La religión cumple una función pacificadora en general, que se torna belicista cuando entra en contacto con otra versión agresiva de la trascendencia. Y no porque la mayoría de los fieles, que viven la religión como fuente de consuelo, dejen salir la bestia vengativa, sino porque es inevitable la existencia de una minoría afectada por la teotoxicidad, un efecto sobre la mente que lleva al intoxicado a convertirse en un criminal en nombre de su religión. Los atentados en Cataluña son un ejemplo del grado de inhumanidad al que pueden llegar los afectados al transformarse en verdaderos monstruos corrompiendo su mente hasta hacer inevitable el crimen y la inmolación en la creencia de una inmediata transfiguración que lo transportará al paraíso. Una promesa ésta que convierte al creyente intoxicado en un comerciante que cambia una vida indeseable para él por otra llena de satisfacciones supuestas.

Cuando decimos Dios usamos una palabra que para muchos tiene como referente un ser personal y real, otros colocan en el centro de sus esperanzas a la madre naturaleza practicando lo que llamamos panteísmo, mientras para otros, la palabra no significa nada en absoluto. Los que creen en un Dios real son fieles de las grandes religiones monistas. Otras las llamamos politeístas, porque creen en muchos dioses, al modo de la antigua Grecia, que cumplen papeles especializados, aunque siempre hay una divinidad especial. Los que no creen en Dios sin matices son llamados ateos. Es una palabra con poca reputación, pero que es considerada el mejor modo de designar su posición espiritual, mejor que la ambigua denominación de agnóstico. Alberto Moravia dijo una vez, en una entrevista, que él «creía en el misterio de la vida, pero no en las novelas que se habían escrito sobre él«. El agnosticismo es una posición que adoptaron algunos intelectuales a mediados del siglo XIX, cuando la publicación en 1859 del «Origen de las especies» de Darwin produjo un terremoto en la conservadora sociedad occidental de la época. La palabra la inventó uno de los más destacados intelectuales del momento: Thomas Huxley, tío de Aldous Huxley que escribió el anticipatorio libro «Un mundo Feliz«. La palabra significa etimológicamente «No conozco» y coloquialmente algo así como «y yo qué sé«. Los ateos proliferan entre los científicos. El diario El País publicó un artículo sobre la posición entre ellos del que extraemos el párrafo inicial:

La comunidad científica nunca ha destacado por su fervor religioso, pero los últimos datos recogidos en Estados Unidos muestran que la espiritualidad vive momentos francamente bajos entre los investigadores de primera línea: un 72% se declaran ateos, lo que sumado al 21% que se dicen agnósticos deja a los creyentes reducidos a una mera traza residual del 7%. Los resultados han sido obtenidos por Edward Larson, del departamento de Historia de la Universidad de Georgia (EEUU), que los ha dado a conocer en una carta publicada en la revista Nature.

La asociación de estudiantes de la Universidad de Oxford (Oxford Union), organiza unos magníficos debates sobre lo que es objeto de polémica (es decir sobre todo). Esto me permitió conocer a los más acerados combatientes sobre religión en la actualidad. Es célebre el debate entre Richard Dawkins (biólogo) y John Lennox (matemático) sobre el Dios cristiano. En otra ocasión el cruce de argumentos fue con Mehdi Hasan (periodista de Al Jazeera) sobre el Dios del Islam. Dawkins ha recorrido el mundo entero discutiendo con teístas de todo origen y posición en el espectro de la fe. Su libro «The God delusion» ha convertido a Dawkins en célebre en la defensa del ateísmo.

A pesar de lo que antecede, miles de millones de personas tienen puestas sus esperanzas en Dios, en sus distintas versiones. Versiones que relativizan la descripción de su figura, puesto que supongo que los dirigentes de las distintas religiones habrán renunciado ya a la «evangelización» mutua. Por eso, la voluntad está en la convivencia y respeto entre religiones porque, creyendo en Dios, discrepan en cientos de detalles teológicos. Pero todas las religiones tienen figuras ejemplares que apoyadas en la fe propugnan sociedades pacíficas aunque, al tiempo, impongan prácticas a los fieles con las que se sorprenden unas a otras.

El problema empieza cuando una proporción de fieles, afortunadamente pequeña, de todas las religiones niegan el ecumenismo y consideran que hay que imponer la religión propia a toda la humanidad. Es una fase de inmadurez de las religiones que para algunas ya pasó y para otras está presente aún. En Asia, musulmanes e indúes se infligen dolor unos a otros, además de dañar a los correligionarios cuando incumplen determinadas prácticas que podríamos llamar sociales más que religiosas. En Oriente Medio las religión judía y la islámica conviven sazonados en sangre; en América los racistas que proclaman la prevalencia de la raza blanca lo hacen usando como herramienta su condición de cristianos. Afortunadamente el catolicismo hace tiempo que dejó, forzado por la sociedad civil, sus pretensiones de imponer la religión a la vida civil a sangre y fuego.

El Islam tiene, hoy en día, una presencia exagerada en las preocupaciones del mundo entero, porque los desequilibrios de todo tipo en Oriente Medio, que probablemente empezaron con el derrocamiento del Sha de Persia, y siguieron con todas las torpezas occidentales en la zona, creando un estado de anarquía en el que el fanatismo, que siempre está latente, encontró alimento material en forma trafico de armas y almas. Después, el egoísmo estatal de Arabia Saudita que no quiere problemas en su  territorio, ha provocado con su enorme capacidad de financiación, el fortalecimiento de grupos de fanáticos que han creado el actual estado de cosas. Es sumamente llamativo que países como Jordania y el Líbano están saturados de refugiados sirios, mientras Arabia Saudita no ha aceptado ni uno. De modo que, primero inestabilidad política y, después, uso del fanatismo para hacerse mutuamente daños unos países a otros y unas versiones de la religión a otras, dependiendo de que el grupo esté financiado por sunitas o chiítas, bahawistas o salafistas. Más o menos es como el estado de cosas de las guerras europeas en los siglos XVI y XVII con la religión como espantajo y herramienta para la solución de problemas de dominio político. Por ejemplo, en la Guerra de los treinta años, el exterminio era la norma y hubo poblaciones que fueron reducidas a un tercio de los habitantes previos a la guerra. En Francia, el rechazo de la población católica a los conversos al protestantismo, dio lugar a la ominosa «Noche de San Bartolomé» en agosto de 1572, en la que comenzó la masacre de protestantes que en el mes siguiente acabó con la vida de 20.000 franceses. Pero no hay que remontarse tan atrás, pues todavía en los años ochenta una pareja de adolescentes, que se fugaron de las respectivas casas familiares, fueron asesinados en Irlanda del Norte por la mera razón de pertenecer a comunidades religiosas cristianas distintas (catolicismo y protestantismo). ¿Qué diferencia hay con ese padre y hermano que asesinaron en Alemania a su hija y hermana por no seguir las prescripciones de su religión islámica?.

La religión es fuente de esperanza para mucha gente y, aunque también mucha gente tiene buenas razones para dudar de sus dogmas, la cuestión no está ahí, sino en la capacidad de cumplir las leyes que basadas en la costumbre, el pragmatismo y la razón facilitan la vida civilizada. Hoy en día, las fuertes corrientes migratorias, por razones de persecución o por razones económicas, están provocando graves tensiones en los países occidentales porque, desde el foco genuino de los fanáticos en los países árabes, se piensa que se puede provocar en nuestros países una reacción simétrica que le de fundamento a posteriori a su odio cultural. Algunas reacciones entre nosotros parecen avalar la teoría de los que conciben estas provocaciones, pero estoy convencido que no habrá nuevas noches de San Bartolomé en nuestros territorios y, además, espero que la medicina que neutralice el deseo de venganza sea, precisamente, el cristianismo. Porque, si no, quedaría completamente desacreditado. Otra cuestión es cómo abordar los problemas de convivencia originados por los propios países cuando aceptan emigrantes para ocuparse de las labores a precios de esclavitud, sin tener en cuenta, ni prepararse para las consecuencias. La irresponsabilidad de los gobernantes, con su dejadez, alienta las fracturas violentas, cuando la población que sufre las consecuencias reacciona irracionalmente. En todo caso hay un flujo de comunidades culturalmente diferentes que debe aceptar que la religión se ha de llevar en el corazón, pero deben que someter sus costumbres a la ley. Ley que fundamenta la civilidad y debe aplicarse sin complejos y con toda la firmeza. En caso contrario la sociedad se fragmenta y nuestro propios teotoxicómanos saldrán de sus cavernas.

© Antonio Garrido Hernández. 2017. Todos los derechos reservados.

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