En un artículo previo (Cambios en la universidad) comentaba algunos aspectos del futuro de la universidad ante el cambio simultáneo de las necesidades sociales y la tecnología que los provoca o asiste. José Velasco, un seguidor de este blog, participando de las opiniones vertidas, comentaba que en España no es de aplicación tales reformas. Creo que tiene razón. Ya Ortega en 1927 avisaba de algunos vicios nacionales al respecto, pero 90 años después no hay ya mucho tiempo para planificar y ejecutar ciertas reformas más allá de los intereses profesionales de los que la constituyen. Si el 50% de los jóvenes está en paro no parece que sea por una crisis coyuntural. Hay un cambio estructural y global en marcha que puede acabar en pocos años con todo el armazón universitario sin que haya un plan alternativo preparado. Nunca hemos sido un país cuyos dirigentes crean en el talento autóctono. Véase el caso de Blasco de Garay o de Isaac Peral. Nuestros dirigentes por no creer no creen en sí mismos. El cinismo mostrado en los últimos 10 meses demuestra la incapacidad de mirar más allá de la propia barbilla. No digamos para arbitrar reformas innovadoras con plena fe en sus resultados potenciales. Véase el Plan Bolonia y su vaciado de contenido con el pretexto de la falta de recursos. Ha quedado un cascarón formal cuya única ventaja será la poca resistencia que opondrá cuando sea sustituído por el Plan Siguiente. Para muestra dos botones: 1) en la universidad española tiene la misma responsabilidad docente un profesor asociado que un catedrático tras años de formación desde la primera beca y 2) la extraordinaria pereza individual e institucional para el aprendizaje del idioma inglés (actual koiné) probablemente provocada por nuestra «reciente» y añorada condición imperial. Véase el caso de los imperiales ingleses que tienen la misma dificultad con otros idiomas, bien que moderada por el hecho de que su lengua se haya implantado universalmente. Quizá debido a tonterías como haber protagonizado la primera revolución industrial (Watt), la segunda (Faraday) y la tercera (Watson y Crick). En fin, claramente la única explicación es la suerte.