Trauma


 

Esta mañana he ido al traumatólogo (un hombre de unos sesenta años) para consultarle por unas molestias del cuello y para preguntarle por algunas dificultades en las rodillas. Molestias que estoy experimentando en los últimos meses, una vez que mi cuerpo se ha enterado de que me jubilado. También puede ser que cuando uno deja de pensar en los problemas profesionales el cerebro empieza a buscar en sus registros de qué preocuparse o, mejor aún, qué llevar ante el tribunal de la conciencia para que seamos conscientes de algo que antes nos pasaba desapercibido. Sea como sea, he ido con mis problema de cuello y rodilla a ponerme en manos de la ciencia. Una vez hecho el diagnóstico pregunto si es reversible y si cada vez mi cuello se pondrá mejor. El médico aprecia mi sentido del humor, pero me dice que no, que cada vez irá peor.

– Algo se podrá hacer. Le digo.

– No crea, llega un momento en que el desgaste de huesos, discos y ligamentos progresa hasta paralizarnos. «Qué tío más cenizo» pensé. Me va a dar el día. Ya me veía andando como el monstruo de Frankenstein.

En ese momento, un ruido en la calle llama nuestra atención a través de la ventana que estaba en la espalda del doctor. Yo me levanto a mirar y el médico se vuelve a mirar también. Bueno, se vuelve es un decir: para poder ver algo giró el cuerpo entero manteniendo la posición de la cabeza. ¡No podía girar el cuello!. Completamente shock le hablé de mi rodilla por no irme corriendo.

– Mire tengo una protuberancia en el lateral de la rodilla izquierda.

– Eso será la cabeza de la tibia. Me dice.

– ¿No me la va a mirar?. Dije sorprendido

– No es necesario. Responde.

Al verme la cara que puse se mostró franco y me dice completamente hundido:

– No puedo levantarme».

Lleno de ternura le pregunté:

-Qué le pasa?

Entonces me remató diciendo con profunda tristeza

-Tengo el cuello y las rodillas hechas polvo.

La visita ha acabado de una forma un tanto chusca pues, una vez hermanados en el dolor, aceptó que le pusiera la rodilla encima de la mesa (con el resto del cuerpo, claro. Así pudo, sin torcer el cuello y sin levantarse, mirar y diagnosticar un quiste en el menisco. La postura era tan rara que pensé que ojalá no entrara nadie en ese momento. Pero lo que ocurrió fue me falló la otra pierna y me caí al suelo tirándole todo lo que tenía en la mesa, incluido su martillo de los reflejos. Afortunadamente no lo tiré a él porque habría tenido que levantarlo yo. Una vez recompuestos nos despedimos mientras él me decía:

-No se preocupe seguro que mejorará.

– Lo mismo le deseo. Dije yo.

Naturalmente me he ido pensando que los problemas de la edad sólo se resuelven el día que nada te duele. Ese día que, si te has portado bien, más gente viene a verte. Ya en la calle lo único que me preocupaba era cómo saldría este hombre de su consulta. Me consoló pensar que tenía una ventana detrás de su mesa y era un primer entresuelo.

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