La ciudad de Barcelona ya sabe lo que es el terrorismo. Lo vivió cuando en 1987 ETA puso una bomba en un local comercial asesinando a 21 personas, pero ayer fue sorprendida en su complejo devenir de ciudad abierta. La historia nos pone los pies en el suelo respecto de la capacidad de la humanidad de infligirse dolor, pues producir dolor a la gente indefensa es una cruel costumbre bélica. Recuérdese Dresde o Alepo. Pero el terrorismo, como forma de reducir las defensas psicológica en épocas de paz, es relativamente reciente. No hace mucho, los ataques tomaban la forma de crímenes individuales, como ocurría con el terrorismo anarquista de principio del siglo XX. Pero, el aumento de la seguridad en los edificios públicos, incluidos centros de distribución de pasajeros, que ha cerrado el camino a los secuestros aéreos, ha llevado a las elementales mentes de los fanáticos a utilizar el crimen banal utilizando herramientas banales: un cuchillo o un vehículo ligero. No cabe más capacidad de hacer daño con menos preparación. De hecho llevará más tiempo intoxicar a los perpetradores con creencias de muerte, que preparar el atentado.
Es un buena nueva el que ningún político español haya utilizado la ocasión para algún propósito impertinente. Si cabe, el único exabrupto escuchado viene de la Casa Blanca, o mejor de Bedminster en Nueva Jersey, de la boca o del tuits de Donald Trump, que ha ensuciado la ocasión con una sugerencia de actuación basada en la desmentida leyenda del general Pershing, según la cual, mataba musulmanes con una bala bañada en grasa de cerdo. Todos nuestros políticos están reaccionando como corresponde: con gran delicadeza y sincero horror por lo sucedido. Nadie ha lanzado proclamas contra comunidades pacíficas.
El atentado ha sucedido en un bulevar que todos conocemos por su aspecto de normalidad urbana, inocencia ciudadana y el atractivo de ser una vía de pueblo en una ciudad cosmopolita. La foto de cabecera muestra el desconcierto del horror, el final de toda agenda lúdica, pues se impone salvar la vida. No lo merece ninguna ciudad y menos Barcelona, una ciudad plena de encanto modernista y serenidad ciudadana. Las Ramblas son avenidas en la que gente de todo el mundo transita entre dibujantes ambulantes, malabaristas, flores y risas. Una felicidad humana interrumpida por un joven que se niega a sí mismo lo que Cataluña le ofrece en forma de oportunidades para su vida e, intoxicado por una ideología tóxica, mata cortando para siempre la vida de muchos inocentes, mientras odia de una forma inconcebible para sus víctimas. Dicen que ha huído. No sabe que ya nunca volverá a sí mismo, tanto si muere como si vive. Dicen que es un menor de edad. Dicen que es de Marruecos (mi tierra natal). Dicen que lo hace en nombre de un casi desaparecido califato. Digo que nadie le llorará.
El vehículo utilizado se paró sobre un solado de Miró, uno de los artistas más personales en su arte de la cataluña culta. No cabe más paradoja. El autor de las muertes no sabrá quién es, pero no porque él pertenezca a una cultura iconoclasta (tampoco sabe lo que es eso), sino porque nosotros sí sabemos hasta qué punto la alegría de Miró sí merece estar en las Ramblas y ser pisado suavemente, como Keats pide para sus sueños, por quienes visitan la ciudad para admirar su peculiar forma de ser surrealista. El surrealismo proclama un arte que nace de la inconsciencia, mientras el terrorismo nace de la conciencia torcida como el fuste de la humanidad de Kant. El inconsciente expresa en Miró la alegría, mientras el consciente se deja manchar por ideas tan elementales como la lógica de la venganza o, peor aún, la lógica de la religión entendida como promesa de vida para el creyente y promesa de muerte para el infiel.
Sólo quien ha sufrido una muerte a destiempo puede imaginar el horror de los familiares de las víctimas. Sorprendidos en el paseo a media tarde, pillados de frente o por la espalda, habrán sentido el aliento frío de la inhumanidad en la forma trivial de un vehículo conducido en su sofisticada mecánica por la simpleza de la toxicidad ideológica. Gente sorprendidas en la vida cotidiana o en la emoción de llenar los ojos con una ciudad nueva y tan abierta a lo nuevo. Sorpresa, dolor, desgarro y, de nuevo, desgarro, dolor y sorpresa con unas secuelas que, una vez que pase el vértigo de lo recién acontecido, será sustituido por el vértigo de nuevos efectos del consciente y el inconsciente. Para estas familias quedan años de pesadillas porque ayer quedaron marcados en una profundidad que el resto de la comunidad no puede igualar. Con ellos estará toda la compasión de la que seamos capaces y vuelta a la vida para no permitir que el terrorismo gane ni una sola baza. La Barcelona culta y fuerte sabrá hacerlo, como lo hizo Madrid en su momento de agonía.
© Antonio Garrido Hernández. 2017. Todos los derechos reservados.