Resentimiento real


Evidentemente este es un ejercicio de psicología-ficción, pero, como pasa con el juicio estético, si mucha gente piensa que esto es verdad, será verdad. Al grano: tengo la impresión de que Juan Carlos de Borbón está dolido. Que considera que, dada la escasa paga que el Estado español destina al servicio de la Jefatura del Estado, era legítimo el cultivar la amistad de quienes, compadecidos, comprendieran su “extraña” situación y le ayudaran con dinero o propiedades o, incluso, con la imaginativa solución de cubrir la cuenta contra la que se hacían cargos desde tarjetas coronadas. El dolor procede, al parecer, de la falta de generosidad de los españoles para permitirle la vida de lujo que se espera que un rey tenga para, entre otras cosas, dar esa sana envidia que produce en el pueblo la fortuna de sangre. No en vano, en contraste, artistas y deportistas, con su talento natural pueden tomar un ascensor meteórico desde la pobreza a la riqueza produciendo admiración, incluso adoración, en mucha gente sin esta ventaja.

Cierto es que la dinastía borbona, que apareció por España un frío día de enero de 1701, cuando comenzaba un siglo que fue etiquetado de ilustrado, trajo poca ilustración a España que perdió el tren en la tecnología, donde reinaba Inglaterra, y en las ciencias formales, donde reinaban los matemáticos franceses. Con la excepción de Carlos III, los borbones pronto se instalaron en lo problemático con sospechosas querencias por las élites económicas y escaso interés por los problemas populares. Por eso resultó tan luminosa la constitución de 1978 que, de una parte, reconciliaba a los españoles consigo mismos y le daba una nueva oportunidad a la dinastía.

Por eso fueron tan admirables y esperanzadores aquellos primeros movimientos en el ajedrez nacional de un rey del que se reían los mismos franquistas que luego lo endiosaron, en medio de una atmósfera expectante y también peligrosa. Movimientos llenos de tacto que permitieron en pocos pasos una histórica y pacífica transición de la negrura de la dictadura al esplendor de una época democrática. Nadie sospechaba entonces que se estaba gestando la vergüenza actual, al crear una jefatura del estado con sueldo de burgués acomodado, cuando Juan Carlos I, por lo visto, había sido educado en el sueño secreto de la riqueza de sus antepasados. No entendió que debía haber sido un rey-padre de la patria, modesto y ejemplar en su vida como exige la morar cívica moderna. Más bien forzó las cuadernas del barco nacional, ahora lo sabemos, con unas prácticas en su conducta personal y económica en la que imitaba a sus ricos, riquísimos amigos. No se podrá demostrar, pero estoy convencido de que se desvió la mirada de los responsables políticos para no enfadar a quien liberó el parlamento un día de febrero de 1981. Y él se creció. Es una pena, para mi generación, que en vez de tener en el padre del actual rey un buen consejero para éste y una figura ejemplar para el pueblo, pues esa es su “profesión, haya comprometido su legado, hasta el punto de mostrarse como un anciano, iletrado, sandunguero y resentido del que hay que salvar a su hijo.

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