Dejada clara mi postura respecto a las trapacerías del que fue nuestro rey, creo que también debe hablarse del regusto con el que algunos están disfrutando de la situación. Lo cierto es que yo experimento un sentimiento de vergüenza ajena, en la medida que el defraudador es otro, pero también de vergüenza propia, porque sus acciones van asociadas a la historia de nuestro país y, también, se diga lo que se diga, a su reputación. Creo que no se puede sentir lo mismo ante la desgracia de alguien que solamente te ha traído el mal, que ante quien ha llevado a cabo acciones trascendentes para el bienestar general. Y no le puede ser negado a esta hombre su bien hacer objetivo durante muchos y decisivos años. No soy monárquico, porque creo más en las instituciones que en la estirpe. Pero eso no me ciega para comprender que las instituciones fracasan sin personas decentes y competentes. De hecho, los países modernos conceden las monarquías parlamentarias por el profundo temor que se tiene a los cambios radicales, que se saben como empiezan, pero no como acaban. Quizá, confíen en que poco a poco el aprecio popular se vaya desvinculando hasta que con un mero empujón se cambie de régimen en la cúpula constitucional. En todo caso, el criterio debe ser la preservación de la vida y la hacienda de los españoles y no el imperio de las ideas a sangre y fuego. Pero una cosa está clara, heredar la jefatura del Estado implica, hoy en día, un carácter de ejemplaridad tal, que cualquier paso en falso te cuesta la corona. Si todo estos expedientes se hubieran conocido reinando Juan Carlos, estaríamos en un verdadero aprieto. Dicho todo esto, no veo las razones para el regodeo o el resentimiento, pues es mucho lo que está en juego, tanto porque existen monárquicos sinceros, como porque los hay de pacotilla. Por cierto, los que con más fuerza gritan: ¡Viva el rey!