Cada español mayor de edad en 1981 recuerda dónde estaba aquella tarde de febrero. España se vio conmocionada por la entrada de un grupo de uniformados que al grito de “¡quieto todo el mundo!” nos hizo creer que los fantasmas del pasado se encarnaban en aquella tropa para conseguir el sueño de Mola. Muchos sentimos vergüenza aquel día, pero si este sentimiento es proporcional a la importancia del país que sufre la afrenta de que su democracia sea violada en su propio corazón, la que ayer experimentaron los estadounidenses estará próximo al colapso emocional. Y nadie dudará de que la estabilidad de la democracia norteamericana es crucial para la estabilidad del mundo.
Ayer, tarde de Reyes, estaba siguiendo la lectura de los votos electorales en el Capitolio por mi curiosidad en escuchar los argumentos de los senadores que pretendían sabotear la confirmación parlamentaria, cuando se escucharon unos gritos que me recordaron aquella tarde española ya inolvidable desde el momento en que unos disparos nos estremecieron a los que estábamos escuchando por la radio. Ayer el tumulto de senadores americanos bajando atropelladamente las escaleras del hemiciclo del senado se asemejaba a aquella inmersión de congresistas españoles tras sus escaños. Al tiempo unos miembros del servicio de seguridad sacaban sus armas. El vicepresidente Mike Pence —un traidor para su jefe desde hoy— ya no estaba.
Hace años vi una foto de un miura saltando la barrera. En la foto, los ojos de los espectadores todavía no expresaban miedo, pues aún el cerebro no había procesado lo sucedido y estaban en una escena anterior. Tal parecían los movimientos de los empleados del congreso estadounidense, que estaban en la placidez de la sesión rutinaria cuando ya todo había estallado. Ya nada será igual, si el centro neurálgico del mundo asemeja una algarada caraqueña. Estados Unidos no es un país sólo, es un imperio —o lo ha sido—. Empieza a haber dudas, cuando parte de sus élites se han puesto durante cuatro años detrás un grotesco aficionado a la política que hacía estallar toda la antigua relación entre cargo y dignidad del trono democrático del mundo.
Lo ocurrido es especialmente simbólico, sin perjuicio de que acabe resultando materialmente catastrófico, porque el asalto interrumpe la ceremonia en la que la mayoría de los representantes republicanos habían abandonado la irracional postura de negar la evidencia de la derrota electoral. Justo en el momento en que comprenden su error y se avienen al respeto a las reglas constitucionales, las fuerzas que Trump, con su complicidad, había lanzado contra la democracia se vuelven contra ellos. Y no habían faltado avisos, como la ocupación con armas del congreso de Michigan. Esta es la lección de este día histórico: una vez que se activa la frustración de la gente, se invita a los estratos más siniestros y peligrosos de la sociedad a liderar revueltas fascistoides.
Los tribunales de Estados Unidos son especialmente sutiles en la definición de delitos que en otros países parecen travesuras. Por eso, aunque tengo mis reservas, no me extrañaría que Trump haya cavado su propia tumba; que todo un proceso de destitución se active ante la prueba fehaciente de que no puede seguir más al cargo de su país o con el botón atómico cerca de su pulgar. En ese país en el que el poder se ejerce desde imponentes despachos de gruesas moquetas y la imagen de sí mismo es de una serena energía ejercida para el bien con guerra o paz, lo ocurrido no puede quedar impune. Muchos han invitado a la zafiedad a entrar en su congreso, por consentir la zafiedad en el despacho oval.
Tras la conmoción, mi curiosidad se convirtió en ansiedad ante la posibilidad de que la historia le diera la razón a Philip Roth, que en su Conjura Americana enfrentó a la imaginación ilustrada de las élites americanas con el riesgo de jugar con fuego. Y ha sido esta tarde cuando eso ha parecido más real que nunca. Aquellos senadores que hoy confirmaban al presidente electo, después de haber sido complacientes durante cuatro años, nos dan una lección a los europeos. Ni una baldosa del sagrado suelo de la democracia que nos preserva de la muerte y la tiranía se puede ceder a aquellos que usan la desgracia ajena para la revuelta irracional. La Europa de la posguerra, que ya tuvo un 23-F en España, no debe conceder ni unas pequeñas dosis de populismo, y mucho menos alentado por centros de poder adscritos a su club político. Por cierto, quién nos iba a decir a los españoles que nuestro 23-F iba a ser el precedente de este 6-N; de este aquelarre en una fría y serena tarde de Reyes.