Cuento de Navidad


La Navidad hace tiempo que, por mucho que nostálgicos la fijemos en determinados parámetros tradicionales, pasó a ser la celebración de una promesa de convivencia entre seres emancipados. Estado de cosas frágil, de bello cristal que no soportaría una sola caída al suelo de la grosería. Nuestro siglo ha hecho emerger, ha conquistado e institucionalizado niveles de verdadero respeto y amor a los semejantes que también existió en otras épocas, aunque fuera en sociedades exiguas y cerradas. Existencia previa y desaparición posterior que debe servir de aviso para no dejar de estar alertas. Por eso, si la risa es necesaria hay que crear una comicidad no basada en el mal ajeno al tiempo que se respeta a los diferentes. Empecemos por un cuento de Navidad a contrapelo:

Samuel y Adriano estudiaron en colegios distintos. Adriano, en uno concertado y Samuel, en otro también concertado, pero ¡menuda diferencia! Uno religioso de uniforme y doctrina con complementos por actividades voluntarias y, el otro, resultado del desarrollo de una academia modesta con un director muy espabilado. Los padres de ambos eran amigos y salían juntos a menudo. Adriano sufrió mucho ocultando las dudas sobre sus sensaciones ante sus compañeros. No podía decírselo a los profesores. Había oído que hacía unos años, a un niño que había confiado en un confesor se lo llevaron a «curarlo» de lo suyo a Segovia. Nunca volvió al colegio. Por eso, era reservado. Nadie se metía con él y él llevó en secreto su desconcierto cuando sus amigos hablaban de chicas y él los miraba goloso a ellos. Era un chico bueno, estudioso, interesado por todo lo que los profesores planteaban en clase. No entendía el desinterés de la mayoría de sus compañeros por la historia o las matemáticas. El conocimiento que su atlas le proporcionaba de la arquitectura del sistema solar le resultaba apasionante. Imaginarse en la pequeña bola de la Tierra girando alrededor del Sol junto a gigantes como Júpiter en el silencio del cosmos era ya, en sí mismo, una aventura. En sus delirios adolescentes se planteó ser astronauta. Se pasó horas con una lámpara y una naranja tratando de comprender los efectos de la inclinación del eje del planeta sobre la eclíptica, que le parecía un nombre precioso. Si no pudiera ser astronauta, sería físico para poder estar en un centro astronómico observando el cielo. Sus padres nunca supieron nada de la tendencia sexual de su hijo.

Para Samuel, sin embargo, su vida de adolescente fue un infierno. Tenía maneras femeninas y su gusto por la poesía y la literatura —sabía poemas enteros de memoria— lo convertían en sospechoso para sus compañeros. Tuvo la suerte de que su profesora de literatura le tomara cariño y lo protegiese de las embestidas de la brutalidad de algunos de los adolescentes del colegio. Habitualmente procedían de familias donde probablemente la procacidad era la norma. El caso es que se conducían con él con brusquedad. Él se encerraba en sus lecturas. Había recorrido los poemarios desde el renacimiento al romanticismo. Su profesora lo estaba iniciando en los secretos de la poesía moderna a partir de otro precoz poeta —Rimbaud—, que fue amante de Verlaine, al que arrancó de su familia heterosexual para vivir una loca aventura en Inglaterra. Su profesora le mostró una foto del cuadro de Fantin-Latour en el que aparecían los dos poetas amantes. Esos antecedentes aliviaban a Samuel que siempre estuvo agradecido a su profesora y confidente. Su madre seguía con delicadeza la evolución de su hijo, pero su padre se apartó de él, mostrando una feroz hostilidad.

La discreción de Adriano y la timidez de Samuel los mantuvo alejados durante la niñez. Pero, cuando Adriano cumplió quince años un 23 de diciembre, sus padres organizaron una fiesta en su chalé al que invitaron a sus amigos, lo que incluía a Samuel, naturalmente. La fiesta transcurrió divertida y revoltosa, con merienda, tarta, apertura de regalos y juegos de consola. Los padres estaban reunidos en un estar junto a la chimenea. La decoración navideña era espléndida. La tarde caía suave sobre el valle y las conversaciones les llenaban de amistad y placidez. Adriano subió a su habitación y Samuel al aseo de arriba porque estaba ocupado el de la planta baja. Al acabar, Samuel abrió con brusquedad la puerta atascada y tiró las campanillas doradas del adorno al tiempo que golpeaba levemente a Adriano que salía de su habitación. Adriano se cayó al suelo sin más consecuencias. Samuel se agachó a ayudarle y se levantaron abrazados. Adriano fue más audaz y besó a Samuel. El abrazo se prolongó, se encerraron en la habitación de Adriano y se amaron explosivamente, como solo la inocencia puede hacerlo.

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