar la inflación y llegar en buena posición a las elecciones, pero las dificultades políticas en Irán pusieron en bandeja al candidato republicano Ronald Reagan la victoria.

El neoliberalismo progresa en el terreno simbólico con la concesión del Premio Nobel a Hayek en 1974, lo que no era una victoria moral sobre su rival Keynes, pues este premio se da desde 1960, catorce años después de su muerte. También lo recibe Milton Friedman en 1976.

Ronald Reagan (1981-1989) como Teacher llegaron a gobernar con dos ideas y poco más. Si Teacher pensaba que la sociedad no existe, sino los individuos, Reagan pensaba que las ayudas del Estado y los impuestos altos deshiniben el dinamismo económico. El llegó a pagar hasta el 92 % en 1943, obviamente eran tiempos de guerra y todos los recursos eran reclamados para la producción de armamento. Por otra parte, su padre le contaba que cuando le conseguía trabajo a alguien en los programas gubernamentales de Roosevelt cobraba una cantidad menor al subsidio del gobierno. De modo que, armado de una «tan compleja teoría», se consideraba incompatible con el keynesianismo. Reagan no apareción de la nada. Interesado por la economía y las ideas de Hayek ya había colaborado intensamente en la campaña de Goldwater contra Johnson. Tenía pensado cambiar la Constitución para limitar el gasto del gobierno y los impuestos que podría recaudar. Reagan era un buen comunicador y fue la vía de difusión universal de los puntos de vista de Hayek y Friedman. En definitiva oficialmente el keynesianismo se retiraba de la escena y el neoliberalismo se estrenaba en el poder de una forma explícita.

Dos años antes de la elección de Reagan para la presidencia de los Estados Unidos sube la poder Margaret Thatcher en el Reino Unido. Y venía armada de los libro más ideológicos de Hayek: Camino de servidumbre Fundamentos de la Libertad que recomendaba a todos sus correligionarios. En el Reino Unido el Estado de Bienestar iba asociado a la propiedad por parte del Estado de los grandes servicios: astilleros, puertos, aeropuertos, British Airways, British Petroleum, correos, ferrocarriles, telefónica, electricidad, gas y agua. Thatcher estaba decidida a acabar con todo esto iniciando un proceso de privatización. Buscó la relación directa con Hayek y Friedman. En su opinión el espíritu de empresa estaba reprimido por «el socialismo» con sus impuestos demasiado elevados y la regulación de las empresas.

Reagan, llega dos años después con el propósito de «quitarnos el gobierno de la espalda y de los bolsillos«. El presidente de la Reserva Federal Paul Volcker había minado la etapa de Carter con una subida brusca de intereses que arruinó a toda empresa que dependiera de los créditos. Ahora con Reagan, Friedman consideraba que para salir de la estanflación se necesitaba ahondar la depresión heredada, idea que compartía Volcker, pero, como suele ocurrir tan a menudo a político Reagan le flaqueo la convicción y no vio interesante la impopularidad que supondría no sacar al país de la recesión de Carter. A pesar de que Reagan había dicho: «Si no es ahora ¿entonces cuándo? Y si no somos nosotros, ¿entonces quién«, refiriéndose a la necesidad de mantenerse en las convicciones previas a la asunción de responsabilidades. Reagan quería reducir los impuestos y Arthur Laffer le dio la clave con su teoría de que hay un impuesto sobre la renta óptimo que permite la máxima recaudación. Laffer, siguiendo el esquema del multiplicador del discípulo de Keynes, Richard Khan, pensaba que habría una cascada de beneficios al reducir los impuestos. Una idea keynesiana que ya había aplicado Kennedy.

Laffer Curve

La independencia del presidente de la Reserva Federal le permitió a Volcker mantener los intereses altos profundizando la recesión, pero logrando que la inflación cediera, en una típica operación monetarista. Naturalmente el desempleo llegó casi al 10 % actualizando la correlación de la curva de Phillips. Reagan también redujo el tipo máximo de la renta, ahondando la bajada de Kennedy del 90 al 70 % para llegar al 28 %. Controlada la inflación y reducidos los tipos de impuestos, el paro también cedió hasta el 5 %. Lo que no funcionó fue la propuesta de Laffer, pues la reducción de impuestos no debía haber alcanzado el óptimo, pues la caída de ingresos llevó al Estado a un déficit que asustó a Reagan que eliminó exenciones a los más ricos y aumentó los impuestos de forma espectacular.

Pero los monetarista estaban de enhorabuena, pues habían controlado la inflación y habían desatado las fuerzas potenciales del capitalismo. Una euforia que ocultaba que, si bien se habían eliminado programa de ayuda a los más pobres el gasto en defensa llevó al presupuesto del Estado a un déficit desconocido hasta ese momento: más del 50 %. No hubo más remedio que emitir deuda pública convirtiendo a los Estados Unidos del mayor acreedor mundial en el mayor deudor, debiendo a prestamistas extranjero 400.000 millones de dólares. En fin, los juegos monetaristas, al final, eran financiados por el Estado, al más puro estilo keynesiano. Parecía claro que el crecimiento era más el efecto de las inmensas cantidades de dinero invertidas en defensa que «la liberación de las fuerzas del capitalismo«. Galbraith bromeaba diciendo que la etapa de Reagan había sido un keynesianismo involuntario. Pero, eso sí, envuelto en la retórica del liberalismo.

FASE 4 Desde 1990 hasta 2008

George Herbert Bush (1989-1993) llega a la presidencia con la promesa de reducción de impuesto y del propio gobierno. Cuando llevaba un año en la presidencia se le disparó la inflación y el desempleo. En vez de seguir la pauta neoliberal, aumentó los impuestos para corregir el déficit en vez de recortar los gastos. No estaba en su mano acoplar el ciclo económico al electoral. El presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, no quiso bajar los tipos de interés favoreciendo la derrota de Bush padre ante Clinton. Eso sí, le dio tiempo a meterse en una guerra contra Irak.

En esta época, la curva de Taylor que mostraba la relación entre el tipo de interés y el tipo de inflación sustituyó a la curva de Phillips que mostraba la relación entre empleo e inflación.

Bill Clinton (1993-2001) llega a la presidencia de Estados Unidos en una época en que ya habían sido probadas tanto las propuestas de Keynes como las de Friedman y tanto en el Reino Unido, como en USA. Eso le llevó a una tercer vía, huyendo de la deuda pública, que había alcanzado los tres billones de dólares, en la que pretendía mezclar las medidas económicas liberales con políticas sociales progresistas. Bajó impuestos a las clases medias y se los subió a los más ricos. Contribuyó a la globalización con acuerdos comerciales con Canadá y México heredados de Bush. Para reducir el déficit eliminó exenciones fiscales a los más ricos. Recortó programas sociales por valor de 255.000 millones de dólares. El congresista republicano Newt Gingrich quería una reducción más radical del tamaño del Estado en educación, salud y medioambiente. Había que poner a dieta al Estado y provocó una parón de la administración no autorizando, desde su mayoría en el Congreso y el Senado, los pagos a 800.000 funcionarios públicos. En otra oleada provocó la salida de 260.000 funcionarios, lo que no gustó a los candidatos republicanos a la presidencia que sospechaban de la reacción de los electores ante la operación de desmontaje del Estado. Clinton tenía que devolver el dinero que Reagan había tomado prestado para su mandato. Le ayudó el final de la guerra fría con menos gastos de defensa y la llegada de los ordenadores aumentando la eficiencia empresarial. A Clinton se le presionaba para que dedicara el dinero a la reducción de impuestos en vez de a la reducción de la deuda. Para compensar asumió el discurso de Hayek sobre la incapacidad del gobierno para controlarlo todo. En la práctica eliminó regulaciones a las empresas y, sobre todo, cometió el error de anular la ley Leach-Bliley que eliminaba las restricciones de Roosevelt a bancos y compañías de seguros durante la Gran Depresión. En concreto los bancos de inversión se pudieron fusionar con los de depósitos. Así, puso en marcha la máquina de producir derivados crediticios que estuvo en el origen de la depresión de 2008. Clinton, que había heredado un déficit federal de 290.000 millones de dólares, dejó el gobierno con un superávit de 120.000 millones de dólares. Greenspan dijo que Reagan había tomado prestado del futuro lo que Clinton tenía, en su mandato, que devolver. Pero la euforia sobre las supuestas capacidades del mercado ocultaban los riesgos del abuso de los prestidigitadores de las finanzas con la complicidad de las empresas de rating que avalaban todo tipo de activos con apariencia de solvencia.

George Walker Bush (2001-2009) heredó una economía en expansión que generaba un enorme superávit camino de cifras récord. Pero pronto comprobó que otras variables entraban en juego. De una parte, el pinchazo de la burbuja de las compañías de Internet y, de otra parte, la reducción de precios provocada por la competencia internacional en la creciente influencia de la globalización. La Reserva Federal bajó los tipos de interés para compensar, pero los impuestos sobre ventas de títulos financieros colapsaron. El superávit desaparecía y, en estas, llegó el atentado de las Torres Gemelas. Bush reaccionó de forma keynesiana con un gasto abrumador en seguridad. Greenspan bajó los intereses del dinero a 1 % para activar la economía sin preocuparle la inflación, dado que se consideraba más grave una recesión con origen en el terrorismo. La medicina no funcionó y la economía se paró. Deflación y alto gasto público (una nueva combinación). El superávit se acabó por lo que intentó otra medida: bajar los impuestos sobre dividendos de las acciones en un 50 %. Dick Cheney, su vicepresidente con intereses en empresas bélicas, pidió su eliminación. El secretario del Tesoro O’Neill dimitió. La situación se resolvió a la antigua usanza: con una guerra. Los ideales Hayekianos se tambaleaban, el gasto público se disparaba y emergía una nueva calamidad: la falta de honradez corporativa con las quiebras de Enron y Worldcom. Los ideólogos de la reducción del gobierno se desesperaban, pues, una vez que los conservadores llegan al gobierno, se olvidan de sus proclamas liberales previos. Las pretensión del «Contract with America» de 1990 para la reducción del gobierno se desplomaba. La única pregunta pertinente era: ¿Cómo podemos conservar el poder?. La mística, la utopía liberal que Hayek reclamaba para cautivar a los intelectuales, como hacía la izquierda socialista, no había conseguido sus fines. Por si faltaba algo, la capacidad del mercado para resolver los problemas sin la intervención del Estado fue completamente desmentida en el verano de 2007… El propio Greenspan reconoció ante el congreso que «la totalidad del edificio intelectual ha colapsado» aceptando la incapacidad de los bancos para proteger a su accionistas y al capital de sus empresas.

De repente Keynes resucitaba para sacar del apuro a la economía. Bush dejó caer, en pura ortodoxia liberal, a banco Lehmann Brothers, pero ahí se le acabó el coraje. Empleó 700.000 millones de dólares del común en comprar activos tóxicos de los bancos. Los muy liberales acudían corriendo al maná público. La Reserva Federal compró deuda mala. El secretario del Tesoro Henry Paulson (uno de los promotores del desastre en Goldman Sach) empezó a rescatar compañías en quiebra, entre otras cosas para indemnizar a los apostadores al hundimiento de los títulos subprime. Los intereses llegaron a cero. Keynes volvía a toque de trompeta. Los mercados temblaban y el Estado se ocupaba de todo incluido el colapso de la demanda, provocado por colapso del crédito. Los liberales declaran que, «en el fondo, todos somos keynesianos«. Bush empezó con el hundimiento de la Torres Gemelas y terminó con el de Lehman Brothers.

Barack Obama (2009-2017) hereda el desastre, pero no duda en seguir recetas keynesianas. Solicitas 787.000 millones de dólares que emplea en exenciones fiscales, obra pública y subsidios de desempleo. Los republicanos, sin embargo, atrapados en sus trampas ideológicas votan en contra. Los keynesianos protestan porque creen que la exenciones fiscales no se gastan, sino que se ahorran (la Ley de Say: toda oferta genera su demanda, no se cumple). Así, los que tenían miedo de perder el empleo no se compraban un coche. Las compañías de coches tuvieron que recibir ayudas del gobierno.

En 2008 el G-20 le pierde el miedo al déficit para evitar la recesión, pero, en 2010, antes de que las soluciones keynesianas empezaran a surtir efecto, los líderes mundiales ya estaban preocupados por la deuda generalizada de los países, generada por los rescates de la banca. Los especuladores atacaron los países más débiles de la Unión Europea y las primas de riesgos se dispararon. El problema estaba a otra escala, pues los países se desestabilizan por los intereses de la deuda que llegaron a alcanzar el 7 %. Ahora la consigna era Hayekiana: Había que acabar con el déficit y reducir los gastos gubernamentales. En el mundo entero, los bancos ejecutaban las hipotecas con una mano, mientras con la otra se recibía dinero barato, si no regalado. Paul Krugman advertía que si se retiraban los estímulos de forma prematura, volviendo a reducir impuestos y gastos, se caería en una segunda recesión, como ocurrió en los años treinta. Sin embargo, desde el bando republicano, al ganar las elecciones a las dos cámaras, se complicó la gestión económica de Obama y se pedía la eliminación de las ayudas sanitarias a los más pobres.

FINAL

El libro de Wapshott termina con un balance de las ideas de Keynes y Hayek  y el éxito de su recepción. Cree que Keynes sigue estando presente en su propuestas macroeconómicas. Incluso el monetarismo de Friedman necesita de un Estado con Banco Central que lo implemente. Hayek, por su parte, ha dotado de retórica libertaria al conservadurismo mundial, que reclama un Estado pequeño, pero corre a reclamar el rescate con fondos públicos cuando tiene dificultades. El radicalismo de Hayek le lleva a proponer que, incluso la emisión de moneda, se lleve a cabo por las empresas.  No cabe duda de que Hayek ha generado una utopía libertaria de la que muchos conservadores son seguidores ahora, al considerar que han encontrado un arma ideológica tan poderosa como la de el bien común enarbolada por la izquierda desde el siglo XIX. Aunque, sin embargo y para su disgusto, Hayek, dado que su radicalidad es bien intencionada, cree que tiene que haber seguridad social y subsidios que amortiguen los efectos sobre parte de la población que cíclicamente pueda sufrir los efectos de su liberalismo extremo. No creía en el gobierno, pero no vivió lo efectos que la eliminación de regulaciones produjo por la codicia corporativa. Hubiera sido interesante saber su opinión.

El mercado dejado a su libre albedrío ha provocado una crisis en cada siglo. Después ha esperado a que el dinero público lo rescatara creando deudas estatales que han llegado a desestabilizar países enteros. Una vez encontrado el equilibrio de nuevo se olvida la crisis y se reclama más libertad económica. Europa ha sido ambigua en su respuesta a la crisis: ha aportado enormes cantidades de dinero público al rescate de los bancos privados, pero inmediatamente ha obligado a que sus países miembros reduzcan radicalmente sus gastos públicos, al tiempo que imponían una política de bajos salarios que ha precarizado a las clases medias y bajas. Pero, ¿hay algo más keynesiano que el Banco Central Europeo que fija el interés y pone dinero a disposición de Bancos y Estados? y ¿habrá algo más hayekiano que tratar de reducir bruscamente los servicios que prestan los Estados a sus ciudadanos? Los dos fenómenos se están dando en la Unión Europea simultáneamente. El libro acaba con una irónica cita de Galbraith, que aunque no vivió para ver como Keynes salvaba al capitalismo por segunda vez, supo escribir de que:

«Keynes se sentía extremadamente cómodo con el sistema económico que tan brillantemente había explorado… la mayor parte de sus esfuerzos, como los de Roosevelt, eran conservadores; querían ayudar a asegurar la supervivencia del sistema. Pero este conservadurismo de los países anglófonos no es atractivo para el conservador realmente comprometido… Es mejor (para aquél) aceptar el desempleo, las plantas inutilizadas, y la desesperación masiva provocada por la Gran Depresión, con todo el daño que puede hacer a la reputación del sistema capitalista resultante, que retractarse del verdadero principio… Cuando el capitalismo finalmente sucumba, lo hará por los estrepitosos brindis de los que estén celebrando su victoria final sobre personas como Keynes»

El mercantilismo también tiene su fanatismo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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