Hace años me interesé por la teoría de la relatividad de Einstein y sufrí mucho por la falta de formación en física y matemáticas. No me desanimé porque mi pretensión no era otra que comprender cualitativamente las ideas que estaban cambiando la concepción del mundo. Entre los muchos libros divulgativos que leí, incluido el de Russell, encontré uno del propio Albert Einstein escrito con Leopold Infeld (otro físico) en los últimos años en Princeton. Este último libro me fue muy útil para entender porqué la teoría se llama así y para entender el proceso mental de su autor. Así pude comprender su recorrido desde el principio de relatividad de Galileo basado en el principio de inercia. En efecto, como mostraba Hipatia en la película de Amenábar, un grave dejado caer desde el extremo del mástil de un barco llegaba a su pié, como si estuviera parado, en vez de tanto más atrás según fuera la velocidad del barco, lo que impedía saber (sin otra referencia) si el barco estaba parado o en marcha. Un principio el de inercia que unido al descubrimiento de que la fuerza generada por un campo gravitatorio sobre un objeto es proporcional a la masa éste, le permitió a Einstein concebir otros principios de relatividad que lo condujeran a generalizar la relatividad a todas las experiencias posibles. Cuando Michelson y Morley demostraron con su fino experimento que el éter no existía como soporte de la luz y que la velocidad de ésta era indiferente a la velocidad de la fuente, se dió cuenta de que ya tenía su principio de relatividad, pues no se imaginaba que la experiencia dentro de un sistema (planeta o nave) fuera distinta de la nuestra (formas de los objetos y sus movimientos) cuando la velocidad de tal sistema fuera diferente. En efecto, si Hipatia no podía saber si el barco estaba en movimiento o no, ahora éramos nosotros lo que no podríamos saber que dos sistemas estaban «parados» o en movimientos por el efecto que la luz tuviera sobre nuestro entorno. Este efecto relativista no era el único porque esa constancia de la velocidad de la luz tenía un efecto adicional sorprendente. Resultaba que los relojes de un sistema tenía que adelantar o retrasar con respecto de los de otro sistema a velocidad diferente. Una diferencia muy pequeña a las velocidades a que nos movemos en la vida cotidiana. Un efecto que se comprobó con los cambios en la órbita de Mercurio. El tiempo de repente podía frenarse o adelantarse contra todo nuestro sentido común. Sentido común, obviamente educado por nuestra experiencia cotidiana donde no se observan estos cambios. Pero filosóficamente algo muy importante había pasado: el tiempo absoluto de Kant y Newton había pasado a mejor vida. El tiempo ya no era un constante e invariable marcador de nuestras vidas y de las de todos los objetos del universo, sino un sistema de referencia temporal que cambiaba con la velocidad. Menudo trauma. El Tiempo no existe, sino muchos tiempos o, si se me apura, ningún tiempo. Estos cambios también afectaban al espacio, pero nuestra experiencia cotidiana con el espacio resulta más fácilmente modificable en lo que respecta a esta magnitud, pues hemos visto cómo las dimensiones de algo se modifican con el cambio de temperatura o una acción mecánica. Se podrá decir que la modificación de las dimensiones de los objetos no afecta al Espacio como ámbito inmutable dentro del cual ocurre todo. Pero hay que decir que la teoría de Einstein afectaba también a ese sagrado espacio universal. Ya no habría un Espacio omniabarcante, sino mucho espacios en función de la velocidad o uno sólo (convencionalmente) deformado por la gravedad. Quizá la modificación de las dimensiones de las cosas sin la intervención del calor o la acción mecánica es impactante, pero la explicación está en que con la velocidad la distancia entre las partículas se reduce porque se aplastan las ondas de su campos de atracción. Pero lo del tiempo es más complicado de comprender y sin embargo se puede. Resulta que con la velocidad aumenta la masa de los objetos por la energía cinética que conlleva tal velocidad. Este aumento reduce la velocidad de los procesos y explica la paradoja de los gemelos, pues si uno de viaja a una velocidad cercana a la de la luz sus procesos biológicos son más lentos, permaneciendo más joven que su hermano instalado en un sistema más lento.
Pero todo esto deja sin explicar la fractura del Gran Tiempo que nos servía y, todavía, le sirve a tanta gente, pues confunden su tiempo propio con ese mítico Gran Tiempo. Pues bien, mi mejor argumento y más alcance de todos es que el tiempo, como prueba todo lo dicho hasta ahora, no existe, sino que lo que existe es el cambio. Piénsese que toda medición del tiempo es resultado de la comparación de dos cambios: el de las agujas de reloj y el de nuestras actividades. Nada hay por detrás que abrace estos dos cambios. Las cosas cambian, de hecho, el reposo es movimiento compartido. Las cosas cambian, digo, de posición y de naturaleza continuamente. Nosotros mismo somos un cambio permanente, único modo de seguir vivos, tener memoria o utilizar nuestra imaginación. Si el tiempo es cambio comparado, es fácil de aceptar que el tiempo cambie por la velocidad, pues no cuesta trabajo comprender que un cambio pueda ser más o menos rápido.
Esta versión del tiempo tiene implicaciones, pues podemos imaginar nuestra vida como una eternidad mutable. El universo sería eterno, pero en constante cambio. Para explicar lo que sabemos sobre el Big Bang, basta con aceptar como hace el cosmólogo Roger Penrose, un universo cíclico con implosiones (Big Crunch) seguidas de explosiones (Big Bang). De este modo el tiempo abandona nuestra mente para ser sustituido por mediciones de los cambios respecto de una referencia convencionalmente escogida para llegar a tiempo a tomar un café con un amigo.
Termino recordando que Einstein no se quedó en el segundo principio de relatividad, sino que, al desarrollar su Teoría General, gestó el tercer principio de relatividad: no podemos saber si la caída de un objeto se debe a un campo gravitatorio a la acción de una fuerza. Este principio de relatividad implicaba que la luz se vería afectada por los campos gravitatorios, con lo que acabó con la mejor metáfora de lo espiritual: la luz ajena a toda influencia externa. Un fenómeno demostrado a posteriori con la famosa expedición de Eddington para comprobar cómo la luz era afectada por la masa del Sol.
En fin, estos rasgos de relatividad física, deberían tener efecto sobre nuestra actitud moral, pues nuestra especie debería comprender que nuestros intereses son de parte y, por legítimos que sean, debe dejar espacio para nuestro soporte material, el planeta, con todo lo que conlleva de respeto por la naturaleza.