«… disfruta la dicha de mayo, que aunque era entonces tan deslumbrante ha desaparecido de mi vista. Y aunque ya no puede volver la hora del esplendor en la hierba y la gloria de las flores, no debemos afligirnos, sino buscar la entereza en lo que permanece inmutable, en esa primera intuición, que habiendo sido una vez, debe seguir siéndolo por siempre; en aquellos punzantes pensamientos que surgen del sufrimiento humano y en la fe que ve más allá de la muerte… » (Wordsworth)

Este clásico inglés es la prueba de que, en materia de vida, ninguna generación le da lecciones a otra. Mi visión del tiempo me permite decir de forma provocativa que no existe. Con ello me pongo al día con las concepciones científicas modernas y, de propina, obtengo una visión de la vida que me ha servido muy lealmente. En el siglo XVII y XVIII el espacio era considerado un ámbito en el que «estaban» las cosas y el tiempo un ámbito en el que «sucedían o se sucedían» las cosas. Aquí cosa sirve por objeto material y por acontecimiento. La discusión sobre las implicaciones vitales de una u otra concepción del espacio, no son pocas, como se puede comprobar por las disputas territoriales entre estados o dentro de los estados o por los conflictos históricos o íntimos a que da lugar el tiempo. Pero, ahora, nos centramos en el tiempo, que es un concepto más escurridizo y, además, está ligado al Año Nuevo de inminente celebración. Mirando hacia un atrás remoto, Aristóteles dejó dicho que «el tiempo es la medida del cambio» y mirando a un atrás cercano, Einstein dejó dicho que el tiempo se dilata y contrae con la velocidad. Lo que puede parecer muy chocante, pero no menos que cuando se dice, en algún anuncio para evitar accidentes, que nuestro peso aumenta con la velocidad o cuando comprobamos nosotros que cuando hacemos ejercicio perdemos peso o, en forma más poética, no disolvemos literalmente en el aire. El tiempo no es un ámbito, sino el cambio del mundo que somos y el mundo que nos rodea. El tiempo es una característica generada por la dinámica de la naturaleza que nunca descansa. Por eso, al principio decía que el tiempo no existe, porque, en realidad, es el cambio lo que existe, lo que no evita todas las aparentes paradojas de las concepciones modernas de la ciencia.

Pensando en nuestras vidas desde esa perspectiva vemos enseguida que no pasan los años, sino que la biología nos impone cambios en nuestro aspecto desde el día de nuestro nacimiento y que, a nuestro alrededor todo cambia de forma relativa a nuestro propio ritmo, de forma más o menos rápida. Naturalmente, por razones prácticas, tomamos un cambio regular como referencia para el resto de los cambios y les damos nombre a eso fragmentos de cambio que llamamos, horas, días, semanas, meses, años… vida. Lo importante es que captemos que no pasan los años, sino los acontecimientos y que, por eso, cuando no pasa nada en nuestras vidas, lo que llamamos tiempo se para y nos entra un terrible tedio. También, cuando tomamos consciencia en un cumpleaños de que llevamos muchos cambios en nuestro cuerpo, decimos cosas como «qué rápido ha pasado la vida» con cierta tristeza, como si la vida no hubiera merecido la pena. Es la tristeza del tiempo que con tanta eficacia emotiva canta la literatura, en especial la poesía o la música.

Dijo Quevedo:

«Ayer se fue; mañana no ha llegado; hoy se está yendo sin parar un punto: soy un fue, y un será, y un es cansado»

Dijo Góngora:

«Confiésalo Cartago, ¿y tú lo ignoras? 
Peligro corres, Licio, si porfías 
En seguir sombras y abrazar engaños.

Mal te perdonarán a ti las horas, 
Las horas que limando están los días, 
Los días que royendo están los años.»

El consejo de nuestros sabios clásicos, ya hechos «polvo enamorado», instalados como estaban en su concepción del tiempo propio de la época, es que los cambios se suceden sin esperarnos y no debemos «seguir sombras y abrazar engaños«. Que el presente es un filo cortante en el que residimos gracias a la memoria del fue y a la imaginación del será. El uno que nos da el ser y otro que nos promete el deber ser. No hay razón para la tristeza del tiempo si somos capaces de llenar nuestra vida de acontecimientos llenos de sentido para nosotros. Si es el caso, cuando en un cumpleaños mires hacia atrás, no te dejes atrapar en la tristeza que produce que lo pasado no esté presente, sino que repasa con alegría los acontecimientos que dieron sentido a tu vida en cada etapa y verás que, si pides más, es que el problema no está en el vacío de tu vida, sino en las exageradas expectativas puestas en ella por un imaginación delirante.

Cumplir años no es otra cosa que cumplir el ciclo de cambios vitales que la realidad nos impone. Cambios a los que tenemos que estar agradecidos por haber sido «elegidos» para vivirlos. Por eso, no deja de ser un descubrimiento feliz que, en realidad, no cumplamos años y que, por tanto, si somos capaces de reconciliarnos con nuestro aspecto físico y psíquico en ese presente continuo en el que vivimos abrazados a la memoria y a la imaginación, lo urgente ya no sea un tratamiento estético, sino mantener nuestras posibilidades de vivir acontecimientos cotidianos y extraordinarios llenos de la luz que solamente nosotros podemos poner. Porque, a estas alturas, creo que ya sabemos que nadie puede vivir la vida por nosotros.

Si estamos de acuerdo en el carácter arbitrario de lo que llamamos tiempo, estaremos de acuerdo en que el Año Nuevo es uno de esos momentos convencionales al que adornamos socialmente de sentimientos especiales, pero que no todo el mundo estará preparado para vivirlo justo ahora. La ventaja de este carácter social es que los que estén preparados convierten un acontecimiento individual en colectivo y asocia sus sensaciones a las de los próximos aumentando la escala emocional. Los que no esté preparados ahora para volver la mirada a la memoria y hacer balance de lo acontecido saboreando el poso intangible de su vida transcurrida, ni estén preparados para lanzar la mirada hacia los cambios que puede protagonizar, generando esa especial euforia que produce lo no sucedido con su aspecto pulido y sin defectos, que no lo hagan por imposición social. Que se preparen para su Año Nuevo cuando éste tenga a bien aproximarse en su intimidad. Concedamos, pues, que junto al Año Nuevo socialmente celebrado, que estimula a los más despistados con su tronar de trompetas para el acontecimiento obligado de repaso y proyección, hay mucho Años Nuevos llenos de sentido para cada uno. Un Año Nuevo que deben celebrar siempre que, mire usted por donde, «el tiempo» de cada uno madure.

En ese momento, si estás cerca y lo noto, te diré aunque sea en abril, «Feliz Año Nuevo».

 

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