idiotés y koinitas

En griego antiguo un «idiotés» era un individualistas que no estaba interesado nada más que en sus asuntos. Por otra parte, como el término griego «κοινός» significa «común», lo uso libremente para llamar «koinitas» a los que están interesados en los aspectos sociales de la vida, a lo que es común.

Los conflictos humanos podrían ser explicados por los aconteceres de la historia, es lo que Gustavo Bueno llama un enfoque «plotiniano». Pero también pueden ser explicados por ideas ligadas a estructuras invariantes de la naturaleza humana; es el enfoque «porfiriano». El enfoque plotiniano nos llevaría a explicar la aparición de la oposición izquierda/derecha por los acontecimientos asociados a la Revolución Francesa de 1879. Este enfoque no concibe tal pareja de actitudes fuera del marco histórico en el que surgieron. Particularmente todo el clima creado por los filósofos franceses, «creadores» de una actitud de oposición a lo que se consideraba el sistema de gobierno avalado por la propia divinidad: la monarquía absoluta. Mientras que el enfoque porfiriano prefiere explicarla en términos de otras oposiciones como progresista/conservador, social/liberal, cultural/natural, idealista/realista, tolerante/autoritario o flexibilidad/rigidez. Así habría una taxonomía de rasgos de la izquierda: progresista, social, cultural, idealista, tolerante y flexible que se opondría a los rasgos de la derecha: conservadora, liberal, natural, realista, autoritaria y rígida. Este enfoque es ahistórico y, de alguna forma, llevaría el enfrentamiento entre la izquierda y la derecha al origen de las sociedades para escándalo de muchos. Es decir, se propone que sin necesidad de llevar esas etiquetas, siempre ha habido una tensión entre aquellos que, como Pericles, sostenían la importancia de lo común y aquellos otros que él rechazaba por individualistas. Dicho sea sin perjuicio de considerar que, para la Atenas de Pericles, lo común estaba reducido a una población de unos sesenta mil ciudadanos libres de la polis. Pero, lo que aquí se sostiene es que estos rasgos han estado siempre latentes, aunque sólo se manifieste políticamente con claridad cuando las circunstancias los hicieron posible, siendo, hoy en día, rasgos dominantes.

El hecho de que tales taxonomías parezcan tener sentido para la intuición no deja de ser una trampa, pues algunos de los rasgos, al menos, cambian de orilla ideológica por los avatares de la historia si se utiliza la extensión de lo términos. Así, por ejemplo, la derecha se puede considerar progresista si se tiene en cuenta el progreso que sus ejemplares más dinámicos ha traído mediante la hipertrofia de las capacidades del capitalismo y, desde luego, no es conservadora en absoluto, si nos atenemos a la destrucción de la naturaleza consecuencia de tal progresía. Del mismo modo se podría hacer con la izquierda si nos atenemos a que se opone al progreso tecnológico cuando se daña a la naturaleza, a la que quiere conservar, o se vuelve conservadora, una vez que ha logrado los cambios que deseaba, por ejemplo, en materia de costumbres, como el matrimonio, homosexual, el aborto, la eutanasia o la pena de muerte. No es de extrañar la confusión que puede producir en el lector estos cruces. Confusión que solamente se disipa si se trascienden, por ejemplo, los términos progreso/conservación y se piensa en los objetos de esas actitudes. Es decir, la derecha es conservadora con «las costumbres» o «con el orden económico que favorece a pocos» y es progresista con «los avances tecnológicos» o con la «defensa de la libertad». La izquierda por su parte es conservadora con la «naturaleza» o «los logros sociales» y es progresista con «las costumbres y la libertad» o con «el orden económico que favorece a muchos». Añádase a estas dificultades la complejidad de términos como «libertad», que puede referirse a libertad económica o la libertad política.

Para tener una guía que cruce todo este bosque denso en el que las ramas de los árboles se entrecruzan haciéndolo más tupido e impenetrable, propongo una oposición que habita más atrás en el proceso onto y filogenético. Me refiero a la muy transversal oposición grupo/individuo, especie/individuo o, finalmente, común/particular o koinita/idiotés.

Es una oposición que cruza toda la historia de la naturaleza que nos contiene desde el primer grumo de energía. En nosotros esa dualidad está presente con tanta fuerza que ha sido necesario todo el entramado político institucional para aprovechar las ventajas de esta oposición y moderar sus desventajas. Este criterio, por razones no conocidas aún, divide a las sociedades en dos mitades que, a despechos de diferencias de detalle, agrupan a los individuos en dos clases políticas bien diferenciadas, cuando las circunstancias lo exigen. Y lo hace con tanta fuerza que va más allá de la posición económica. Por ejemplo no es necesario ser rico para defender el capitalismo, ni ser pobre para defender el socialismo. Como tampoco tiene sentido, en las actuales circunstancias, que sea de izquierdas llevar mascarilla y de derechas no llevarla. El valor de transversalidad de este criterio permite explicar todas las variantes que las historia produce como consecuencia de los interese y emociones de los individuos y su reflejo en los grupos sociales. Todas ellas orientadas a dar satisfacción a ese impulso poderoso del que cada uno somos portadores.

El cuadro que figura a continuación trata de presentar de forma esquemática el panorama en toda su complejidad.

El cuadro se presenta con tres capas: la primera con cinco criterios estaría influida por la polaridad clave grupo/individuo; la intermedia estaría ocupada por tres criterios que son intercambiables y la tercera por una zona de convergencia en la que predomina la idea de tolerancia con las costumbres sociales (matrimonio homosexual, aborto, eutanasia…) bajo la etiqueta de «liberal».

Tal parece que el criterio de grupo/individuo o koinita/idiotés funciona para cinco de las dimensiones exploradas: realista/pragmático, proteccionista/libertario, inmanente/trascendente, tolerante/puritano y pacifista/belicista. Mientras que tres de ellos: conservador/progresista, demócrata/autoritario y franco/hipócrita se intercambia cuando una de las partes ha conseguido sus objetivos, son presa de sus elementos más radicales e impacientes o bien ocultan sus actos (económicos o de costumbres) mientras proclaman lo contrario. Así, la oposición demócrata/autoritario muestra su ambigüedad, incluso cuando en un país se impone una dictadura de uno u otro signo. Es el caso de los demócratas en el franquismo o los autoritarios en el régimen soviético. La tercera capa es interesante por el caso de los liberales de las dos orillas que comparten costumbres sociales avanzadas sin dejarse influir por dogmas religiosos. En todo caso este tipo de liberal en materia de costumbres es mayoritario en la izquierda y en la derecha con la diferencia de que los de derechas suelen ocultar sus verdaderas opiniones hasta que la izquierda lleva a cabo los cambios, momento en que se incorporan a su disfrute sin complejos.

El liberal de izquierdas se sitúa en partidos socialdemócratas, como el PSOE en España, y el de derechas en partidos que se dicen de centro-derecha, como Ciudadanos. Aunque muchos de ellos permanecen ocultos en partidos claramente de derechas como el PP. En los partidos de extrema derecha como Vox, los permisivos en materia de costumbres lo son para el propio uso, negándolo a los demás, por eso, de vez en cuando se producen escándalos de quienes son pillados en prácticas sexuales delictivas, o no, que contrastan con su intolerancia con estos hábitos. En cuanto a los que militan en la extrema izquierda más que liberal en lo relativo a las costumbres, pueden llegar a ser libertinos con propuestas de amor zoófilo, poliamor y otras extravagancias decadentes.

Así pues, los rasgos que definen la pertenencia a uno de los dos grupos son, en la izquierda: idealista, proteccionista, inmanente, franco, tolerante y pacifista y a la derecha: pragmático, libertario, trascendente, hipócrita, puritano y belicista. Naturalmente ni todos los que se consideran de izquierdas tienen estos rasgos, ni todos los de derechas los opuestos. Pero estos matices quedan velados por el hecho de que al votar en las elecciones a los electores no les queda más remedio que inclinarse por una opción de izquierdas o de derechas. Pero, tanto los votantes de uno como de otro grupo tienen su propio perfil en el que intercambian rasgos con los votantes de la otra orilla. Sin embargo, algo les retiene a un lado definido del barranco y es lo que de fundamental tienen todos los rasgos de uno u otro lado: la defensa de lo colectivo en la izquierda y la defensa de lo individual en la derecha. Principio que luego se expresa en las polarizaciones particulares como el idealismo/pragmatismo que es vista despectivamente como «buenismo» o «crueldad» por cada punto de vista. Unas posiciones que no dependen de la propia voluntad, sino que, muy al contrario, condicionan las emociones hasta el punto de experimentar repugnancia por los políticos y las políticas de los contrarios. Actitud emocional que impregna las redes sociales y caracteriza los comentarios que se escuchan ante la aparición en los medios de comunicación de los políticos concretos. Emociones que todo lo impregnan, pues basta una indicación para señalar como de izquierdas o derechas a cualquier gesto, proceso u objeto. Una repugnancia que convierte a venerables personas en objeto de odios imposibles de explicar sin ese fuerte componente emocional.

Desde luego hay un magnetismo latente que hace que, aunque el espectro político se fragmente, los distintos partidos que agrupan a personas que cumplen alguno o todos los rasgos que he asociado al «grupalismo» tienen tendencia formar alianzas parlamentarias o gubernamentales y, simétricamente, igual ocurre con los partidos que agrupa a quienes se ven con algunos o todos los rasgos que he asociado al «individualismo». El lazo secreto que los une es, en mi opinión, ese impulso inconsciente que nos impone nuestro destino como idiotés o koinitas. La existencia de estas dos caras de la vida es una irreversible realidad, cuyo reconocimiento por ambas partes, podría fundamenta la esperanza en que las diferencias no impidan el entendimiento. Se podría así conseguir el progreso social sin eliminar unas diferencias que son insalvables. Esto requiere un salto de una enorme potencias emocional e intelectual para poder colaborar sin pretender imponer la propia posición a pesar de que las emociones le dicen a cada parte «que tiene la razón».

¡Bienvenido míster Biden!

Los tránsitos de los mandatarios del imperio son muy lentos. Deberían tomar ejemplo de Mariano Rajoy, que, con una sobremesa, un poco larga, eso sí, dejó la presidencia para Sánchez y el escaño para que Soraya pudiera poner el bolso en un “tómate dos chupitos de ron”. Estos americanos necesitan más tiempo, por eso su presidente saliente va a perdonarse hasta los pecados que no ha cometido —estamos aquí preocupados por un quítame allá un indulto—. Un ejercicio sorprendente para los católicos, como Biden, que tenemos que esperar a dejarnos llevar por las pasiones y cocernos en el arrepentimiento antes de poner a cero el carné de puntos y volver a lo andado. Pero, sobre todo, es sorprendente para un protestante, que se supone que se las entiende directamente con su conciencia y con Dios, sin necesidad de intermediarios. Esta lentitud también ha dado lugar a que Melania no pueda ponerse el traje que ya había comprado para lucirlo en la ceremonia del juramente de Biden, en la que pensaba disfrutar más que en la del juramento de su marido. Igual se decide y va para quitarse de encima, o del al lado, al pesado de su marido por un día. Así no tendrá que darle un manotazo como hizo en ese vídeo olvidable, tan parecido al que le dio doña Marta Ferrusola a su marido, el  Robín Hood de la Diagonal, Primo de Tobin Hood, el de la tasa.

Hace tiempo que un mandatario no es recibido con más deseo por “la mitad” de su pueblo, ahora es así, cuando se dice el «pueblo» hay que matizar. Nuestro Fernando VII, el “Deseado”, en realidad lo fue, no por todos, sino por los que ahora votarían a Vox, de vivir todavía. El resto andaba escondiéndose de los guardias, como debería hacer ese ruso corajudo, al que no le ha bastado con ser envenenado una vez y ha vuelto a las garras putianas, donde podemos perderlo para siempre. Biden el Deseado, podrá pasar a la historia a poco que con prudencia vaya reconstruyendo los destrozos de la borrasca “Donald”. Un fenómeno artificial hinchado por la televisión y deshinchado por la gente, que ha sabido ver la calamidad infinita que podía derivarse de un segundo mandato.

Biden debe reconstruir la cooperación internacional; debe recordarles a los israelíes que no pueden mantener más tiempo la ficción de que los palestinos no existen. Debe estimular la libertad, pero sólo si luego es capaz de respaldar las primaveras en vez de dejar que el invierno lo marchite todo. Debe cerrar Guantánamo y, al tiempo, sostener su red de inteligencia y su poder militar para hacer frente a la ola de irracionalidad que emerge de este siglo de la no ilustración, el siglo de la muerte de la racionalidad a manos de la emoción de ser feroz. Míster Biden debe, dicen, unir a su país. No creo que pueda. Lo que debe hacer es cegar las fisuras por las que salen los vapores del infierno. Debe convencer a la parte civilizada de sus adversarios de que la alternancia no es peligrosa y que, en todo caso, no deben ceder a la tentación de retener a los cafres haciéndoles caso. Cierto es que le puede pasar como a “nuestro” PP, que ha dejado ir, en un descuido, a la mitad cavernosa que había retenido, haciendo un gran servicio al país, en su propio seno.

Biden debe cooperar con Europa para que la Rusia eterna comprenda que debe mantener sus propios demonios en las novelas de Dostoievski, en vez de tenerlos paseando por la calle. También debe encontrar la forma de evitar que los acomodados sauditas no alienten el terrorismo como forma política, ni que Irán acabe siendo la espoleta de una guerra regional y nuclear con Israel. El odio es inevitable, pero su explosión no. Espero que traiga la lección aprendida de que la presión migrante sólo se esquiva con la riqueza en origen y que el planeta necesita una tregua de los terrícolas.

La verdad es que me pongo en su lugar y caigo enfermo. Además, tiene, el hombre, setenta y siete años y me agobio de pensar en que tiene una agenda más propia de un cincuentón que de su edad de jubilado elegante. Menos mal que tiene a Kamala para sujetarlo si trastabilla. De todas formas, en el despacho Oval, que conocemos por la ficción mejor que el despacho de la Moncloa o la Zarzuela, si te caes no te rompes la cadera. Tiene una esposa culta, lo que da confianza. Y ha sufrido, lo que da fuerza. Es el presidente más votado de toda la historia, lo que da derecho a ser esculpido. Ya veremos.

En fin, míster Biden, desde este confín del imperio esperamos su éxito porque será el nuestro. Aquí me tiene, aquí nos tiene. Si le queda un momento libre piense en el Mar Menor y llame a Toledo para echarnos una mano en lo del Trasvase.

¿Por qué puede que perdure el brutal modelo político de Trump?

Un «trumpista» es un seguidor de Donald Trump. Visto los visto el día 6 en el asalto al Capitolio, tal parece que todos los votantes de este perturbador presidente de los Estados Unidos sean unos lunáticos y zafios disfrazados como los asistentes al sorteo de Navidad de la Lotería Nacional en España. Pero no, la cosa es más compleja. A esta calamidad de político le han votado prácticamente la mitad de los hombres y las mujeres de Estados Unidos, muchos de ellos educados y pacíficos ciudadanos, a pesar de su misoginia manifiesta y manifestada. Dando más detalles, le han votado casi la mitad de los jóvenes y de los mayores. Las diferencias se notan más cuando se atiende a la cuestión racial. Pero asombra que le hayan votado casi el 20 % de los hombres negros, a pesar de que acoge con simpatías a linchadores y casi el 40 % de los hombres hispanos, a pesar de sus insultos a los emigrantes latinos. Asombra menos que lo hayan hecho el 60 % de los hombres blancos, pero, donde uno se mesa los cabellos es cuando se compruebas que le han votado el 43 % de los universitarios y el 44 % de los que ganan menos de 50.000 dólares al año, que casi igualan a los que ganan más de 100.000 dólares al año. En cuanto a la división religiosa, tampoco la diferencia es notable, pues lo han hecho el 60 % de los protestantes y casi el 50 % de los católicos, que claramente no utilizan el Evangelio para juzgarlo. Quizá la diferencia más notable se encuentra entre el voto en la gran ciudad y la pequeña ciudad, superando el voto en éstas en un 20 % al de aquellas.

Esta abundancia de votos tiene explicación en:

  1. que sus rasgos de su personalidad: misoginia, racismo, homofobia y clasismo no repelen lo suficiente al tradicional espíritu conservador, que se traga el sapo, aunque su inteligencia no le impida ver a quién está apoyando;
  2. la movilización de un plus de electores que se consideran olvidados de las élites, y perjudicados por las políticas del comercio internacional con la consiguiente competencia a sus productos agrícolas o industriales y…
  3. la fidelidad al führer que ha conseguido inocular a toda los violentos machistas, racistas y homófobos que viven una fantasía de depuración violenta de todo lo que se aparte del perfil de hombre blanco armado, inculto y dominador de todo tipo de desviaciones.

Estos últimos son los que se han constituido en el escaparate ominoso del trumpismo por su insolencia y desprecio por todo tipo de instituciones democráticas por débiles e inútiles para sus fines. Simpáticos rasgos que exhibieron en el asalto a las cámaras democráticas de su país. Pero, siendo la fachada y expresión del peligro del trumpismo, ya se ve por las cifras que hay una base sólida que repudia estas formas, pero que preferirá un candidato como Trump, aunque los acerque al abismo, antes que votar a los demócratas o permitir su victoria con una abstención. En realidad, vista la situación, el debate nuclear dentro del partido republicano van a ser éste: aceptar o no candidatos extremistas. Naturalmente va a depender de las posibilidades de éxito de políticos más templados.

Conclusión: los gamberros que entraron en el Capitolio sólo son este último porcentaje de exaltados, ignorantes, vociferantes, impacientes y violentos que toda comunidad tiene, pero no se puede olvidar que el señor Trump y su disparatada concepción del poder ha calado en 73 millones de personas, que no pueden ser confundidos con esta tropa. Este señor partía de los votos naturales del partido republicano, en tanto que representante de la visión conservadora en lo social y libertaria en los económico, que están cifrados en unos 60 millones de electores que nunca votarán al partido demócrata, pero tuvo la genial idea de acudir grupos abstencionistas y decirles lo que querían oír. Los conservadores tradicionales e ilustrados no le abandonaron, a pesar de su zafiedad, por su visión tradicional del patriotismo que tan bien ha resumido Trump en su «América first» o en su «Make América great again» y la seguridad de que, como millonario, tendrá una visión económica conservadora. Además el espíritu conservador comparte con la parte salvaje del electorado de Trump un odio mítico a cualquier enfoque social que tenga mínimamente el aroma del comunismo, aunque sólo sean prudentes medida sociales. Por eso el partido demócrata ha buscado sus votos en la parte de la población más indolente y abstencionista por marginal, como ha demostrado la activista Stacey Abrams en Georgia. De modo que la pelea política en Estados Unidos en el futuro se basará en estos dos movimientos en los períodos electorales, hasta que los marginales de partido republicano o los marginados del partido demócrata se cansen de promesas incumplidas. Entre tanto esperemos a ver qué pasa con las políticas reales que deberían entrar en convergencia, preocupándose los republicanos de la gente desfavorecida cuando les toque y procurando, los demócratas, no desbaratar la economía en su turno.

Lo lamentable será que el deseo de victoria obligará a los republicanos a explotar el invento de Trump acudiendo a darle a los mismos que profanaron el Capitolio lo que desean: un imaginario de lucha permanente; un Armagedón continuo en el que disfrutar de la fantasía de que pronto llegará la hora de que sólo el hombre blanco domine la tierra y los cielos. Por eso, acabar con Trump o con lo que ha sido el trumpismo no será fácil debido a que, uniendo solamente a los conservadores tradicionales y a los intereses económicos es muy difícil ganar a la marea demócrata a poco que se movilice. Y dado que los republicanos, como cualquier partido, necesita del poder, va a ser difícil que renuncie, tras su derrota total en estas elecciones de 2020, a la épica de Trump. Única forma de atraer hacia sí a estas tribus dementes, aunque es de esperar que ensayen fórmulas menos brutales. La consecuencia es que un pequeño porcentaje de extraños ciudadanos habitantes de las cavernas sociales, que antes no votaban, han sido invocados en las redes sociales por los nuevos brujos y ya veremos como se les vuelve al averno.

Post scriptum.- También cabe la posibilidad de que al Partido Republicano (G.O.P.) le pase lo que al Partido Popular español, que una vez que se radicaliza parte de su electorado, se parta en dos, quedando los moderados con la marca y creando los radicales un partido nuevo como Vox.

El 23-F americano

Cada español mayor de edad en 1981 recuerda dónde estaba aquella tarde de febrero. España se vio conmocionada por la entrada de un grupo de uniformados que al grito de “¡quieto todo el mundo!” nos hizo creer que los fantasmas del pasado se encarnaban en aquella tropa para conseguir el sueño de Mola. Muchos sentimos vergüenza aquel día, pero si este sentimiento es proporcional a la importancia del país que sufre la afrenta de que su democracia sea violada en su propio corazón, la que ayer experimentaron los estadounidenses estará próximo al colapso emocional. Y nadie dudará de que la estabilidad de la democracia norteamericana es crucial para la estabilidad del mundo.

Ayer, tarde de Reyes, estaba siguiendo la lectura de los votos electorales en el Capitolio por mi curiosidad en escuchar los argumentos de los senadores que pretendían sabotear la confirmación parlamentaria, cuando se escucharon unos gritos que me recordaron aquella tarde española ya inolvidable desde el momento en que unos disparos nos estremecieron a los que estábamos escuchando por la radio. Ayer el tumulto de senadores americanos bajando atropelladamente las escaleras del hemiciclo del senado se asemejaba a aquella inmersión de congresistas españoles tras sus escaños. Al tiempo unos miembros del servicio de seguridad sacaban sus armas. El vicepresidente Mike Pence —un traidor para su jefe desde hoy— ya no estaba.

Hace años vi una foto de un miura saltando la barrera. En la foto, los ojos de los espectadores todavía no expresaban miedo, pues aún el cerebro no había procesado lo sucedido y estaban en una escena anterior. Tal parecían los movimientos de los empleados del congreso estadounidense, que estaban en la placidez de la sesión rutinaria cuando ya todo había estallado. Ya nada será igual, si el centro neurálgico del mundo asemeja una algarada caraqueña. Estados Unidos no es un país sólo, es un imperio —o lo ha sido—. Empieza a haber dudas, cuando parte de sus élites se han puesto durante cuatro años detrás un grotesco aficionado a la política que hacía estallar toda la antigua relación entre cargo y dignidad del trono democrático del mundo.

Lo ocurrido es especialmente simbólico, sin perjuicio de que acabe resultando materialmente catastrófico, porque el asalto interrumpe la ceremonia en la que la mayoría de los representantes republicanos habían abandonado la irracional postura de negar la evidencia de la derrota electoral. Justo en el momento en que comprenden su error y se avienen al respeto a las reglas constitucionales, las fuerzas que Trump, con su complicidad, había lanzado contra la democracia se vuelven contra ellos. Y no habían faltado avisos, como la ocupación con armas del congreso de Michigan. Esta es la lección de este día histórico: una vez que se activa la frustración de la gente, se invita a los estratos más siniestros y peligrosos de la sociedad a liderar revueltas fascistoides.

Los tribunales de Estados Unidos son especialmente sutiles en la definición de delitos que en otros países parecen travesuras. Por eso, aunque tengo mis reservas, no me extrañaría que Trump haya cavado su propia tumba; que todo un proceso de destitución se active ante la prueba fehaciente de que no puede seguir más al cargo de su país o con el botón atómico cerca de su pulgar. En ese país en el que el poder se ejerce desde imponentes despachos de gruesas moquetas y la imagen de sí mismo es de una serena energía ejercida para el bien con guerra o paz, lo ocurrido no puede quedar impune. Muchos han invitado a la zafiedad a entrar en su congreso, por consentir la zafiedad en el despacho oval.

Tras la conmoción, mi curiosidad se convirtió en ansiedad ante la posibilidad de que la historia le diera la razón a Philip Roth, que en su Conjura Americana enfrentó a la imaginación ilustrada de las élites americanas con el riesgo de jugar con fuego. Y ha sido esta tarde cuando eso ha parecido más real que nunca. Aquellos senadores que hoy confirmaban al presidente electo, después de haber sido complacientes durante cuatro años, nos dan una lección a los europeos. Ni una baldosa del sagrado suelo de la democracia que nos preserva de la muerte y la tiranía se puede ceder a aquellos que usan la desgracia ajena para la revuelta irracional. La Europa de la posguerra, que ya tuvo un 23-F en España, no debe conceder ni unas pequeñas dosis de populismo, y mucho menos alentado por centros de poder adscritos a su club político. Por cierto, quién nos iba a decir a los españoles que nuestro 23-F iba a ser el precedente de este 6-N; de este aquelarre en una fría y serena tarde de Reyes.