Se ha dado en establecer un símil entre la pandemia y la guerra. Lo curioso es que quienes rechazan el símil, sospechando que ayuda a un clima en el que los gobernantes pueden aprovechar para imponer restricciones ilegítimas a las libertades, consideran que la comparación es desproporcionada porque una guerra es un asunto más grave. Creo que esto es verdad solamente en las guerras civiles por la doble razón de que la población también es sacrificada y por el sufrimiento de ver el frente pasar por la propia calle, haciendo difícil sustraerse al temor y la desesperación por la muerte a manos de compatriotas. En el resto, claramente, una pandemia es peor que una guerra.

La razón de esa primacía estriba en el mayor número de muertes por año y en creer por error que, como en la guerra, el frente de lucha de la pandemia está lejano — en contenedores de sufrimiento llamados residencias u hospitales—. Este error provoca situaciones de peligrosa indiferencia, pues la población no advierte que aquí, las metafóricas balas son invisibles y pasan cerca de nuestros cuerpos sin silbar procedentes, incluso, del compañero de trinchera.

En efecto, en comparación con las guerras extraterritoriales modernas se manifiesta con claridad la mayor gravedad de una pandemia. Así, véase el caso de las libradas por Estados Unidos en Europa, Corea y Vietnam cuyas bajas totales ya han sido desbordadas la cifra de fallecidos por la Covid-19 en un solo año, que alcanza, en  este momento, la monstruosa cifra de 575.000 muertos. Y si consideramos la de Irak, que tuvo 4.500 bajas, las diferencias son definitivas. Añádase nuestras propias guerras africanas o cubanas en las que las muertes tenían más que ver con las infecciones que con la coincidencia en el espacio-tiempo del cuerpo con una bala. De hecho, en Marruecos cayeron 25.000 soldados y en Cuba murieron 3.000 españoles en combate y 40.000 por enfermedades; pero compárese con nuestras mismas cifras oficiosas del coronavirus, que ya van por los 90.000 fallecidos. De este modo se puede tener una idea de hasta qué punto la realidad puede llegar a contradecir nuestras intuiciones. En el plano económico, de nuevo se impone la enfermedad contagiosa, pues, por ejemplo, la guerra de Irak le costó a Estados Unidos dos billones de dólares, mientras, en el año transcurrido bajo el cetro del coronavirus, se estima ya en el doble. En España no podemos, afortunadamente, hacer comparaciones con episodios bélicos tan recientes, salvo que se quiera incluir “la guerra de Trillo” en Perejil.

Sin embargo, las autoridades de todo el mundo, desde las grandes potencias a las de la región en la que uno vive, han llevado a cabo políticas “poco bélicas” que van, desde el suicidio colectivo impuesto por el irresponsable Bolsonaro —equivalente a ir a la guerra desarmado—, a la ejemplaridad de Corea del Sur, que, para pasmo universal, ha tenido 1.300 fallecidos con 51 millones de habitantes en tres olas de contagios —que es ir a la guerra armado proporcionalmente a su gravedad—. Naturalmente, pasando por todas las situaciones imaginables de decisiones o indecisiones de los políticos al cargo, con sus jueguecitos publicitarios en las instituciones, que, en realidad, dan manotazos despistados en el aire, justo ante de perder el control.

Pero si a estos comportamientos se añade el desconocimiento de la psicología del ciudadano actual —confiado, consumista, desenfadado— con tendencia a pensar supersticiosamente que una buena tarde entre amigos, o con la familia, no puede tener como castigo una infección, es fácil entender porque no se encuentra el coraje político para tomar medidas realmente claras y eficaces como un confinamiento total; que, aunque sea intermitente, permite explotar económicamente los rellanos finales de las olas pandémicas y, así, dar cuartel a la economía y a la ansiedad. Un confinamiento que, cuando la psicosis se extiende, gran parte de la población desea para librarse de la “dura” decisión diaria de renunciar al placer. De ahí los vaivenes verbales de los políticos que oscilan entre “Las medidas están funcionando”, un mantra para cuando la suerte visita al político y “vienen semanas muy duras”, otro mantra que sirve para cuando se ha sido débil. En ambos casos se muestra una actitud a beneficio de inventario.

Apurando el argumento, creo que no se debe comparar una pandemia desbocada con una guerra, porque es peor, y porque exige un grado de conocimiento y una finura de gobierno que hemos echado de menos en estos largos meses y, francamente, ya no la esperamos antes de vacunarnos. Decepción que empezó con quien se acogió primero al símil, que incurrió en una contradicción flagrante, pues una vez “ganada la batalla” en mayo de 2020, nos invitó a tomar copas para celebrarlo, sin dejar a nadie en la garita.

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