Matar al padre

«Matar al padre» es una expresión del ámbito freudiano que se refiere, dejando de lado las alusiones sexuales, a la necesidad que sienten los hijos de afirmarse en sus convicciones para tener una vida autónoma ante el hecho ineludible de que una parte importante de su vida se llevará a cabo sin contar con la protección y guía que un día nos prestó.

Desde el punto de vista de padre, que hoy ejerzo en fase prácticamente periclitada porque mi edad así los establece, creo que esa figura, tanto real como simbólica, es fundamental para la salud psicológica de los hijos, lo reconozcan o no. Dejo al margen los casos patológicos de padres despegados y opresores o de padres que facilitan tanto la vida a los hijos que los dejan desmadejados, sin nervio para la vida. Nunca me sentí más padre y realizado como persona que cuando tenía 40 años y conducía mi mini con mi familia dentro.

Hoy se escucha hablar de que el varón y la mujer representamos papeles que podrían ser intercambiados. Si se refiere esta idea a que el hombre se ha visto forzado a mostrarse autoritario y la madre amorosa, creo que es verdad. Pero es que autoridad y amor no están reñidos y pueden ser proporcionados por ambos, pero de forma muy distinta. Un padre no es un amigo y menos un amigote. Pero se puede ser padre sin violencia ni explícita ni implícita; se puede ser padre amoroso sin ñoñería; se puede ser padre guía sin hacer sentir al hijo o a la hija que no tiene cualidades. Con eso basta. Un padre así no será muerto simbólicamente por sus hijos porque no habrá sido una cárcel nunca.

Una vez ví en la consulta de un pediatra una relación de actitudes de un hijo a medida que aumenta su edad. Básicamente era un previsible camino hacia la comprensión de lo que antes parecía una arbitrariedad del padre. Esa evolución la hemos sufrido todos y, por lo menos a mi, lo que me queda tras asumir uno a uno los deberes de un padre es un profundo respeto por el mío y sus circunstancias; una profunda ternura por su sufrimiento y un indestructible amor por alguien a quien ya no veré nunca más.

Hoy es el día del padre. ¡Felicidades papá!

Más redes

La Unión Soviética, en sus planes quinquenales, hacía todas las previsiones de producción, basándose en predicción de necesidades de consumo. Al final del proceso, los estantes estaban vacíos. La economía de mercado previa a la inteligencia artificial produce esperando que la publicidad haga su efecto y dirija el consumo hacia donde es invitado cada ciudadano, pero, al tiempo, se adapta a la verdadera reacción del consumidor, al que a la postre considera un misterio. Sin embargo, la economía de mercado posterior a la inteligencia artificial ha invertido la situación con la ayuda de las redes sociales. Éstas son un mecanismo de comunicación y expresión que tiene el efecto secundario (en el orden cronológico), pero primario en el orden jerárquico de proporcionar información que permite ajustar mucho mejor la producción en función de las biografía del consumidor y la publicidad para vencer su resistencia.

Traspuesto a la política, el acceso a las preferencias ideológicas del elector, proporciona dos efectos sobre los partidos políticos. Uno de euforia, porque les permite elaborar programas mejor ajustados a las expectativas de los electores desarrollando campañas muy eficientes. Pero, otro de depresión, porque esta superencuesta, los puede derrotar de antemano. Es decir, la información que graciosamente entregamos sobre nosotros mismos al utlilizar Internet les informa de las limitaciones de sus perspectivas de éxito o de su éxito total.

Esta situación tiene, desde mi punto de vista, una gran ventaja y es que la gente podemos «elaborar» los programas de los partidos, trasladando el peso de la acción de un actor a otro. Si antes el elector tenía que reaccionar a la campaña, es ahora el partido el que tiene que reaccionar al conocimiento sociológico que las redes le proporcionan. Para esto es necesario que las empresas proporciones toda la información a todos los partidos. O mejor aún que la información sea pública.

Estoy convencido de que las redes sociales serán el vehículo de una democracia mejor adaptada a las complejidad moderna. Huir de ellas o comprarse un teléfono sin Internet es huir de las posibilidades que la inteligencia humana pone a nuestra disposición. Si la tecnología hizo posible la emancipación de la mujer, también harán posible armonizar la ambición con la compasión.

Kantismo ingenuo

Este artículo recoge apuntes tomados de la lectura de las tres obras críticas de Kant. Se escribe con libertad combinando sin restricciones lo leído en el maestro con la ayuda de García Morente, Félix Duque y Gilles Deleuze en contraste con mis coordenadas intelectuales resultado de mi propia biografía lectora y cogitante. Coordenadas cuya latitud es el naturalismo y cuya longitud es la ética. Kant es completamente inocente de las cosas que aquí se digan. A continuación se presenta el círculo integral de la realidad que muestra la posición de Kant y completa el círculo hermenéutico y la anamnesis platónica que ilustra la tesis principal de este artículo:

Kant dice que el ser humano encuentra en el conocimiento lo que él mismo ha puesto en ella previamente. De ahí la objetividad (universalidad y necesidad) de ese conocimiento, pues se basa en la coherencia del pensamiento consigo mismo. Lo que queda sin explicación, por más que se esfuerce mi admirado García Morente, es la coherencia de las ciencias formales con la realidad, pues nada «obliga» a la realidad a seguir las pautas de la mente, por mucho que ésta cubra a la realidad con el manto de sus intuiciones de espacio y tiempo. Lo que explica esa concordancia, esa verdad, siempre provisional, de la ciencia humana es el origen común de nuestra mente y la realidad que juzga. Esto es lo que se expresa en el círculo integral de la realidad, cuya glosa sería la siguiente: la realidad sigue una ley universal en la que ser y antiser conviven, a ratos unidos en la nada energética y a ratos separados como materia por un lado y antimateria por otro. Esta ley universal regula los cambios, que son el tiempo mismo, esos cambios son evolución en donde las circunstancias lo hacen posible, como biología y como historia cuando emerge la autoconciencia. Y es en ese momento cuando esa autoconciencia, ese yo, situado en un campo de influencias internas y externas que lo informan, primero experimenta sin reflexión y, después, hace minería dentro de sí y descubre las estructuras transcendentales de Kant. Es decir saca a la luz la forma de su propia historia evolutiva ciega y las aplica a la realidad externa para su transformación como consecuencia de su motor autónomo (en tanto que naturaleza) compuesto del sentir y el conocer para entrar en el bucle conocer-actuar-juzgar. Siendo el actuar un complejo compuesto del deseo y la libertad. La voluntad no emerge sin deseo, y el deseo no se cumple sin libertad.

El yo

La razón es la representante de la naturaleza en la autoconciencia. El entendimiento es el ejecutor del interés especulativo de la Razón. Ambos son depositarios de las estructuras presentes o generadas en el proceso evolutivo. Por eso la conciencia no es una tabla rasa, ya viene equipada con el esquema formal del proceso que la ha constituído.

El yo es el protagonista de la sensación, pensamiento y acción humanas. El yo aparece en un proceso largo de adaptación al medio que le mantiene primero atento al entorno exterior a su cuerpo como cualquier otro animal, hasta que la complicación de su cerebro le permite prestar atención al «ruido» interior, lo que le convierte en autoconciencia. Desde ese momento el yo divide su interés entre el exterior y el interior de sí mismo. Pero en tanto que autoconciencia se distingue tanto de los objetos exteriores como de los «acontecimientos» interiores. Esta distinción no implica que el yo trascienda a su cuerpo, sino que es consecuencia del desarrollo del mismo. El yo es el cuerpo plegado sobre sí mismo en un área especial que llamamos cerebro. En la medida en que entendamos la atención como una cualidad de cualquier organismo sensible, el yo es la atención prestada a la actividad del propio cuerpo concentrada en el cerebro.

Me desvío de la ortodoxia al considerar al fenómeno, en el sentido kantiano de objeto de experiencia de un sujeto, tanto el objeto de una intuición procedente de sensaciones externas (fuera de la mente), como internas (dentro de la mente). De esta forma el sujeto de las intuiciones es un yo que percibe tanto un objeto exterior al cuerpo como un dolor procedente de él. El yo es el receptor de toda experiencia y sujeto de toda intuición, es decir, sujeto de toda relación inmediata con lo que no es él mismo. El yo piensa, sufre y espera. Para el yo son objetos dados, tanto una montaña como la culpa. La sensibilidad del yo le permite sentir los objetos mediante la recepción de las emisiones del mismo. El yo tiene sensaciones como resultado del efecto de las emisiones del objeto. El primer efecto de una emisión es la intuición de que «algo» sucede. La intuición es la visión directa, inmediata del yo acerca de lo que sucede por la afección del objeto emisor. Con la intuición el yo «ve, experimenta» colores, formas, distancias y procesos, pero también dolores y emociones. Y lo hace sobre la «versión» que el cuerpo del yo da de la emisiones del objeto. Los objetos pueden ser materia o energía externa en todas sus manifestaciones. La energía emitida por un objeto material ajeno al yo le llega «traducida» por su cuerpo, tanto si procede de un árbol, como si lo hace de un órgano con malfunción. Esta traducción es consecuencia de la lógica biológica y es una de las muchas soluciones posibles para que un organismo sobreviva. De esta forma el yo, en vez de recibir una multiplicidad dinámica ingobernable, recibe síntesis de alta resolución que le permiten mapear el mundo exterior e interior con gran precisión para sus propósitos de supervivencia. Estas síntesis son los colores, sonidos, formas, sabores, olores, sensaciones táctiles, pero también dolores y emociones. También el yo cultiva en su cerebro los flujos neuronales en forma de mezclas de imágenes y símbolos que forman la materia de sus pensamientos.

Una vez vivo y con cierto dominio sobre el entorno, el yo está en condiciones de ordenar su entorno físico y social. Para este fin, busca en su entorno inmediato medios y encuentra y utiliza el sentido común, entendido como un conjunto de evidencias que le permiten ordenar el caos externo. El sentido común es una proto lógica y la expresión del riesgo de relatividad de las certezas formales que, por ser formales, son de aplicación a cualquier situación, lo que queda reforzado porque habitualmente se asocian a emociones que refuerzan la evidencia que ya no sólo es intelectual, sino emotiva, caliente, palpitante. Hay un sentido común especulativo y también moral y estético. Al yo le cuesta mucho trabajo salir de ese pozo y colocarse en el lugar de otros yoes. Kant probablemente basa su opinión de que lo apodíctico es universal y necesario en la investigación intersubjetiva, pero le supongo consciente de que sus poderosos predecesores también tenían certeza en lo que él consideraba errores.

El yo se da cuenta que puede ser actor en el exterior a través de su cuerpo, pero que padece los acontecimientos internos, sobre los que no tiene mucho control hasta ahora. Sus decisiones tras deliberar consigo mismo se puede traducir en acciones que modifiquen todo lo que está alrededor de sí, incluido su cuerpo, al que puede dañar, pero le cuesta librarse de la culpa o de la compasión. También sufre con las opiniones ajenas y la animosidad de otra gente, especialmente la que estima. Esto último le hace un daño tal que pasa del amor al odio con una facilidad que le asusta. Le gusta ejercer su voluntad un poco arbitrariamente como prueba de poder. ¡Qué manjar el poder!. El yo se da cuenta de que hay una serie de placeres turbios que aparecen cuando lleva a cabo determinadas acciones que ahora sabe que son para el bien de la especie y que se las proporciona el cuerpo. Pero, entonces, debe haber algo (porque el yo sabe que es el único alguien) que me controla y me ordena. Además, estos placeres son pegajosos y esclavizantes y una vez que mi capacidad de resistencia está vencida se me adhieren otros supuestos placeres que no hay forma de renunciar a ellos sin padecer la muerte.

La fase de sentido común del Yo se superó en Grecia en la época de un tal Tales que nació cerca del río Meandros en lo que se llamaba entonces Asia Menor (actual Turquía). Tentativamente el yo descubrió su capacidad de unir bajo un signo o una palabra lo que de común había en lo múltiple. Probablemente esa capacidad había sido ya descubierta sin verbalizarla, pues ¿de qué otra manera habría sido posible huir de un león si no se hubiera considerado peligrosos a todos los animales pardos con melena y garras? El error de observar a un león comerse a un miembro de la tribu y sacar la conclusión de que era un león loco y perseverar en la relación con tan peligrosas criaturas no creo que durase mucho. Pero lo Griegos aplicaron esa capacidad a su inagotable curiosidad por conocer el origen de todo. Y ya de salida el yo griego se planteó una apuesta mayor, pues pretendió encontrar un único principio para todo fenómeno. El yo siguió su marcha usando los conceptos dando salida a sus problemas prácticos sin advertir su naturaleza. De hecho hasta el siglo XVII en que Descartes angustiado por el colapso de los sistemas que todo lo explicaban, como el sistema ptolemaico o la planitud de la Tierra, buscó la certeza dentro de sí. Y encontró una cosa rara: que fingiendo dudar de todo, le quedaba un certeza que alguien al menos tenía que dudar, y ese alguien era su yo. Así usó la forma del razonamiento de Agustín de Hipona que rebatiendo a las escépticos dejó dicho «si fallor sum» («si me equivoco, existo«). Así, Descartes encontró que podía dudar de todo menos de que alguien en su interior dudaba y acuñó su célebre «cogito ergo sum» que traducimos por «pienso, luego existo» (1). Una afirmación apodíctica que tropieza con la enemiga de los neurocientíficos actuales que afirman que «el ser es antes que el pensar». Algo así como «existo, luego pienso» (2). Creo las dos afirmaciones son verdad si se atiende a la parte del proceso en que son formuladas. Es decir, ahora que sabemos que la naturaleza creó el cerebro que piensa, podemos decir que (2) es verdadera, pero si no sabemos eso, nos encontramos que nuestra experiencia primera es que pensamos, de lo que es legítimo deducir que existimos. Es decir, en ese marco, (1) es verdadera. Esta situación nos coloca ante el círculo hermenéutico y al anamnesis de Platón y su interpretación. Si el conocimiento es recuerdo de una situación anterior o si el conocimiento requiere un contexto interpretativo prejudicial, una explicación es que nuestro yo pertenece a una estructura filogenéticamente tan compleja y evolutivamente tan rica que hereda con su condición de autoconsciente la estructura lógico-óntica de la realidad y la usa con toda naturalidad cuando aborda un nuevo problema teórico o práctico. Así se explicarían las perplejidades de los racionalistas que al constatar este bagaje y no poder atribuirlo a la propia naturaleza constitutiva, no le queda más remedio, utilizando las propia lógica heredada, que atribuirlo a una armonía predeterminada (Leibniz) o a un observador divino privilegiado (Berkeley). El propio Descartes busca ese apoyo que cierre el enigmático círculo en un Dios deudor del argumento ontológico. Lo que es coherente con su posición carente de parte del panorama hermenéutico. Así partiendo de su «pienso, luego existo«, no tiene inconveniente en afirmar «es perfecto (Dios), luego existe«. Un argumento que tiene que esperar a Kant para ser demolido desde sus cimientos, pues, al igual que los modernos neurocientíficos, Kant dice que sin existencia no hay sujeto que posea este o aquel predicado. Algo así como «existo, luego puedo ser perfecto«, pero no la revés como había afirmado Anselmo.

Así pues, que aquí tenemos a nuestro Yo en medio de un proceso que empieza sin él, lo genera y lo deja sólo ante el complejo entorno formado por los estímulos externos, los estímulos internos y sus propios desvaríos. Aunque poco después es negado por Hume, que los descompone en sensaciones recibidas del exterior cuya sucesión es recordada componiendo el espejismo del yo. Kant recupera con su Yo trascendental la unidad, pero deja sin respuesta la pregunta porque no la necesita. En efecto, tenga razón Hume con su sucesión recordada de sensaciones, Descartes con su espejismo de una sustancia pensante o el neutral Kant con su yo trascendental, ya lo sabremos cuando la neurociencia nos dé una respuesta. Damasio habla de un yo biográfico y una situación estable en la convergencia de la información recibida del cuerpo y la del exterior que proporciona un sí mismo consciente. La corriente de estímulos exteriores contribuye a diferenciar y afianzar el sí mismo en contraste con los estímulos generados en el propio cuerpo. Sea como sea, un fenómeno dinámico se da en el cerebro obligando a que el proceso de atención se centre en el propio cuerpo y sea experimentado con un yo en base a la constancia de una memoria permanentemente activada como sospechaba Hume.

Espacio

El espacio es el nombre que damos al hecho percibido de que entre los objetos hay un ámbito vacío que puede ser ocupado o desocupado según las circunstancias. Kant lo pensó como una intuición pura, un marco con que la mente cuenta a priori y que se capta cuando de las intuiciones puras se sustrae todo lo que pueda haber de concepto y todo lo que pueda haber de sensaciones concretas. El resultado sería un forma que nos prepara para que recibamos las sensaciones procedentes de los objetos exteriores que lo ocupan. Su argumento es el siguiente «para que ciertas sensaciones se refieran a alguna cosa fuera de mi… debe existir ya en principio (en mí) la representación del espacio«. Es decir, para que yo pueda reconocer ciertas sensaciones como procedentes de objetos situados fuera de mi, debo yo ya tener el espacio dentro de mí como representación, como intuición pura. Una vez aceptado esto es correlativo aceptar que el conocimiento sensorial que tengamos de los objetos exteriores tenga la forma de fenómeno, pues no puede ser la cosa misma, puesto que la conozco «a través» de mi propia representación. O sea que los estudios posteriores se realizan ya con la cosa convertida en fenómeno en el seno de la intuición pura del espacio.

Es espacio puede ser objeto de explicación transcendental porque es condición a priori para un conocimiento sintético. Kant se pregunta «¿Cómo se halla, pues, en el espíritu espíritu una intuición externa anterior a los mismos objetos…?» y responde que «sólo en tanto que ella está en el sujeto…«. De esta forma, Kant ya deja fuera del alcance del sujeto a lo que él llama cosa en-sí. Es decir el enigmático origen de todas emisiones que llegan a nuestra sensibilidad y toman en nuestra intuición a priori del espacio la forma de fenómeno objeto de nuestros estudios geométricos.

Con toda seguridad que la descripción que hace Kant es correcta, para nuestra experiencia común y los desarrollos de la geometría euclidiana. Pero es sabido, que los matemáticos desarrollaron geometrías alternativas en el siglo XIX, (Gauss, Lobachevsky, Riemann), no intuibles por un yo constituido realmente en un espacio plano de tres dimensiones, que encontraron aplicación en las concepciones físicas del espacio de la teoría de la relatividad, pocos años después. De esta forma el espacio más próximo a la realidad cósmica es un espacio pensado y representado por fórmulas antes que una intuición inmediata. Sin embargo en nuestra vida cotidiana e incluso dentro de una nave espacial seguimos teniendo la experiencia de Kant, es decir, la experiencia de vivir en un mundo de tres dimensiones planas.

El acople entre la intuición pura, a priori aportada por nuestra mente y los objetos para constituir un fenómeno como objeto de conocimiento no debe ser considerada un casualidad que requiera de una armonía preestablecida, sino más bien el resultado de la conformación de nuestra mente en ese mismo espacio preexistente durante el proceso de constitución de nuestra mente en la evolución biológica. No es extraño pues que nuestra mente esté dotada de una intuición del espacio sin la cual hubiera sido imposible que sobreviviera y, mucho menos que se impusiera a sus rivales del mundo animal. En definitiva existe un espacio exterior como expresión de niveles de concentración de energía y existe una intuición a priori de ese espacio por parte de todos los seres que evolucionados, especialmente aquellos que lo intuyen a través de la vista. Por tanto, la mente llega a la experiencia con una capacidad de contar con una “versión” del espacio real conformada por su cerebro, del mismo modo que contamos con una “versión” de las ondas electromagnéticas en forma de colores.

El espacio de Kant, a priori, vacío de concepto y sensaciones, es una buena descripción de la capacidad potencial que tiene nuestra mente de traducir el espacio real a una versión más sencilla cada vez que abre los ojos, cualidad heredada como potencialidad. Una vez abiertos los ojos, la potencialidad se actualiza en la experiencia maravillosa de las formas y los colores. Una experiencia que ahora sabemos que corresponde a unos parámetros determinados que no dan cuenta de toda la realidad espacial. Vivimos en un espacio «casi» plano y nuestro cerebro fue constituido en él. De modo que no puede extrañarnos que haciendo uso de nuestra concepción a priori del espacio no vayamos tropezando con los objetos.

Pero, por otra parte, la forma en que la ciencia nos dice que el cerebro calcula las distancias, por ejemplo con el paralaje al moverse, pone de manifiesto que en esa determinación hay una convergencia entre la información que envían los objetos y la propia estructura fisiológica del sujeto (tener dos ojos separados, por ejemplo). Una convergencia que proporciona un conjunto que el cerebro interpreta como distancias relativas entre objetos y que, de alguna forma, confirma la existencia de una representación espacial a priori que fundamente la objetividad en la geometría pero compatible con una disposición espacial de la materia en la realidad. Su interés reside en explicar porqué son posibles juicios sintéticos a priori en materia geométrica. Puesto que se encuentra con estos juicios en los que hay información nueva (predicado) atribuida al sujeto en cada postulado de Euclides, cree que tiene que haber un nexo entre el objeto y la mente. Un nexo que deduce partiendo de la visión (intuición) directa de la realidad tal y como la experimenta y de esa representación resta cualquier concepto que pueda ir asociado (lo que deja para más adelante) y resta cualquier sensación asociada (objetos concretos) quedando en su mente lo que él llamó intuición pura del espacio. Una entidad etérea que le permite legitimar los juicios sintéticos a priori desde el punto de vista de la lógica transcendental con la que quiere encontrar las condiciones que posibilitan una ciencia tan importante como la geometría. Todo esto es compatible con que los propios objetos encuentre alojamiento en el escenario de la intuición pura del espacio como consecuencia de las emisiones informativas que llegan desde los objetos. Aunque este «éter» espacial como condición transcendental para establecer la objetividad de los juicios geométricos puede reforzarse o sustituirse por la afirmación de la condición del Yo de «depositario» de la versión codificada del espacio real vía la herencia genética. De esta forma se elimina y problematiza la opinión de Kant de que todo lo que tiene un origen a priori es objetivo y lo que tiene origen empírico es contingente. Pues, paradójicamente, la contingencia de la naturaleza se presenta como necesidad ante el Yo transformada en lógica a partir de la dura experiencia de su creación evolutiva.

Tiempo

Con el tiempo ocurre igual que con el espacio. Kant encuentra que su intuición a priori es la condición transcendental para dotar de objetividad a los logros de la ciencia matemática. En este caso es más fácil estar de acuerdo con Kant, pues quién no ha experimentado «el paso del tiempo» en la intimidad de su Yo. Se tiene una fuerte representación de un flujo imparable que llamamos tiempo. Sin embargo siendo más clara la intuición del tiempo al margen de los acontecimientos, como el espacio lo era la intuición del espacio al margen de los objetos, el tiempo presenta un problema importante: no existe, ni como intuición ni como suceso natural al margen del Yo. Igual que con el espacios, Kant considera que el concepto de tiempo no está extraído de experiencia alguna, sino que es una condición para que la simultaneidad o la sucesión sean percibidas. De nuevo hay que decir que el carácter a priori de un intuición pura no es un acto psicológico activado cada vez, sino una estructura heredada en un proceso de evos en el que la constitución de yo está preñada de cambios rítmicos.

Es muy habitual hablar del tiempo como un ámbito en el que suceden las cosas. Por eso tenemos la sensación de que hay un mañana y hubo un pasado. De esta forma nos acostamos con la tranquilidad de que por delante nuestra hay “sitio” para que nuestras vidas sigan su curso. Por otra parte, también se nos dice que el tiempo “circula” en un único sentido y que no hay vuelta atrás. Pues a todo esto decimos que el tiempo es una artificialidad que oculta que el acontecimiento definitivo para el ser es el cambio. La afirmación de que los cambios se producen “en el tiempo” equivale a que “la luz es una deformación del éter”. Ni el éter, ni el tiempo son necesarios. La luz es energía en movimiento sin soporte y el cambio es manifestación de la energía sin el soporte temporal. Igualmente, habría que decir que el espacio no es necesario para entender qué cosa son los cuerpos y las distancias entre ellos. El mapa del espacio es un mapa de niveles de energía. Donde hay alta concentración relativa hablamos de materia y donde hay baja concentración hablamos de espacio. Por eso “las distancias” también se miden por cambios físico. Así, un año luz es la diferencia entre dos niveles de energía que la luz debe salvar mientras la Tierra da una vuelta al Sol. Otra cosa es que en la práctica orientemos nuestra acción mediante cambios relativos a un patrón de cambio escogido racionalmente, pero sin necesidad absoluta e, igualmente que hablemos de espacio como un ámbito en el que están las cosas. El tiempo y el espacio de la física y de nuestra cotidianidad es una contribución al hecho de que nuestro cerebro se ha constituido en unas condiciones de baja densidad energética conteniendo elementos de alta densidad energética creando la sensación de cambio para nuestra percepción y rodeado de cambios regulares que insinuaba ya el concepto práctico de tiempo. Esto ha sido así afortunadamente, pues desde ese espejismo tan bien expresado en las intuiciones puras de espacio y tiempo en Kant la humanidad ha construido un edificio imponente de conocimiento que finalmente ha volado sus propios cimientos generados por el sentido común para quedarse en el aire sin más sostén que la acción recíproca en la totalidad de la realidad. Por tanto, si se le sigue hablando de espacio y tiempo es por razones de tradición. Y cuando se habla del espacio-tiempo, se está pensando en la relación entre la densidad de energía y su cambio. La velocidad es la relación entre el espacio recorrido y el número de veces que un ciclo convencional se ha producido. La dilatación o contracción del tiempo es la mayor o menor velocidad de un cambio de un proceso respecto de otro proceso escogido convencionalmente. Decir que antes del Big Bang no existía el tiempo es decir que no había cambio alguno. Pero incluso en esas circunstancias habrá vórtices de energía potencialmente materializable que no ha superado el umbral de separación entre materia y antimateria. También hay que constatar que la intuición interna del tiempo es un espejismo producido por el cambio. El ser está en continuo cambio impulsado por la multiplicidad interna y externa que ofrece diferentes situaciones para cada parte sustantiva que las hace entrar en conflicto o tensiones diferenciales. Conflicto del que deviene el cambio que la conciencia o de un objeto físico, que es en sí misma cambio en su constante aprehender para dar respuesta a los desafíos del cambio propio y del resto de la realidad.

El tiempo no es un ámbito “por delante” del presente que “permite” que éste pueda seguir cambiando. Es el cambio continuado el que crea en la conciencia ese espejismo; ese ámbito de esperanza, ese espacio en el que “mañana” el mundo continuará su trajín. Una conciencia consciente de estar en un presente imagina un mañana. En realidad esa conciencia está proyectando hacia el porvenir su experiencia memorizada de un revenir (un pasado). Sin la memoria no habría tal extrapolación, pero tampoco habría conciencia, luego lo uno lleva a lo otro: la memoria surge como herramienta práctica, de supervivencia para inmediatamente hacerse fuerte en la conciencia como pasado abstracto. El hecho es que no hay ni pasado, ni futuro, sino una conformación anterior y otra posterior según nuestra memoria y nuestra imaginación que arrastramos permanentemente en el único ente real (el presente) para nuestro confort espiritual pues vivimos proyectados hacía esas dos entelequias. La paradoja es que laboramos en el presente y vivimos en la memoria proyectados hacia la imaginación. Lo decisivo es comprender que, en realidad, no hay movimiento por un eje temporal, sino, si preferimos pensar en ese eje, una posición estacionaria en la que no se cesa de cambiar por sí mismo y por las relaciones con el resto del ser. Estamos parados “en el tiempo“, si, insisto, se prefiere mantener la idea de un eje temporal, pero sin parar de cambiar. Es nuestra memoria, que registra los estadios anteriores de nuestro ser y nuestra imaginación que reproduce ese no estar hacia una entelequia llamada futuro, las que generan tal “espacialidad” temporal.

Obviamente esta idea es compatible con el concepto de tiempo en la física, pero siempre que se sea consciente que, cuando se habla de tiempo en esta disciplina, en realidad se está hablando de cambio. ¿Qué es hora si no la vigésimo cuarta fracción de una vuelta de la Tierra sobre su eje? Una ventaja de este cambio de perspectiva es que la sorprendente afirmación de la física relativista de que el tiempo de encoge o dilata según la velocidad pasa a ser trivial, pues no escandaliza al sentido común que un cambio pueda ser más o menos rápido.

Una vez aceptado que el tiempo es el cambio, es más fácil entender que sí se encontrara el modo de revertir los procesos físicos a voluntad estaríamos, hablando, en términos convencionales, de invertir la flecha del tiempo, como Einstein les dijo a los familiares de su amigo Michele Besso para consolarlos. Una ambición muy compleja y probablemente imposible por la constatación de la fuerza de la segunda ley de la termodinámica. Pero, en todo caso, no hay contradicción filosófica, una vez que se acepta que el tiempo no es otra cosa que la medida del cambio, como ya dijo Aristóteles, éste puede ser en el sentido de ordenar lo desordenado o en el sentido de desordenar lo ordenado. Por tanto ya no tendría significado hablar de “cambio en el tiempo“, sino, en todo caso de que “el cambio crea el tiempo“. Por otra parte, no hemos tratado sobre las razones filosóficas del cambio, que científicamente residen en las fuerzas de la naturaleza. Afortunadamente, el tiempo como cambio es infinito, ¿qué podría hacer colapsar el cambio sobre sí mismo? También el tiempo como cambio se desvincula de la conciencia, pues nada impide que los cambios sigan produciéndose si una conciencia que los observe. Al fin y al cabo, la naturaleza sin conciencia creó a la conciencia. Otra cosa es que ese cambio no vibre en un corazón.

Hegel dijo que el tiempo es el concepto vacío que se presenta a la conciencia mientras no termina de completarse. Cuánto más coherente es esta opinión si se piensa en el cambio. Este nuevo status del cambio como fuente del dinamismo vital es coherente con la idea de Hegel de que “el ser no puede ser sin ser lo otro de sí mismo“. Lo que es una frase descriptiva de que la realidad es cambio permanente en todos los niveles: mineral, biológico y espiritual. Aventuro que la respuesta filosófica a la causa del cambio puede ser negar el principio de razón suficiente, pero me parece más elegante atribuirlo a la desigualdad, o mejor, a la diferencia. Diferencia que se da siempre porque el ser la lleva como naturaleza en sí mismo. Por tanto, dado que la realidad no sería nunca completamente uniforme, es decir muerta, el cambio estará siempre presente como expone la manifestación de la desigualdad, la singularidad incluso en la nada, como mostró Paul Dirac. Una diferencia que es consustancial al ser, al que le basta fijar un límite para establecer al mismo tiempo su superación. A lo que cambia rápido le llamamos proceso y a lo que cambia lento (relativamente a nosotros) le llamamos cosas. Nuestra experiencia de conocimiento se decía que “necesita tiempo”. Esta expresión lo que, en realidad, muestra es que el conocimiento es la experiencia del encuentro entre un proceso mental (cambio rápido) y una cosa (cambio lento). El sujeto percibe a la cosa como objeto de conocimiento porque en su proceso de registro no hay variaciones significativas  para él y puede seguir repitiendo rutinas mentales merodeando el objeto hasta extraer patrones cognitivos satisfactorios de acuerdo a su propia lógica. Cuando se trata de la experiencia de interferencia de dos procesos: el mental y el externo, la mente necesita “parar” el proceso externo ya sea mediante imágenes (cambio lento) o símbolos que lo cosifican (el lenguaje).

Lo que llamamos tiempo es un cambio permanente a la búsqueda infinita de completar el concepto. Concepto que no puede ser otro que la respuesta que la naturaleza perpleja se dé a sí misma, alguna vez, sobre el enigma de sí misma. La experiencia de continua fluir del tiempo cuando no estamos contemplando cambio alguno fuera de nosotros, es la experiencia de nuestro propio flujo corporal. Un experiencia que despojada de contenido alguno o de concepto se corresponde con la descripción que hace Kant como intuición pura o a priori. Ese discurrir es nuestro fluir y Kant hace una pictórica descripción que es tan verdadera como superficial.

Atribuir a la naturaleza un comportamiento mecánico, mientras nos atribuimos a nosotros todos los avances decisivos por contar con una mente eficaz, olvida varias cosas: que somos naturaleza producida por la naturaleza; que nuestro “extraordinario” cerebro es resultado de millones de años de evolución “ciega” y que tenemos la gran responsabilidad de no malograr estos éxitos por la frustración que nos produce la distancia entre nuestras aspiraciones y nuestra realidad. De ahí la importancia de no tirar la propia vida por la borda, de vivirla en su flujo continuo con intensidad para no tener que lamentar, cuando el último cambio esté cerca, haber derrochado la donación que se nos hizo de una cuota de felicidad.

Tras esta digresión, tenemos que decir que, al igual que con el espacio, Kant busca en el Yo, en el a priori, la objetividad, la certeza para las matemáticas. Y, al igual como con el espacio, se puede decir que el Yo recibe la certeza del proceso evolutivo generador de cambios rítmicos y cambios meta rítmicos que lo constituyó al él mismo. En el yo late el cambio y con él la intuición a priori que Kant observa ajeno a los procesos previos. De nuevo se puede decir que cómo su propósito es lógico y no biológico o psicológico no le preocupa. Pero no está de más decir que lo que el conoce como el tiempo es la versión lógica, mental de los cambios rítmicos de la naturaleza que los inserta en el proceso creador del Yo. Este carácter filoempírico de las intuición del tiempo, que comparte con el espacio, es una curiosa paradoja, pues se podría decir que lo a priori procede remotamente de la experiencia en un guiño sorprendente del carácter circular de la experiencia y del conocimiento. Una pirueta que hace compatible la psicología evolutiva con el idealismo kantiano que basa su idealidad en que elige el único punto del círculo para empezar su camino que estaba a su disposición. Por eso, quizá la geometría multidimensional y la pérdida del carácter absoluto de tiempo y espacio a manos de Riemann y Einstein esperaron a que Kant no pudiera verlo.

Finalizo diciendo que, siendo la causalidad la categoría más utilizada como ejemplo de la participación de la razón en la constitución del conocimiento físico, es sujeto de un equívoco parecido al del tiempo. En efecto no hay fenómenos que causan a otros, sino un proceso de cambio generalizado de los entes (procesos de cambio lentos relativamente al observador) en los que a la influencia «externa» le corresponden procesos internos cuyo resultado es un nuevo estado de cosas «para un observador que tiene un determinado punto de vista». Si interviene una voluntad humana ésta aparecerá como causa inmediata, pero en realidad esta voluntad es un proceso que se inicia desde un fin, un proyecto, que la moviliza antes que como efecto de procesos biológicos mecánicamente concebidos. Cuando este proyecto es una contribución a vida buena de los seres humanos, pone de manifiesto cómo la libertad se abre camino hacia su fin como necesidad.

La certeza

El caso es que los lógicos (unos cuantos yoes a lo largo de la historia) encuentran en su propio funcionamiento invariantes simples y complejas que les parecen evidentes componiendo un cuerpo de certezas universales, cuya negación se les presenta como absurdas. Esta certeza Kant las acepta y la comparte en el mismo sentido que lo hace Descartes y sus seguidores racionalistas como hechos de conciencia ineluctables. Una cualidad de nuestros conocimiento que considera que tiene origen en nuestra mente con exclusividad, pues el material que nos llega desde el exterior es particular y contingente (podría se así o de otro modo). Esta experiencia de la certeza lógica a priori (antes de toda experiencia) quiere encontrarla en todas las fases del conocimiento para darle un fundamento firme. Así en la fase de conocimiento sensitivo introduce la intuiciones a priori de Espacio y Tiempo, que son aquella percepción de la espacialidad y de la temporalidad que queda para el yo después de eliminar toda sensación concreta: ese ámbito intuido en la mente vacío de todo contenido de objetos concretos y esa secuencia intuida de estados vacía de todo acontecimiento concreto. Dos intuiciones que llamamos espacio y tiempo. Dos intuiciones que, a la luz de los conocimientos actuales deben ser revisadas. Pero, el caso es que Kant en su sutil análisis introspectivo cierra los ojos y siente el espacio vacío y el fluir del tiempo como cualquiera de nosotros. Dos intuiciones que sitúa en nuestra subjetividad y en las que encuentra las condiciones de la objetividad: es decir, la universalidad (todos experimentamos lo mismo) y la necesidad (todos aceptamos su condición de necesarias para la experiencia sensitiva). Aceptada esa condición podemos hacer ciencia matemática, pues lo que de las reflexiones resulte supondrá conocimiento nuevo por el examen de los fenómenos que se presentan a la intuición y objetivo por la aportación que de tal carácter hacen las intuiciones a priori (procedentes de nuestras reservas de certeza) de espacio y tiempo.

Hoy podremos decir que la certeza proviene del reconocimiento tautológico que el yo hace de su propia naturaleza constitutiva. Si el yo procede del complejo cuerpo construido en el lento proceso evolutivo y la naturaleza en general y la biológica en particular se rige por leyes cuya representación simbólica se presenta como la lógica, parece natural que el yo (natural) reconozca como necesarias las condiciones que lo han hecho posible a él mismo. No sé si esta es la explicación de las certezas que experimentamos como evidencias apodícticas, pero Kant así lo experimentaba y en ellas fuda su visión crítica del conocimiento. Por supuesto que no se conforma con dotar de objetividad a las matemáticas en base a las certezas espacio temporales, sino que busca también el fundamento de la objetividad de la ciencia física. Y lo hace hurgando en su entorno íntimo donde encuentra con la ayuda del lenguaje los conceptos más generales y necesarios que articulan el proceder del Yo antes de cualquier experiencia. Pero entendiendo que decir «antes de toda experiencia«, para un yo construido, precisamente, en la experiencia agónica de la supervivencia, se refiere a una situación post originaria, funcional, de un yo activo y ya constituido que puede elegir un estado de abstracción de toda experiencia para solazarse en sus estructuras lógicas. En esta situación el análisis cuidadoso de Kant encuentra esos conceptos como los constituyentes apodícticos de los juicios de la ciencia. Son, en definitiva las categorías que nos permite entender como evidente que

«la cantidad de materia-energía es constante porque nada surge de la nada y nada puede ser aniquilado, sino que es transformado» o que

«la distancia más corta entre dos puntos depende de la geometría del espacio que se trate» o que

«La totalidad es la suma de todas las partes disyuntivas» o que «siempre habrá un concepto más general que el considerado que englobe como género a los conceptos específicos». Conceptos que guían la acción científica pues desde un químico a un cosmólogo cuando dicen «algo no me cuadra» es porque una categoría está siendo violada.

En definitiva, hasta doce categorías que, más allá del sentido común (compuesto por una percepción vaga de una selección arbitraria de ellas), proporcionan las bases coherentes de cualquier cuerpo teórico con pretensiones científicas. Cuerpo teórico a cuyo contenido empírico dan estructura las categorías. El problema empieza, dice Kant, cuando el Yo, revestido ahora con la túnica de la razón empieza a jugar con ellas sin contenido empírico alguno y creer estar demostrando la existencia de entes fabulosos como el alma inmortal o Dios. De ahí su esfuerzo por desmontar tales pretensiones en la parte de su libro Crítica de la Razón Pura denominada Dialéctica Transcendental. Pero también hay que decir que las certezas del a priori lo sin en la medida en la propia naturaleza no esté deriva hacia otras leyes de sí misma o haya pasado por fases de leyes distintas, pues nada en ella es necesario excepto las condiciones que la hacen capaz de generar la autoconciencia, lo que puede considerarse una casualidad, pero que, una vez producido el Yo resultante está obligado a sellar esta certeza por su propio bien. Y ello porque cuando el Yo explora en su entorno inmediato y encuentra conceptos puros desde el punto de vista exterior al psiquismo, para el Yo en le centro del mismo, estos hallazgos son «empíricos» y está obligado a sospechar de su necesidad y perseverar en el afinamiento de sus características salvo en el muy particular caso de los juicios analíticos donde el necesaria la coherencia de un concepto consigo mismo, aunque sea erróneo o incompleto, de modo que cualquier consecuencia extraída de él, si está lógicamente bien operada, sea la verdad de una falsedad. Piénsese que el enunciado «El todo es mayor que la parte» puede ser falsa si se concibe que hay todos monolítico, sin partes del que sólo podría predicarse que «El todo es igual a la parte«.

Finalmente, hay que decir que la lógica como ciencia de las certezas aparece de forma tardía pues el Yo antes de dedicarse a esta labor de minería se dedicó a actuar de forma espontánea e implícitamente lógica. Es decir la parte más a priori de la ciencia, su forma, es resultado del examen inductivo de los resultados del pensamiento abstracto espontáneo, como el propio Kant dice:

(La lógica de las operaciones particulares) sea lo último que la razón humana alcanza en su proceso, pues no llega a ella sino cuando la ciencia está muy adelantada y sólo espera la última mano para llegar a su mayor perfección.

Lógica de la Razón Pura. Losada. p.203

Las categorías

El yo en su hurgar íntimo encontró invariante de su proceder que le parecieron de gran interés por regular el pensamiento. El actor de esta búsqueda es el entendimiento del Yo, como la sensibilidad lo es del hallazgo kantiano de las intuiciones puras de tiempo y espacio. La pista para la búsqueda fue, como tantas veces hacen los filósofos, fueron los logros del yo espontáneo. Un yo que primero actúa activando sus recursos sin meditar cómo son posibles. Kant se ocupa precisamente de eso, de reflexionar sobre cómo se reflexiona. Para ello, define pensar como equivalente a juzgar y, por tanto, es en los juicios dónde busca las invariantes que sospecha que existen como marco regulador que hace posible la ciencia. Dado que hereda de la lógica de su tiempo doce tipos de juicios agrupados en cuatro super conceptos: cantidad, cualidad, relaciones y modalidad. Cuatro momentos que se agrupan entre los que agrupan la materia del juicio, mientras que la modalidad afecta a la posibilidad, realidad o necesidad. En cada grupo hay tres tipos de juicios. Como cada juicio es una forma de síntesis entre un sujeto y un predicado, Kant encuentra en estas doce formas de síntesis los doce conceptos puros que constituyen el catálogo de categorías del pensamiento que el yo utiliza cuando medita sobre un contenido empírico aportado por las intuiciones fenoménicas. Este ejercicio de Kant no es escolástico, está cargado de significado sobre el modo en el que él piensa que el Yo proporciona objetividad a la ciencia al sintetizar las sensaciones del exterior (y ahora sabemos que también del interior). Un objetividad que implica universalidad y necesidad por el carácter formal de estos conceptos. Estos conceptos cumplen las condiciones de Descartes de ser evidentes y por tanto son el fundamento y el criterio para manejarse con los fenómenos. Una evidencia que ya hemos comentado que tiene origen en el hecho de que el Yo se encuentra constituido por una realidad preñada con la lógica que aflora en las categorías, lógica que es la versión mental del modo en que suceden las cosas en el marco de las leyes físicas. Hablábamos con anterioridad del círculo que comienza en las leyes naturales que constituyen la realidad, pasa por la mente y vuelve a la realidad transformada en necesidad lógica. Es el mecanismo que garantiza que la intervención de la realidad que es el yo en la realidad que el yo identifica como no-yo es armoniosa. Aunque se necesita cometer mucho errores para encontrar el camino, pues si lento fue que la realidad conformara un yo que pudiera ser consciente de la estructura lógica de la propia realidad, lento tiene que ser el proceso de un yo consciente de su posición en este movimiento circular. Puede servir para aclarar esto el ejemplo de un artefacto concebido, diseñado en todos sus detalles materiales y formales por la tecnología del hombre. Si ese artefacto tuviera autoconciencia, tuviera un yo, antes o después descubriría la lógica que subyace a su estructura, a sus materiales y su diseño formal y funcional. Un descubrimiento que llevaría a cabo mucho después de estar funcionando conforme al diseño previo.

Una vez que Kant identifica el modo en que el yo construye las ciencias formales (aplicación de intuiciones puras a las sensaciones) y las ciencias físicas (aplicación de las categorías a los fenómenos), demuestra que la pretensión del yo de llegar a nuevas síntesis aún más unitarias, más abstractas utilizando como materia de la reflexión a las propias categorías sólo conduce a disparates. En concreto desbarata la pretensión de la metafísica clásica de haber demostrado la existencia de un alma inmortal, un conocimiento global del mundo y del propio Dios. Sin embargo estas ideas, Kant considera que son orientadoras de la acción. Parte de las formas del silogismo: categórica, hipotética y disyuntiva. Los primeros conducen a la idea de unidad, los segundos a la de libertad y los terceros a la de absoluto. Tres fines que son motores de la actividad intelectual del yo. No es extraño que el ser busque la unidad, pues él mismo es resultado de un esfuerzo supremo de síntesis. Es asombroso cómo la naturaleza, partiendo de una multiplicidad que parece irreductible ha «encontrado» en el ser humano la síntesis del Yo. Esta pulsión por la unidad lleva a los científicos esforzadamente a buscar la fusión de las fuerzas de la naturalez. De momento no consigue bajar de cuatro. Pero armados de intuiciones y de las categorías busca pruebas que le permitan codificar una única fuerza motora. Pero para encontrar esa unidad tiene que buscar y exponer toda la variedad que la naturaleza brinda, porque no habrá unidad genuina que no esté basada en el estudio cuidadoso de toda la variedad existente. Del dominio de la variedad y de la unidad, así como de sus conexiones mutuas se deriva el conocimiento absoluto, aquel que el Yo persigue irredento desde que tomó conciencia de sí mismo.

La moral

A la búsqueda de lo absoluto, el Yo y sus yoes tropieza cotidianamente con el obstáculo de su torpeza y su desconocimiento. Lo que se traduce en egoísmo, falta de empatía y compasión, mala gestión de lo importante, gestualización, sacralización de lo irrelevante. La sociedad genera instituciones que son unidades que gestiona la variedad sectorial y son abrazadas por una unidad mayor, que es el Estado. Pero la pulsión divisiva tira hacia la disolución de las unidades creadas en una pulsión de muerte, pues no otra cosa es la muerte que la disolución a lo simple de los complejo de que se procede. La muerte biológica nos descompone en unidades más simples e igual ocurre con la muerte institucional. También la sociedad alumbra unidades falsas basadas en la mera fuerza cuya aparente eficacia es pasajera y desviada hacia vías muertas en el camino del progreso hacia la unidad genuina del acuerdo entre la multiplicidad de partida y la unidad buscada.

Puesto que la unidad está «por delante», no cabe confiar en una unidad creadora «por detrás». Las realizaciones del ser humano son la actualización de futuro. Cada mañana somos catapultados hacia un proyecto. El recuerdo que somos es el fundamento de lo que queremos ser. Por eso el ser es cambio (no tiempo) y está compulsivamente empujado al cambio. Pero no a un cambio desorientado, sino hacia la unidad-múltiple en abstracto que puede presentar muchas formas. En ese camino estorba el egoísmo y la estupidez, pero no pueden ser apartados por la violencia, porque el mismo que cree ser altruista y sabio cae en sus contrarios al usar la violencia contra sus congéneres. La verdad tiene que desvelarse pacíficamente. Tiene que ser una convicción profunda de cada uno de nosotros. De ahí que haya que armarse de paciencia cósmica en sociedades donde el estudio y las experiencias vayan creando las condiciones. Además hay que contar con que la unidad y la multiplicidad alternan su presencia en los individuos desde la cuna, multiplicando las dificultades. Mentalmente, una mitad de la humanidad tiende a la disipación y otra mitad a la unificación. Los movimientos políticos expresan este combate y, si su influencia tiene origen genético, tendrá que haber un armisticio para que sean los argumentos acerca de lo que nos conviene como especie los que socaven la certeza de las emociones.

Este preámbulo viene a cuento del fabuloso intento de Kant de encontrar explicación racional a la pulsión del ser humano por vivir más allá de la muerte, ser libre y encontrar a Dios un día. El análisis de Kant ya hemos dicho que desvela detrás de estos anhelos la unidad, la multiplicidad y el absoluto. Kant desacredita el conocimiento de estas entidades utilizando las misma arma que utiliza el entendimiento para hacer ciencia. Quizá haya un momento en que ciencia y ética se fusionen, pero como la ética es hija de su tiempo, estorba al desarrollo científico. O al menos eso se ha pensado hasta prácticamente nuestros días. Hoy estamos en una situación límite, porque la ciencia en su desarrollo autónomo ha llegado tan lejos que puede desbaratar al propio ser humano. Así ocurre de forma grosera con las armas, pero también de forma sutil con el grado de dominio de la influencia sobre las decisiones a que está llegando con la biogenética y la inteligencia artificial. Estamos pues en un momento en el que la ética tiene que volver la mirada sobre la ciencia y, quizá, de nuevo depurada de intoxicaciones religiosas, poner coto a determinados desarrollos que en su lógica fría llevarían a la desaparición o desnaturalización de la especie.

Por eso, es tan importante conocer los resultados de las investigaciones de Kant al respecto. Su contribución a separar la ética del conocimiento es indeleble. A partir de Kant la ética influirá sobre el conocimiento desde fuera del mismo y no mezclándose en sus deliberación específicas. La ciencia no puede regirse por lo ideal, sino por lo real, pero la ética sí debe seguir la flecha del ideal, pues, si no, el ser humano renuncia a sí mismo y se abandona al albur de un proceso impersonal cuyos resultados pueden ser letales y regresivos.

Kant aborda el problema de la ética del mismo modo que había hecho con el conocimiento teórico. Mas que tratar de aportar una nueva teoría matemática o física se interesa por qué estructuras formales «hacen posible» que esas teorías le parezcan a sus contemporáneos universales y necesarias, es decir, objetivas. En el caso de la ética, en vez de proponer un nuevo ideal moral, como hicieron hedonistas, estoicos, cristianos o utilitaristas, él busca las estructura formales que hacen posible una conciencia ética. Ideales que se presentan como un deber ser que no surge del ser conocido por la ciencia, ya sea física o social, sino que debe analizarse allí donde anida, en el yo. Y el yo es un emisor de juicios morales y como Kant se ha propuesto partir de lo que se da, ya sea en lo que es como en lo que debe ser, acude a los juicios éticos y se encuentran que todos tienen la estructura de un imperativo. Así, problemáticos: «si quieres nadar, ¡adiéstrate!», pues nadar no es imprescindible, asertóricos; «si quieres sanar, ¡medícate, pues todos queremos estar sanos, y categórico que ordena hacer algo, no como medio para contar con una habilidad o para sanar, sino como un fin absoluto. Un fin que Kant rechaza que sea la felicidad, pues considera que el ideal ético no debe tener un fin concreto, sino que debe quedar justificado por sí mismo. Es decir, el mandato categórico no puede ser un medio para otro fin, sino un fin en sí mismo. Un mandato categórico no puede implicar una condición. Así, «¡sé sincero!», no lleva ningún condicionante que indique que, si eres sincero, tendrás este a aquel premio. Pero un mandato categórico puede ser convertido en asertórico si se transforma en un medio y sólo la voluntad del yo puede hacer esto. Por eso desacredita las acciones buenas o malas y traslada estas valoraciones a la conciencia. No hay actos buenos o malos, sino seres humanos buenos o malos. Es la intención del yo, la que, por ejemplo, puede convertir un acto noble, como salvar una vida, en un acto dudoso, aunque tengas efectos benéficos objetivamente, porque la motivación fuera ser famoso, por ejemplo. Así la pureza de la intención del Yo se convierte en el criterio ético por excelencia. Pureza de intención que tiene la virtud de dar la pista de la libertad, pues qué voluntad puede ser movida por una ley formal, sin contenido placentero alguno, si no es la radicalmente libre. Dado que se parte del supuesto de que todos los seres humanos queremos ser respetados, parece que el fin no transformable en medio es éste, el de la dignidad de cada ser humano. Pero sólo una voluntad libre puede cargar con el reproche o el reconocimiento de haber actuado para un fin por su valor propio y no para sacar alguna ventaja. Es la libertad, la autonomía de la voluntad, pues, la clave de la conducta ética. Y aquí se plantea el problema al que Kant dará respuesta, de alguna manera, en su Crítica de la Razón Práctica. El problema es que si la naturaleza descrita por el entendimiento responde a una sucesión causal ciega y el propio hombre es naturaleza, ¿cómo puede ser la voluntad verdaderamente libre en un mundo causalmente cerrado? En la naturaleza no hay libertad, según Kant, todo es una cadena causal. Según Kant para que sea posible el anhelo de alcanzar el bien supremo equivale al anhelo de la libertad, la inmortalidad y Dios. Pero como medios para alcanzar la promesa que la naturaleza humana parece hacernos:

Si la naturaleza humana está destinada a aspirar al bien supremo, la medida de sus facultades cognoscitivas, y sobre todo sus relaciones recíprocas, tienen que suponerse conforme a este fin.

Crítica de la Razón Práctica. Losada 1961. página 155.

Para este fin, la libertad es la clave, pero entendida como causalidad en el mundo inteligible que se sirve de certidumbres antes que de intuiciones sensibles. Es la libertad la que permite que el ser humano encuentre dentro de sí lo incondicionado que anhela. Un poder suprasensible que tiene que limitarse a los fines prácticos (morales).

Pero para que la libertad no sea una ilusión es necesario, para Kant, establecer una separación radical entre

Hay que reconocer que sí hay alternativas que se realizan en función de las probabilidades con que cuente cada una. Lo que no deja de ser un principio de libertad. Hay que reconocer también que el ser humano tiene más alternativas que el animal y éste que el vegetal que tiene más que el mineral. El ser humano es todas esas cosas más autoconciencia. Un cualidad que le permite no sólo advertir más alternativas de acción, sino una capacidad de selección racional (kantiana) o emocional (eudemonista), lo que lo hace más libre. Una libertad pugnante que emerge lastrada pero consciente de sus posibilidades. Al fin y al cabo, la libertad en el sentido humano es la posibilidad de elegir conductas alternativas y aunque, en la mayoría de los casos, los individuos eligen por causas (intereses y deseos) no por un imperativo para cumplir un fin moral, éste está siempre presente como ideal lacerante si nos alejamos mucho de él. Es decir, la naturaleza alienta la libertad (las alternativas) multiplicando el número cadenas causales posibles al alcance de la voluntad. Es, pués una libertad condicionada, pero no determinada. Está claro que ha habido un avance, que permite pensar que sería posible una conducta ética generalizada en condiciones que desconocemos pero que se ofrecen como posibilidad. Hay quien piensa que por ahí el ser humano escapa de la naturaleza hacia un mundo de libertad lejos de la necesidad. Pero Kant no se encuentra cómodo con esta concepción metafísica y propone más estos fines como referencias motivadoras, impulsoras de la acción científica y ética. De esta forma relativiza los logros de cada época y los lanza hacia su perfeccionamiento nunca logrado.

Este contrate y aparente incompatibilidad entre el ser que nos desvela la ciencia y el debe ser que nos desvela la ética pueden entrar en convergencia, precisamente por un acto de voluntad que se ejerce en el mundo físico con la tecnología que modifica materiales y estructuras a partir del conocimiento de las leyes en juego. En el mundo político esa voluntad también actúa modificando la realidad con nuevos modelos sociales que deben tener en cuenta las realidades económicas, física y, sobre todo, del ser humano y sus aspiraciones. Esto son actos de voluntad que traen a la actualidad proyectos considerados deseables tras el estudio de las condiciones del estado anterior. Unos proyectos que se realizan con astucia histórica mientras se promete felicidad individual. Aquí también tiene lugar el imperativo categórico siempre que esta acto de voluntad general se traduzca en un mandato del tipo: «¡haz posible la dignidad humana!«. Un fin en sí mismo para la especie humana, aunque obviamente no para otra especie, por lo que el concepto de dignidad humana tendría que incluir su comportamiento cuidadoso de la totalidad de la realidad.

Ahora, al igual que hemos hecho con el conocimiento intuitivo y conceptual de la realidad, echemos un vistazo a la trastienda de nuestra condición de fase de la evolución que empezó sin nosotros. El yo como protagonista genérico de la experiencia humana constata su impulso espontáneo a la compasión y a la justicia, es decir, al respeto a otros yoes y a la reciprocidad en la relación; también a la unidad, a la necesidad y universalidad de los mandatos morales. Al mismo tiempo constata, por su capacidad de comparar y juzgar, que su conducta no se parece a la codificación de ese impulso en leyes morales. Diferencia que atribuye a esos otros mandatos que recibe desde el cuerpo para la repetición de placeres que, nacidos para otros fines, siguen llamando, incluso fuera del marco en que se gestaron, para ser disfrutados. Deseos de goce y posesión material que junto con la pulsión de dominio sobre otros lleva a la mayoría de los factores que componen el catálogo de maldades del ser humano como la violencia o el expolio. Además constata que unos yoes tienden a ser permisivos y otros restrictivos en materia de costumbres y que unos tienden al desprendimiento y otros a la acaparación de bienes materiales. Su curiosidad infinita le lleva a interesarse por la procedencia del mandato ético que pasaría por el control de las pasiones de placer, posesión y dominio en la medida que perjudiquen a otros por el principio de reciprocidad. Lo que implica la renuncia a la violencia y al expolio. Igualmente se interesa por el origen de las pulsiones negativas que le invita a ser restrictivo para imponer su visión cultural y acaparador para no compartir bienes materiales. Lo que le lleva al uso de la violencia y del despojo.

Estos intereses obligan a mirar más allá de tramo del círculo de la realidad del que Kant parte. Así podemos rastrear algunos de estos parámetros de nuestro comportamiento ético en la herencia, lo que, a su vez, indicaría que durante el proceso evolutivo quedaron registrados criterios de comportamiento de los organismos que ahora emergen como mandatos éticos en nuestro yo. Si esto fuera así, las propuesta de Kant seguirían incólumes pues parten de nuestro sentido moral, sea cual sea su origen respondería a su descripción «fenomenológica» en el sentido Husserliano. En definitiva aventuramos que la ley moral «dentro de mí» es el eco en nuestra conciencia de la ley universal que rige la naturaleza. Así el deber ser no se funda en el ser directamente, sino que pasa por el «olvido» que la naturaleza experimenta cuando se convierte en autoconciencia. De este modo el fundamento ontológico del deber ser requiere de un desvelamiento al modo heideggeriano. Una posición que dota a la vida de una estremecedora profundidad que no es causa de oscuridad sino

Entre las formas más satisfactorias de que el deber ser se traduzca en acción transformadora está el arte en todas sus formas. También aquí fijó su interés Kant y dejó un impronta duradera que analizamos a continuación.

La belleza

Veamos ahora cómo cierra Kant su sistema y apliquemos el circulo de la realidad a su certera y pugnante exploración de lo que tiene delante del muro del olvido del ser, que Heidegger identifica, pero para el que no se atreve a señalar su origen. El título de «la belleza» para esta parte del artículo es sólo un recurso. En realidad estamos hablando de juicio como nexo entre el conocer y el actuar moral.

El ser humano y probablemente todo ser, conoce, siente y actúa. En su sentido más general,

Conocer es tener una versión mental de la realidad que permita orientar la acción. Es la adquisición mental de los objetos que resultan de la convergencia entre el mundo, los sentidos y el pensamiento. Llamamos pensamiento a las deliberaciones íntimas con el fin de conocer. Su sujeto es el entendimiento;

Sentir es experimentar como vivencia una representación de la interacción del propio cuerpo consigo mismo y con otros cuerpos o campos. Es una experiencia pasiva y su sujeto es el cuerpo íntegro como receptor potente aunque limitado de señales;

Actuar es poner en contacto a nuestro cuerpo con el resto de la realidad con un propósito determinado como gozar de la acción por sí misma o modificar el mundo. Su sujeto es el yo integrador capaz de coordinación de todas las facultades. Es el yo como voluntad. Actuar implica:

  • 1) Desear, que es experimentar la necesidad de completarse con estados futuros de la realidad en los que se realiza o consume un objeto anticipado por los sentidos o la imaginación. Su sujeto es yo integrador como receptor de carencias físicas o mentales. Es el yo como perenne vacío;
  • 2) Juzgar es unir un sujeto con un predicado a indicación del conocimiento; es sancionar la diferencia o semejanza entre esa unión y su representación ideal; es ordenar imperativamente una acción que se desea para el cumplimiento de una condición relativa (utilitaria) o absoluta (moral). Su sujeto es el yo integrador a partir de la información que recibe del cuerpo y la mente y el reclamo del deseo; y
  • 3) la libertad como representación de la capacidad de elegir entre las alternativas reales o ficticias que se presentan al entendimiento para gobernar la acción de la voluntad. La libertad requiere del cumplimiento de las leyes físicas, pero cambia la realidad al ejercerse escogiendo sólo una de las posibilidades presentes. Entre todas esas posibilidades la más radicalmente moral es aquella que se ejerce sin interés alguno, por la sola fuerza del cumplimiento de la ley moral que nos impulsa categóricamente a respetar la dignidad humana y de la naturaleza.

El ser humano conociendo sólo es capaz de resolver sus problemas prácticos. Es deseando cuando empieza a dominar la escena cósmica que le ha sido dado presidir. Al desear experimenta la pulsión de transformar el mundo y encuentra en sí la ley que gobierna este impulso y la libertad que, como intermediaria lo va a hacer posible, pero todavía no vislumbra el fin de esa actividad transformadora. Es cuando comprende que él mismo como especie es el fin de sus esfuerzos, que él mismo es un fin último, cuando está en condiciones de llevar a cabo la tarea. En esa tarea que se presenta como la culminación de la finalidad no anticipada en el mundo físico, la belleza se presenta como el anticipo de finalidad que rompe con la irreflexión natural y nos pone en el camino de las posibilidades. El arte bello, como el arte moral surgido después de Hegel, son herramientas que anuncian y movilizan respectivamente hacia el fin final que es el hombre. Un ser que encuentra su dignidad en sí mismo y se apresta con la cultura estetizante y militante a su realización universal. Los obstáculos proceden de la finitud individual que obliga a comenzar el ciclo vital de la educación una y otra vez con resultados irregulares.

Para Kant el arte plástico es una finalidad sin fin, es decir, un experiencia que no puede ser convertida en medio para otra experiencia, pues se agota en sí misma. En la contemplación de una obra, está adquiere la condición de bella para el observador tautológicamente, pues no puede encontrar la razón de su placer nada más que en sí mismo. Es el ejemplo perfecto de cómo la naturaleza y nuestras facultades se encuentran produciendo el efecto inefable del placer estético. Es la culminación sensitiva, la prueba telúrica de la condición común de naturaleza y humanidad. Desde la belleza es posible construir una sociedad humana, pero no si la experiencia se queda en el mero goce inexplicado. Sólo cuando interviene la razón para completar la experiencia con su finalidad moral ésta se convierte en el acto total, el acontecimiento pleno. Es el momento en el que la finalidad sin fin, rompe esta barrera y encuentra la explicación al misterio de la concordancia entre nuestra libertad y las leyes naturales, mientras nos deja ante un muro: el de la razón de este privilegio de existir. La naturaleza se pregunta a sí misma por sí misma renunciando a la explicación fácil de un ser creador que sólo retrasa traslada la pregunta a su propia existencia. Un muro que no merece ser derribado pues detrás de él estamos nosotros mismos. Por eso hay que concluir que la pregunta por la existencia no tiene una respuesta racional, sino sensitiva. Cuando todo conocimiento esté articulado, cuando toda libertad experimentada, queda la vivencia, la belleza, la ejemplaridad, pero en un estado de contingencia que hace imposible el final de la historia, pues siempre habrá que tratar de evitar que todo el acontecimiento humano quiebre en desesperanza y ruina. El ciclo de la vida y la muerte es mejor que el de la eternidad de las individualidades, que llevaría a la parálisis de la cristalización de la maldad en fuerzas oscuras que serían el germen del infierno hasta que, de nuevo, la esperanza resurgiera en forma de más historia. Vivir cobrará plenitud cuando nos sepamos medios de nuestra propia finalidad, reuniendo en un único movimiento todo el acontecimiento de la realidad. La belleza y su fragilidad es el vislumbre de esa posibilidad.

Final

El yo, una vez consolidado en su soledad y afirmado en sus certezas sabe que es un ser natural que dirige vacilante todo un complejo edificio natural resultado de un largo, largo proceso evolutivo. Comprende que su soledad es la de todo su cuerpo y que esta soledad era su destino pues la naturaleza no parece haber encontrado otra solución que la individualidad para el asombro de la autoconciencia. Una soledad que se palía con su tendencia a unirse a otros yoes y a buscar su colaboración y aprecio. Yoes que le producen los sentimientos que más perduran y mejor le hacen sentirse. Así el yo en su mente advierte:

  • Que él mismo es el espejismo sustancial de un proceso dinámico muy robusto pues, cuando recupera la conciencia, conecta con su previo recuerdo de sí mismo dando continuidad a su identidad.
  • Que como espejismo sustancial responde al mismo patrón con el que la evolución ha proporcionado «traducciones» de los estímulos que le llegan del exterior proporcionándole colores donde hay ondas electromagnéticas, etc. Es decir, él mismo es una «imagen» suficientemente lenta respecto del dinamismo subyacente de su cuerpo como para darle estabilidad.
  • A sus sentidos, que le permiten estar comunicado con el mundo exterior, a su cuerpo que identifica porque su vista y su tacto le permite identificar la frontera de un conjunto que se mueve con él entre tal mundo exterior.
  • Que su labor de minero lógico le ha permitido durante evos depurar conceptos tan abstractos que, vacíos de toda contingencia, se le aparecen como irrefutables y a los que llama Kant categorías e ideas.
  • Que su proceder a partir de la categorías le han permiten pensar, es decir su secuencial capacidad de abstraer, memorizar, analizar, sintetizar, juzgar, comparar y transferir formas de una objeto a otro, lo que le permite construir cortas y largas secuencias con símbolos llamados palabras con base en redes neuronales a las que acudir para comprender y comprenderse. Cuando está sólo acude a su memoria y amasa estas secuencias con sus categorías y trata de domarlas para crear ámbitos conceptuales que le resulten familiares, ciertos, necesarios, compartibles y defendibles en los que acoger nuevos conocimientos. Un rumiar abstracto que a algunos seres humanos les produce un gran placer recogidos en su intimidad.
  • Que con sus teorías tiene el poder de «salir» al mundo físico, biológico y social con el objeto de dar satisfacción a una pulsión indomable a la que llama «deber ser». Es decir un sentirse empujado a configurar el mundo conforme a sus ideas porque cree que así todo irá mejor.
  • Que otros yoes también han construído sus propias teorías y entran en conflicto con las suyas.
  • Que, en consecuencia, encuentra en el acuerdo respetuoso con la dignidad que cada yo reclama para sí mismo, la gran categoría, el más abstracto y poderoso concepto del pensamiento, que así adquiere la condición de moral.
  • Que sus estabilidad está amenazada, no sólo por problemas en el proceso de gestación de su ontogénesis, sino por el grado con el que se imponen unas perturbaciones llamadas emociones a las que le atribuye una función fundamental en su capacidad de sobrevivir, pero que ahora le producen gran desasosiego. Así, con el miedo, la risa, la ira, o el asco. Emociones que ha decidido controlar hasta donde le sea posible e, incluso disfrutar con ficciones culturales que las activan sin riesgo para él y su cuerpo.
  • Que en particular, la risa, que tiene orígenes diversos, le produce una corta pero intensa experiencia de alegría. El humor es una representación ficcional de una situación en la que el yo obtiene satisfacción o bien porque un relato corto tiene un final brusco con consecuencias desagradable para un otro yo; o bien porque se excita la capacidad

Este artículo recoge apuntes tomados de la lectura de las tres obras críticas de Kant y la ayuda de Gilles Deleuze, Félix Duque y Manuel García Morente. Se escribe con libertad combinando sin restricciones lo leído en el maestro y sus intérpretes en contraste con mis coordenadas intelectuales resultado de mi propia biografía lectora y cogitante. Coordenadas cuya latitud es el naturalismo y cuya longitud es la ética. Kant es completamente inocente de las cosas que aquí se digan. A continuación se presenta el círculo integral de la realidad que muestra la posición de Kant y completa el círculo hermenéutico y la anamnesis platónica que ilustra la tesis principal de este artículo, según mi opinión:

Kant dice que el ser humano encuentra en el conocimiento lo que él mismo ha puesto en ella previamente. De ahí la objetividad (universalidad y necesidad) de ese conocimiento, pues se basa en la coherencia del pensamiento consigo mismo. Lo que queda sin explicación, por más que se esfuerce mi admirado García Morente, es la coherencia de las ciencias formales con la realidad, pues nada «obliga» a la realidad a seguir las pautas de la mente, por mucho que ésta cubra a la realidad con el manto de sus intuiciones de espacio y tiempo. Lo que explica esa concordancia, esa verdad, siempre provisional, de la ciencia humana es el origen común de nuestra mente y la realidad que juzga. Esto es lo que se expresa en el círculo integral de la realidad, cuya glosa sería la siguiente: la realidad sigue una ley universal en la que ser y antiser conviven, a ratos unidos en la nada energética y a ratos separados como materia por un lado y antimateria por otro. Esta ley universal regula los cambios, que son el tiempo mismo, esos cambios son evolución en donde las circunstancias lo hacen posible, como biología y como historia cuando emerge la autoconciencia. Y es en ese momento cuando esa autoconciencia, ese yo, situado en un campo de influencias internas y externas que lo informan, primero experimenta sin reflexión y, después, hace minería dentro de sí y descubre las estructuras transcendentales de Kant. Es decir saca a la luz la forma de su propia historia evolutiva ciega y las aplica a la realidad externa para su transformación como consecuencia de su motor autónomo (en tanto que naturaleza) compuesto del sentir y el conocer para entrar en el bucle conocer-actuar-juzgar. Siendo el actuar un complejo compuesto del deseo y la libertad. La voluntad no emerge sin deseo, y el deseo no se cumple sin libertad.

El yo

La razón es la representante de la naturaleza en la autoconciencia. El entendimiento es el ejecutor del interés especulativo de la Razón. Ambos son depositarios de las estructuras presentes o generadas en el proceso evolutivo. Por eso la conciencia no es una tabla rasa, ya viene equipada con el esquema formal del proceso que la ha constituído.

El yo es el protagonista de la sensación, pensamiento y acción humanas. El yo aparece en un proceso largo de adaptación al medio que le mantiene primero atento al entorno exterior a su cuerpo como cualquier otro animal, hasta que la complicación de su cerebro le permite prestar atención al «ruido» interior, lo que le convierte en autoconciencia. Desde ese momento el yo divide su interés entre el exterior y el interior de sí mismo. Pero en tanto que autoconciencia se distingue tanto de los objetos exteriores como de los «acontecimientos» interiores. Esta distinción no implica que el yo trascienda a su cuerpo, sino que es consecuencia del desarrollo del mismo. El yo es el cuerpo plegado sobre sí mismo en un área especial que llamamos cerebro. En la medida en que entendamos la atención como una cualidad de cualquier organismo sensible, el yo es la atención prestada a la actividad del propio cuerpo concentrada en el cerebro.

Me desvío de la ortodoxia al considerar al fenómeno, en el sentido kantiano de objeto de experiencia de un sujeto, tanto el objeto de una intuición procedente de sensaciones externas (fuera de la mente), como internas (dentro de la mente). De esta forma el sujeto de las intuiciones es un yo que percibe tanto un objeto exterior al cuerpo como un dolor procedente de él. El yo es el receptor de toda experiencia y sujeto de toda intuición, es decir, sujeto de toda relación inmediata con lo que no es él mismo. El yo piensa, sufre y espera. Para el yo son objetos dados, tanto una montaña como la culpa. La sensibilidad del yo le permite sentir los objetos mediante la recepción de las emisiones del mismo. El yo tiene sensaciones como resultado del efecto de las emisiones del objeto. El primer efecto de una emisión es la intuición de que «algo» sucede. La intuición es la visión directa, inmediata del yo acerca de lo que sucede por la afección del objeto emisor. Con la intuición el yo «ve, experimenta» colores, formas, distancias y procesos, pero también dolores y emociones. Y lo hace sobre la «versión» que el cuerpo del yo da de la emisiones del objeto. Los objetos pueden ser materia o energía externa en todas sus manifestaciones. La energía emitida por un objeto material ajeno al yo le llega «traducida» por su cuerpo, tanto si procede de un árbol, como si lo hace de un órgano con malfunción. Esta traducción es consecuencia de la lógica biológica y es una de las muchas soluciones posibles para que un organismo sobreviva. De esta forma el yo, en vez de recibir una multiplicidad dinámica ingobernable, recibe síntesis de alta resolución que le permiten mapear el mundo exterior e interior con gran precisión para sus propósitos de supervivencia. Estas síntesis son los colores, sonidos, formas, sabores, olores, sensaciones táctiles, pero también dolores y emociones. También el yo cultiva en su cerebro los flujos neuronales en forma de mezclas de imágenes y símbolos que forman la materia de sus pensamientos.

Una vez vivo y con cierto dominio sobre el entorno, el yo está en condiciones de ordenar su entorno físico y social. Para este fin, busca en su entorno inmediato medios y encuentra y utiliza el sentido común, entendido como un conjunto de evidencias que le permiten ordenar el caos externo. El sentido común es una proto lógica y la expresión del riesgo de relatividad de las certezas formales que, por ser formales, son de aplicación a cualquier situación, lo que queda reforzado porque habitualmente se asocian a emociones que refuerzan la evidencia que ya no sólo es intelectual, sino emotiva, caliente, palpitante. Al yo le cuesta mucho trabajo salir de ese pozo y colocarse en el lugar de otros yoes. Kant probablemente basa su opinión de que lo apodíctico es universal y necesario en la investigación intersubjetiva, pero le supongo consciente de que sus poderosos predecesores también tenían certeza en lo que él consideraba errores.

El yo se da cuenta que puede ser actor en el exterior a través de su cuerpo, pero que padece los acontecimientos internos, sobre los que no tiene mucho control hasta ahora. Sus decisiones tras deliberar consigo mismo se puede traducir en acciones que modifiquen todo lo que está alrededor de sí, incluido su cuerpo, al que puede dañar, pero le cuesta librarse de la culpa o de la compasión. También sufre con las opiniones ajenas y la animosidad de otra gente, especialmente la que estima. Esto último le hace un daño tal que pasa del amor al odio con una facilidad que le asusta. Le gusta ejercer su voluntad un poco arbitrariamente como prueba de poder. ¡Qué manjar el poder!. El yo se da cuenta de que hay una serie de placeres turbios que aparecen cuando lleva a cabo determinadas acciones que ahora sabe que son para el bien de la especie y que se las proporciona el cuerpo. Pero, entonces, debe haber algo (porque el yo sabe que es el único alguien) que me controla y me ordena. Además, estos placeres son pegajosos y esclavizantes y una vez que mi capacidad de resistencia está vencida se me adhieren otros supuestos placeres que no hay forma de renunciar a ellos sin padecer la muerte.

La fase de sentido común del Yo se superó en Grecia en la época de un tal Tales que nació cerca del río Meandros en lo que se llamaba entonces Asia Menor (actual Turquía). Tentativamente el yo descubrió su capacidad de unir bajo un signo o una palabra lo que de común había en lo múltiple. Probablemente esa capacidad había sido ya descubierta sin verbalizarla, pues ¿de qué otra manera habría sido posible huir de un león si no se hubiera considerado peligrosos a todos los animales pardos con melena y garras? El error de observar a un león comerse a un miembro de la tribu y sacar la conclusión de que era un león loco y perseverar en la relación con tan peligrosas criaturas no creo que durase mucho. Pero lo Griegos aplicaron esa capacidad a su inagotable curiosidad por conocer el origen de todo. Y ya de salida el yo griego se planteó una apuesta mayor, pues pretendió encontrar un único principio para todo fenómeno. El yo siguió su marcha usando los conceptos dando salida a sus problemas prácticos sin advertir su naturaleza. De hecho hasta el siglo XVII en que Descartes angustiado por el colapso de los sistemas que todo lo explicaban, como el sistema ptolemaico o la planitud de la Tierra, buscó la certeza dentro de sí. Y encontró una cosa rara: que fingiendo dudar de todo, le quedaba un certeza que alguien al menos tenía que dudar, y ese alguien era su yo. Así usó la forma del razonamiento de Agustín de Hipona que rebatiendo a las escépticos dejó dicho «si fallor sum» («si me equivoco, existo«). Así, Descartes encontró que podía dudar de todo menos de que alguien en su interior dudaba y acuñó su célebre «cogito ergo sum» que traducimos por «pienso, luego existo» (1). Una afirmación apodíctica que tropieza con la enemiga de los neurocientíficos actuales que afirman que «el ser es antes que el pensar». Algo así como «existo, luego pienso» (2). Creo las dos afirmaciones son verdad si se atiende a la parte del proceso en que son formuladas. Es decir, ahora que sabemos que la naturaleza creó el cerebro que piensa, podemos decir que (2) es verdadera, pero si no sabemos eso, nos encontramos que nuestra experiencia primera es que pensamos, de lo que es legítimo deducir que existimos. Es decir, en ese marco, (1) es verdadera. Esta situación nos coloca ante el círculo hermenéutico y al anamnesis de Platón y su interpretación. Si el conocimiento es recuerdo de una situación anterior o si el conocimiento requiere un contexto interpretativo prejudicial, una explicación es que nuestro yo pertenece a una estructura filogenéticamente tan compleja y evolutivamente tan rica que hereda con su condición de autoconsciente la estructura lógico-óntica de la realidad y la usa con toda naturalidad cuando aborda un nuevo problema teórico o práctico. Así se explicarían las perplejidades de los racionalistas que al constatar este bagaje y no poder atribuirlo a la propia naturaleza constitutiva, no le queda más remedio, utilizando las propia lógica heredada, que atribuirlo a una armonía predeterminada (Leibniz) o a un observador divino privilegiado (Berkeley). El propio Descartes busca ese apoyo que cierre el enigmático círculo en un Dios deudor del argumento ontológico. Lo que es coherente con su posición carente de parte del panorama hermenéutico. Así partiendo de su «pienso, luego existo«, no tiene inconveniente en afirmar «es perfecto (Dios), luego existe«. Un argumento que tiene que esperar a Kant para ser demolido desde sus cimientos, pues, al igual que los modernos neurocientíficos, Kant dice sin existencia no hay sujeto que poseer este o aquel predicado. Algo así como «existo, luego puedo ser perfecto«, pero no la revés como había afirmado Anselmo.

Así pues, que aquí tenemos a nuestro Yo en medio de un proceso que empieza sin él, lo genera y lo deja sólo ante el complejo entorno formado por los estímulos externos, los estímulos internos y sus propios desvaríos. Aunque poco después es negado por Hume, que los descompone en sensaciones recibidas del exterior cuya sucesión es recordada componiendo el espejismo del yo. Kant recupera con su Yo trascendental la unidad, pero deja sin respuesta la pregunta porque no la necesita. En efecto, tenga razón Hume con su sucesión recordada de sensaciones, Descartes con su espejismo de una sustancia pensante o el neutral Kant con su yo trascendental, ya lo sabremos cuando la neurociencia nos dé una respuesta. Damasio habla de un yo biográfico y una situación estable en la convergencia de la información recibida del cuerpo y la del exterior que proporciona un sí mismo consciente. La corriente de estímulos exteriores contribuye a diferenciar y afianzar el sí mismo en contraste con los estímulos generados en el propio cuerpo. Sea como sea, un fenómeno dinámico se da en el cerebro obligando a que el proceso de atención se centre en el propio cuerpo y sea experimentado con un yo en base a la constancia de una memoria permanentemente activada como sospechaba Hume.

Espacio

El espacio es el nombre que damos al hecho percibido de que entre los objetos hay un ámbito vacío que puede ser ocupado o desocupado según las circunstancias. Kant lo pensó como una intuición pura, un marco con que la mente cuenta a priori y que se capta cuando de las intuiciones puras se sustrae todo lo que pueda haber de concepto y todo lo que pueda haber de sensaciones concretas. El resultado sería un forma que nos prepara para que recibamos las sensaciones procedentes de los objetos exteriores que lo ocupan. Su argumento es el siguiente «para que ciertas sensaciones se refieran a alguna cosa fuera de mi… debe existir ya en principio (en mí) la representación del espacio«. Es decir, para que yo pueda reconocer ciertas sensaciones como procedentes de objetos situados fuera de mi, debo yo ya tener el espacio dentro de mí como representación, como intuición pura. Una vez aceptado esto es correlativo aceptar que el conocimiento sensorial que tengamos de los objetos exteriores tenga la forma de fenómeno, pues no puede ser la cosa misma, puesto que la conozco «a través» de mi propia representación. O sea que los estudios posteriores se realizan ya con la cosa convertida en fenómeno en el seno de la intuición pura del espacio.

Es espacio puede ser objeto de explicación transcendental porque es condición a priori para un conocimiento sintético. Kant se pregunta «¿Cómo se halla, pues, en el espíritu una intuición externa anterior a los mismos objetos…?» y responde que «sólo en tanto que ella está en el sujeto…«. De esta forma, Kant ya deja fuera del alcance del sujeto a lo que él llama cosa en-sí. Es decir el enigmático origen de todas emisiones que llegan a nuestra sensibilidad y toman en nuestra intuición a priori del espacio la forma de fenómeno objeto de nuestros estudios geométricos.

Con toda seguridad que la descripción que hace Kant es correcta, para nuestra experiencia común y los desarrollos de la geometría euclidiana. Pero es sabido, que los matemáticos desarrollaron geometrías alternativas en el siglo XIX, (Gauss, Lobachevsky, Riemann), no intuibles por un yo constituido realmente en un espacio plano de tres dimensiones, que encontraron aplicación en las concepciones físicas del espacio de la teoría de la relatividad, pocos años después. De esta forma el espacio más próximo a la realidad cósmica es un espacio pensado y representado por fórmulas antes que una intuición inmediata. Sin embargo en nuestra vida cotidiana e incluso dentro de una nave espacial seguimos teniendo la experiencia de Kant, es decir, la experiencia de vivir en un mundo de tres dimensiones planas.

El acople entre la intuición pura, a priori aportada por nuestra mente y los objetos para constituir un fenómeno como objeto de conocimiento no debe ser considerada un casualidad que requiera de una armonía preestablecida, sino más bien el resultado de la conformación de nuestra mente en ese mismo espacio preexistente durante el proceso en la evolución biológica. No es extraño, pues, que nuestra mente esté dotada de una intuición del espacio sin la cual hubiera sido imposible que sobreviviera y, mucho menos que se impusiera a sus rivales del mundo animal. En definitiva, existe un espacio exterior como expresión de niveles de concentración de energía y existe una intuición a priori de ese espacio por parte de todos los seres que evolucionados, especialmente aquellos que lo intuyen a través de la vista. Por tanto, la mente llega a la experiencia con una capacidad de contar con una “versión” del espacio real conformada por su cerebro, del mismo modo que contamos con una “versión” de las ondas electromagnéticas en forma de colores.

El espacio de Kant, a priori, vacío de concepto y sensaciones, es una buena descripción de la capacidad potencial que tiene nuestra mente de traducir el espacio real a una versión más sencilla cada vez que abre los ojos, cualidad heredada como potencialidad. Una vez abiertos los ojos, la potencialidad se actualiza en la experiencia maravillosa de las formas y los colores. Una experiencia que ahora sabemos que corresponde a unos parámetros determinados que no dan cuenta de toda la realidad espacial. Vivimos en un espacio «casi» plano y nuestro cerebro fue constituido en él. De modo que no puede extrañarnos que haciendo uso de nuestra concepción a priori del espacio no vayamos tropezando con los objetos.

Pero, por otra parte, la forma en que la ciencia nos dice que el cerebro calcula las distancias, por ejemplo con el paralaje al moverse, pone de manifiesto que en esa determinación hay una convergencia entre la información que envían los objetos y la propia estructura fisiológica del sujeto (tener dos ojos separados, por ejemplo). Una convergencia que proporciona un conjunto que el cerebro interpreta como distancias relativas entre objetos y que, de alguna forma, confirma la existencia de una representación espacial a priori que fundamente la objetividad en la geometría pero compatible con una disposición espacial de la materia en la realidad. Su interés reside en explicar porqué son posibles juicios sintéticos a priori en materia geométrica. Puesto que se encuentra con estos juicios en los que hay información nueva (predicado) atribuida al sujeto en cada postulado de Euclides, cree que tiene que haber un nexo entre el objeto y la mente. Un nexo que deduce partiendo de la visión (intuición) directa de la realidad tal y como la experimenta y de esa representación resta cualquier concepto que pueda ir asociado (lo que deja para más adelante) y resta cualquier sensación asociada (objetos concretos) quedando en su mente lo que él llamó intuición pura del espacio. Una entidad etérea que le permite legitimar los juicios sintéticos a priori desde el punto de vista de la lógica transcendental con la que quiere encontrar las condiciones que posibilitan una ciencia tan importante como la geometría. Todo esto es compatible con que los propios objetos encuentre alojamiento en el escenario de la intuición pura del espacio como consecuencia de las emisiones informativas que llegan desde los objetos. Aunque este «éter» espacial como condición transcendental para establecer la objetividad de los juicios geométricos puede reforzarse o sustituirse por la afirmación de la condición del Yo de «depositario» de la versión codificada del espacio real vía la herencia genética. De esta forma se elimina y problematiza la opinión de Kant de que todo lo que tiene un origen a priori es objetivo y lo que tiene origen empírico es contingente. Pues, paradójicamente, la contingencia de la naturaleza se presenta como necesidad ante el Yo transformada en lógica a partir de la dura experiencia de su creación evolutiva. Descartando la opción de que la estabilidad de la lógica esté contaminada de la contingencia de su origen natural. Ambas opciones deben ser examinadas pues pueden dar lugar o bien a la necesidad de lo natural o a la aparición de nuevas lógicas, como aparecieron nuevas geometrías.

Tiempo

Con el tiempo ocurre igual que con el espacio. Kant encuentra que su intuición a priori es la condición transcendental para dotar de objetividad a los logros de la ciencia matemática. En este caso es más fácil estar de acuerdo con Kant, pues ¿quién no ha experimentado «el paso del tiempo» en la intimidad de su Yo?. Se tiene una fuerte representación de un flujo imparable que llamamos tiempo. Sin embargo siendo más clara la intuición del tiempo al margen de los acontecimientos, como el espacio era la intuición del espacio al margen de los objetos, el tiempo presenta un problema importante: no existe, ni como intuición ni como suceso natural al margen del Yo. Igual que con el espacios, Kant considera que el concepto de tiempo no está extraído de experiencia alguna, sino que es una condición para que la simultaneidad o la sucesión sean percibidas. De nuevo hay que decir que el carácter a priori de un intuición pura no es un acto psicológico activado cada vez, sino una estructura heredada en un proceso de evos en el que la constitución de yo está preñada de cambios rítmicos.

Es muy habitual hablar del tiempo como un ámbito en el que suceden las cosas. Por eso tenemos la sensación de que hay un mañana y hubo un pasado. De esta forma nos acostamos con la tranquilidad de que por delante nuestra hay “sitio” para que nuestras vidas sigan su curso. Por otra parte, también se nos dice que el tiempo “circula” en un único sentido y que no hay vuelta atrás. Pues a todo esto decimos que el tiempo es una artificialidad que oculta que el acontecimiento definitivo para el ser es el cambio. La afirmación de que los cambios se producen “en el tiempo” equivale a que “la luz es una deformación del éter”. Ni el éter, ni el tiempo son necesarios. La luz es energía en movimiento sin soporte espacial y el cambio es manifestación de la energía sin soporte temporal. Igualmente, habría que decir que el espacio no es necesario para entender qué cosa son los cuerpos y las distancias entre ellos. El mapa del espacio es un mapa de niveles de energía. Donde hay alta concentración relativa hablamos de materia y donde hay baja concentración hablamos de espacio. Por eso “las distancias” también se miden por cambios físico. Así, un año luz es la diferencia entre dos niveles de energía que la luz debe salvar mientras la Tierra da una vuelta al Sol. Otra cosa es que en la práctica orientemos nuestra acción mediante cambios relativos a un patrón de cambio escogido racionalmente, pero sin necesidad absoluta e, igualmente que hablemos de espacio como un ámbito en el que están las cosas. El tiempo y el espacio de la física y de nuestra cotidianidad es una contribución al hecho de que nuestro cerebro se ha constituido en unas condiciones de baja densidad energética conteniendo elementos de alta densidad energética creando, así, la sensación de cambio para nuestra percepción y rodeado de cambios regulares que insinuaba ya el concepto práctico de tiempo. Esto ha sido así afortunadamente, pues, desde ese espejismo tan bien expresado en las intuiciones puras de espacio y tiempo en Kant, la humanidad ha construido un edificio imponente de conocimiento que finalmente ha volado sus propios cimientos generados por el sentido común para quedarse en el aire sin más sostén que la acción recíproca en la totalidad de la realidad. Por tanto, si se sigue hablando de espacio y tiempo es por razones de tradición. Y cuando se habla del espacio-tiempo, se está pensando en la relación entre la densidad de energía y su cambio. La velocidad es la relación entre el espacio recorrido y el número de veces que un ciclo convencional se ha producido. La dilatación o contracción del tiempo es la mayor o menor velocidad de un cambio, de un proceso respecto de otro proceso escogido convencionalmente. Decir que antes del Big Bang no existía el tiempo es decir que no había cambio alguno. Pero incluso en esas circunstancias habrá vórtices de energía potencialmente materializable que no ha superado el umbral de separación entre materia y antimateria. También hay que constatar que la intuición interna del tiempo es un espejismo producido por el cambio. El ser está en continuo cambio impulsado por la multiplicidad interna y externa que ofrece diferentes situaciones para cada parte sustantiva que las hace entrar en conflicto o tensiones diferenciales. Conflicto del que deviene el cambio que la conciencia o de un objeto físico, que es en sí misma cambio en su constante aprehender para dar respuesta a los desafíos del cambio propio y del resto de la realidad.

El tiempo no es un ámbito “por delante” del presente que “permite” que éste pueda seguir cambiando. Es el cambio continuado el que crea en la conciencia ese espejismo; ese ámbito de esperanza, ese espacio en el que “mañana” el mundo continuará su trajín. Una conciencia consciente de estar en un presente imagina un mañana. En realidad esa conciencia está proyectando hacia el porvenir su experiencia memorizada de un revenir (un pasado). Sin la memoria no habría tal extrapolación, pero tampoco habría conciencia, luego lo uno lleva a lo otro: la memoria surge como herramienta práctica, de supervivencia para inmediatamente hacerse fuerte en la conciencia como pasado abstracto. El hecho es que no hay ni pasado, ni futuro, sino una conformación anterior y otra posterior según nuestra memoria y nuestra imaginación que arrastramos permanentemente en el único ente real (el presente). Una situación que contribuye a nuestro confort espiritual pues el presente sin memoria o imaginación es muerte de la autoconciencia. Vivimos y actuamos en el presente, pero pensamos y proyectamos desde esas dos entelequias. La paradoja es que laboramos en el presente y vivimos en la memoria proyectados hacia la imaginación. Lo decisivo es comprender que, en realidad, no hay movimiento por un eje temporal, sino, si preferimos pensar en ese eje, una posición estacionaria en la que no se cesa de cambiar por sí mismo y por las relaciones con el resto del ser. Estamos parados “en el tiempo“, si, insisto, se prefiere mantener la idea de un eje temporal, pero sin parar de cambiar. Es nuestra memoria, que registra los estadios anteriores de nuestro ser y nuestra imaginación que reproduce ese no estar hacia una entelequia llamada futuro, las que generan tal “espacialidad” temporal.

Obviamente esta idea es compatible con el concepto de tiempo en la física, pero siempre que se sea consciente que, cuando se habla de tiempo en esta disciplina, en realidad se está hablando de cambio. ¿Qué es hora si no la vigésimo cuarta fracción de una vuelta de la Tierra sobre su eje? Una ventaja de este cambio de perspectiva es que la sorprendente afirmación de la física relativista de que el tiempo se encoge o dilata según la velocidad pasa a ser trivial, pues no escandaliza al sentido común que un cambio pueda ser más o menos rápido.

Una vez aceptado que el tiempo es el cambio, es más fácil entender que sí se encontrara el modo de revertir los procesos físicos a voluntad estaríamos, hablando, en términos convencionales, de invertir la flecha del tiempo, como Einstein les dijo a los familiares de su amigo Michele Besso para consolarlos. Una ambición muy compleja y probablemente imposible por la constatación de la fuerza de la segunda ley de la termodinámica. Pero, en todo caso, no hay contradicción filosófica, una vez que se acepta que el tiempo no es otra cosa que la medida del cambio, como ya dijo Aristóteles, éste puede ser en el sentido de ordenar lo desordenado o en el sentido de desordenar lo ordenado. Por tanto ya no tendría significado hablar de “cambio en el tiempo“, sino, en todo caso de que “el cambio crea el tiempo“. Por otra parte, no hemos tratado sobre las razones filosóficas del cambio, que científicamente residen en las fuerzas de la naturaleza. Afortunadamente, el tiempo como cambio es infinito, ¿qué podría hacer colapsar el cambio sobre sí mismo? También el tiempo como cambio se desvincula de la conciencia, pues nada impide que los cambios sigan produciéndose si una conciencia que los observe. Al fin y al cabo, la naturaleza sin conciencia creó a la conciencia. Otra cosa es que ese cambio no vibre en un corazón.

Hegel dijo que el tiempo es el concepto vacío que se presenta a la conciencia mientras no termina de completarse. Cuánto más coherente es esta opinión si se piensa en el cambio. Este nuevo status del cambio como fuente del dinamismo vital es coherente con la idea de Hegel de que “el ser no puede ser sin ser lo otro de sí mismo“. Lo que es una frase descriptiva de que la realidad es cambio permanente en todos los niveles: mineral, biológico y espiritual. Aventuro que la respuesta filosófica a la causa del cambio puede ser negar el principio de razón suficiente, pero me parece más elegante atribuirlo a la desigualdad, o mejor, a la diferencia. Diferencia que se da siempre porque el ser la lleva como naturaleza en sí mismo. Por tanto, dado que la realidad no sería nunca completamente uniforme, es decir muerta, el cambio estará siempre presente como expone la manifestación de la desigualdad, la singularidad incluso en la nada, como mostró Paul Dirac. Una diferencia que es consustancial al ser, al que le basta fijar un límite para establecer al mismo tiempo su superación. A lo que cambia rápido le llamamos proceso y a lo que cambia lento (relativamente a nosotros) le llamamos cosas o materia. Nuestra experiencia de conocimiento se decía que “necesita tiempo”. Esta expresión lo que, en realidad, muestra es que el conocimiento es la experiencia del encuentro entre un proceso mental (cambio rápido) y una cosa (cambio lento). El sujeto percibe a la cosa como objeto de conocimiento porque, en su proceso de registro, no hay variaciones significativas  para él y puede seguir repitiendo rutinas mentales merodeando el objeto hasta extraer patrones cognitivos satisfactorios de acuerdo a su propia lógica. Cuando se trata de la experiencia de interferencia de dos procesos: el mental y el externo, la mente necesita “parar” el proceso externo ya sea mediante imágenes (cambio lento) o símbolos que lo cosifican (el lenguaje).

Lo que llamamos tiempo es un cambio permanente a la búsqueda infinita de completar el concepto. Concepto que no puede ser otro que la respuesta que la naturaleza perpleja se dé a sí misma, alguna vez, sobre su propio enigma

La experiencia de continuo fluir del tiempo, cuando no estamos contemplando cambio alguno fuera de nosotros, es la experiencia de nuestro propio flujo corporal. Un experiencia que despojada de contenido alguno o de concepto se corresponde con la descripción que hace Kant como intuición pura o a priori. Ese discurrir es nuestro fluir y Kant hace una pictórica descripción que es tan verdadera como superficial. Atribuir a la naturaleza un comportamiento mecánico, mientras nos atribuimos a nosotros todos los avances decisivos por contar con una mente eficaz, olvida varias cosas: que somos naturaleza producida por la naturaleza; que nuestro “extraordinario” cerebro es resultado de millones de años de evolución “ciega” y que tenemos la gran responsabilidad de no malograr estos éxitos por la frustración que nos produce la distancia entre nuestras aspiraciones y nuestra realidad. De ahí la importancia de no tirar la propia vida por la borda, de vivirla en su flujo continuo con intensidad para no tener que lamentar, cuando el último cambio esté cerca, haber derrochado la donación que se nos hizo de una cuota de felicidad.

Tras esta digresión, tenemos que decir que, al igual que con el espacio, Kant busca en el Yo, en el a priori, la objetividad, la certeza para las matemáticas. Y, al igual como con el espacio, se puede decir que el Yo recibe la certeza del proceso evolutivo generador de cambios rítmicos y cambios meta rítmicos que lo constituyó al él mismo. En el yo late el cambio y con él la intuición a priori que Kant observa ajeno a los procesos previos. De nuevo se puede decir que cómo su propósito es lógico y no biológico o psicológico no le preocupa. Pero no está de más decir que lo que él conoce como el tiempo es la versión lógica, mental de los cambios rítmicos de la naturaleza que los inserta en el proceso creador del Yo. Este carácter filoempírico de las intuición del tiempo, que comparte con el espacio, es una curiosa paradoja, pues se podría decir que lo a priori procede remotamente de la experiencia en un guiño sorprendente del carácter circular de la experiencia y del conocimiento. Una pirueta que hace compatible la psicología evolutiva con el idealismo kantiano que basa su idealidad en que elige el único punto del círculo para empezar su camino que estaba a su disposición. Por eso, quizá la geometría multidimensional y la pérdida del carácter absoluto de tiempo y espacio a manos de Riemann y Einstein esperaron a que Kant no pudiera verlo.

La certeza

El caso es que los lógicos (unos cuantos yoes a lo largo de la historia) encuentran en su propio funcionamiento invariantes simples y complejas que les parecen evidentes componiendo un cuerpo de certezas universales, cuya negación se les presenta como absurdas. Esta certeza Kant las acepta y la comparte en el mismo sentido que lo hace Descartes y sus seguidores racionalistas como hechos de conciencia ineluctables. Una cualidad de nuestros conocimiento que considera que tiene origen en nuestra mente con exclusividad, pues el material que nos llega desde el exterior es particular y contingente (podría se así o de otro modo). Esta experiencia de la certeza lógica a priori (antes de toda experiencia) quiere encontrarla en todas las fases del conocimiento para darle un fundamento firme. Así en la fase de conocimiento sensitivo introduce la intuiciones a priori de Espacio y Tiempo, que son aquella percepción de la espacialidad y de la temporalidad que queda para el yo después de eliminar toda sensación concreta: ese ámbito intuido en la mente vacío de todo contenido de objetos concretos y esa secuencia intuida de estados vacía de todo acontecimiento concreto. Dos intuiciones que llamamos espacio y tiempo. Dos intuiciones que, a la luz de los conocimientos actuales deben ser revisadas. Pero, el caso es que Kant en su sutil análisis introspectivo cierra los ojos y siente el espacio vacío y el fluir del tiempo como cualquiera de nosotros. Dos intuiciones que sitúa en nuestra subjetividad y en las que encuentra las condiciones de la objetividad: es decir, la universalidad (todos experimentamos lo mismo) y la necesidad (todos aceptamos su condición de necesarias para la experiencia sensitiva). Aceptada esa condición podemos hacer ciencia matemática, pues lo que de las reflexiones resulte supondrá conocimiento nuevo por el examen de los fenómenos que se presentan a la intuición y objetivo por la aportación que de tal carácter hacen las intuiciones a priori (procedentes de nuestras reservas de certeza) de espacio y tiempo.

Hoy podremos decir que la certeza proviene del reconocimiento tautológico que el yo hace de su propia naturaleza constitutiva. Si el yo procede del complejo cuerpo construido en el lento proceso evolutivo y la naturaleza en general y la biológica en particular se rige por leyes cuya representación simbólica se presenta como la lógica, parece natural que el yo (natural) reconozca como necesarias las condiciones que lo han hecho posible a él mismo. No sé si esta es la explicación de las certezas que experimentamos como evidencias apodícticas, pero Kant así lo experimentaba y en ellas fuda su visión crítica del conocimiento. Por supuesto que no se conforma con dotar de objetividad a las matemáticas en base a las certezas espacio temporales, sino que busca también el fundamento de la objetividad de la ciencia física. Y lo hace hurgando en su entorno íntimo donde encuentra con la ayuda del lenguaje los conceptos más generales y necesarios que articulan el proceder del Yo antes de cualquier experiencia. Pero entendiendo que decir «antes de toda experiencia«, para un yo construido, precisamente, en la experiencia agónica de la supervivencia, se refiere a una situación post originaria, funcional, de un yo activo y ya constituido que puede elegir un estado de abstracción de toda experiencia para solazarse en sus estructuras lógicas. En esta situación el análisis cuidadoso de Kant encuentra esos conceptos como los constituyentes apodícticos de los juicios de la ciencia. Son, en definitiva las categorías que nos permite entender como evidente que

«la cantidad de materia-energía es constante porque nada surge de la nada y nada puede ser aniquilado, sino que es transformado» o que

«la distancia más corta entre dos puntos depende de la geometría del espacio que se trate» o que

«La totalidad es la suma de todas las partes disyuntivas» o que «siempre habrá un concepto más general que el considerado que englobe como género a los conceptos específicos». Conceptos que guían la acción científica pues desde un químico a un cosmólogo cuando dicen «algo no me cuadra» es porque una categoría está siendo violada.

En definitiva, hasta doce categorías que, más allá del sentido común (compuesto por una percepción vaga de una selección arbitraria de ellas), proporcionan las bases coherentes de cualquier cuerpo teórico con pretensiones científicas. Cuerpo teórico a cuyo contenido empírico dan estructura las categorías. El problema empieza, dice Kant, cuando el Yo, revestido ahora con la túnica de la razón empieza a jugar con ellas sin contenido empírico alguno y creer estar demostrando la existencia de entes fabulosos como el alma inmortal o Dios. De ahí su esfuerzo por desmontar tales pretensiones en la parte de su libro Crítica de la Razón Pura denominada Dialéctica Transcendental. Pero también hay que decir que las certezas del a priori lo sin en la medida en la propia naturaleza no esté deriva hacia otras leyes de sí misma o haya pasado por fases de leyes distintas, pues nada en ella es necesario excepto las condiciones que la hacen capaz de generar la autoconciencia, lo que puede considerarse una casualidad, pero que, una vez producido el Yo resultante está obligado a sellar esta certeza por su propio bien. Y ello porque cuando el Yo explora en su entorno inmediato y encuentra conceptos puros desde el punto de vista exterior al psiquismo, para el Yo en le centro del mismo, estos hallazgos son «empíricos» y está obligado a sospechar de su necesidad y perseverar en el afinamiento de sus características salvo en el muy particular caso de los juicios analíticos donde el necesaria la coherencia de un concepto consigo mismo, aunque sea erróneo o incompleto, de modo que cualquier consecuencia extraída de él, si está lógicamente bien operada, sea la verdad de una falsedad. Piénsese que el enunciado «El todo es mayor que la parte» puede ser falsa si se concibe que hay todos monolítico, sin partes del que sólo podría predicarse que «El todo es igual a la parte«.

Finalmente, hay que decir que la lógica como ciencia de las certezas aparece de forma tardía pues el Yo antes de dedicarse a esta labor de minería se dedicó a actuar de forma espontánea e implícitamente lógica. Es decir la parte más a priori de la ciencia, su forma, es resultado del examen inductivo de los resultados del pensamiento abstracto espontáneo, como el propio Kant dice:

(La lógica de las operaciones particulares) sea lo último que la razón humana alcanza en su proceso, pues no llega a ella sino cuando la ciencia está muy adelantada y sólo espera la última mano para llegar a su mayor perfección.

Lógica de la Razón Pura. Losada. p.203

Las categorías

El yo en su hurgar íntimo encontró invariante de su proceder que le parecieron de gran interés por regular el pensamiento. El actor de esta búsqueda es el entendimiento del Yo, como la sensibilidad lo es del hallazgo kantiano de las intuiciones puras de tiempo y espacio. La pista para la búsqueda fue, como tantas veces hacen los filósofos, fueron los logros del yo espontáneo. Un yo que primero actúa activando sus recursos sin meditar cómo son posibles. Kant se ocupa precisamente de eso, de reflexionar sobre cómo se reflexiona. Para ello, define pensar como equivalente a juzgar y, por tanto, es en los juicios dónde busca las invariantes que sospecha que existen como marco regulador que hace posible la ciencia. Dado que hereda de la lógica de su tiempo doce tipos de juicios agrupados en cuatro super conceptos: cantidad, cualidad, relaciones y modalidad. Cuatro momentos que se agrupan entre los que agrupan la materia del juicio, mientras que la modalidad afecta a la posibilidad, realidad o necesidad. En cada grupo hay tres tipos de juicios. Como cada juicio es una forma de síntesis entre un sujeto y un predicado, Kant encuentra en estas doce formas de síntesis los doce conceptos puros que constituyen el catálogo de categorías del pensamiento que el yo utiliza cuando medita sobre un contenido empírico aportado por las intuiciones fenoménicas. Este ejercicio de Kant no es escolástico, está cargado de significado sobre el modo en el que él piensa que el Yo proporciona objetividad a la ciencia al sintetizar las sensaciones del exterior (y ahora sabemos que también del interior). Un objetividad que implica universalidad y necesidad por el carácter formal de estos conceptos. Estos conceptos cumplen las condiciones de Descartes de ser evidentes y por tanto son el fundamento y el criterio para manejarse con los fenómenos. Una evidencia que ya hemos comentado que tiene origen en el hecho de que el Yo se encuentra constituido por una realidad preñada con la lógica que aflora en las categorías, lógica que es la versión mental del modo en que suceden las cosas en el marco de las leyes físicas. Hablábamos con anterioridad del círculo que comienza en las leyes naturales que constituyen la realidad, pasa por la mente y vuelve a la realidad transformada en necesidad lógica. Es el mecanismo que garantiza que la intervención de la realidad que es el yo en la realidad que el yo identifica como no-yo es armoniosa. Aunque se necesita cometer mucho errores para encontrar el camino, pues si lento fue que la realidad conformara un yo que pudiera ser consciente de la estructura lógica de la propia realidad, lento tiene que ser el proceso de un yo consciente de su posición en este movimiento circular. Puede servir para aclarar esto el ejemplo de un artefacto concebido, diseñado en todos sus detalles materiales y formales por la tecnología del hombre. Si ese artefacto tuviera autoconciencia, tuviera un yo, antes o después descubriría la lógica que subyace a su estructura, a sus materiales y su diseño formal y funcional. Un descubrimiento que llevaría a cabo mucho después de estar funcionando conforme al diseño previo.

Una vez que Kant identifica el modo en que el yo construye las ciencias formales (aplicación de intuiciones puras a las sensaciones) y las ciencias físicas (aplicación de las categorías a los fenómenos), demuestra que la pretensión del yo de llegar a nuevas síntesis aún más unitarias, más abstractas utilizando como materia de la reflexión a las propias categorías sólo conduce a disparates. En concreto desbarata la pretensión de la metafísica clásica de haber demostrado la existencia de un alma inmortal, un conocimiento global del mundo y del propio Dios. Sin embargo estas ideas, Kant considera que son orientadoras de la acción. Parte de las formas del silogismo: categórica, hipotética y disyuntiva. Los primeros conducen a la idea de unidad, los segundos a la de libertad y los terceros a la de absoluto. Tres fines que son motores de la actividad intelectual del yo. No es extraño que el ser busque la unidad, pues él mismo es resultado de un esfuerzo supremo de síntesis. Es asombroso cómo la naturaleza, partiendo de una multiplicidad que parece irreductible ha «encontrado» en el ser humano la síntesis del Yo. Esta pulsión por la unidad lleva a los científicos esforzadamente a buscar la fusión de las fuerzas de la naturalez. De momento no consigue bajar de cuatro. Pero armados de intuiciones y de las categorías busca pruebas que le permitan codificar una única fuerza motora. Pero para encontrar esa unidad tiene que buscar y exponer toda la variedad que la naturaleza brinda, porque no habrá unidad genuina que no esté basada en el estudio cuidadoso de toda la variedad existente. Del dominio de la variedad y de la unidad, así como de sus conexiones mutuas se deriva el conocimiento absoluto, aquel que el Yo persigue irredento desde que tomó conciencia de sí mismo.

La moral

A la búsqueda de lo absoluto, el Yo y sus yoes tropieza cotidianamente con el obstáculo de su torpeza y su desconocimiento. Lo que se traduce en egoísmo, falta de empatía y compasión, mala gestión de lo importante, gestualización, sacralización de lo irrelevante. La sociedad genera instituciones que son unidades que gestiona la variedad sectorial y son abrazadas por una unidad mayor, que es el Estado. Pero la pulsión divisiva tira hacia la disolución de las unidades creadas en una pulsión de muerte, pues no otra cosa es la muerte que la disolución a lo simple de los complejo de que se procede. La muerte biológica nos descompone en unidades más simples e igual ocurre con la muerte institucional. También la sociedad alumbra unidades falsas basadas en la mera fuerza cuya aparente eficacia es pasajera y desviada hacia vías muertas en el camino del progreso hacia la unidad genuina del acuerdo entre la multiplicidad de partida y la unidad buscada.

Puesto que la unidad está «por delante», no cabe confiar en una unidad creadora «por detrás». Las realizaciones del ser humano son la actualización de futuro. Cada mañana somos catapultados hacia un proyecto. El recuerdo que somos es el fundamento de lo que queremos ser. Por eso el ser es cambio (no tiempo) y está compulsivamente empujado al cambio. Pero no a un cambio desorientado, sino hacia la unidad-múltiple en abstracto que puede presentar muchas formas. En ese camino estorba el egoísmo y la estupidez, pero no pueden ser apartados por la violencia, porque el mismo que cree ser altruista y sabio cae en sus contrarios al usar la violencia contra sus congéneres. La verdad tiene que desvelarse pacíficamente. Tiene que ser una convicción profunda de cada uno de nosotros. De ahí que haya que armarse de paciencia cósmica en sociedades donde el estudio y las experiencias vayan creando las condiciones. Además hay que contar con que la unidad y la multiplicidad alternan su presencia en los individuos desde la cuna, multiplicando las dificultades. Mentalmente, una mitad de la humanidad tiende a la disipación y otra mitad a la unificación. Los movimientos políticos expresan este combate y, si su influencia tiene origen genético, tendrá que haber un armisticio para que sean los argumentos acerca de lo que nos conviene como especie los que socaven la certeza de las emociones.

Este preámbulo viene a cuento del fabuloso intento de Kant de encontrar explicación racional a la pulsión del ser humano por vivir más allá de la muerte, ser libre y encontrar a Dios un día. El análisis de Kant ya hemos dicho que desvela detrás de estos anhelos la unidad, la multiplicidad y el absoluto. Kant desacredita el conocimiento de estas entidades utilizando las misma arma que utiliza el entendimiento para hacer ciencia. Quizá haya un momento en que ciencia y ética se fusionen, pero como la ética es hija de su tiempo, estorba al desarrollo científico. O al menos eso se ha pensado hasta prácticamente nuestros días. Hoy estamos en una situación límite, porque la ciencia en su desarrollo autónomo ha llegado tan lejos que puede desbaratar al propio ser humano. Así ocurre de forma grosera con las armas, pero también de forma sutil con el grado de dominio de la influencia sobre las decisiones a que está llegando con la biogenética y la inteligencia artificial. Estamos pues en un momento en el que la ética tiene que volver la mirada sobre la ciencia y, quizá, de nuevo depurada de intoxicaciones religiosas, poner coto a determinados desarrollos que en su lógica fría llevarían a la desaparición o desnaturalización de la especie.

Por eso, es tan importante conocer los resultados de las investigaciones de Kant al respecto. Su contribución a separar la ética del conocimiento es indeleble. A partir de Kant la ética influirá sobre el conocimiento desde fuera del mismo y no mezclándose en sus deliberación específicas. La ciencia no puede regirse por lo ideal, sino por lo real, pero la ética sí debe seguir la flecha del ideal, pues, si no, el ser humano renuncia a sí mismo y se abandona al albur de un proceso impersonal cuyos resultados pueden ser letales y regresivos.

Kant aborda el problema de la ética del mismo modo que había hecho con el conocimiento teórico. Mas que tratar de aportar una nueva teoría matemática o física se interesa por qué estructuras formales «hacen posible» que esas teorías le parezcan a sus contemporáneos universales y necesarias, es decir, objetivas. En el caso de la ética, en vez de proponer un nuevo ideal moral, como hicieron hedonistas, estoicos, cristianos o utilitaristas, él busca las estructura formales que hacen posible una conciencia ética. Ideales que se presentan como un deber ser que no surge del ser conocido por la ciencia, ya sea física o social, sino que debe analizarse allí donde anida, en el yo. Y el yo es un emisor de juicios morales y como Kant se ha propuesto partir de lo que se da, ya sea en lo que es como en lo que debe ser, acude a los juicios éticos y se encuentran que todos tienen la estructura de un imperativo. Así, problemáticos: «si quieres nadar, ¡adiéstrate!», pues nadar no es imprescindible, asertóricos; «si quieres sanar, ¡medícate, pues todos queremos estar sanos, y categórico que ordena hacer algo, no como medio para contar con una habilidad o para sanar, sino como un fin absoluto. Un fin que Kant rechaza que sea la felicidad, pues considera que el ideal ético no debe tener un fin concreto, sino que debe quedar justificado por sí mismo. Es decir, el mandato categórico no puede ser un medio para otro fin, sino un fin en sí mismo. Un mandato categórico no puede implicar una condición. Así, «¡sé sincero!», no lleva ningún condicionante que indique que, si eres sincero, tendrás este a aquel premio. Pero un mandato categórico puede ser convertido en asertórico si se transforma en un medio y sólo la voluntad del yo puede hacer esto. Por eso desacredita las acciones buenas o malas y traslada estas valoraciones a la conciencia. No hay actos buenos o malos, sino seres humanos buenos o malos. Es la intención del yo, la que, por ejemplo, puede convertir un acto noble, como salvar una vida, en un acto dudoso, aunque tengas efectos benéficos objetivamente, porque la motivación fuera ser famoso, por ejemplo. Así la pureza de la intención del Yo se convierte en el criterio ético por excelencia. Pureza de intención que tiene la virtud de dar la pista de la libertad, pues qué voluntad puede ser movida por una ley formal, sin contenido placentero alguno, si no es la radicalmente libre. Dado que se parte del supuesto de que todos los seres humanos queremos ser respetados, parece que el fin no transformable en medio es éste, el de la dignidad de cada ser humano. Pero sólo una voluntad libre puede cargar con el reproche o el reconocimiento de haber actuado para un fin por su valor propio y no para sacar alguna ventaja. Es la libertad, la autonomía de la voluntad, pues, la clave de la conducta ética. Y aquí se plantea el problema al que Kant dará respuesta, de alguna manera, en su Crítica de la Razón Práctica. El problema es que si la naturaleza descrita por el entendimiento responde a una sucesión causal ciega y el propio hombre es naturaleza, ¿cómo puede ser la voluntad verdaderamente libre en un mundo causalmente cerrado? En la naturaleza no hay libertad, según Kant, todo es una cadena causal. Según Kant para que sea posible el anhelo de alcanzar el bien supremo equivale al anhelo de la libertad, la inmortalidad y Dios. Pero como medios para alcanzar la promesa que la naturaleza humana parece hacernos:

Si la naturaleza humana está destinada a aspirar al bien supremo, la medida de sus facultades cognoscitivas, y sobre todo sus relaciones recíprocas, tienen que suponerse conforme a este fin.

Crítica de la Razón Práctica. Losada 1961. página 155.

Para este fin, la libertad es la clave, pero entendida como causalidad en el mundo inteligible que se sirve de certidumbres antes que de intuiciones sensibles. Es la libertad la que permite que el ser humano encuentre dentro de sí lo incondicionado que anhela. Un poder suprasensible que tiene que limitarse a los fines prácticos (morales).

Pero para que la libertad no sea una ilusión es necesario, para Kant, establecer una separación radical entre

Hay que reconocer que sí hay alternativas que se realizan en función de las probabilidades con que cuente cada una. Lo que no deja de ser un principio de libertad. Hay que reconocer también que el ser humano tiene más alternativas que el animal y éste que el vegetal que tiene más que el mineral. El ser humano es todas esas cosas más autoconciencia. Un cualidad que le permite no sólo advertir más alternativas de acción, sino una capacidad de selección racional (kantiana) o emocional (eudemonista), lo que lo hace más libre. Una libertad pugnante que emerge lastrada pero consciente de sus posibilidades. Al fin y al cabo, la libertad en el sentido humano es la posibilidad de elegir conductas alternativas y aunque, en la mayoría de los casos, los individuos eligen por causas (intereses y deseos) no por un imperativo para cumplir un fin moral, éste está siempre presente como ideal lacerante si nos alejamos mucho de él. Es decir, la naturaleza alienta la libertad (las alternativas) multiplicando el número cadenas causales posibles al alcance de la voluntad. Es, pués una libertad condicionada, pero no determinada. Está claro que ha habido un avance, que permite pensar que sería posible una conducta ética generalizada en condiciones que desconocemos pero que se ofrecen como posibilidad. Hay quien piensa que por ahí el ser humano escapa de la naturaleza hacia un mundo de libertad lejos de la necesidad. Pero Kant no se encuentra cómodo con esta concepción metafísica y propone más estos fines como referencias motivadoras, impulsoras de la acción científica y ética. De esta forma relativiza los logros de cada época y los lanza hacia su perfeccionamiento nunca logrado.

Este contrate y aparente incompatibilidad entre el ser que nos desvela la ciencia y el debe ser que nos desvela la ética pueden entrar en convergencia, precisamente por un acto de voluntad que se ejerce en el mundo físico con la tecnología que modifica materiales y estructuras a partir del conocimiento de las leyes en juego. En el mundo político esa voluntad también actúa modificando la realidad con nuevos modelos sociales que deben tener en cuenta las realidades económicas, física y, sobre todo, del ser humano y sus aspiraciones. Esto son actos de voluntad que traen a la actualidad proyectos considerados deseables tras el estudio de las condiciones del estado anterior. Unos proyectos que se realizan con astucia histórica mientras se promete felicidad individual. Aquí también tiene lugar el imperativo categórico siempre que esta acto de voluntad general se traduzca en un mandato del tipo: «¡haz posible la dignidad humana!«. Un fin en sí mismo para la especie humana, aunque obviamente no para otra especie, por lo que el concepto de dignidad humana tendría que incluir su comportamiento cuidadoso de la totalidad de la realidad.

Ahora, al igual que hemos hecho con el conocimiento intuitivo y conceptual de la realidad, echemos un vistazo a la trastienda de nuestra condición de fase de la evolución que empezó sin nosotros. El yo como protagonista genérico de la experiencia humana constata su impulso espontáneo a la compasión y a la justicia, es decir, al respeto a otros yoes y a la reciprocidad en la relación; también a la unidad, a la necesidad y universalidad de los mandatos morales. Al mismo tiempo constata, por su capacidad de comparar y juzgar, que su conducta no se parece a la codificación de ese impulso en leyes morales. Diferencia que atribuye a esos otros mandatos que recibe desde el cuerpo para la repetición de placeres que, nacidos para otros fines, siguen llamando, incluso fuera del marco en que se gestaron, para ser disfrutados. Deseos de goce y posesión material que junto con la pulsión de dominio sobre otros lleva a la mayoría de los factores que componen el catálogo de maldades del ser humano como la violencia o el expolio. Además constata que unos yoes tienden a ser permisivos y otros restrictivos en materia de costumbres y que unos tienden al desprendimiento y otros a la acaparación de bienes materiales. Su curiosidad infinita le lleva a interesarse por la procedencia del mandato ético que pasaría por el control de las pasiones de placer, posesión y dominio en la medida que perjudiquen a otros por el principio de reciprocidad. Lo que implica la renuncia a la violencia y al expolio. Igualmente se interesa por el origen de las pulsiones negativas que le invita a ser restrictivo para imponer su visión cultural y acaparador para no compartir bienes materiales. Lo que le lleva al uso de la violencia y del despojo.

Estos intereses obligan a mirar más allá de tramo del círculo de la realidad del que Kant parte. Así podemos rastrear algunos de estos parámetros de nuestro comportamiento ético en la herencia, lo que, a su vez, indicaría que durante el proceso evolutivo quedaron registrados criterios de comportamiento de los organismos que ahora emergen como mandatos éticos en nuestro yo. Si esto fuera así, las propuesta de Kant seguirían incólumes pues parten de nuestro sentido moral, sea cual sea su origen respondería a su descripción «fenomenológica» en el sentido Husserliano. En definitiva aventuramos que la ley moral «dentro de mí» es el eco en nuestra conciencia de la ley universal que rige la naturaleza. Así el deber ser no se funda en el ser directamente, sino que pasa por el «olvido» que la naturaleza experimenta cuando se convierte en autoconciencia. De este modo el fundamento ontológico del deber ser requiere de un desvelamiento al modo heideggeriano. Una posición que dota a la vida de una estremecedora profundidad que no es causa de oscuridad sino

Entre las formas más satisfactorias de que el deber ser se traduzca en acción transformadora está el arte en todas sus formas. También aquí fijó su interés Kant y dejó un impronta duradera que analizamos a continuación.

La belleza

Veamos ahora cómo cierra Kant su sistema y apliquemos el circulo de la realidad a su certera y pugnante exploración de lo que tiene delante del muro del olvido del ser, que Heidegger identifica, pero para el que no se atreve a señalar su origen. El título de «la belleza» para esta parte del artículo es sólo un recurso. En realidad estamos hablando de juicio como nexo entre el conocer y el actuar moral.

El ser humano y probablemente todo ser, conoce, siente y actúa. En su sentido más general,

Conocer es tener una versión mental de la realidad que permita orientar la acción. Es la adquisición mental de los objetos que resultan de la convergencia entre el mundo, los sentidos y el pensamiento. Llamamos pensamiento a las deliberaciones íntimas con el fin de conocer. Su sujeto es el entendimiento;

Sentir es experimentar como vivencia una representación de la interacción del propio cuerpo consigo mismo y con otros cuerpos o campos. Es una experiencia pasiva y su sujeto es el cuerpo íntegro como receptor potente aunque limitado de señales;

Actuar es poner en contacto a nuestro cuerpo con el resto de la realidad con un propósito determinado como gozar de la acción por sí misma o modificar el mundo. Su sujeto es el yo integrador capaz de coordinación de todas las facultades. Es el yo como voluntad. Actuar implica:

  • 1) Desear, que es experimentar la necesidad de completarse con estados futuros de la realidad en los que se realiza o consume un objeto anticipado por los sentidos o la imaginación. Su sujeto es yo integrador como receptor de carencias físicas o mentales. Es el yo como perenne vacío;
  • 2) Juzgar es unir un sujeto con un predicado a indicación del conocimiento; es sancionar la diferencia o semejanza entre esa unión y su representación ideal; es ordenar imperativamente una acción que se desea para el cumplimiento de una condición relativa (utilitaria) o absoluta (moral). Su sujeto es el yo integrador a partir de la información que recibe del cuerpo y la mente y el reclamo del deseo; y
  • 3) la libertad como representación de la capacidad de elegir entre las alternativas reales o ficticias que se presentan al entendimiento para gobernar la acción de la voluntad. La libertad requiere del cumplimiento de las leyes físicas, pero cambia la realidad al ejercerse escogiendo sólo una de las posibilidades presentes. Entre todas esas posibilidades la más radicalmente moral es aquella que se ejerce sin interés alguno, por la sola fuerza del cumplimiento de la ley moral que nos impulsa categóricamente a respetar la dignidad humana y de la naturaleza.

El ser humano conociendo sólo es capaz de resolver sus problemas prácticos. Es deseando cuando empieza a dominar la escena cósmica que le ha sido dado presidir. Al desear experimenta la pulsión de transformar el mundo y encuentra en sí la ley que gobierna este impulso y la libertad que, como intermediaria lo va a hacer posible, pero todavía no vislumbra el fin de esa actividad transformadora. Es cuando comprende que él mismo como especie es el fin de sus esfuerzos, que él mismo es un fin último, cuando está en condiciones de llevar a cabo la tarea. En esa tarea que se presenta como la culminación de la finalidad no anticipada en el mundo físico, la belleza se presenta como el anticipo de finalidad que rompe con la irreflexión natural y nos pone en el camino de las posibilidades. El arte bello, como el arte moral surgido después de Hegel, son herramientas que anuncian y movilizan respectivamente hacia el fin final que es el hombre. Un ser que encuentra su dignidad en sí mismo y se apresta con la cultura estetizante y militante a su realización universal. Los obstáculos proceden de la finitud individual que obliga a comenzar el ciclo vital de la educación una y otra vez con resultados irregulares.

Para Kant el arte plástico es una finalidad sin fin, es decir, un experiencia que no puede ser convertida en medio para otra experiencia, pues se agota en sí misma. En la contemplación de una obra, está adquiere la condición de bella para el observador tautológicamente, pues no puede encontrar la razón de su placer nada más que en sí mismo. Es el ejemplo perfecto de cómo la naturaleza y nuestras facultades se encuentran produciendo el efecto inefable del placer estético. Es la culminación sensitiva, la prueba telúrica de la condición común de naturaleza y humanidad. Desde la belleza es posible construir una sociedad humana, pero no si la experiencia se queda en el mero goce inexplicado. Sólo cuando interviene la razón para completar la experiencia con su finalidad moral ésta se convierte en el acto total, el acontecimiento pleno. Es el momento en el que la finalidad sin fin, rompe esta barrera y encuentra la explicación al misterio de la concordancia entre nuestra libertad y las leyes naturales, mientras nos deja ante un muro: el de la razón de este privilegio de existir. La naturaleza se pregunta a sí misma por sí misma renunciando a la explicación fácil de un ser creador que sólo retrasa traslada la pregunta a su propia existencia. Un muro que no merece ser derribado pues detrás de él estamos nosotros mismos. Por eso hay que concluir que la pregunta por la existencia no tiene una respuesta racional, sino sensitiva. Cuando todo conocimiento esté articulado, cuando toda libertad experimentada, queda la vivencia, la belleza, la ejemplaridad, pero en un estado de contingencia que hace imposible el final de la historia, pues siempre habrá que tratar de evitar que todo el acontecimiento humano quiebre en desesperanza y ruina. El ciclo de la vida y la muerte es mejor que el de la eternidad de las individualidades, que llevaría a la parálisis de la cristalización de la maldad en fuerzas oscuras que serían el germen del infierno hasta que, de nuevo, la esperanza resurgiera en forma de más historia. Vivir cobrará plenitud cuando nos sepamos medios de nuestra propia finalidad, reuniendo en un único movimiento todo el acontecimiento de la realidad. La belleza y su fragilidad es el vislumbre de esa posibilidad.

Final

El yo, una vez consolidado en su soledad y afirmado en sus certezas sabe que es un ser natural que dirige vacilante todo un complejo edificio natural resultado de un largo, largo proceso evolutivo. Comprende que su soledad es la de todo su cuerpo y que esta soledad era su destino pues la naturaleza no parece haber encontrado otra solución que la individualidad para el asombro de la autoconciencia. Una soledad que se palía con su tendencia a unirse a otros yoes y a buscar su colaboración y aprecio. Yoes que le producen los sentimientos que más perduran y mejor le hacen sentirse. Así el yo en su mente advierte:

  • Que él mismo es el espejismo sustancial de un proceso dinámico muy robusto pues, cuando recupera la conciencia, conecta con su previo recuerdo de sí mismo dando continuidad a su identidad.
  • Que como espejismo sustancial responde al mismo patrón con el que la evolución ha proporcionado «traducciones» de los estímulos que le llegan del exterior proporcionándole colores donde hay ondas electromagnéticas, etc. Es decir, él mismo es una «imagen» suficientemente lenta respecto del dinamismo subyacente de su cuerpo como para darle estabilidad.
  • A sus sentidos, que le permiten estar comunicado con el mundo exterior, a su cuerpo que identifica porque su vista y su tacto le permite identificar la frontera de un conjunto que se mueve con él entre tal mundo exterior.
  • Que su labor de minero lógico le ha permitido durante evos depurar conceptos tan abstractos que, vacíos de toda contingencia, se le aparecen como irrefutables y a los que llama Kant categorías e ideas.
  • Que su proceder a partir de la categorías le han permiten pensar, es decir su secuencial capacidad de abstraer, memorizar, analizar, sintetizar, juzgar, comparar y transferir formas de una objeto a otro, lo que le permite construir cortas y largas secuencias con símbolos llamados palabras con base en redes neuronales a las que acudir para comprender y comprenderse. Cuando está sólo acude a su memoria y amasa estas secuencias con sus categorías y trata de domarlas para crear ámbitos conceptuales que le resulten familiares, ciertos, necesarios, compartibles y defendibles en los que acoger nuevos conocimientos. Un rumiar abstracto que a algunos seres humanos les produce un gran placer recogidos en su intimidad.
  • Que con sus teorías tiene el poder de «salir» al mundo físico, biológico y social con el objeto de dar satisfacción a una pulsión indomable a la que llama «deber ser». Es decir un sentirse empujado a configurar el mundo conforme a sus ideas porque cree que así todo irá mejor.
  • Que otros yoes también han construído sus propias teorías y entran en conflicto con las suyas.
  • Que, en consecuencia, encuentra en el acuerdo respetuoso con la dignidad que cada yo reclama para sí mismo, la gran categoría, el más abstracto y poderoso concepto del pensamiento, que así adquiere la condición de moral.
  • Que sus estabilidad está amenazada, no sólo por problemas en el proceso de gestación de su ontogénesis, sino por el grado con el que se imponen unas perturbaciones llamadas emociones a las que le atribuye una función fundamental en su capacidad de sobrevivir, pero que ahora le producen gran desasosiego. Así, con el miedo, la risa, la ira, o el asco. Emociones que ha decidido controlar hasta donde le sea posible e, incluso disfrutar con ficciones culturales que las activan sin riesgo para él y su cuerpo.
  • Que en particular, la risa, que tiene orígenes diversos, le produce una corta pero intensa experiencia de alegría. El humor es una representación ficcional de una situación en la que el yo obtiene satisfacción o bien porque un relato corto tiene un final brusco con consecuencias desagradable para un otro yo; o bien porque se excita la capacidad de sorpresa del yo mediante situaciones hilarantes por su desafío a la lógica.
  • Que, además, experimenta una estados generales de bienestar a los que llama alegría y que coinciden con estados de salud física y de armonía en sus relaciones con los otros yoes. Estados que, a veces son seguidos de otros de malestar a los que llama disgusto, vergüenza, culpa o depresión que se presentan cuando falla o la salud de su cuerpo o fracasa su relación con otros yoes.
  • Que, el ejercicio del poder o, lo que es lo mismo, del dominio sobre otros yoes y sobre el mundo en forma de posesión y consumo es un poderoso estimulante para el Yo, que con ello refuerza su seguridad de una forma estupefaciente, aunque, al mismo tiempo y por simetría, se pone en riesgo cuando este dominios provoca diferencias insoportables socialmente.
  • Que, ante la naturaleza y ante las obras de arte experimenta un inefable sentimiento en el que concurren todas sus facultades de forma jerárquica o anárquica preparándolo para vislumbrar fines que satisfacen su anhelo de unidad.
  • sorpresa del yo mediante situaciones hilarantes por su desafío a la lógica.
  • Que, además, experimenta una estados generales de bienestar a los que llama alegría y que coinciden con estados de salud física y de armonía en sus relaciones con los otros yoes. Estados que, a veces son seguidos de otros de malestar a los que llama disgusto, vergüenza, culpa o depresión que se presentan cuando falla o la salud de su cuerpo o fracasa su relación con otros yoes.
  • Que, el ejercicio del poder o, lo que es lo mismo, del dominio sobre otros yoes y sobre el mundo en forma de posesión y consumo es un poderoso estimulante para el Yo, que con ello refuerza su seguridad de una forma estupefaciente, aunque, al mismo tiempo y por simetría, se pone en riesgo cuando este dominios provoca diferencias insoportables socialmente.
  • Que, ante la naturaleza y ante las obras de arte experimenta un inefable sentimiento en el que concurren todas sus facultades de forma jerárquica o anárquica preparándolo para vislumbrar fines que satisfacen su anhelo de unidad.

© Antonio Garrido Hernández. 2019. Todos los derechos reservados. All right reserved.