Ha pasado un tiempo (22 meses) y hay una novedad en la psicología del jubilado. Cuando trabajaba, citarse con alguien para tratar un tema profesional o un problema era incesante. Al despertar me acudían a la mente las citas más relevantes y mi mente se iba directamente a su preparación estratégica. Así desde una reunión del equipo de dirección, donde siempre podría surgir una sorpresa, hasta la reprimenda y reconciliación a quienes habían sobrepasado ciertos límites etológicos. Pero, ahora, cualquier compromiso distinto a los que la vida cotidiana supone, es una especie de obstáculo a vencer. Incluido un partido de padel, por la autoexigencia que siempre he imprimido a mis actividades. La vida placentera, que comienza con la lectura reposada mientras se observa al actividad callejera por el cristal; continúa con la escritura acompañada de música, que permite mantener el equilibrio entre las entradas y salidas de ideas, culmina con la horas compartidas con mi compañera y, algunos días, con el juego compartido con mi nieta. Este paquete, que incluye una siesta inducida por alguna conferencia en inglés, que me permite mantener lo que tanto esfuerzo me costó en los últimos años de universidad, es el núcleo de mi actividad de jubilado, y tengo que reconocer que no sé en qué piensan los que diseñan utopías, pero yo ya estoy en ella.
Sin embargo los compromisos distintos de esta divina rutina, me alteran (literalmente me hacen otro). Esa agenda externa, que antes llenaba la actividad frenética de la vida activa sin producir efectos notables, ahora es un incordio. Tal parece que, a estas alturas, la felicidad estuviera más asociada al reposo en lo ordinario que en el movimiento de lo extraordinario. En todo caso, necesito más tiempo para transformar lo novedoso en parte de lo ordinario. Sospecho que este rechazo a citas con esto o aquello tenga que ver con el rechazo a la Gran Cita que es la muerte. Debe ser que mi mente recela de todo aquello que no forme parte del ser que mi biografía ha gestado, como alerta ante la única cita ineludible. El ideal sería hacer lo que te gusta hasta que te cansa y pasar a otra cosa estimulante. Sería un flujo de actividades cuya transición es la saturación. Naturalmente, se vuelve sobre lo abandonado cuando el deseo recupera su frescura. La frontera es móvil, pues el deseo lo es. Si no se puede hacer esto hay que dar la vuelta a la situación pasando con determinación por la transición como se hace cuando no queda más remedio que tomar una ducha fría. A mí me funciona porque la vida no siempre se acomoda a tu energía vital. Y si nada de esto funciona, queda la entrega a los demás que es una fórmula infalible.
Siempre he procurado practicar la medicina preventiva antes que pasar por un quirófano o ser objeto de tratamiento complejos y convalecencias largas. Por esta razón o por suerte, nunca he estado seriamente enfermo y nunca me he roto nada. Por eso, he firmado ceder mis órganos sin engañar a nadie, pues ni el whisky ha estropeado mi hígado o mi vejiga, ni las carnes rojas mi estómago, dado que no he abusado ni de uno y de otra. He hecho deporte siempre y, por tanto, no he frustrado el proyecto de mis genes con imprudencias. Pero sé de sobra que nada, ni siquiera los intentos de Peter Thiel por ser inmortal, evitarán la última cita, aquella a la que si no acudes dará igual, pues las consecuencias serán las mismas.
Creo que la ventaja de una vejez en la que se acompase la decadencia física y mental, sin que ninguna de las dos se adelante a la otra, te permite reconciliarte con la muerte, «la dulce hermana» me dijo el escritor murciano Castillo Puche, en la celebración de un reconocimiento que le hicieron. Obviamente no me conocía ni antes ni después de decírmelo, pero supongo que pensó que, en todo caso, estaba hablando con un congénere con suficiente edad para entender el sentido de su descripción de la Parca. Él tenía todo el aspecto de haber alcanzado esa armonía entre estado físico y salud mental a sus ochenta y dos años. Murió tres años después y, espero, que con la misma serenidad que mostró ese día. Serenidad en la que yo trabajo, para que la única cita que, en realidad, interesa, me pille preparado.
La vida es un regalo y un misterio. Es un regalo porque la obtiene uno sin esfuerzo y es un misterio porque sólo en ella está su propio sentido. Buscarlo más allá es una pérdida de tiempo. Quien no disfrute la vida por sí misma, se la pasará buscando sustitutos y se le acabará sin alcanzarlos, en una curiosa lucha por dejar de luchar. Como toda la gran literatura, la poesía, el arte plástico, el cine y el teatro muestran, en la vida hay que alcanzar un amor y el respeto. Su ausencia está detrás de la mayoría de las catástrofes humanas. El amor que va asociado a una persona, se hagan los experimentos que se hagan antes, y a los hijos. Se puede vivir (respirar) sin amor y sin hijos, allá cada cual. También se necesita el respeto de los demás, porque eso querrá decir que uno ha devuelto a los demás lo recibido en forma de educación o salud, pues todo lo que es verdaderamente importante se logra en la acción conjunta y coordinada entre muchos para muchos. El ocioso no consigue ser respetado, ya se base su ociosidad por herencia o por su capacidad para vivir de los servicios sociales pudiendo corresponder con su esfuerzo al bien común. Estos invariantes están presentes en las muchas formas que la sociedad ha establecido para su equilibrio: profesiones o actividad/pasividad política. Estas metas atraviesan nuestras coordenadas sociales llevándonos a tomar unas u otras posturas, pero siempre serán el motor de nuestra acción.
Epílogo: del mismo modo que durante nuestra vida activa emergen alguno seres que habitan en los más profundo de nuestra naturaleza, tal como el sexo o la ambición, durante nuestros años de apartamiento del vórtice profesional, emerge un deseo de reposo y equilibrio que es la antesala de la devolución del regalo que recibimos al nacer.