Nunca he entendido el prestigio de la sinceridad inmoderada. Esta cualidad sólo tiene valor cuando se le pide a alguien que cuente la verdad, pero no cuando alguien desparrama sus creencias de forma incontinente sobre quien no le pide nada más que discreción. Y, como es sabido, lo discreto se opone a lo continuo. Por eso, la discreción va asociada a la alternancia entre la emisión y la recepción de mensajes, que equivale a saber escuchar. Añadamos a la discreción otra virtud: el tacto, esa capacidad de ser sutil, de tratar los asuntos con prudencia, la célebre frónesis de los griegos. Si además sumamos la templanza (sofrosine), compañera en la taxonomía de virtudes clásicas, esa suma de moderación, sobriedad y continencia habremos reunido así un conjunto de bellas palabras que componen la primera ley de la interlocución de un político ideal con la ciudadanía: discreción, sutileza, tacto, prudencia y templanza; esas virtudes que los italianos resumen en esa suave palabra de finezza. Hay otras virtudes para un político pero no vienen al caso. Porque el caso es Donald Trump. Un político indiscreto (habla mal de sus colaboradores), grosero (insulta a las mujeres), torpe (imita burlescamente a discapacitados), imprudente (acusa sin pruebas) e irascible (expulsa periodistas incómodos).
Sentado esto tengo que confesar que hay muchas razones por la que deseo que este político insano abandone el trono del Mundo, pero la que más felicidad me va a proporcionar es dejar de escuchar su discurso chirriante, evocador de los peores males de la humanidad ya sufridos. No puedo dejar de compararlo con aquel soberbio y peligroso payaso con uniforme que hinchaba su pecho con gases tóxicos en los balcones de la casa del fascio. Creo que el mundo va a ser mejor sin alguien como él en un puesto del que depende el frágil equilibrio de la complejidad moderna. Su desaparición es un alivio para la ventaja que sus emuladores han tomado para hacer del mundo un lugar peligroso para los más débiles. Queda para los analistas desentrañar el arcano de porqué tantos millones de personas se han dejado seducir por éste narciso de sal gruesa. Quizá la explicación esté en la marcha sobre Roma o en las explanadas de Múnich. Quizá Trump no es un mal nuevo, sino el émulo caricaturesco de la triste historia de Europa en el siglo XX. Un siglo en el que millones de persona vieron, quizá, en la sinceridad incesante de unos egos hipertróficos la ocasión de vivir de forma vicaria el ejercicio del un poder en el que no media la reflexión entre el deseo y la acción. Un disfraz todo ello con el que un pobre hombre finge ser un gran gobernante como lo fue el Mago de Oz. De nuevo se ha probado que nadie escarmienta en cabeza ajena. En todo caso, hay que desear que del gris Joe Biden emerjan virtudes desconocidas gracias a la púrpura Pero, al cabo, hay que agradecerle el gran servicio que ha hecho a la humanidad nada más que por haberse prestado a liderar el esfuerzo para que vuelva la finezza al discurso político.